Capítulo 79 - La chispa

 Es un joven muy guapo, es verdad, dijo Judith, pero no tiene un centavo.
¿Crees que a mí me interesa el dinero?

Puede que a ti no, pero a tu tío sí. Y no permitirá que te cases con un pordiosero.

Carlota suspiró. Quizá su amiga tuviera razón. Con sólo 22 años, Judith Braunstein era ya una mujer con experiencia: ya se había casado, enviudado y estaba por casarse otra vez. Judith era chispeante, desenvuelta, y le importaba un pepino lo que pensaran los demás. Vivía en un caserón enorme, rodeada de sirvientes que se afanaban por cumplir su voluntad. Nada mal, para una chica que había nacido en una aldea perdida de la Rusia Blanca, en la total pobreza, y hoy era, gracias a su inteligencia, a su perseverancia (y a sus hechiceros ojos negros) dueña de la segunda fortuna de Punta Arenas.

¿Un cigarrillo?

Carlota dudó antes de aceptar. Temía que alguien la viera, y luego le fuera con el cuento a su tío, el Mayor García Lacroix, Gobernador Militar de la región y hombre severo por añadidura.

¡Pescado! ¡Pescado fresco!

La casa de Judith estaba en la Calle Principal, que bullía de tráfico a esa hora. Se escuchaba el paso de los carruajes, el relincho de los caballos, la vocería de unos chiquillos.

¡En marcha! ¡Un, dos! ¡Un, dos!

Un grupo de presidiarios, con picos y palas al hombro, caminaba rumbo a sus penosas tareas, vigilados por un par de soldados. Los vendedores pregonaban su mercancía:

¡Pescado! ¡Pescado fresco! ¡Sardina, merluza, congrio!

La luz entraba por los amplios ventanales del salón, tamizada por las cortinas de voile.

¡Vaya, sí que sabe bien!, dijo Carlota, mientras dejaba salir la primera bocanada de humo.

¿Sí, no es verdad? Están hechos de tabaco turco. Acabamos de recibir dos cajas en el almacén.
Judith tomó asiento junto a Carlota en el canapé. En la mano tenía un pequeño cenicero de cerámica.
Querida amiga, hay algo que quisiera contarte acerca de ese joven, y espero no lo tomes a mal, le dijo.
Pero Carlota no la escuchaba. El sabor del tabaco le había traído el recuerdo de la última vez que había fumado. Que había sido, precisamente, junto a Bernardo: fue la noche que se conocieron, en la fiesta de cumpleaños del Doctor O’Reilly. La orquesta tocaba una mazurka, los invitados bailaban, reían, entrechocaban las copas…
Hay demasiado barullo aquí, dijo él. ¿Por qué no vamos un rato al jardín?
Carlota aceptó. ¿Cómo no hacerlo, con esa sonrisa encantadora que tenía, el muy truhán?
Se escaparon de la fiesta, tomaron asiento en un banco del jardín, lejos de las miradas indiscretas, bajo un cielo rebosante de estrellas…
¿Un cigarrillo?
Bernardo y ella platicaron, hicieron bromas, se contaron sus cosas. En tan sólo un momento, parecía que se conocieran de toda la vida. Como quien no quiere la cosa, él se había ido acercando; le había pasado el brazo por detrás de los hombros, y había comenzado a jugar con un mechón de su pelo. En el salón, la orquesta dejó de tocar. Sonaron unos aplausos.
Bernardo dio una última pitada y arrojó la colilla, que describió un arco de fuego en la oscuridad. Carlota tembló de pies a cabeza, cuando él la tomó entre sus brazos, y acercó su boca a la suya…
¡Ah! Fue por eso que te perdí de vista, durante el baile, se rio Judith. ¡Vaya con mi amiga limeña, se lo tenía bien guardado!
No es lo que tú piensas, dijo Carlota. Bernardo y yo…
Le costaba seguir fumando. El tabaco ahora le sabía amargo.
¿Y no volviste a verlo, desde entonces?
No.
¡Pescado fresco, señora! ¡Recién salido del mar!
Creo que si le explicó a mi tío la situación… Él es un hombre razonable, y estoy segura de que…
Ningún hombre es razonable, cuando se trata de ponerle límites a una mujer, dijo Judith. Por lo demás debo decirte que, por una vez, estoy de acuerdo con él. Ese Bernardo no es el angelito que tú crees.
¿Por qué lo dices?
Para empezar, trabaja en esa taberna de mala muerte, casi podría decirse un burdel…
Carlota no podía creer lo que escuchaba.
Y además es, digamos, algo más que un criado para su patrona, si entiendes lo que quiero decir.
¡Oh!
Una tal Irena. Una mujer de mala reputación, que además tiene el doble de su edad. ¡Si podría ser su madre!
Se escuchó algo parecido a una explosión, a la distancia, algo así como el disparo de un cañón. Nada fuera de lo común, en esa zona de frontera, donde siempre se realizaban maniobras militares.
¿Una mujer de mala reputación?, preguntó Carlota. ¿Qué quieres decir con eso?
Judith dejó salir el humo de su cigarrillo de tabaco turco y dijo:
Una mujer como yo, pero sin dinero.
***
Otro cigarrillo, de tabaco mucho más ordinario, era el que fumaba Billy el Yanqui. Fue el que usó, tras dar una pitada, para encender la mecha de la dinamita.
¿Qué diablos hacen aquí?, le gritó a la media docena de curiosos que se había acercado a contemplar el espectáculo. ¡Esto va a explotar!
Se trataba de una mecha de combustión lenta, la que se usaba para hacer detonaciones de roca, en la apertura de caminos o en minería.
¡Fuera de aquí! Get away!, agitó sus brazos el gringo, como si tratara de espantar gorriones. ¿Están todos locos?
En este caso, lo que se trataba era de volar tocones: los restos de los árboles que tiempo atrás habían caído al filo del hacha, y ahora sobresalían un par de palmos sobre el terreno.
¡Largo de aquí, God dammit!, repitió el gringo, mientras él mismo corría, lo más rápido que se lo permitía su pierna, en la que guardaba una bala de fusil Springfield, recuerdo de su paso por la batalla de Gettysburg.
¡Malditos idiotas! ¿No me oyeron?
De mala gana, los peones se alejaron unos pasos, hasta lo que ellos creyeron sería una distancia prudencial.
La brasa de la mecha seguía avanzando, muy despacio, hasta llegar a una de las raíces. A partir de allí, no se la vio más. Ni siquiera la nubecita de humo que se había ido desprendiendo hasta ese momento.
¿Será que se apagó?, preguntó el Vasco Mendieta, que observaba la operación junto a su hombre de confianza, el portugués Da Souza.
No, no apagó, Míster Mendieta, dijo Billy. Espera poquito.
La forma en que lo dijo despertó risas entre los peones, que comenzaron a repetir.
¡Espera poquito! ¡Espera poquito! Ja, ja, ja…
¡Idiotas!, les respondió el gringo, al tiempo que se alejaba aún más, renqueando trabajosamente. Go to hell!
Los peones no se corrieron, a pesar de su advertencia, y el Sr. Mendieta tampoco se movió, no porque no considerara que no había peligro: no podía quedar como un miedoso delante de sus subordinados. La burra Eleonora, en cuyas alforjas se habían traído los cartuchos, mascaba una brizna de pasto, mirando para otro lado.
¿Y, gringo? ¿Qué pasó? ¿Tanto trabajo para nada?
El viento soplaba, gélido, como siempre por aquella zona. Allá abajo, en el pueblo, hilos de humo salían de las chimeneas. Un pesquero se hacía a la mar, entre las aguas agitadas del Estrecho.
¡Espera poquito!, repitió uno de los guasones. ¡Espera poquit…!
Fue entonces cuando un estruendo sacudió la tierra.
¡¡BUUUUUUM!!
El cielo se puso negro. Poco después, una lluvia de tierra, cascotes y de trozos de madera chamuscada cayó sobre los espectadores. Un zumbido prolongado, fue lo primero que oyeron, tras la explosión, y luego los chillidos de la burrita Eleonora, que pugnaba por soltarse del tiento con que la habían atado.
¡I-áaaaaa, i-áaaaa…!
Luego los lamentos de uno de los peones, que había sido alcanzado por un cascote, y ahora se llevaba las manos a la cabeza, de la que manaba sangre en abundancia.
¿Y? ¿Qué yo dije?, llegó desde atrás, renqueante pero victorioso, Billy el Yanqui. ¿Quién burla ahora?
Los peones asistieron al herido, que no dejaba de gritar.
Ah, no tiene nada, dijo el Vasco Mendieta. Llévenlo al galpón.
También él había recibido el impacto de una piedra, y no se quejaba.
Tranquila, Eleonora. Tranquila… acariciaba el Segundo, uno de los peones, a la asustada burrita.
Bien, dijo el Vasco Mendieta, vamos a ver si todo esto sirvió para algo.
Caminaron hasta el lugar de la explosión, un montón de tierra removida, del que aún salía humo y olor a madera quemada.
¡A-há!, exclamó Billy el Yanqui.
¿Tanto lío para esto?, dijo el portugués Da Souza, que había insistido en que esto de la dinamita era una estupidez. Después de más de una hora de preparación, y de semejante barullo, aún se veía al tocón en su sitio, apenas levantado medio palmo del suelo.
¿Parece poco?, defendió su trabajo Billy el Yanqui. Mire. Mire.
Todos raíz quedan sueltos. Muy fácil por sacar.
En efecto, los cinco peones que quedaban (los seis originales, menos el herido), pudieron retirar los restos del tronco calcinado sin mayor dificultad, desprendidas las raíces de la tierra a la que habían estado aferradas por más de medio siglo.
Qué diablos, dijo el Vasco Mendieta, que, de ser por él, dejaba los tocones donde estaban. ¿A quién le molestaban?
Le molestaban a su prometida, la Señorita Judith Braunstein, que en su visita al lugar donde construirían su casa de fin de semana no ocultó la impresión que le produjeron los restos de los viejos robles.
Se ven muy mal, Baltasar, le dijo. Van a arruinar el césped del jardín inglés.
¡Jardín inglés!, meneaba la cabeza el Vasco Mendieta, al recordarlo. Pequeña judía pretenciosa… Espera a que nos casemos, y ya te daré a ti jardín inglés.
Qué remedio, se dijo el Vasco. Había que sacarlos, aun cuando le pareciera una pérdida de tiempo y de dinero sin sentido. Alguien le dijo que el Doctor O’Reilly había hecho remover con dinamita los tocones de su estancia. Era un método moderno, mucho más rápido y barato.
¿Ah, sí? ¿Con dinamita?
En uno o dos días se podía hacer el trabajo de una semana, con la mitad del personal. El Vasco Mendieta hizo el cálculo mental. Parecía conveniente. Sin contar que en el depósito de su ferretería tenía un par de cajas de dinamita desde hacía más de un año.
Es un trabajo peligroso. ¿Quién se encargará de colocar los cartuchos?
Puede hacerlo Billy el Yanqui.
¿Ese borracho?
Fue él el que hizo el trabajo en la estancia del Dotor. Dicen que quedó muy bien.
***
No pongas esa cara, dijo Judith. Que no puedas casarte con él no significa que… Tú sabes…
Carlota tardó un momento en comprender.
¡Judith!, protestó, cómo se te ocurre…
Ja, ja, ja, se largó una carcajada Judith. Discúlpame, querida. A veces olvido que eres una niña.
Carlota se había puesto más roja que la grana.
No soy una niña, protestó. Sólo tengo tres años menos que tú.
Es verdad, dijo Judith, pero has vivido entre algodones toda tu vida, en cambio yo…
Judith hizo un gesto con la mano, como para alejar recuerdos poco felices.
La puerta que daba a la cocina se abrió y entró la criada, llevando una bandeja con el servicio de té.
Sí, tal vez tengas razón, dijo Carlota. Sólo que, en los últimos tiempos…
Sin decir palabra, la criada fue dejando sobre la pequeña mesa de caoba, ubicada frente al sofá, la tetera de porcelana, las tazas, la azucarera y el plato con los bizcochitos. Era una muchacha morena, bien parecida, aunque con el ceño fruncido de manera permanente. No había dejado de mirar con cara de pocos amigos a la invitada desde el momento en que llegó.
Es que en este pueblo hay tan poco para hacer, dijo Carlota. Aparte de las visitas sociales, y las lecciones de piano…
Le costaba seguir hablando, con la criada allí presente. Le pareció que, pese a su aparente indiferencia, no se perdía una palabra de lo que ella decía. Que la juzgaba.
¿Se te ofrece algo, Panchita?, le preguntó Judith, al ver que se había quedado allí, parada frente a ellas, después de servirlas.
No, Señorita Judith.
Puedes retirarte, entonces.
Sí, Señorita.
Panchita ensayó una breve reverencia y salió.
¿Qué le sucede a esa niña?, preguntó en voz baja Carlota. Parece que me odiara. ¿Será que dije algo que la ofendió?
No le hagas caso, está loca. Aún no sé por qué no la pongo de patitas en la calle.
Judith colocó dos terrones de azúcar en la taza de su amiga, utilizando una pequeña pinza de plata que tenía grabadas las letras C. P. Las mismas se repetían en la vajilla, en los picaportes y en la multitud de adornos y chucherías que poblaban estantes y vitrinas. Eran las iniciales del griego Costas Papanópulos, el finado marido de Judith, que había llegado a América con una mano atrás y otra adelante, y al hacer fortuna decidió ponerle sus iniciales a todo lo que poseía.
Jamás me expliqué ese capricho del pobre Costas, dijo Judith, ¡Si ni siquiera sabía leer!
De a ratos llovía. Las gotas estallaban contra los cristales.
Te has puesto triste…
No, dijo Carlota, aunque su expresión demostraba lo contrario.
¿Cómo no estarlo? Llevaba dos años en esta región de frontera, casi fuera de la civilización, sin la posibilidad de hacer algo útil con su existencia. Los días se sucedían con una monotonía aplastante. Y cuando al fin creía haber encontrado el amor…
Querida amiga, dijo Judith, creo que te estás ahogando en un vaso de agua.
¿Por qué lo dices?
Porque el amor y el matrimonio no siempre van por el mismo camino.
Carlota dio el primer sorbo a su té, tratando de no poner mala cara. Había quedado demasiado dulce para su gusto.
¿Cómo puedes decir eso, Judith? ¿Acaso no amas a tu prometido?
¿A Baltasar?, Judith lanzó una franca carcajada. ¡Es el hombre más zafio y vulgar que conozco! Es bajito, tiene cara de bulldog, y apesta a pomada para el pelo.
¿Y aun así vas a casarte con él?
¡BUUUM!, volvió a escucharse otra explosión, aún más fuerte que la primera. Los vidrios de la ventana vibraron, al igual que los cristales de la araña que colgaba en mitad del salón.
Eso sonó cerca, dijo Carlota. ¿Estarán otra vez de maniobras los artilleros?
No, debe ser Baltasar, dijo Judith. Está volando con dinamita los tocones de nuestra dacha, nuestro futuro nidito de amor.
¿Ah, sí? ¿Para qué?
Yo se lo pedí, sólo para fastidiarlo. Odia gastar dinero, es el peor de los avaros que pueda haber. Dice que los judíos somos avaros, pero él es peor.
Carlota tomó un bizcocho, el más pequeño.
¿Y él mismo enciende la dinamita?, preguntó.
¿Con lo miedoso que es? No, lo llamó a Billy el Yanqui, un gringo que estuvo en la guerra. Es el único que se atreve a hacer ese tipo de cosas.
Vaya. Eso sería lindo de ver, dijo Carlota, sólo por decir algo.
¿De verdad quieres verlo?, preguntó Judith, y ahí nomás gritó: ¡Gerarda!
El ama de llaves entró, secándose las manos en el delantal.
¿Qué pasó, niña Judith?
Dile a Serafín que enganche los caballos. ¡Iremos de picnic!
¿Ahora? Si está por llover…
***
Billy el Yanqui no era un yanqui, sino todo lo contrario: era un ex soldado confederado, un rebelde sureño, que tras cuatro años de combate contra las tropas de la Unión prefirió, antes que aceptar la derrota, abandonar para siempre su Georgia natal -no sin antes pegarle fuego a su granja, incluidos el establo y el granero. Qué solo encontraran cenizas, los odiados yanquis. 
Eso no impidió que, adonde quiera que fuese desde entonces (Veracruz, Santo Domingo, Maracaibo o Montevideo) todos lo bautizaran con el mismo apodo: Billy el Yanqui. Algo que lo hizo rabiar al principio, aunque al fin, harto de dar explicaciones, él mismo terminó por llamarse así.
Dile que soy yo: Billy el Yanqui.
A pesar de su pierna inválida, y de su afición a las bebidas espirituosas, a Billy jamás le faltaba el trabajo. Era un hombre de mil oficios: carpintero, albañil, herrero, reparador de toneles, cerrajero… Si se rompía una sierra en el aserradero, o dejaba de funcionar un molino, si fallaba una grúa del puerto o atrasaba un reloj, él era hombre indicado para arreglarlo.
¡Ve a buscar a Billy el Yanqui!
Billy era capaz de reparar mecanismos que jamás había visto en su vida. Con sólo estudiarlos un rato y toquetearlos un poco, desentrañaba su funcionamiento, y terminaba por echarlos a andar otra vez.
Se daba maña para todo. Con este asunto de la dinamita, por ejemplo. Cuando el Dr. O’Reilly le propuso volar los tocones de su estancia, tal y como había leído en un periódico que ahora se hacía en Europa, Billy se extrañó. Había volado algunos puentes, durante la guerra, utilizando barriles de pólvora, aunque esto era muy distinto.
¿Qué dices? ¿Podrás hacerlo?
No parecía tan difícil. Sólo había que perforar un par de agujeros con una barrena, colocar los cartuchos con los fulminantes, extender las mechas…
El primer intento no dio el resultado esperado. Billy no puso los cartuchos en el lugar adecuado, y el tocón apenas se movió. En el siguiente, no tapó lo suficiente una de las perforaciones, lo que hizo que la detonación perdiera buena parte de su fuerza.
No te preocupes, Billy, le dijo el Dr. O’Reilly, que era todo un caballero. Tómate tu tiempo, y por favor no corras ningún riesgo.
Pierda cuidado, Doctor, le dijo Billy, le encontraremos la vuelta.
Así fue. A partir del tercer tronco, todo marchó mejor. Billy fue perfeccionando su técnica, al punto que, terminado su trabajo, podía decir que ya había agregado otro oficio, a los tantos que tenía: el de volador de tocones.
Esa fue la razón por la cual, cuando el Vasco Mendieta lo mandó a llamar, Billy decidió hacerse valer. Se hizo de rogar durante una semana, al menos, antes de aceptar el encargo, y le pasó un precio bastante salado: cinco pesos por tocón.
¿Acaso te has vuelto loco?
Usted ahorra jornal de seis obreros por cada raíz, Míster Mendieta…
Mmm… Eso ya lo veremos… -
¡BUUUUUUM!
Fue un negocio conveniente para el Vasco, aunque no sin problemas. Esa misma tarde, apenas cayeron dos gotas, Billy el Yanqui dijo:
Pronto va a llover. Yo me largo.
¿Qué?
El Sr. Mendieta sacó su reloj de oro del bolsillo del chaleco.
¡Ni siquiera son las tres!
Billy el Yanqui no tenía reloj, así que no podía decir si eran menos de las tres o más. Lo que sí tenía era sed. Su gargero ardía por un trago de moonshine, el whisky que él mismo destilaba, en un alambique de su invención.
Además, perros míos no comen de hoy temprano. Ellos mucho hambre.
Maldito gringo, dijo el Sr. Mendieta. Te daré dos pesos más por voladura.
Billy miró el cielo, hizo un gesto de duda.
¿Dos pesos?
***
La campana de bronce de la parroquia sonó tres veces. Tres campanadas enérgicas, contundentes, la última de las cuales quedó vibrando largo rato en el frío aire de la tarde.
El Padre Tadeuz se tomó su tiempo para bajar del pequeño campanario. Su pesado corpachón hizo crujir todos y cada uno de los peldaños.
Apúrese, Padre. Ya es hora de irnos, dijo Nicolás. El carruaje ya está aquí!
¿Y a mí qué me importa?, respondió el viejo cura polaco.
Sin embargo, tenía que ir. No podía demorarlo más.
Nicolás le sostuvo abierta la puerta del costado, la que daba al callejón, lindero a la casa de los Johanssen. Allí los esperaba el coche del portugués Da Souza, con el cochero sobre el pescante. Nicolás ayudó al Padre Tadeusz a subir, antes de subirse él y cerrar la portezuela.
¡Arre!
Salieron a la Calle Principal. Nicolás corrió la cortina, para evitar que los vieran.
No tengo por qué esconderme, protestó el Padre Tadeusz. No le tengo miedo a ese rufián. ¡No le tengo miedo a nadie!
No es cuestión de miedo, padre, lo reconvino respetuosamente Nicolás.
Clop, clop, clop… avanzaba el coche por la calle principal.
Usted sabe… No sería conveniente que…
Haz el favor de callarte, ¿quieres?, dijo el Cura. Ya me harté de tus lloriqueos.
Aun así, debía reconocer que su sacristán llevaba la razón. ¿Qué sentido tenía delatar sus movimientos, y dejar que el Enemigo los anticipara?
El Enemigo no era otro que el Mayor García Lacroix, el Gobernador militar de la Región, ese hereje, ese Anticristo, que ahora mismo pasaba revista a las tropas, frente al cuartel, y hablaba con los oficiales, y examinaba los cañones.
 El Padre Tadeusz lo miró a través del resquicio que dejaba la cortina, y le soltó en su idioma natal una expresión que no debía ser precisamente un elogio.
¡Ya te arreglaré las cuentas, a ti, canalla!
Sin embargo, no tenía idea de cómo iba a hacerlo. No sabía qué más hacer, además de lo que ya había intentado. Había escrito cartas al Gobierno central, y al Congreso de la Nación, y a la Curia, denunciando la conducta tiránica del Mayor García Lacroix, su despotismo, su desprecio por los pobres, y el hecho de que se negara a hacer la más mínima contribución para el mantenimiento de la Santa Iglesia del Señor. Para nada. En la Capital, el Mayor estaba considerado un buen administrador. La Colonia de Punta Arenas crecía cada año, en habitantes y en actividad económica. Además, siempre estaba latente la posibilidad de una guerra con el vecino país, y el Mayor se había familiarizado con las últimas estrategias militares en su reciente gira por Europa.
Clop, clop, clop, clop…
El coche dejó atrás el empedrado de la calle principal y comenzó a remontar por la calle Independencia, la última del trazado urbano, en la margen sur. Una calle de ripio apisonado, que a medida que ganaban altura se iba convirtiendo en un camino de tierra, y luego en una huella, en mitad de lo que hasta hacía un par de décadas había sido un espeso bosque nativo. Allí estaban las raíces de los árboles que habían servido para hacer las casas del pueblo, los galpones de la compañía carbonífera, el cuartel y hasta la misma parroquia.
Estaban llegando a la parte más alta de la loma, desde donde se veía la totalidad del pueblo: las casas pequeñitas allá abajo, cada una con su hilo de humo; la curva de la bahía, en la que estaban anclados algunos barquichuelos, y las montañas de Tierra del Fuego, al otro lado del Estrecho.
Oh… Oh… gritó el cochero, tirando de las riendas. Ya había llegado al lugar donde el Vasco Baltasar Mendieta hacía construir su nueva casa. ¡Otra más, como si le hiciera falta! Ya por la estructura se podía ver que iba a ser una mansión, un auténtico palacio.
Señor, envía fuego sobre estos pecadores, dijo para sí el Padre Tadeusz. ¡Hazles sentir tu poder! ¡Destrúyelos!
Padre, ya llegamos, dijo Nicolás.
Ya lo sé, idiota. ¿Crees que no me doy cuenta?
El sacristán se bajó el primero, y lo ayudó luego a bajar a él. Se escuchaban las voces de los peones, que se afanaban cavando en la tierra, y un poco más arriba se lo veía al Vasco Mendieta, controlándolo todo. Era la viva imagen del orgullo: su postura altiva, sus botas brillantes, su impecable traje azul de tweed.
Buen día, Padre, lo saludó el Vasco, con un gesto sobrador, como si celebrara el hecho de que había sido el Padre el que había tenido que ir a verlo, y no al revés.
Señor, dame fuerzas, murmuró el Cura.
***
Otro carruaje recorría la calle principal, en ese preciso momento,
Una estupenda calesa color caoba, tirada por unos potros que brillaban como el sol. La gente se daba vuelta a mirar. Unos chiquillos se pusieron a correr a la par, gritando:
¡Doña Judith!, ¡Doña Judith!
Panchita… interrumpió su conversación Judith, ocúpate de ellos.
Panchita metió la mano en la bolsa de la calderilla y arrojó afuera un puñado de monedas, que cayeron tintineando sobre las piedras.
¡Gracias, Doña Judith! ¡Dios la bendiga!
El coche dejó atrás las tiendas de la Calle Principal, con sus humildes escaparates, la Plaza de Armas (un extenso yuyal, en el que pastaban las cuatro vacas de la gobernación), el correo, el galpón donde funcionaba la escuela mixta…
Era mi mejor amiga, siguió contando Carlota. La mejor amiga que jamás tuve…
Me harás poner celosa, trató de sonreír Judith, que iba sentada junto a ella, en el asiento de atrás. En el de adelante iba la criada, con una canasta sobre las rodillas.
Pensábamos matricularnos las dos juntas en la Universidad, una vez que saliéramos del internado. Aurora iba a estudiar literatura, y yo matemáticas… Siempre se me dieron bien los números, ¿sabes?
Carlota se quedó mirando un momento por la ventana, antes de continuar.
Sin embargo, por cuando Aurora enfermó, y murió poco después, me propuse estudiar medicina. No quería que a nadie más le pasara lo que a ella le pasó, por no recibir la atención adecuada…
Los ojos de Carlota se humedecieron. Judith la tomó de las manos.
Querida Carlota, cuánto lo siento…
Panchita apretó las mandíbulas, pero no dijo nada.
No es una idea descabellada, dijo Carlota. Otras mujeres ya están estudiando en la Universidad: en Santiago, en Buenos Aires… Pocas, pero hay. Yo comencé a tomar clases con un profesor particular, para rendir el examen de admisión. Pero entonces trasladaron al tío a esta región, y todos debimos seguirlo…
El coche se mecía con suavidad sobre los muelles bien aceitados. Serafín llevaba los caballos al paso, en vista de lo despareja de la calle.
¿Qué puedo aprender aquí?, dijo Carlota. A tocar el piano, a bordar mañanitas… Lo único que se supone que mujer debe aprender.
Panchita resopló, mirando para otro. Ya le gustaría a ella poder pasarse el día sin hacer nada, tocando el piano, y tomando el té. ¡Estos ricos se quejan de llenos!
No te des por vencida, querida Carlota, dijo Judith. Eres tan joven aún… Estoy segura de que pronto levantarás vuelo. No me preguntes cómo, pero lo sé.
El coche tuvo que reducir el paso, poco después de pasado el cuartel. Un grupo de presidiarios descargaba piedras de una carreta, otro las partían a golpes de maza. Serafín detuvo el coche, para dejar pasar a unos jinetes que venían en sentido contrario. Algunos de los presos levantaron la vista hasta la ventanilla a la que se asomaban las bellas señoritas. Unos se quitaron la gorra, otros hicieron una apurada reverencia. Eran dos mundos, del todo distintos, del todo separados, que por un instante se encontraban. Los soldados que vigilaban la cuadrilla observaban la escena, a unos pasos de distancia.
Los jinetes terminaron de pasar. Serafín agitó las riendas, el coche se puso en movimiento otra vez.
Pobres hombres, dijo Carlota.
Bah, le respondió Judith, ninguno de ellos está aquí por ser un ángel, te lo aseguro.
Puede ser. De todos modos…
¡Si vieras como tratan a los presos en Rusia!, se rio Judith. En comparación, estos viven como príncipes.
***
Pasada la carroza, los presos decidieron tomarse un respiro. Uno se sentó en el borde de la carreta, otros sobre las piedras que acababan de bajar; los demás en el puro suelo.
No doy más compadre…
¿Y yo? Tengo la espalda a la cochina miseria…
Los soldados encargados de vigilarlos no les dijeron nada. ¿Para qué?
Eran unos pobres infelices, lo mismo que ellos. El Cabo Contreras ardía por fumarse un cigarrillo, pero no tenía ni para tabaco. Así que se contentó con masticar una hierba que acababa de arrancar, mientras veía cómo el elegante coche se alejaba camino arriba.
Malaya con las muchachitas…, murmuró el soldado Benítez, que se había sentado también, al igual que los presos. Ya me gustaría hincarles el diente…
¿Qué dices? Las manzanas no son para los cerdos, le respondió el Chueco Otero, uno de los reclusos más veteranos.
A pesar del frío, de sus huesos doloridos y sus manos con llagas, aún tenían ánimos para bromear.
Pucha con el Chueco… ¡Se había creío un galán!
El hombre es como el oso: cuanto más feo…
Ya se había vuelto habitual, que soldados y presidiarios confraternizaran durante los trabajos forzados. Estaban todo el día juntos, y odiaban a los mismas personas: al Gobernador, a los oficiales, a los comerciantes, y a quienes llevaban una vida más aliviada que la de ellos. Es decir, casi a todo el mundo.
El cielo se apiadó de su suerte: las nubes se abrieron y por un momento hizo su aparición el sol, el ponchito de los pobres.
Ah… Qué lindo…
Un sol tímido, es verdad, que calentaba muy poco, pero que les recordaba al sol del Norte, el lugar donde estaban sus parientes, sus amigos, el sitio donde la vida era feliz. Uno de los presos se puso a cantar:
“Me llaman el mil amores,
yo soy como el picaflor...”
¡BUUUUM!, se escuchó nuevamente el estruendo, cerro arriba. Una bandada de pájaros levantó vuelo, tapando con sus chillidos los demás ruidos.
Ese sí que sonó fuerte, dijo el Chueco Otero.
Tan fuerte que no dejó oír el galopar de los caballos, hasta que no estuvieron encima.
¿Qué diablos sucede aquí? ¿Por qué están haraganeando?
Presos y soldados se pusieron de pie. Nadie se atrevió a decir nada.
¿Quién es responsable de esta cuadrilla?
El Cabo Contreras dio un paso al frente y dijo:
Yo.
No dijo “Yo, mi Capitán”, ni bajó la vista, ni pidió disculpas.
Debí imaginarlo, dijo el Capitán Benigno, el oficial más cruel del regimiento. Tenías que ser tú.
***
¿Qué es lo que me está proponiendo, una revuelta armada?, preguntó el Sr. Mendieta.
Una justa retribución, dijo el Cura. El castigo de Dios.
El Sr. Mendieta sonrió. ¡Vaya que era fresco, ese viejo borrachín!
Los peones seguían cavando, un poco más abajo, sacando las raíces aún humeantes. Aún tenían varias horas de trabajo, hasta la caída del sol. Cumplida la última voladura, Billy el Yanqui se alejaba, colina abajo.
Estimado caballero… dijo el Sr. Mendieta.
Padre, lo corrigió el Padre Tadeusz.
Lo que Usted me está proponiendo es algo que podría calificarse como traición a la Patria. Un crimen que puede poner a los acusados frente a un pelotón de fusilamiento, tengan sotana o no.
Y yo le recuerdo, le respondió el Cura, que ciertas personas pueden pasar una buena temporada en prisión, a causa de sus negociados turbios, se vistan a la última moda de París o no.
El Sr. Mendieta se tomó su tiempo antes de responder. Extrajo su cigarrera de oro del bolsillo del chaleco, sacó un cigarrillo, la volvió a guardar. Ni se le ocurrió ofrecerle uno al Cura.
¿Qué es lo que me propone, a fin de cuentas?
Aunque no había nadie cerca, el Cura bajó aún más la voz, como si un pájaro de los que pasaban pudiera escuchar lo que decían y luego ir con el cuento. Unos pasos más abajo, el portugués Da Souza compartía un cigarrillo con Nicolás. Fue él el que primero vio el coche subiendo por la huella.
¿Y eso?
Una calesa de cuatro caballos, que en la puerta tenía el monograma C. P.
Baltasar…, llamó el Portugués Da Silva.
Ya era tarde para esconderse. Había que disimular.
Oh… tiró de las riendas Serafín. Oh…
Lo peor no fue tanto la llegada sin aviso la Srta. Braunstein, sino que hubiera caído ni más ni menos que con la sobrina del Gobernador.
Psiá krew!, exclamó el Padre Tadeusz.
Qué tal, buenas tardes… ¡Padre! ¡Qué sorpresa verlo por aquí!
Verdad es que no era más que una muchacha tonta y frívola. Aun así, no era imposible que esa noche, durante la cena, dijera:
¿Saben a quién vi esta tarde? Al señor padre cura…
El Satanás del Gobernador iba a sacar cuentas enseguida. ¿Qué diablos podía inventar?
He venido a bendecir el futuro hogar del Sr. Mendieta, dijo el Padre Tadeusz. Nicolás, ve a buscar el cofre con el agua bendita.
El agua bend… se quedó inmóvil Nicolás. Creo que… lo he olvidado, su Santidad…
Pues nosotras hemos venido a ver las explosiones con dinamita, dijo alegremente Judith. ¡Desde allá abajo se escuchan!
Ah, bueno, eso…
Cosa curiosa, el Sr. Mendieta, siempre tan decidido, parecía confuso y dubitativo él también.
El caso es que Billy el Yanqui ya se ha ido. Era él el que hacía las detonaciones.
¿De verdad?, dijo Judith. Nos hemos venido de gusto, entonces…
Panchita ya estaba preparando el mate, con el agua que habían traído en un botellón de cerámica, envuelto en una bufanda, para que conservara el calor.
Qué decepción…
Uno de los peones, el Segundo, que se había acercado a pedir instrucciones, dijo, de puro metido:
Señor Mendieta, si Usté quiere yo puedo poner la dinamita…
¿Quién? ¿Tú?
Si es fácil. Ya vi al viejo como lo hacía.
El Sr. Mendieta hizo las cuentas. Aún quedaban varios días de trabajo por delante, y más de treinta tocones por volar. A comparación de lo que le cobraba ese gringo sinvergüenza, este chorlito le salía casi casi regalado.
Bien, puedes probar con uno, dijo al fin el Vasco.
Sí, señor Mendieta, hizo una inclinación de cabeza el Segundo, y corrió colina abajo.
Baltasar… se atrevió a decir Judith. No será muy peligroso.
Es un tío despabilado, seguro lo hará bien, dijo el Vasco.
Se largó otra vez a llover. El portugués Da Souza murmuró:
Esto va a terminar en desastre…
***
Elisa, la hija del Doctor O’Reilly, hizo pasar a la última paciente de la tarde.
Por aquí, Madame Lefèvre.
Muchas gracias, chérie, dijo la mujer del farmacéutico.
Era la tercera vez en la semana que venía a la consulta, por un problema o por otro: jaquecas, dolores de espalda, fatiga…
Muchas gracias, Elisa, dijo el Doctor. Ya puedes ir cerrando la consulta, no recibiremos más pacientes por hoy.
Sí, Doctor…
Elisa cerró el libro de registro, corrió las cortinas. Su madre entró por la puerta del costado, la que daba a la casa.
¿Otra vez esa vieja?, protestó. ¿Por qué no la echaste?
No puedo echarla, mamá. Es una paciente.
¿Una paciente? Una descarada, eso es lo que es.
Ji, ji, ji… se escuchó desde el otro lado del tabique la risita de Madame Lefèvre.¡Tiene las manos frías, doctor!
La Señora O’Reilly se marchó, indignada, pegando un portazo al salir. Elisa se dispuso a echar llave, cuando un coche se detuvo frente al consultorio. Era la calesa de la Srta. Braunstein, viuda de Papanópulos, que saltó del pescante y abrió la puerta.
¿Está tu padre, Elisa? Tenemos un herido de gravedad.
De hecho ya lo bajaban, entre el cochero y la sobrina del Gobernador, que tenía el rostro y el vestido manchado de sangre.
¡Carlota! Se llevó una mano al pecho Elisa. ¿Qué es lo que…?
Abrió la puerta que daba al gabinete de su padre, sin golpear siquiera.
¡Ay!, se tapó los pechos desnudos la mujer del farmacéutico, que estaba en ese momento sentada en la camilla, mientras el doctor, para no incomodarla con el frío estetoscopio, la auscultaba apoyando la oreja en su espalda, lechosa y con varios lunares colorados.
Quelle horreur!, gritó Madame Lefèvre, al ver el cuerpo ensangrentado.
***
Resultó que no habían apisonado del todo bien una de las perforaciones, y toda la fuerza de la explosión se canalizó por allí. Las piedras salieron como balas de cañón, y una de ellas alcanzó al Segundo, arrancándole casi completo el antebrazo, a la altura del codo.
Segundo se había acercado a ver por qué las cargas no habían explotado, a pesar de haber hecho todo tal y como lo había visto hacer al yanqui. Puso los cartuchos y los detonadores, conectó bien la mecha, revisó todo, mandoneó a los otros peones… Por fin encendió la mecha y corrió a ponerse a resguardo. Nada. Pasaron varios minutos, mucho más de lo que hubiera tardado la chispa en llegar hasta el detonador. Empezó a llover con más fuerza. Las señoritas se aburrían.
¿Y? ¿Qué pasó?
Espera un poquito, dijo Segundo, que sin darse cuenta había hablado igual que Billy. Esta vez, sin embargo, nadie se rió. Estaban cansados, pasados de frío, la lluvia comenzaba a calarlos hasta los huesos. Hasta la burrita Eleonora parecía fatigada, y meneaba las orejas, esperando el momento en que la fueran a buscar.
Qué caracho habrá pasado, digo yo…
Carlota y Judith charlaban de sus cosas, desentendidas de lo que sucedía. El Cura se aprestaba a partir.
Señor Baltasar, dijo Panchita, alcanzándole un mate.
El Vasco Mendieta se lo agradeció. Vaya, sí que le has puesto azúcar, le dijo, tras dar la primera chupada a la bombilla.
¡Perdón! Es que la Señorita Judith lo toma así.
Ya veo… ¿Cómo era tu nombre?
Panchita, señor…
Una mestiza bien plantada. Joven, carnosa, de buena alzada. De sólo pensar que un poco tiempo más iba a estar viviendo bajo el mismo techo que él…
Muchas gracias, Panchita, le devolvió el mate el Vasco.
No hay de qué, señor. El próximo se lo traigo sin azúcar.
El Vasco Mendienta sonrió.
Eres una chica despierta, Panchita, le dijo. Nos entenderemos bien, tú y yo.
Señor… sonrió a su vez Panchita, haciendo una caída de ojos a su futuro patrón.
El Vasco la miró alejarse. Luego, recordando que él también se estaba mojando, le dijo a los peones.
¡Eh, ustedes! ¡Guarden las herramientas! ¡Mañana seguimos!
Sí, don Mendieta.
¡Segundo! ¡Tú también!
Segundo no lo escuchó. Se había acercado a revisar el sitio donde había colocado las cargas, preguntándose qué podía haber pasado. Su pie enganchó en una de las raíces. En ese preciso momento, el universo se sacudió:
¡KA-BUUUUM!
Cuando la tierra dejó de caer, y el humo se despejó, encontraron al Segundo tirado boca arriba, a varios metros del lugar de la explosión.
Iá…iá… chillaba la burrita Eleonora, como si anticipara el pronto fin de su amigo.
Este no cuenta el cuento, dijo el Portugués Da Souza.
Maldita sea, dijo el Vasco Mendieta, que ya estaba calculando cuánto tendría que tirarle a la madre del Segundo para mantenerla con la boca cerrada.
Ego te absolvum in nómine Patris, Filis… hizo una cruz en el aire el Padre Tadeusz.
Judith y Panchita no se atrevían ni a mirar. Carlota sí. No sólo miró, sino que corrió hasta donde estaba el herido. Sus botines resbalaban en la tierra mojada.
Señorita… trató de detenerla Da Souza. Esto no es algo que una dama…
Carlota no le prestó atención. Echó un vistazo a la herida y luego miró a su alrededor. Se acercó al Sr. Mendieta y, sin decir palabra…
Pero… ¿Qué hace?, protestó el Vasco, cuando la muchacha le arrancó de un tirón su fina corbata. Luego se arrodilló frente al Segundo y se la envolvió algo más abajo de la axila.
¡Un palo! ¡Necesito un palo! ¡Una rama, lo que sea!
Uno de los peones se la alcanzó.
¿Así?
¡Tú, sostenlo de este lado! Levántale la cabeza.
Déjalo nomás, dijo el Cura. Si es la voluntad de Dios…
Pareció, sin embargo, que la voluntad de Dios era que la herida dejara de sangrar, al menos de manera transitoria.
Ah… gimió el Segundo.
Carlota ya había visto, de pequeña, cómo se hacían los torniquetes, en una enciclopedia de medicina, y hasta había practicado con sus muñecas. Esta era la primera vez que lo hacía de verdad.
¡Panchita! ¡Tráeme el azúcar! ¡Rápido!
Sí, Señorita…
Carlota sacó la tapa a la azucarera y embutió adentró el muñón, que cabía justito.
Ayúdenme a llevarlo al coche. ¡Rápido, rápido!
Los hombres se apuraron a obedecerla, al ver que sabía lo que hacía.
Serafín hizo volar los caballos.
¡Arre!
Ah… Ah… gemía el Segundo, que ya se iba despertando, sin entender lo que pasaba.
El Doctor O´Reilly examinó la herida, el torniquete envuelto con una técnica impecable, la sangre coagulada gracias al azúcar. Dijo:
Querida niña, le ha salvado la Usted la vida a este hombre.
Esa noche, Carlota no pudo dormir. Sintió que había vivido un momento crucial de su existencia. Su deseo de estudiar medicina ya no era un sueño, sino un objetivo. El objetivo de su vida, la razón por la que estaba en este mundo. Pensaba: lo voy a lograr. No sé cómo, pero lo voy a lograr.
***
Tan, tan, tan…
Las campanas siguieron sonando, diez veces en total. Eran las últimas del día, las que marcaban el final de la jornada, y el inicio del toque de queda. El Padre Tadeusz se quedó un momento más en el pequeño campanario, echando un vistazo a esa aldea somnolienta.
A esa ciudad pecadora, esa Gomorra del Sur, adoradora del Becerro de Oro, esclava de Balaam…
En la negra noche, unas pocas luces ardían: los faroles de parafina, a lo largo de la Calle Principal, tan espaciados entre sí que no hacían más que acentuar la oscuridad; las pocas ventanas que aún seguían iluminadas, en la casa de los Braunstein, en la residencia del Gobernador y, un par de cuadras más arriba, en el Salón Adriático, ese antro del pecado, templo de la maldad, el lugar donde reinaba esa Jezabel, esa Lilith corrompida y su joven íncubo rumano.
Así debe ser, dijo el Padre Tadeusz, paseando su vista por el poblado. Todo esto debe arder. No quedará piedra sobre piedra. O mejor dicho, tabla sobre tabla, ya que todo el pueblo, hasta las casas de los ricos, estaban construidas en madera.
El viento soplaba, helado, aunque al padre no lo molestó. El fuego de la venganza ardía en su interior. ¿Qué podía hacer para apagarlo? Su entrevista de esa tarde le había dejado un mal sabor en la boca. El Vasco Mendieta se había burlado de él. Ni siquiera lo tomó en serio.
¿Usted cree que puede armar una rebelión en este pueblo? Si son todos unos cobardes…
Usted no conoce el sufrimiento de los pobres, le respondió el Padre Tadeusz. No conoce el dolor, ni la furia contenida, que a la menor chispa…
¿Y quién encenderá esa chispa? ¿Usted?
Fue entonces cuando llegaron las mujeres, a meter barullo y complicarlo todo. Antes de que la dinamita explotara y dejara a ese pobre imbécil medio muerto.
¡Claro que lo haré! ¡Y entonces se le irá esa estúpida sonrisa de la boca!, le respondió el Padre Tadeusz, llevado por la ira.
La verdad sea dicha, no tenía idea de cómo iba a llevar a cabo sus amenazas, cómo podía armar una revuelta que acabara con la tiranía del Gobernador. Ya lo ponía de todos los colores, durante los sermones dominicales, sin el menor resultado. Los pobres eran miedosos por naturaleza. Los comerciantes sólo pensaban en sus ganancias.
Dios proveerá, se dijo el Padre, mientras bajaba la escalera, sosteniéndose de la baranda. Dios proveerá…
Pero… ¿Qué significa esto?
El inútil de Nicolás había dejado la puerta sin tranca y alguien se había colado adentro. ¿Quién diablos era? Con la poca luz que había, no alcanzaba a ver bien.
Oye, tú, fuera de aquí, le dijo el Padre Tadeusz a la mujer que estaba postrada frente al Santísimo. La iglesia ya está cerrada.
¡Padre! ¡Padrecito querido!
Lo que me faltaba, exclamó el viejo cura polaco, cuando vio de quién se trataba. Era Flora, la lavandera, una borrachina de lo más latosa.
¿Qué es lo que quieres?
Mi marío, Padre. Tiene que ayudarme. ¡Lo van a matar!
Suéltame, quítate, trató de soltarse el Padre Tadeusz. ¿De qué marido hablas, si ni estás casada? Vives en pecado.
El Contreras, padre. Está como loco…
Entre lágrimas, la mujer le contó su predicamento. El hombre al que llamaba su marido, el Cabo Contreras, había sido nuevamente castigado, a causa de su indisciplina. Esta vez no había sido con dos días de arresto, como las veces anteriores, sino con una baqueteada, es decir, una doble tanda de palos, suministrada por sus propios compañeros. Fue delante de todo el regimiento, para que sirviera de ejemplo.
Esta como loco, Padre. Lo va a matar. Lo va a matar.
¿A quién?
Al Capitán… Al hombre ese, al malo…
¿Al Capitán Benigno?
Sí, Padre. A él y al Gobernador. Los va a matar a los dos, y después se va a pegar un tiro él.
El Padre Tadeusz se quedó de una pieza. Conocía al Cabo Contreras y sabía que era un auténtico salvaje, un enemigo de la autoridad, alguien capaz de todo. Tal vez el Señor Misericordioso había atendido sus plegarias, aún antes de lo que…
¿Qué va a pasar conmigo, Padrecito?, le dijo Flora. ¿Qué va a pasar con mis chiquillos?
El Padre Tadeusz le pasó la mano por la cabeza, de pelos pajosos y apestando a humo.
Hable con él, Padrecito. Dígale que no haga locuras. Dígale que…
Hablaré con él, hija mía, le dijo el padre Tadeusz. No te preocupes.
¡Ay, Padre!
La Lavandera le cubrió de besos la mano con su saliva repugnante.
¡Gracias, Padrecito! ¡Gracias!
Ve a dormir, y no te preocupes.
El Padre Tadeusz la acompañó hasta la puerta, le dijo:
Ve tranquila, Flora. No hará ninguna locura.
Y al quedar solo, con una sonrisa, agregó:
No todavía.

© Emilio Di Tata Roitberg, 2020. 

A continuación...

CAPÍTULO  80: PÁJARO QUE COMIÓ


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