Capítulo 78 - La venganza

¡Maldito mocoso!, le gritó Irena, ¿quién diablos te crees que eres, para tomar decisiones por tu cuenta? ¡No eres más que un criado en este lugar! ¿Lo has entendido? ¡Un criado!
Bernardo se detuvo, sorprendido. Estuvo a punto de sonreír, pensó que se trataba de una broma.
Pero, querida…
¡Aprovechador! ¡Insolente!
Irena se le fue encima, con las uñas desplegadas, dispuesta a dejarle la cara hecha un estropicio.
¡Yo te enseñaré!
No pudo hacerlo, sin embargo. Era tan joven, tan bello… Irena se echó en sus brazos, escondió la cabeza en su pecho.
Ay, Bernardo, le dijo. Tuve tanto miedo…
Bernardo se dejó abrazar, y besar.
Aún te encuentras débil, querida, le dijo. Por qué no vuelves a acostarte…
¡Tuve miedo de perderte, Bernardo! Cuando esos soldados llegaron, pensé que venían a…
Cálmate, por favor. No ha sido nada grave.
Oh, Bernardo…
Te lo aseguro, Irena, no hay nada que temer…
Sin embargo, él mismo se inquietó, cuando los soldados llegaron a la taberna. Pensó: Maldita sea, encontraron el cadáver de la vieja. Me vienen a llevar…
No se trataba de esos milicos andrajosos que solían caer al boliche, a buscar pendencia o a tratar de arrancarle una copa al fiado, sino de dos oficiales de impecable uniforme y botones que brillaban a la luz del farol. Bernardo temió lo peor, se le nubló la vista… Tal vez por eso no reconoció al más alto, que estaba de espaldas a él cuando llegó de la trastienda.
Buenas noches, señores… dijo, con el alma en un hilo.
Recién cuando el oficial más alto se dio vuelta pudo Bernardo ver la mano vendada, el pelo cayéndole sobre la frente, y los ojos saltones del que había sido su rival en el duelo, el Teniente Arias Aldao.
¡Ah, eras tú!
La taberna estaba llena, para ese momento. Los parroquianos miraban con desconfianza a los jóvenes oficiales, recelando una redada. Las conversaciones se redujeron al mínimo, el organillero dejó de tocar.
Vaya, dijo el Teniente Arias Aldao, en tono burlón. ¿Así es como recibes a un amigo?
No, quiero decir…, se embarulló Bernardo
. Tomen asiento, por favor. Aquí, esta mesa está libre... ¿Qué les puedo traer de beber? ¡Lalita!
Sí, don Bernardo…
Ve a buscar el tinto de la Rioja, ese que tenemos en la despensa. Mejor deja, iré yo. ..
Su nerviosismo era evidente. Aun quien hasta ese momento no hubiese sospechado nada, podía darse cuenta de que allí había gato encerrado. La música volvió a sonar, las charlas se reanudaron, en un tono más cauto.
¿Se puede saber qué diablos te pasa?, le preguntó el Teniente Arias Aldao a Bernardo, cuando volvió con la garrafita de vino.
Nada. Yo…
Bernardo sentía que se ahogaba. Le parecía que todos lo estaban mirando. Los clientes, el Pampino, Lalita, Jeremy…
Es que… he tenido demasiado trabajo, estos últimos días, Andrés. Mi patrona estuvo enferma, y yo…
Arias Aldao empujó con la bota la silla que estaba frente a él. Ven, le dijo. Siéntate con nosotros.
No puedo, tengo que seguir con mi trabajo.
Será sólo un momento. ¡Niña! ¡Trae otro vaso!

***

En la oscuridad de la habitación sólo se escuchaba el pesado tic-tac del reloj: tic-tac, tic-tac, tic-tac…
Y la respiración de Bernardo, entrecortada, interrumpida cada tanto por un suspiro.
¿Aún estás despierto?, preguntó Irena.
No hubo respuesta.
¿Qué te sucede? ¿Es por algo que dijeron los soldados?
No. No es eso.
Pero sí, era eso. Arias Aldao se había quedado hasta la hora de cierre, aún después de que la campana de la parroquia diera las nueve, la hora en que los boliches tenían la obligación de cerrar.
Ya no quedaban clientes en el Salón Adriático. Como cada noche, Jeremy había sacado a los que no podían levantarse, y los había depositado como fardos en la puerta. El Pampino pegaba una barrida al salón, después de haber puesto los bancos patas para arriba sobre las mesas. El Alférez García jugaba al billar, solo, no porque tuviera ganas, sino porque Arias Aldao se lo había ordenado.
Ya deberíamos irnos, Teniente, le dijo. Habrá problemas, si no nos presentamos pronto en el cuartel.
Cállate, le dijo Arias Aldao, que seguía en la mesa del rincón, cuchicheando con Bernardo. Nos iremos cuando yo lo diga.
El Pampino ya había retirado los vasos sucios del fuentón, y los había puesto en el estante para que escurrieran. Después de acompañar a Lalita a su casa, Jeremy daba cuenta de su frugal cena, a la que acompañaba (aprovechando que Miss Irena no lo veía, y que a Míster Bernie no le importaba) no del habitual vaso de guachacay, sino de un excelente jerez de mantúa estacionado.
¡Ah…! ¡Mucho good!, exclamaba, después de cada trago.
Es absurdo, protestó en voz baja Bernardo. Yo no lo maté, Andrés.
Sí, ya lo sé…
Todos vieron lo que pasó. El propio Gobernador me declaró libre de culpa y cargo…
Lo sé, lo sé, le respondió Arias Aldao, y aplastó la colilla de su cigarrillo contra el borde de la mesa. Pero un oficial del ejército murió, y quieren vengarlo. No les importa quién haya sido el culpable, sino que haya uno, y que pague por ello.
Chocaron las bolas en la mesa de billar, impulsadas por el taco del preocupado Alférez García.
Perdón, los molesto un momento, dijo el Pampino, que debía pasar la escoba en el sector donde ellos estaban.
Arias Aldao y Bernardo se quedaron de pie, cerca de la puerta.
Eso es lo que venía a decirte, que tengas cuidado, dijo en voz baja el Teniente. Intentarán dispararte de lejos, desde alguno de los matorrales que rodean el pueblo. Tomaran turnos, en los momentos que no estén de guardia. Esperaran a que vayas a algún lado con la carreta, o que salgas a dar una vuelta por el patio…
¡Diablos!
Han hecho una apuesta, los tres: Victorica, Benítez y Mayorga…
Eran los oficiales que habían acompañado al Teniente Santini al duelo, esa mañana.
Antes de que llegue el barco con los relevos, uno de ellos tratará de matarte. Uno de ellos, o los tres.
¿Y cuándo llegará ese barco?
En la primera quincena de Enero.
O sea, en poco más de un mes…
Las bolas de billar chocaron otra vez, impulsadas por el taco del Alférez García, que no estaba para nada concentrado en el juego. De reojo miraba al Teniente Arias Aldao, preguntándose qué tanto secreteaba.
Me vi en la obligación de venir a contártelo, Bernardo, porque te considero mi amigo. Si no fuera por ti…
El Teniente echó un vistazo a su mano vendada, que colgaba desde el pañuelo atado a su cuello.
…hoy sería un maldito lisiado. Ese salvaje de la enfermería me hubiera amputado la mano sin más.
Por favor, Andrés. No tienes nada que agradecerme…
Tan, tan…, comenzó a sonar la campana de la parroquia. Era el comienzo del toque de queda. Tan… Tan…
Mi Teniente, protestó tímidamente el Alférez García. Ya dieron las diez…
Ya lo escuché, no soy sordo, dijo Arias Aldao, que sacó un nuevo cigarrillo de la cajetilla. No podía encenderlo, sin embargo, con una sola mano. Bernardo prendió un fósforo por él y se lo acercó.
Andate con ojo, Bernardo. Cuando salgas, usa ropa no muy colorida. Con esos fusiles nuevos puede tirarte desde muy lejos.
Eran parte del nuevo armamento que había adquirido el ejército, los
rifles Peabody-Martini, de probada efectividad en reciente guerra ruso-turca; como que tenían mil seiscientos metros de alcance efectivo.
Lo bueno es que esos imbéciles no tienen tanta puntería, sonrió el Teniente Arias Aldao. Esa es tu única esperanza.


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© Emilio Di Tata Roitberg, 2020.
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A continuación...

CAPÍTULO  79: LA CHISPA

 

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