Capítulo 77 - Un compañero inseparable

Pequeña ramera, murmuró Irena. Si intentas robarme a mi hombre, será lo último que hagas en tu miserable vida.
¿Decía, doña Irena?
Lalita ya le había dejado el cuenco con caldo de pollo sobre la mesa de luz, y ahora barría el piso de la habitación.
Que no levantes tanto polvo. ¿Es que no puedes hacer nada bien?
Sí, doña Irena, dijo la muchacha, y comenzó a pasar la escoba más despacio. Usted disculpe.
Irena ya tenía la paciencia al límite, tras pasarse diez días encerrada en su habitación, confinada a su lecho de enferma. A través de las paredes le llegaba el ruido de la taberna en su hora de más actividad. Las voces de los parroquianos, la melodía del organito, el entrechocar de las bolas en la mesa de billar… El Salón Adriático funcionando a pleno. ¡Su salón, el que ella había construido desde los cimientos, cuyo control ahora se le escapaba de las manos! Era así, ya que sus criados parecían tomar cada uno sus propias decisiones. ¡Malditos, malditos todos, Bernardo incluido!
¿Qué es lo que hace? ¿Por qué no viene a verme?
Don Bernardo está hablando con esos soldados, doña Irena, el de la mano vendada y el otro.
¿Hablando? ¿Qué tanto tienen que hablar?
Don Bernardo se sentó a una de las mesas con ellos, doña Irena, y ahora están tomando una copa…
Eso era algo completamente desacostumbrado, ya que Bernardo, por más amable que fuera, jamás se sentaba a beber con los clientes.
¿No te encargó que me dijeras nada?
Lalita sacaba ahora la bacinilla de abajo de la cama.
Sólo eso, doña Irena. Dijo que no había de qué inquietarse, que estaba con amigos.
Irena no sabía qué pensar. ¿Justo en ese momento, cuando estaban con la soga al cuello, caían esos milicos a hacerse los simpáticos? No podía ser tanta casualidad. Esos desgraciados se habían olido algo.
¿Ya terminaste con eso?
Sí, doña Irena.
Lárgate de una vez, entonces.
Sí, doña Irena, hizo una reverencia Lalita, y llevando en una mano la escoba y en otra la bacinilla con sus orines, salió de la habitación.
***
El oficial de la mano vendada no era otro que el Teniente Arias Aldao, quien había sido rival de Bernardo en el duelo. Su herida aún no cicatrizaba pero, como el caballero que era, había decidido dejar atrás cualquier rencor. Junto a él había venido el alférez García, un oficial muy joven, a quien Arias Aldao trataba como si fuera su criado.
He oído hablar de esta taberna y quería conocerla en persona, dijo el Teniente, que paseó su mirada por el local. Vio a los jornaleros, peones o marineros que jugaban a las cartas o se echaban una copa, al terminar su jornada de trabajo; al gaucho acodado en el mostrador, que bebía con el sombrero puesto; a Jacinta y la Tuerta, las “mujeres alegres” del Salón Adriático, que repartían sus encantos de mesa en mesa; sobre el patético organillero calabrés, que hacía girar la manivela de su instrumento, mientras su mono iba por las mesas pasando la lata.
Y veo que no me han mentido, dijo el Teniente Arias Aldao, tras su somero examen, ¡Vaya que es una pocilga!
Ja, ja, ja, se carcajeó el alférez García, que no había entendido el chiste, pero de todos modos quería quedar bien con su superior.
¡Una pocilga, es verdad!, repitió.
Cierra la boca, García, le dijo Arias Aldao. Nadie te pidió tu opinión.
Sí, mi Teniente. Disculpe.
Oh, creo que eres injusto, dijo Bernardo, al tiempo que llenaba de vino otra vez el vaso de los oficiales. Es un establecimiento sin muchas pretensiones, pero tan respetable como el que más.
¡Eh, qué diablos haces!, gritó el gaucho que bebía en el mostrador.
¡Maldito mono, vuelve!
Demasiado tarde: el mono Aquiles le había robado el sombrero y ahora escapaba, saltando de mesa en mesa.
Achille!, le gritó el organillero, sin dejar de dar vueltas a su organito.
Achille! Cosa fai?
Un incidente que ya se veía venir, ya que varios de los clientes (conocedores de la debilidad de Aquiles por las bebidas espirituosas) le habían estado convidado al mono discretos sorbos de ginebra, guachacay o ron, cuando pasaba por sus mesas con la lata para las propinas.
¡Disgrauciáu! ¡Vení para acá!
Un simio de muy buena conducta, cuando estaba sobrio, pero a quien el alcohol volvía alborotador y buscabullas.
¡Parate áhi, canejo!
Todos encontraron gracioso el lance, menos el guacho, que persiguió al primate hasta el rincón donde estaba la mesa de billar.
Achille! Restituisci al signore il suo capello! Súbito!
Cuando pensó que ya lo había arrinconado, el mono saltó hasta una de las vigas y se puso otra vez fuera de su alcance.
¡Bajá de ahí, sotreta! ¡Bajá!
¡Cuíc! gritó desafiante el mono, desde las alturas, exhibiendo como un trofeo el chambergo de fieltro. Cuando el Gaucho se acercó, en un esfuerzo por recuperarlo, el simio le soltó un escupitajo que le aterrizó en medio de la cara.
Juá, juá, juá… se carcajearon la Tuerta y Jacinta.
¡Hijo de una gran…!
La hoja de su facón relumbró a la luz de los candiles.
¡Áhura vas a ver, desacatáu!
¡Oiga, qué hace!, gritó Jacinta.
La situación ya se pasaba de castaño oscuro. Jeremy llegó, atraído por los gritos. Bernardo trató de calmar los ánimos.
Caro signore, aspetta…, rogó el organillero. È un piccolo bambino, non sabe lo que hace…
¡Salga de aquí, gringo de porra!
Achille! Pide disculpa al signore! Achille!
Ja, ja, ja, se mataba de la risa Arias Aldao.
***
Todo terminó de arreglarse por las buenas. El guacho recuperó su sombrero, y fue eximido del pago de sus consumiciones de esa tarde, que no eran pocas.
¡Y no quiero a ese maldito mono otra vez aquí!, se escuchaba la voz de Irena desde su habitación. ¿Me has entendido? ¡Díselo a ese ridículo italiano!
Sí, querida. Se lo diré.
Es verdad, fue el mono el que empezó la trifulca, dijo el alférez García. Es el único responsable.
¿Quieres cerrar el pico, García?, le respondió Arias Aldao. A nadie le interesa lo que tengas que decir.
Signore Bernardo, mi dispiace tantíssimo, dijo el Organillero. Le giuro que…
Son órdenes de la jefa, don Calógero. Usted puede venir, si así lo desea, pero su mono tiene la entrada prohibida en este establecimiento.
Má, Signore Bernardo, ió non posso tocare l’instrumento senza Achille. Sento que mi falta…
El Organillero hizo un gesto en el aire, con sus enormes y huesudas manos, tratando de graficar el vacío que la ausencia de su simio significaría para su acto.
Lo siento, don Calógero, pero es imposible.
***
Era noche cerrada, con viento y con frío. Echaron a andar, por la calle de tierra que bajaba hacia el mar.
Cattivo! Cattivo, Achille!
Echado cuan largo era sobre la caja del organillo, Aquiles lo miraba, la boca entreabierta y los ojos entrecerrados, aún perdido en los marasmos del licor.
Svergognato! Scimia cattiva!
Ya los habían expulsado del boliche del Ruso Braunstein, y de El Diluvio. Ahora también los echaban del Salón Adriático. ¿Adónde iban a ir? Ya no quedaban más tabernas en Punta Arenas.
Testa di pazzo! Ubriacone!
La culpa había sido suya, se daba cuenta, por haber sido demasiado indulgente con él. Por no atarle una correa al cogote, como hacían los otros organilleros con sus monos. Lo había malcriado y ahí estaban las consecuencias.
Questa è l’última volta, Achille, mi hai capito? Sbarbatello! Furfante!
¡Cuíc!, le respondió el pequeño primate, y esbozó algo parecido a una sonrisa.
¡Ah, sí que era listo, el muy canalla! Era imposible estar enojado mucho tiempo con él.
Ay, Achille, Achille…
El Organillero le pasó la mano por el cráneo, por las orejas pequeñas y flexibles.
¿Qué podía hacer con él? Lo comprendía. Él también había sido joven alguna vez. Él también había pensado que podía llevarse el mundo por delante. Ten cuidado, muchacho, le decían, no aspires a tanto. Confórmate con lo que tienes.
Pero su ambición no tenía límites. Lo quería todo. La fama, el dinero, el amor…
Un joven que pudo haber sido el cantante lírico más célebre de Italia, tal vez de toda Europa, pero su orgullo lo cegó.
¡Huye, Giovanni! ¡Huye! ¡Te mataran!
Fue esa arrogancia suya la que lo obligó a partir, a abandonar su tierra natal, de madrugada, con los esbirros del Marqués pisándole los talones.
No, María. No me iré sin ti. Ven a América conmigo.
No puedo, Giovanni. No sin mi hija.
Alguien golpeó la puerta.
¡Maese Giovanni, dese prisa! ¡Ya no queda más tiempo!
Te escribiré apenas llegue, María. Aún antes de llegar: en la primera escala que haga el barco.
Conocerás a otras mujeres, Giovanni. Me olvidarás…
¡No, María! ¡Jamás te olvidaré!
***
Claro que, cuando decía América, Giovanni se refería a los Estados Unidos, más precisamente a Nueva York.
Pero el barco que había abordado iba en otra dirección. Recién lo supo al amanecer, cuando estaban ya a varias millas de la costa.
¿Buenos Aires? ¿Y eso dónde diablos queda?
Aunque ya habían comenzado a surcar los mares los buques a vapor, el barco al que lo había conducido el sirviente de la Marquesa era un barco a vela, que tardó meses en hacer la travesía del Atlántico. El océano se extendía hasta donde alcanzaba la vista, en todas las direcciones, cada hora, cada día, cada semana. En un par de ocasiones, la falta de viento los retuvo varios días en el mismo lugar.
Dios mío, esto es insoportable.
Si el viaje era penoso para los pasajeros que, como él, viajaban en los camarotes de cubierta, con una cama bien mullida, buena ventilación y tres comidas al día en el salón comedor, qué no tendrían que soportar las pobres almas que hacían el viaje en la bodega, hacinados en el poco espacio que dejaban libres las mercancías, soportando todos los olores posibles, comiendo sardinas y papas casi en estado de descomposición. Muchos enfermaban. Cada tanto uno moría, y tras una breve ceremonia era arrojado por la borda al ancho mar.
¿No lo sabían? El de anoche no murió de muerte natural. Él mismo se clavó un puñal.
¿Ah, sí?
¡El encierro los vuelve locos!
A partir de ese día los dejaron salir dos horas por día a la cubierta, a tomar un poco de aire, aunque en un rincón de la popa, separados de los pasajeros de la cabina. Un grupo de seres desdichados, vestidos pobremente. Entre ellos destacaba un hombre ya entrado en años, con un organito a manija y un pequeño mono, al que llevaba atado del cogote. Sólo una vez se le escapó, y fue para problemas. El mono saltó sobre la barandilla y se trepó por los aparejos del velamen, mientras el Organillero le gritaba desde abajo:
Rinaldo! Rinaldo, vieni cuí!
Fue en vano. Rinaldo se pasó con los pasajeros de primera, para alegría de las damas y regocijo de los caballeros. Vaya a saber por qué, buscó refugio con Giovanni. Se trepó por su pierna y se encaramó sobre su hombro. Giovanni le ofreció una pitada del fino cigarrillo que fumaba y el mono lo tomó entre sus pequeñas y peludas manos, con aire de experto.
¡Miren como echa humo!, comentó alguien. ¡Parece un señorito francés!
Resignado, el Organillero comenzó a dar vueltas a la manivela de su instrumento. Tocó una melodía de moda por aquellos tiempos, que sonaba algo chillona.
Es un aria de La Traviata, ¿no es verdad?, preguntó una de las damas.
Así parece, le respondió uno de los caballeros. ¡Qué manera de destrozar una hermosa canción!
Estos organilleros italianos son una plaga, dijo otro. No hacen más que fastidiar.
¡Ni siquiera son músicos!
El pasaje de la cabina estaba compuesto casi en su totalidad por sudamericanos ricos, que volvían de su tournée europea, luego de codearse con gente de su mismo nivel social. Despreciaban a los pasajeros de entrecubierta, casi todos paisanos de Giovanni. Tal vez para expresar su solidaridad con ellos, Giovanni se puso de pie y comenzó a cantar, siguiendo la música del organito:
Libiaaaaamo, libiamoo ne’lieti calici
che la belleza infiooooora…
Era un joven de unos veinticinco años, de elevada estatura y cuidado atuendo, que se había mantenido apartado del resto de sus compañeros de viaje hasta ese momento. Confinado por propia voluntad en su camarote, no había aparecido en la cubierta más que para las comidas, durante las cuales permanecía silencioso y evasivo.
Es un joven muy bien parecido, ¿no es verdad?
¡Y qué bien canta!
Libiamo ne'dolci fremiti
Che suscita l'amore…
No sólo cantaba, también actuaba de manera extraordinaria su papel, ponía el alma en cada estrofa. Las conversaciones se silenciaron. Hasta los más rudos marineros se quedaron conmovidos por esa privilegiada voz. Algunos se quitaron la gorra, y no faltó el que exclamara: Vaya, si parece un ángel…
***
María estaba en el jardín, dándole unos retoques a su último cuadro, una escena pastoril en las afueras de Roma: un templo en ruinas que surgía entre la maleza, unas ovejas pastando, unas colinas difuminadas por la distancia.
Matteo se acercó con un sobre sobre la bandeja.
Señora Marquesa… Llegó una carta para Usted.
¿Una carta?
María dejó el pincel y la paleta sobre el taburete, junto al atril. Se limpió las manos con el trapo embebido en trementina.
Dios mío, que sea una buena noticia, murmuró. Virgen de Loreto, te lo ruego. No podría soportar otro golpe…
La caligrafía le resultaba extraña. El sello estaba en un idioma que desconocía.
¿Río de Janeiro?
Calógero Spadafora, era el remitente. Un nombre que la Marquesa no recordaba haber escuchado jamás. Recién al romper la carta y desplegar las hojas pudo reconocer la letra menuda y estilizada.
¡Giovanni!
Su perrita de compañía levantó la cabeza y la miró.
“Querida María…”
Sí, eran buenas noticias, a pesar de todo. El barco que Giovanni había abordado en su huida lo había llevado a América del Sur, no del Norte, lo cual había resultado una contrariedad. Pensó en cambiar el rumbo al llegar a Brasil, pero tuvo el gusto de conocer a un caballero muy importante, el sobrino del gobernador de la mayor provincia de Argentina, un miembro de la crema y nata de la sociedad local. Este señor le dijo ser íntimo amigo del director del teatro de la ópera de Buenos Aires, donde sin dudas habría lugar para un talentoso intérprete como él.
¡Oh, Giovanni!
María le escribió una respuesta apresurada, a posta restante. Le aseguró que lo amaba, a pesar de todas las dificultades, que no veía el momento de reunirse otra vez con él, en América del Sur o del Norte, en cualquier lado. Por favor, Giovanni, le escribió casi al final, trata de controlar tu temperamento. Y, por lo que más quieras, mantente lejos de la tentación de los naipes. Tuya, por siempre…
***
Calógero era el organillero calabrés, con quien Giovanni algunas tardes se acercaba a cruzar unas palabras, cuando lo veía en la cubierta. Le causó gracia usar ese nombre, cuando le escribió a María. Era menos probable que los espías del Marqués se la interceptaran.
Por desgracia, no recibiría la respuesta de su amada hasta mucho tiempo más tarde, por lo que le fue imposible seguir su consejo. Nomás al día siguiente de su improvisada función, cuando aún no iban ni por la mitad del viaje, Giovanni coincidió en el comedor con un pasajero con el que hasta entonces sólo había intercambiado discretas inclinaciones de cabeza. Un caballero vestido por completo de blanco: el traje, la camisa y el sombrero.
Debo felicitarlo por su actuación de ayer, le dijo, en un francés más que aceptable. Yo no soy más que un aficionado al bel canto, pero aun así debo admitir que…
Mientras hablaba, el caballero armaba un solitario, depositando los naipes cuidadosamente en cuatro filas. Tenía las manos finas y bien cuidadas, propias de quien no ha realizado en su vida un trabajo manual.
Oh, no se trató de una actuación, dijo Giovanni.
Compartieron una copa del excelente jerez que el caballero bebía. Allí fue que éste le comentó que era sobrino del Gobernador de la provincia más poderosa del nuevo país, y que el director del nuevo teatro de la ópera de Buenos Aires era un gran amigo suyo.
¿Qué dice? ¿Echamos una partida?
Giovanni no supo cómo negarse. Era un hombre muy amable, y al parecer contaba con muchas influencias…
Pero no por dinero. He prometido que…
Oh, sólo unas monedas, para hacer el juego más interesante.
Mientras jugaban, el Caballero de Blanco (que respondía al nombre de Capitán Montoya) le habló largo y tendido de su país; le habló de las batallas en las que había participado junto a su tío, el Gobernador, que mandaba en su provincia como amo y señor, obedeciendo al Presidente de la República sólo de manera nominal. Combates en los que el ejército de su tío, formado en su mayor parte por una temible caballería gaucha, había sofocado a sangre y fuego revueltas opositoras, y realizado batidas contra los indígenas, que periódicamente atacaban las poblaciones de frontera. Eran batallas sangrientas, en las que no se tomaban prisioneros: por más que se rindieran, los vencidos eran todos pasados a degüello.
Si no me cree puede preguntarle a la Hormiga, que no me deja mentir, dijo el Capitán Montoya, y con el mentón le señaló a un sujeto bajito, un mestizo silencioso y de aspecto siniestro que lo seguía a todas partes.
Así como lo ve, ha cortado más gargantas que un criador de cerdos, ja, ja, ja…
El Capitán Montoya era un gran narrador de historias, pero no tan buen jugador de cartas. Se apresuraba a apostar, distraído por sus propios relatos, o llevado por el entusiasmo del momento.
¡Vaya! ¡Me ha vuelto Usted a ganar!, exclamaba alegremente, y pagaba sin rechistar.
Después de la cena salieron a tomar el fresco a la cubierta. Giovanni le convidó uno de sus aromáticos cigarrillos.
Tiene Usted una voz extraordinaria, mi amigo, le dijo el Capitán Montoya. Estoy seguro de que hará furor en Buenos Aires.
¿Usted cree?
Se hallaban solos, lejos de los demás pasajeros.
Yo no sé gran cosa de ópera, no soy más que un diletante, dijo el caballero de blanco, que dejó salir el humo de su cigarrillo, y luego agregó:
Sólo quiero hacerle una pregunta, y espero no lo tome a mal. Algunos pasajeros, más entendidos que yo, dicen que…
El Capitán trataba de elegir las palabras con cuidado, aunque se notaba su incomodidad.
…decían que por el tono agudo de su voz, cuando cantó aquella canción, que Usted tal vez…
Es verdad, dijo Giovanni, lo más tranquilo.
El Capitán Montoya lo miró sin ocultar su sorpresa.
¿Lo es? Quiero decir…
Sí, dijo Giovanni, y le aseguro que eso no me hace menos hombre que nadie.
¿De verdad?
Por supuesto, dijo Giovanni. ¿Por qué cree que tuve que escaparme de mi país?
***
Una voz extraordinaria, es verdad. Un talento que lo acompañaba desde pequeño. Eso fue lo que le permitió escapar, al menos por unas horas, del duro trabajo que hacían los demás niños en el campo, y de los azotes de su padre.
Dominus… Dominus vobiscum…
En la pequeña parroquia de su aldea Giovanni se sentía mejor que en cualquier otro lugar. Le agradaba vestirse con esa pequeña túnica blanca, pararse sobre una tarima, y que todos lo escucharan. Cantaba en misas, en bodas y funerales, al final de los cuales lo regalaban con alguna golosina, con naranjas o con castañas asadas. También le daban unas monedas, después de cada servicio, aunque a esas se las quedaba su padre. Era la condición para dejarlo ir.
Su Eminencia, tiene que escuchar a este niño de mi parroquia. ¡Canta como un ángel!
¿De Formiliano? ¿Es que acaso puede salir algo bueno de ese rincón miserable?
No fue fácil convencer a su padre de dejarlo ir. Era un viaje de varios días, y el taimado campesino exigió que le pagaran por adelantado.
Partieron al amanecer. Era la primera vez en su vida que Giovanni dejaba Formiliano. La primera vez que veía el mar.
Domine Iesu Christe, Rex gloriae
libera animas omnium fidelium…
¿Qué edad tiene?
Sólo ocho, Monseñor. O tal vez nueve.
Parece de doce.
Oh, no. Sólo es un poco alto para su edad.
Libera eas de ore leonis,
Ne absorbeat eas tartarus…
Los rayos de sol atravesaban los coloridos vitrales de la Catedral de Santa María. El incienso subía en volutas hacia las alturas. Por un momento el coro calló, y sólo se escuchó la voz del niño de Formiliano.
Líbera, líbera, líiiiii-bera…
Una multitud colmaba el recinto en forma de cruz, tanta gente como el pequeño Giovanni no había visto jamás. Todos en silencio, todos escuchando.
¿Sabes, muchacho? Esto no durará para demasiado, le dijo el hombre del casquete púrpura. Pronto crecerás, y tu voz cambiará. Tu canto se perderá para siempre.
Giovanni no se atrevía a levantar la vista hacia él. Sólo miraba sus dedos, rellenos como salchichas de tripa, y el enorme anillo la cruz.
Pero hay una manera en la que podrías conservar tu voz, para gloria de Dios y regocijo de los hombres. ¿Te gustaría eso?
El niño dijo con la cabeza que sí.
Pero hará falta hacer un gran sacrificio de tu parte, ¿Estás dispuesto a hacerlo?
Giovanni no tenía ni idea de lo que le decía, pero pensó cualquier cosa era mejor que helarse por las mañanas en el campo, de desfallecer al rayo del sol, y de soportar los rigores de su padre.
Sí, le dijo.
Ve con el Padre Luigi, le dijo el Santo Varón. Él te dirá lo que debes hacer.
***
María, en cambio, no debió hacer grandes sacrificios para dedicarse a su arte. Creció en una familia en la que su temperamento artístico fue alentado y nutrido desde siempre. Su padre era un conocido pintor, especializado en los retratos en miniatura, de moda por aquellas épocas entre gente acomodada y no tanto, y más convenientes para los pintores que los grandes cuadros, de lenta ejecución y difíciles de vender.
En su casa de Toscana recibían con frecuencia la visita de escultores, pintores, músicos y poetas. María aprendió de pequeña a tocar el arpa y el pianoforte, a componer poemas y por supuesto a pintar. A los doce años su dominio de las técnicas de claroscuro y esfumado eran sorprendentes. A los diecisiete la joven era el principal sostén de su hogar ya que su padre, a causa de su avanzada edad, comenzaba a perder el pulso y la vista, dos cualidades imprescindibles para un pintor, sobre todo para uno especializado en miniaturas.
María era la menor de cinco hermanos, aunque había sido criada como una hija única. En cierto modo lo era. Una desgracia impensada se había abatido sobre la familia, cuando ella era tan sólo una bebé. La niñera que los cuidaba, una lunática con delirios místicos, mató una tarde a sus cuatro hermanitos, durante una excursión campestre, convencida de estar enviando cuatro angelitos al Cielo. Estaba por dar cuenta de ella también, de ahogarla en un estanque como a un gato recién nacido, cuando fue descubierta por Matteo, otro de los sirvientes. Poco después la mujer fue declarada demente y enviada de por vida a un asilo.
María no había cumplido los veinte años cuando su madre arregló su matrimonio con un asiduo visitante de la casa, un saboyano rico con un recién adquirido título de Marqués. Un hombre veinte años mayor que ella, que además era un pintor de cierto renombre. Las protestas de la joven no fueron tenidas en cuenta.
¡Piensa en tu padre, María! ¡Piensa en mí!
Su pretendiente se mostró como un hombre de lo más amable, y prometió dejarla seguir con su carrera artística. Eso la decidió a aceptar. Una vez casados, sin embargo, el Marqués comenzó a atormentarla con sus celos. Celos de otros hombres y, sobre todo, celos como artista, ya que los cuadros de su esposa tenían mejor recepción crítica y se vendían más que los cuadros de él. En consecuencia, le prohibió volver a pintar.
María se sintió morir de melancolía. Por esas épocas pintó, a escondidas, su obra más famosa, un autorretrato que la muestra cruzada de brazos y con los labios fruncidos, en un gesto de profunda frustración. Sólo nacimiento de su hija, tras varios intentos fallidos, la salvó de caer en la desesperación. María la amamantó y la crió ella misma. La pequeña Margherita era la luz de sus ojos. Sin embargo, algo le faltaba. Era una existencia incompleta, la suya, sin su arte, sin amor.
Su vida pareció salir del letargo en el que se hallaba sumida cuando asistió a una representación de Orfeo y Eurídice en el Teatro Regio de Turín. Era el debut en la ciudad de un cantante que muy prometedor, un joven de voz angelical, que provocó un revuelo entre el público femenino.
Che farò senza Euridice?
Dove andrò senza il mio ben?
¿Eran imaginaciones suyas? A María le pareció que miraba todo el tiempo hacia su palco, que la miraba a ella, sin importar que su marido estuviera al lado. María sintió que las fuerzas la abandonaban, cuando él cayó de rodillas y extendiendo su brazo en dirección a ella cantó:
Eurídice! Oh, Dio! Rispondi, Eurídice!
Tras la función, el cantante se acercó a besarle la mano. Sólo me quedaré una semana más en Turín, Marquesa, le dijo. ¿Estaría interesada en pintar mi retrato? ¡Pagaré lo que sea!
María miró a su marido, quien, para su sorpresa, dijo alegremente: Por supuesto, caballero. ¡Mi esposa estará encantada!
***
Más o menos en la mitad del viaje, la suerte en los naipes empezó a cambiar. El Capitán Montoya recuperó el dinero que había perdido la primera semana, y pronto comenzó a ganar el que Giovanni llevaba encima.
Y un punto más por mi par de ases suman cinco, mi estimado amigo…
Giovanni intentaba conservar la sonrisa, a pesar de todo. Parecía cosa del diablo. Ya sea que jugaran al écarté, al boston o al punto y banca, el Caballero de Blanco siempre tenía la mano perfecta. Si mandaban los tréboles, del cielo le llovían los tréboles. Si mandaban los corazones, lo mismo.
¡Oh, gracias por tirar esta reina, Giovanni! Es justo la carta que me faltaba…
Pronto Giovanni se quedó sin un centavo, y tuvo que desprenderse de las joyas que llevaba encima. De los dos anillos de la mano derecha, y luego del más grande, con la gema incrustada, que llevaba en el dedo del corazón.
Parece leerme Usted el pensamiento, Capitán…
Era cierto. Cada vez que Giovanni tenía una mano fuerte, el Caballero de Blanco pasaba. Cuando intentaba alardear, lo descubría. Un par de veces Giovanni pescó al criado del Capitán, el sujeto llamado la Hormiga, pasando detrás suyo, justo en los momentos en que las apuestas subían. ¿Acaso lo estaba espiando? “No es más que un vulgar estafador”, pensaba Giovanni, “un fullero, un tahúr”. Algo era seguro, y era que lo había engañado, los primeros días, simulando no saber jugar. Giovanni se daba cuenta de que iba derecho al abismo, pero aun así le era imposible abandonar. Pronto perdió la pitillera de oro que le había regalado una de sus admiradoras en Venecia, y el aro que llevaba en la oreja izquierda.
Era la última noche del viaje. Ya habían dejado atrás el puerto de Montevideo. Con algo más de buen viento, entrarían a Buenos Aires la mañana siguiente.
A Giovanni ya no le quedaba nada que apostar, excepto la cadena que llevaba al cuello, una gruesa cadena de oro con un relicario, en el que guardaba un mechón del cabello de María. Sus manos temblaban, cuando se la desprendió del cuello.
Era la última mano. Toda la tripulación de la cabina se había juntado alrededor de su mesa. Desde atrás, algunos pasajeros le hacían señas de que ya no siguiera, pero él ni los veía. El Capitán Montoya dio vuelta sus cartas: sumaba ocho, y hacía de banca. Era arriesgado pedir otra carta, casi suicida. Aunque también era, para Giovanni, la oportunidad de recuperar lo perdido, en una sola mano. Acarició dentro del bolsillo la medallita que María le había regalado al partir, una medallita de latón, sin valor alguno, con la imagen de la Virgen de Loreto. Madonna santa, murmuró, sácame de este apuro y no jugaré nunca más…
Con el alma en un hilo dijo: Una carta más.
***
Todo empezó en los 1500, cuando una bula papal prohibió a las mujeres cantar en las iglesias y en escenarios. Los papeles femeninos comenzaron a ser interpretados entonces por cantores llamados falsetistas, que no lograban recrear la voz femenina de manera creíble. Para conseguir mejores intérpretes para los registros más altos, pronto se extendió en Italia la práctica de castrar a los niños de mejores condiciones vocales, quienes al llegar a la edad adulta conservaban, entre otros atributos, la voz aguda de la niñez, sumada a la capacidad pulmonar y a la potencia sonora de un hombre adulto. Con un buen entrenamiento en las escuelas de canto de la época se podían lograr cantantes excepcionales, capaces de interpretar tanto papeles masculinos como femeninos, de alcanzar notas imposibles y realizar las coloraturas más extravagantes. Los “castrati” llegaron a ser los cantores más famosos de Europa y autores como Händel o Mozart escribieron óperas especialmente pensadas para ellos. El público los idolatraba, las mujeres se volvían locas por ellos.
¿Pero cómo? ¿No les cortan “todo”?
Pero no, querida amiga. Apenas un cortecito en los conductos, detrás de los…
¡Calla!
Dicen que, a pesar de esa voz finita, puede mantener el mástil tieso más tiempo que cualquier hombre. Además, no hay peligro de que vaya a dejarte encinta, ja ja ja…
Sí, era esa voz inusualmente aguda la que podía llevar a engaño. ¿Fue ese el motivo por el que el Marqués permitió que su esposa, a la que vigilaba en todo momento, pasara tardes enteras con el joven galán en el jardín? María huyó con él. Tomó a su caja de pinturas y a su pequeña hija y escapó una noche, sólo acompañada por Matteo, su viejo sirviente. Siguió a Giovanni en sus presentaciones en Verona, Venecia, Trieste. No se preguntó por qué la había elegido, entre tantas mujeres de las que podía disponer, no creía que tanta dicha fuera posible. Giovanni era un amante tierno y generoso, y adoraba a la pequeña Margherita. Pero tenía problemas en todos los escenarios en los que se presentaba, a causa de su explosivo carácter. Como otros divos de su época, arreglaba los papeles en los que le tocaba actuar a su propio antojo, para lucir mejor sus cualidades vocales o sus ansias de protagonismo, lo que a menudo chocaba los deseos de directores o compositores, quienes exigían que se respetaran a rajatabla los libretos y partituras. Un par de veces la había emprendido a golpes, sin poder terminar sus contratos.
El otro problema era su pasión por los juegos de azar, en especial por los naipes, en los que a veces perdía hasta la ropa que llevaba puesta. Más de una vez se habían visto obligados a cambiar de residencia de manera apresurada, al amparo de la noche, perseguidos por prestamistas y acreedores.
***
Buenos Aires tenía las características de una moderna capital europea, al tiempo que las de una miserable aldea de provincias. Recién erigidos palacios colindaban con terrenos baldíos; un moderno tranvía cruzaba su camino con carretas tiradas por bueyes. Empedrados y calles de barro, faroles a gas y velas de sebo, damas a la última moda parisina y mendigos harapientos…
Giovanni no necesitó de la ayuda del Capitán Montoya para introducirse en la alta sociedad. Su espléndido vestuario, sus joyas y su simpatía llamaban la atención adonde fuese. Bastaron un par de visitas a la Confitería Suiza y al Café de los Catalanes, a la hora en que la aristocracia local venía a tomar su taza de chocolate o su helado de crema, para trabar conocimiento con importantes personajes, quienes le abrieron las puertas de las casas de las mejores familias.
“Conocerás a otras mujeres, Giovanni. Me olvidarás”.
Se alojó en el Gran Hotel de La Paz, el más lujoso de la ciudad, donde al verlo llegar en una calesa, tan bien vestido y en tan buena compañía, a nadie se le ocurrió pedirle que pagara por adelantado. Verdad era que no tenía problemas de dinero, por el momento, habida cuenta de que, en la última noche en el barco, había recuperado casi en su totalidad el dinero antes perdido. Aunque eso le había traído problemas con el Capitán Montoya, que insistió en que Giovanni le diera una revancha. Llegó a insinuar que había hecho trampas, por poco no se fueron a las manos. Fue una escena de lo más desagradable, los otros pasajeros debieron intervenir. ¿Resultado? Ahora, adonde iba, lo veía al Hormiga, el degollador. Lo estaba siguiendo, sin lugar a dudas. ¿Qué diablos se proponía? ¿Acaso el Capitán Montoya intentaba recuperar por medios espurios el dinero que no había sabido ganarle en la mesa de naipes?
¿Qué podía hacer Giovanni? Evitaba las calles apartadas, siquiera por un momento, y trataba de no bajar la guardia, pero es imposible cuidarse todo el tiempo. Llevaba una daga en el cinturón, aun cuando sabía que no tenía la menor oportunidad, con un sujeto como ese. Durante un paseo por la calle Florida se detuvo frente al escaparate de una joyería. Dentro de un estuche se veía un revólver Lefaucheux, finamente labrado, con gatillo plegable y cachas de nácar. Un arma mortífera, que parecía al mismo tiempo un joya y un juguete. Desde adentro de la tienda el judío le hizo señas. Pase a verlo, caballero. Pase, pase...
***
A dos meses de su arribo hizo su debut en el recién inaugurado Teatro Colón, en una presentación de la ópera Rigoletto. Gracias a sus nuevas conexiones Giovanni consiguió el papel del Conde de Monterone, un personaje secundario, que pasó a convertirse en principal, luego de que él decidiera salirse del libreto. En el momento en el que debía pronunciar la famosa maldición (Y tú, serpiente, que te ríes del dolor de un padre, ¡maldito seas!) el cantante italiano comenzó a añadir florituras y a extenderse hasta lo indecible, con el objeto de lucir toda su riqueza vocal.
Vendetta!
Vendetta chiedere,
al mondo, a Dío!
El Director se puso de todos los colores. La orquesta se la vio en figurillas para seguirlo. Sólo el primer fagot tuvo la rapidez de reflejos para hacerlo, y entre los dos formaron un contrapunto que se extendió por casi diez minutos. Una seguidilla de extravagancias que le valió a Giovanni una ovación de pie de todo el teatro. Las flores cayeron sobre el escenario, muchos pidieron un bis, entre ellos el mismísimo Presidente de la República, que se encontraba en uno de los palcos. Se lo presentaron a Giovanni después de la función. Un hombre pequeño, con barba en perilla, que se dirigió a él un italiano de Toscana algo arcaico. Todos estaban encantados con Giovanni, menos el Director.
¡Maldito farsante! ¿Quién diablos se cree que es? ¡Me ha puesto en ridículo! ¡Ha arruinado la obra!
Al Presidente le gustó.
¡No me importa si le gustó al Papa de Roma! Jamás pisará este escenario otra vez. ¿me oyó? ¡Lárguese de aquí!
No era su primera bronca con un director, ni la primera vez que lo expulsaban de un teatro, aunque ahora era más grave. Estaba en un país extraño, casi sin dinero, y no había otro teatro de la ópera ni a mil millas de distancia. Giovanni barruntaba sus sombríos prospectos en una taberna del Bajo, mientras se bebía una copa tras otra de licor. Sus compañeros de mesa eran gente pobre, cocheros, mozos de cuerda o dependientes de botica. La luz del candil proyectaba grandes sombras contra las paredes, una guitarra deshojaba una dulzona melodía. El alcohol nublaba la conciencia de Giovanni, poco le faltaba para quedarse dormido. Fue entonces cuando irrumpió en el boliche un estruendoso grupos de jóvenes vestidos de frac y galera, que ya estaban bebidos antes de entrar. Señoritos que se dignaban a visitar las márgenes, en busca de un motivo de diversión.
¡Miren quién esta aquí!
¿Quién es?
¿No lo ven? Es el cantor, el de la barba postiza.
Oh, sí, es él, el que gritaba como una puta vieja.
La comparación despertó carcajadas entre sus compañeros. Uno de ellos le arrojó una moneda. ¡Vamos, canta algo!
Como Giovanni no le respondió, el bromista se paró sobre una silla y comenzó a gritar; ¡Aaaaaaa…! ¡Aaaaaa…!, imitando de manera burda su actuación. ¡Aaaaaaa…! ¡Aaaaaa…!
Ja, ja, ja…
Lo que siguió fue como un sueño, o a menos así lo recodaría Giovanni el resto de su vida. Los rostros, las sombras, las risas. El brillo del revólver, el fogonazo y la pequeña nube. La primera bala atravesó el corazón del bufón, y la segunda fue a parar al rostro de uno de sus compinches, el que más lo festejaba. No fue necesaria una tercera: el resto del grupo corrió en desbandada.
Él no: él salió a paso quedo, después de dejar una monedas sobre el mostrador, y caminó por esas calles desconocidas, en aquella ciudad extraña. Trac-trac-trac, se escuchó a la distancia. Trac-trac-trac, se escuchó en otro lado. Eran las matracas de los vigilantes, que se advertían que alguien escapaba. Comenzó a llover. En una esquina sonaba la música de un organito.
¡Eh, Signore! ¿No me conoce? ¡Soy yo, Calógero!
Giovanni se detuvo, aturdido, empapado.
¿No lo recuerda? Viajamos juntos en el barco.
***
Los diarios hablaron varios días del asunto. El asesinato de dos jóvenes de buena familia (uno de ellos hijo un ministro) hizo correr ríos de tinta. La policía buscaba al asesino, un artista napolitano, un saltimbanqui. El puerto de Buenos Aires estaba bajo vigilancia. Nadie le prestó atención al organillero que esa madrugada salió de la ciudad rumbo al Oeste, junto a su mono, acompañado de un gaucho muy alto, de poncho rojo y sombrero tapándole las vistas.
¿Lo ha visto, signor Giovanni? No había nada que temer.
Iban a pie, algunos tramos, o aupados a una carreta. La idea era llegar a Entre Ríos, para de allí cruzar a la Banda Oriental. Calógero estaba feliz de dejar Buenos Aires, donde la competencia era mayor, y las propinas menos generosas.
Además, dicen que va a haber una guerra…
Tenían para un par de semanas de viaje, tal vez un mes. El organillero se detenía a tocar su instrumento en los boliches del campo, llamados pulperías. Dormían bajo el alero de algún rancho, o al sereno, si los sorprendía la noche a mitad de camino. Calógero era un espíritu libre. Le daba lo mismo ir a un lado que a otro. Si le daban un par de monedas por sus servicios musicales, bien. Si no, mala suerte. Donde lo querían se quedaba y si no, se iba. Hacía dieciocho años ya que se había largado al mundo como organillero; había recorrido Europa completa, de Constantinopla a Belfast, y las dos Américas de punta a punta. Alguna vez había tenido familia, allá en Calabria, pero hoy su única familia era Rinaldo. Era el tercer mono que tenía, desde que andaba por el mundo, y sin dudas el más listo.
Mirelo, signor Giovanni. Mírelo. Sólo le falta hablar.
¿Te gustaría volver a Italia conmigo, Calógero?
¿Para qué? Si he de morirme de hambre, prefiero hacerlo aquí, en el camino.
Se conformaba con poco. Era feliz con lo que tenía.
¿Y por eso no puede dormir, signor Giovanni? ¿Por haber matado a un par de canallas?
Eso fue la primera noche, o la segunda, cuando la culpa por sus crímenes despertaba a Giovanni con pesadillas. Había matado muchas veces sobre el escenario; pero matar a alguien en la vida real era algo muy distinto.
Su único error, signor Giovanni, fue hacerlo delante de testigos, le dijo el Organillero. ¡Esas cosas hay que hacerlas de manera discreta!
¡Í-í-í!, lo apoyó Rinaldo.
¿Se recuerda ese sujeto que murió cuando veníamos en el barco?
¿El que apareció apuñalado?
El Organillero sonrió. Giovanni se quedó con la boca abierta.
No me digas que…
Estaban al costado de un camino, cocinando un trozo de res en una fogata. Rinaldo roía un trozo de galleta que se había agenciado en el último boliche por el que habían pasado.
Era un bandido, signor Giovanni, se defendió el Organillero, un criminal que no dejaba de atormentar a los demás pasajeros. Robaba, hacía chantaje. Forzó a una muchacha que viajaba junto a su madre. ¡Y le dio una bofetada a Rinaldo, sin provocación alguna!
¡I-í-í!, chilló Rinaldo, como para dar fe de que su amo decía la verdad.
Esa noche, cuando dormía su borrachera, le enterré un puñal en el corazón. ¡Bien empleado que lo tuvo!
Giovanni se lo quedó mirando, sin decir palabra. Recordaba como se comentó el incidente entre los pasajeros de primera, y cómo al final se dijo que fue un suicidio.
¿Y pudiste dormir esa noche, Calógero? Quiero decir, después de…
¿Pero qué dice, signor Giovanni?, se río el viejo calabrés, mostrando los pocos dientes que le quedaban. ¡Dormí como un bendito!
¡I-í-í...!
Un hombre muerto es un perro muerto, signor Giovanni. Nada más.
***
Una partida de soldados los sorprendió en un boliche, en plena función, mientras Calógero hacía girar la manivela y Rinaldo bailaba.
Vamos, todos afuera. ¡Vos también, gringo de porra!
Los hicieron formar en fila y les exigieron las papeletas de conchabo. A los que la tenían los dejaron ir, y a los demás los arriaron. Al que andaba montado, con su caballo, y al que no, a pie.
Caminen, carajo. ¡A servir a la Patria!
Había empezado la guerra, eso era la único que se sabía.
¿Una guerra? ¿Contra quién?
Ma, caro signore, rogó Calógero, io sono un estraniero…
Vos también vas a venir, pa entretener a las tropas. ¡Caminá, te digo!
Giovanni no dijo esta boca es mía. Un piquete de soldados los rodeaban, y al que osaba protestar le llovían los palazos.
¡En marcha!
Quedaron así incorporados al Ejército Argentino.
***
Giovanni no era el único extranjero, dentro de su regimiento. Había otros tres italianos, un par de ingleses, un francés, un húngaro y hasta un sueco, a quienes habían reclutado de manera forzosa en los caminos del interior. En Buenos Aires los extranjeros contaban con la protección de su cónsul, pero si los agarraban en el campo, los milicos no atendían razones.
¡Caminen, vamos!
Pronto se perdieron entre el mar de soldados criollos, negros o mestizos, que habían sido enganchados de forma tan arbitraria como ellos. Semanas de marchas forzadas, de comida escasa, de gritos.
¿Contra quién es esta guerra? ¿Contra los brasileros?
Muchos desertaron, cuando se enteraron que había que ir a pelear contra el Paraguay, un país al que consideraban amigo. Pero era peligroso tratar de escapar, los desertores eran fusilados en el acto.
¡Caminen, vamos!
La selva se hacía más densa a medida que avanzaban, el calor más intenso, arreciaban los mosquitos. Giovanni no recibió un uniforme hasta llegar al campamento, ni un fusil hasta el día en que entraron en combate. Las instrucciones eran muy simples, sólo había que avanzar. A los que retrocedían, su propia retaguardia los recibiría con una carga de metralla.
¡Al ataque!
El ruido de los cañones hacía temblar la tierra. Gritaban los hombres, pasaban silbando las balas. Al caer la tarde cientos de cadáveres cubrían la tierra. Giovanni recordó las palabras del viejo organillero:
Un hombre muerto es un perro muerto, nada más.
***
Las tropas paraguayas se resistían con uñas y dientes, defendiendo con obstinación cada palmo de terreno, aunque siempre terminaban derrotadas, al verse superadas por el número y el poder de fuego de los ejércitos de los tres países vecinos.
Itá-Pirú, Tuyutí, Estero Bellaco… Las batallas se sucedían, a un promedio de una por mes. Poco había para hacer, entre uno y otro combate, tras trasladar a los heridos y enterrar a los muertos. Para combatir el aburrimiento los soldados jugaban a la taba u organizaban carreras de caballos, apostando sus raciones de tabaco a las patas de uno u otro pingo. Algunos se iban a dar una vuelta por las cercanías, carneaban una vaca ajena, si tenían la oportunidad, o se trenzaban en una gresca con los soldados brasileños, los supuestos aliados, a quienes detestaban aún más que al enemigo.
Por las noches, mientras los oficiales organizaban bailes, a los que eran invitados las bellezas locales, la soldadesca se entretenía en guitarreadas bien regadas. No faltaba, para amenizar la velada, la actuación de algún organillero italiano, uno de los tantos que habían sido reclutados por el gobierno, cada cual con su respectivo mono.
¡Signor Giovanni!
Calógero había sido destinado a otro regimiento. Giovanni pasaba semanas, a veces meses sin verlo.
¡Qué desgracia, signore Giovanni! Si hubiera sabido…
Al igual que él, que todos, era un rehén en ese maldito lugar. Se suponía que el ejército iba a pagarle sus servicios, pero el dinero brillaba por su ausencia.
Í-í-íiiiii, chilló Rinaldo, dándole la razón.
Calógero dijo que estaba viejo y la salud lo abandonaba. Dos veces había pedido al Comandante el permiso de salida, pero sólo lo ignoraban.
Qué desgracia, signor Giovanni…
Por primera vez desde que lo conocía, el Organillero parecía desalentado. Giovanni no sabía qué decir para consolarlo. Ni él mismo sabía cómo había hecho para sobrevivir hasta ese momento, cómo se las había arreglado para no caer en la desesperación. Debió olvidarse de quien había sido, dejar de pensar como un hombre libre. Volverse una fiera y no una persona. Para su sorpresa, se había convertido en todo un soldado. En su regimiento nadie lo llamaba Giovanni, ahora era Juancito el Napolitano.
¡Juancito! ¡Ayúdame!
Aprendió a soportar los rigores de la selva y a convivir con el miedo. Ya no pensaba en su amor, al otro lado del Atlántico. Cuando le dijeron que hacía dos años que lo habían enganchado en el ejército, le costó comprenderlo. Le parecía que hacía diez, que hacía mil que estaba allí.
¿Qué te sucede, Rudecindo?
Mi barriga, Juancito… No sé lo que…
No te inquietes, Rudecindo. Te llevaré a la enfermería.
Él mismo lo cargó. Estaba fuerte todavía.
La guerra se detuvo, a causa de la peste. Ya no era el acero el que mataba a los hombres, sino el cólera morbo. Juancito el Napolitano ayudó a médicos y a enfermeros a cuidar a los contagiados en el hospital de campaña, hasta que cayó enfermo también él.
***
El cólera, de origen asiático, llegó en los barcos que traían a las tropas brasileñas y rápidamente se extendió a ambos lados del campo de batalla. No era algo de extrañar, en esos campamentos donde las condiciones sanitarias eran tan precarias. En ocasiones los soldados debían sacar el agua que bebían de los mismos ríos en los que hacían sus necesidades.
¡Oh, ya se ha despertado!
Giovanni pasó una semana entre la vida y la muerte. Cuando al fin despertó, estaba tan débil que no podía ni hablar. La voz no le salía.
¡Alabado sea el Señor!, dijo el cura, un hombre muy joven, prematuramente calvo. No te esfuerces, hijo mío, pronto podrás hablar, le dijo el sacerdote, y siguió su recorrida por la improvisada enfermería, seguido por el monaguillo, un niño tan pequeño como Giovanni no había visto jamás.
¿Es que acaso deliraba? Era chiquito y peludo, y una cola ensortijada le sobresalía por debajo de la sotana.
¿Rinaldo?
No, no era Rinaldo, era un mono más pequeño. Giovanni cerró los ojos, vencido por el sueño.
***
Pasaron un par de días hasta que pudo articular palabra. Lo primero que hizo fue preguntar por sus amigos.
¿Qué pasó con Rudecindo? ¿Era el hombre que estaba en el catre al lado suyo? Sí. Ya no debe preocuparse por él, le respondió el Cura, ahora descansa en la Gloria del Señor. ¿Y el Negro Tobías? También él. ¿Y el Uruguayo? ¿Y Jean-Pierre? ¿Y el Sueco? El Cura sonrió y le dijo:
Debemos alegrarnos por ellos, Juancito, y pedirles que recen por nuestras almas desde el Cielo.
¡Cuíc!, dijo el monito con sotana, y se hizo la señal de la cruz.
Giovanni no lo podía creer. Hombres en la flor de la vida, que no retrocedían ante el peligro, que amaban el vino y las mujeres, todos, todos muertos.
El monito saltó sobre el catre de Giovanni, Cuíc, cuíc, cuíc, le dijo, y le pasó la manito peluda y blanda por la frente.
Parece que ha hecho usted un nuevo amigo, Juancito, le dijo el Cura.
Aquiles es un gran conocedor del alma humana, se ha dado cuentade que es Usted una persona honesta y cabal. Con un brasileño jamás se hubiera confiado así.
¡Cuíc!
Vamos, Aquiles. Dejemos a Juancito descansar.
Giovanni volvió a dormirse y soñó con María. Estaban otra vez en el jardín de su casa, en las afueras de Florencia. La pequeña Margherita correteaba con el perro mientras él y María caminaban del brazo, unos pasos más atrás. Hablaban de sus cosas, se reían. Fue un sueño tan real. Tan real…
***
El Padre Faustino no hablaba por hablar, realmente creía en la Vida Eterna, con una fe que Giovanni no había encontrado en ninguno de los sacerdotes que había conocido en su vida. El Curita despreciaba la vida terrena, al punto que no temía arriesgarla a cada momento. Avanzaba hasta primera línea, en el campo de batalla, para
dar consuelo a un herido o administrar los Santos Sacramentos a un moribundo; recitaba con toda tranquilidad sus plegarias y latines, mientras las balas pasaban rozando su cabeza.
Cuando Giovanni fue capaz de caminar, con ayuda de una muleta, lo acompañó a visitar el lugar donde estaban enterrados sus amigos. Los muertos eran demasiados para hacer una tumba para cada uno, así que los tiraban a una fosa común, unos encima de otros, con las mismas ropas que llevaban al morir, o simplemente desnudos. A Giovanni se le hizo un nudo en la garganta.
Es verdad: un hombre muerto es un perro.
Pero no, Juancito, lo reprendió dulcemente el Padre Faustino, qué cosas dices. Eso que ves allí no es más que sus mortales envolturas. Sus almas ya descansan en la Misericordia del Señor.
¡Cuíc!, dijo Aquiles.
Disculpe, Padre, pero a mí me cuesta creer en esas cosas.
Y sin embargo, es así, dijo el Cura. Todo hombre tiene un alma inmortal, aunque sea un pecador, un criminal, un canalla, un brasileño…
Aquí el Padre Faustino hizo una pausa, como si este último punto fuera el más difícil de comprender.
Volvieron al campamento, seguidos por Aquiles, quien, imitando al Cura, se levantaba los vuelos de la sotana cada vez que cruzaban por un sector embarrado.
Sí, no es lo más común, tener a un mono capuchino como monaguillo, reconoció el Padre Faustino, pero el niño que me asistía fue alcanzado por una esquirla, en la batalla de Curupaytí, y no me atreví a pedir que me enviaran otro de reemplazo.
El Padre Faustino le contó que tenía a Aquiles desde pequeño. Se lo había comprado a unos guaraníes que cayeron a vender animales: papagayos, tucanes y otros animales exóticos que los oficiales compraban y enviaban a sus familias en Montevideo o Buenos Aires. Nadie había querido al mono bebé, y los indios se lo cambiaron al Padre Faustino por un chifle de tabaco. Observando al otro monaguillo, Aquiles había aprendido todos los pasos del ceremonial, sin que se le escapara un detalle.
Si viera lo listo que es, dijo el Padre Faustino. ¡Sólo le falta hablar!
El Vicario General no había visto con buenos ojos la incorporación del pequeño simio a la parroquia itinerante. “No somos italianos para ir con un mono mendigando”, me dijo (Usted disculpe, Juancito, pero esas fueron sus palabras).
Sin embargo, el Padre Faustino convenció al Vicario de que le permitiera mantener a Aquiles en sus tareas, de manera provisoria, y la verdad es que no se arrepentía. A diferencia de otros monaguillos, que se distraían o se dormían en medio de la ceremonia, Aquiles siempre tocaba la campanilla en el momento justo, le alcanzaba el copón o la estola cuando hacía falta y (lo mejor de todo) es que era un tigre a la hora de pasar la canasta de las contribuciones. Si un feligrés se hacía el distraído, se ponía a chillar de tal manera que hasta el más avaro terminaba poniendo su limosna.
Si Dios nos concede salir vivos de esta guerra insensata, dijo el Padre Faustino, me lo llevaré a mi parroquia de Buenos Aires. Estoy seguro de que hará furor.
La única contra que tenía Aquiles, reconoció el Cura, era su desmedida afición al vino garnacha que usaban para la Consagración.
¡Aquiles!, solía reprenderlo el Padre Faustino, cuando lo pescaba prendido a la botella, chupando como un ternero mamón.
¡Aquiles, deja eso! ¡Es la Sangre de Nuestro Señor! ¡Aquiles!
***
Con la llegada del otoño y del tiempo más frío, la peste remitió y los ejércitos se aprestaron para seguir con su masacre. Hubo un desfile militar, con una banda de bronces que metió un bochinche de los mil demonios. Fue presentado el jefe interino del regimiento, el Teniente Coronel Luciano Montoya, quien pasó revista a las tropas.
¡Diablos! ¡Es él!
Giovanni reconoció a su compañero de viaje en el barco, tres años atrás. Tenía algunos cabellos grises y la barba un poco más larga, pero era él. Marchaba a paso seguro, con toda su prestancia de dandy. Aunque llevaba el uniforme azul reglamentario, lo complementaba con una larga capa blanca, similar a la de un príncipe, y un quepi militar del mismo color.
¡Presenten armas!
Unos pasos más atrás venía la Hormiga, sacando pecho, con un lustroso traje de edecán. Giovanni comenzó a temblar. De haber estado cargado su fusil tal vez le hubiera descerrajado un tiro a cada uno, delante del todo el mundo. Casi pudo oír en su cabeza la voz Calógero, el Organillero: “Esas cosas hay que hacerlas de manera discreta, signor Giovanni, sin testigos”.
***
Las negociaciones de paz fracasaron y las tropas recibieron la orden de prepararse para el combate otra vez. Giovanni no podía dormir. Día y noche planeaba su venganza. Esa capa blanca era un blanco fácil, en mitad de una batalla. Bastaba con apuntar, y en el momento en que nadie lo veía…
Vendetta! Vendetta chiedere,
al mondo, a Dío!
Si iba a morir en esa maldita selva, al menos iba a llevarse con él a ese canalla. Y, si podía, también a la Hormiga.
¿Qué te sucede, Juancito? ¿Te encuentras bien?, le preguntó el Padre Faustino.
Era curioso que se hubiera acordado de Calógero, porque justo al día siguiente, un soldado del campamento vecino se acercó a él y le dijo: ¿Oye, tú eres Giovanni?
Hacía tiempo que nadie lo llamaba así.
¿Giovanni, el de Nápoles?
En realidad soy de Molise, un poco más al Norte…
En nuestro campamento hay un viejito organillero que quiere verte, dice que es amigo tuyo.
¿Calógero?
Puede ser, no recuerdo su nombre. Se está muriendo.
***
Lo encontró en una choza, a la orilla del río.
¡Signor Giovanni!
Se aferró a su mano con las pocas fuerzas que le quedaban. A un lado de su catre estaba su viejo y baqueteado organito.
¿Y Rinaldo?, preguntó Giovanni, y al punto se arrepintió de haberlo hecho.
¡Ay, Signor Giovanni! ¡Lo que han hecho con él, estos cobardes!
El viejo calabrés se largó a llorar. En su confuso dialecto le contó lo que había sucedido. Las entregas de provisiones se habían cortado, a causa de las lluvias, y los hambrientos soldados miraban a Rinaldo con ojos voraces. ¡Ven, monito!, le decían, ¡Ven aquí! Calógero lo protegió todo lo que pudo hasta que una mañana, al despertar, se dio cuenta de que no estaba.
¡Rinaldo!, salió a buscarlo. ¡Rinaldo!
Al fin lo que encontró, o lo que quedaba de él, al lado de un fogón. Apenas la cabeza y unos huesitos pelados…
¡No tienen perdón de Dios, signor Giovanni! ¡No tienen perdón!
Giovanni le pasó una mano por la frente, le acomodó los escasos pelos que le quedaban sobre el cráneo.
No te preocupes, Calógero. Te conseguiré otro mono. ¿Sabes? En nuestro campamento, el Cura tiene uno que…
¡No quiero a otro mono, signor Giovanni! ¡No lo quiero! ¡Oh, mi Rinaldo…!
El Organillero se largó a toser. Cuando al fin pudo hablar le dijo:
Ya teníamos todo listo para partir, signor Giovanni. Al fin me habían firmado la baja del servicio. Mire…
Giovanni tomó el papel que le sobresalía del bolsillo del saco, lo leyó en voz alta:
Por la presente autorizo al Señor Calógero Spadafora… en el día de la fecha… baja del servicio… y que se le abone la suma de… ¡Cuatrocientos ochenta patacones!
¿Lo ve? Ya éramos libres, dijo Calógero. Ya éramos libres...
Se largó a toser nuevamente, de manera desgarradora.
Y además nos pagaban… ¡24 meses juntos, signor Giovanni! Ese nuevo comandante sí que es un hombre decente...
¿Quién? ¿El Coronel Montoya?
¡Ese! ¡Ese mismo! ¡Es el único hombre decente en este maldito lugar!
Giovanni no supo qué contestar. Tomó la mano del viejo entre las suyas, y ahí la dejó. Caía la noche. Alrededor suyo, los soldados cantaban, reían y bailaban con las vivanderas, las heroicas mujeres que acompañaban a las tropas. Trataban de disfrutar de las que tal vez fueran sus últimas horas sobre la tierra. Sonaba un acordeón y una guitarra. La vieja y huesuda mano del organillero ya no se movía. El bueno de Calógero había exhalado su último suspiro.
***
En la soledad del rancho que hacía las veces de parroquia, el Padre Faustino oraba de rodillas delante del crucifijo: No nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal…
Pero algo dentro suyo decía Sí, Señor, déjame caer en la tentación, déjame caer, pues sólo soy de carne… Déjame caer, y luego perdóname… Perdóname…
Fue entonces cuando llamaron a su puerta.
A-adelante… murmuró el Padre Faustino, con la garganta aún embargada por la emoción y los ojos con lágrimas.
La puerta se abrió, y a la luz del candil apareció el rostro de la persona que más deseaba ver, y que menos quería ver en el mundo.
¡Juancito!
Padre, vengo a despedirme.
¿A despedirte?
Desde afuera se escuchaban voces y relinchos.
Mañana saldré al campo de batalla, y sé que ya no regresaré.
¡No, Juancito! ¡No digas eso! Yo rezaré por ti. Le pediré al Señor con todas mis fuerzas...
Padre…
Estoy seguro de que Dios protegerá a tu batallón, dijo el Cura, cada vez más nervioso, mientras Giovanni comenzaba a sacarse la camisa. Rogaré para que el Señor los cubra con su manto, para que los protejan de las balas enemigas y mueran sólo brasileños…
Padre, dijo Giovanni, desprendiendo los botones de su sotana. Perdóneme, porque voy a pecar…
¡Juancito!
Aprovechando que el padre Faustino no lo veía, Aquiles caminó hasta el aparador y abrió la puerta donde estaba la botella de vino. Batalló un momento con el corcho, sin conseguir extraerlo. Giovanni sopló el candil y en la oscuridad más absoluta se escucharon ayes y suspiros, seguidos por el rechinar de los elásticos de la cama de fierro.
Por fin, en el silencio que siguió, un tímido: ¡Plop!, como si alguien acabara de destapar un corcho.
***
El barco bajó por el río Parana, con heridos de distinta consideración: ciegos, amputados. Además de los médicos y enfermeros iban pasajeros comunes, oficiales que disfrutaban de unas semanas de baja en la Capital, y mercachifles que volvían de hacer negocios en el frente de batalla.
¡Eh, italiano! ¡Toca una canción!
A ambos lados del río se extendía la selva, exuberante y virgen como el día de la Creación.
¡Eh, tú! ¿No me oíste?
El Organillero levantó la cabeza. Tenía puesto un tosco abrigo remendado y un sombrero embutido hasta las cejas.
¿Qué? Sí. Sí. Súbito.
El Organillero trató de hacer girar la manivela, sin resultado. Miró la caja de un lado, del otro, finalmente encontró un seguro y lo corrió. Ahora sí, la manija comenzó a girar, y surgió la melodía que Giovanni había escuchado por primera vez en el barco:
Libiamo, libiamo ne’lieti cálici…
El buque se deslizaba por la superficie de ese río, tan ancho cómo sólo pueden serlo los ríos en América. Aquiles levantó la cabeza.
¿Qué le pasa a ese mono?, se burló uno de los oficiales. ¡Parece que está borracho, ja ja ja!
Giovanni terminó de tocar la canción. Luego le dio a Aquiles la lata que colgaba de la caja. El pequeño simio lo miró sin comprender.
Va, Achille, le dijo Giovanni, imitando el acento del viejo calabrés. Chiedi limosna ai signori…
¿Cuíc?
Limosna, Achille. Limosna…
Ahora sí, Aquiles tomó la lata y caminó hacia los oficiales.
¡Cuíc!, chilló.
Las primeras monedas cayeron tintineando dentro de la lata.
***
Dos semanas, duró la travesía en el barco, contando las numerosas paradas: en Corrientes, Paraná, Santa Fe, Rosario… Giovanni no se salió de su personaje ni por un momento. Si alguien llegaba a descubrirlo, sólo lo esperaba el castigo a un desertor. Para ese momento ya había tocado su organito en el barco y en los puertos donde habían hecho escala. Había aprendido a cambiar las placas para tocar las diferentes canciones, y había formado un estrecho vínculo con Aquiles.
Bravo, bravo ragazzo, Achille…
En Buenos Aires retiró las tres cartas de María que habían llegado al Correo Central. La primera, en la que le decía que se cuidara de jugar a los naipes. La segunda, en la que le reclamaba por no escribirle, y la de despedida, fechada sólo seis meses atrás, en la que le anunciaba su decisión de volver con su marido.
¡Eh, viejo! ¡Toca una canción!
No era una mala vida, sin embargo, recorrer los caminos y dar vuelta a la manivela del organito. Sin contar que Giovanni, es decir, Calógero, hacía lo que ningún otro organillero sabía hacer, es decir, cantar.
Va pensiero sull'ali dorate...

La poca voz que le quedaba, después de sus penurias y su enfermedad, se había vuelto más grave, por efecto del tabaco barato. Aún así le alcanzaba para conmover al público de las cantinas, las tabernas y las pulperías a las que asistía. Aunque jamás podría haber salido adelante sin la ayuda de Aquiles, que jamás aprendió a bailar, ni a hacer las monerías que los otros monos hacían, pero que era un as para conseguir contribuciones.
Bravo ragazzo, Achille…
Hacía doce años ya que estaban de gira por esos caminos del Señor. En un compartimento del organito estaban guardadas las cartas de María, y de su cuello aún colgaba la medallita de latón. Eran los únicos vestigios de su antigua vida, lo poco que quedaba de Giovanni.
Bravo ragazzo, Achille, dijo Calógero, que por una de esas volteretas de la vida había recalado en la lejana Colonia de Punta Arenas, en el mismísimo fin del mundo.
¿Y qué, si los habían echado de todos los boliches? Habían soportado cosas peores que esas, Aquiles y él. Habían sobrevivido al frío y al calor, al asalto de bandidos, a la guerra, a la epidemia de fiebre amarilla, a un naufragio…
Calógero entró al pequeño rancho de las márgenes del río Carbón, el lugar que compartía con la mujer que le había dado acogida en Punta Arenas, desde que llegó. Una humilde lavandera, que se había quedado despierta, esa noche, esperando que él terminara su función. Calógero se sintió avergonzado por no haber traído nada, ni dinero, ni nada que comer. No quiso echarle la culpa a Aquiles.
Oh, está bien, le dijo la mujer, no se haga problemas, don Calú… ¿Quiere tomar unos mates?
Era el indio que hacía de portero en el Salón Adriático.
¡Signore Geremía!
Mister Berni manda esto for you, dijo el indio, y le entregó una canastita de mimbre en la que había un trozo de carne hervida, envuelto en papel de estraza, un par de pasteles y una botella de guachacay.
¡Cuíc!, saltó de alegría Aquiles, a la vista del licor.
Además, Jeremy le entregó las monedas que había recibido de propina esa noche, antes de que se armara la batahola.
Tante grazie, Signore Geremía!, se largó a llorar el Organillero. Grazie milla!
Jeremy, que hizo una inclinación de cabeza y se marchó.
Reinó la alegría, esa noche, en el pequeño rancho.
A fare la festa!, río el Organillero, que de pura alegría se puso a tocar su instrumento.
¡Ay, es mi canción preferida!, dijo la Lavandera.
Llegaron unos vecinos, atraídos por la música.
Vieni, vieni, los alentó a entrar Calógero. Vamo a fare la festa!
Achille! Deja tranquilo il licor!

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© Emilio Di Tata Roitberg, 2020.
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A continuación...

CAPÍTULO  78: LA VENGANZA

 

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