Capítulo 76 - Un muerto en el armario

Nunca se sintió más unido a ella que cuando debió cuidarla en su lecho de enferma. Nunca la quiso más que en esos momentos, cuando pensó que la perdía para siempre.
¿Está bien así el caldo? ¿No se ha enfriado demasiado?
Días de angustia, y noches en vela, que por suerte iban quedando atrás.
No, querido. Así está bien.
Ya no hacía falta que Bernardo le diera de comer en la boca, ella sola podía hacerlo. Sin embargo, no podía levantarse de la cama. No todavía. Las piernas no la sostenían.
Esto está delicioso… ¿Tú lo hiciste?
Bernardo se sentó en el borde de la cama y le acomodó el pelo, le acarició la frente. Su rostro ya no parecía el de una calavera. El brillo de la vida había vuelto a sus ojos. Hasta el Doctor se sorprendió, la última vez que vino a verla.
Es increíble cómo ha mejorado, señora Suker, dijo el viejo médico irlandés. ¡Ese tónico ha hecho maravillas!
Irena sonrió. No se atrevió a decirle que el jarabe que le había recetado (además de ser un brebaje repugnante) no había servido para nada. Fue Doña Tomasa, la curandera, la que la sacó adelante. De no haber sido por la tisana de raíces que la mujer le hizo beber, las cruces que le hizo en el pecho y el amuleto que colocó bajo su almohada, a Irena ya se la habría tragado la fosa.
Fue algo de no creer. En tan sólo unas horas se le quitó la fiebre, dejó de toser… Hasta Bernardo, que se consideraba un racionalista de tomo y lomo, debió rendirse a la evidencia.
Sí, Doctor, dijo Irena, su tónico me ha hecho muy bien…
No quiso avergonzarlo. Era un buen hombre, y había hecho todo lo posible por ayudarla.
Qué bueno, Señora Suker. Qué bueno…
El Doctor O’Reilly extrajo el reloj del bolsillo de su chaleco y comprobó que aún le quedaba algo de tiempo antes de ver a su próximo paciente.
Pasaré a ver un momento a su madre, antes de irme…
¡No!, dijeron a un tiempo Irena y Bernardo, que se había quedado de pie, junto a la puerta, mientras el médico la examinaba.
Quiero decir… agregó Bernardo, tratando de enmendar su faux pas, Mamá Agnes duerme...
Sí, lo apoyó Irena. Está durmiendo.
Pasó una mala noche y ahora…
¡Duerme! Duerme profundamente…
El Doctor O’Reilly no tenía un pelo de tonto. Se dio cuenta de que algo raro pasaba, pero no preguntó más nada.
Bien, dijo, cogiendo su maletín. Pasaré en otro momento, entonces.
Se escuchó el Giddy-up! del Doctor y luego el cloc cloc cloc de su tordillo. Bernardo se asomó a la ventana y comprobó que, en efecto, el tílbury del Doctor O’Reilly se alejaba calle abajo.
¿Crees que sospecha algo?, preguntó Irena.
No, respondió él. ¿Por qué habría de sospechar?
***
Caía la tarde. Poco a poco las mesas del Salón Adriático se iban poblando de peones, jornaleros, pescadores o estibadores, que tras un duro día de trabajo venían a buscar el consuelo de una copa de guachacay, la compañía de algún otro cristiano, o a escuchar a alguno de los músicos que caían al boliche a amenizar la velada.
“Un sueño soñaba anoche,
Soñito del alma mía,
Soñaba con mis amores,
Que en mis brazos los tenía.”
Y también, por qué no, a disfrutar de la compañía de Jacinta y de la Tuerta, las “mujeres alegres” que, con su llegada, transformaban al Salón Adriático en algo parecido a un burdel.
¡Dos pesos! ¿Acaso te has vuelto loca?
Puedes conformarte con mirar, le respondió Jacinta. ¡Eso no te costará nada!
Ja, ja, ja, festejaron la ocurrencia los otros parroquianos. ¡Esta deslenguada se defiende sola!
El diablo me lleve, pensó Bernardo, mientras servía unos vasos de ron del Caribe tras del mostrador. Si algunos de sus compañeros del Liceo Franz Josef, o sus amigos del Club de Esgrima de Temeschwar pudieran verlo ahora, regenteando un establecimiento como ese, convertido en una especie de proxeneta sudamericano…
¡Pero si es que apestas, vieja loca! Deberías darte un baño primero…
¿Qué dices? Si me baño, ya es otro precio…
Esa noche presagiaba ser particularmente agitada. Bernardo decidió enviar a Lalita a su casa. No era el ámbito adecuado para una chica como ella.
Aún es temprano, don Bernardo, le respondió la joven, que no mostraba el menor apuro por volver a miserable ranchito, con más agujeros que un colador, a soportar el frío, la mugre, el malhumor de su madre y los embates del animal de su padrastro.
Puedo quedarme a ayudarlo, don Bernardo, dijo la niña, que se sentía mucho más a gusto en su lugar de trabajo. Aquí podía comer cuanto quisiera, y estar en un lugar calentito. Todos eran amables con ella, ¡y encima le pagaban!
Ve a descansar, Lalita, insistió Bernardo. Mañana nos vemos.
Sí, don Bernardo, obedeció finalmente la muchacha.
Su lugar fue ocupado esa tarde por el flaco Isaías, más conocido como el Pampino, un ex presidiario al que Bernardo había decidido dar conchabo en el boliche, de manera temporal, hasta que Irena terminara de recuperarse. Era un sujeto despierto, que fue bien recibido por los clientes del Salón Adriático, muchos de los cuales ya lo conocían de cuando picaba piedras o talaba árboles con la cuadrilla del presidio.
¡Otra botella por aquí, Pampino! ¡Y no te la bebas por el camino!
Oye, te ha salido un verso…
Las bolas chocaban en la mesa de billar. Sonaba la guitarra del Negro Nicanor, quien después de una copita se puso a cantar una vieja canción tradicional, el Romance del Enamorado y la Muerte.
“Vi entrar señora tan blanca,
muy más que la nieve fría.
¿Por dónde has entrado, amor?
¿Cómo has entrado, mi vida?
Las puertas están cerradas,
ventanas y celosías...”
Todo estaba en orden, todo parecía normal. Sin embargo, se respiraba un ambiente tenso. Nadie hubiera sabido decir por qué.
“No soy el Amor, amante
soy Muerte que Dios te envía.
¡Ay, Muerte tan rigurosa, déjame vivir un día!
Un día no puede ser.
Una hora tienes de vida”.
En un momento en el que nadie lo miraba, Jeremy, el portero, se asomó a la ventada del frente, y Bernardo, mientras secaba un vaso, le hizo una seña casi imperceptible, como diciendo: Sí, ahora.
***
El Pampino había caído al boliche esa misma mañana, como cliente. Un Cristo que estaba en los huesos. Barba hirsuta, pelo crecido… Sus ropas eran harapos de un color indefinido, y su calzado unas alpargatas con más bigotes que una morsa.
Bu-buenos días…, dijo, nomás entrar, con una vocecita que apenas se oía.
Sólo quedaban unos pocos clientes de los tempraneros, los que venían a tomar su desayuno, y aún no llegaban los del mediodía.
Bernardo se encontraba en un extremo del mostrador, anotando cifras en un cuaderno –cifras que no lucían del todo alentadoras para el Salón Adriático.
Lalita lloraba, y no por las tantas desgracias de su vida, sino porque estaba picando una cebolla. Al escuchar la campana de la puerta levantó la cabeza y vio al Desconocido, quien con paso inseguro caminó hacia el mostrador.
El hombre miraba para todos lados, como si temiera que alguien le cortara el paso, o le gritara algo así como: ¡Eh, tú, mendigo! ¡Lárgate de aquí!
No hubo nada de eso. Bernardo se dormía, así como estaba, de pie frente a su cuaderno: las dos noches sin pegar un ojo se cobraban su precio. Incluso había empezado a roncar.
Lalita se secó las lágrimas con la manga del vestido de percal y corrió a atender al recién llegado.
Buenos días tenga Usted, caballero.
El hombre paseó su vista por el mostrador, como si buscara algo. Sus ojos se posaron en la pequeña pirámide de huevos hervidos.
Quiero un… un…
Lo señaló con su dedo, como si, tras tanto tiempo sin haber comido uno, se hubiera olvidado de cómo se llamaba.
Un huevo, dijo al fin.
Para mostrar que no había venido a pedir limosna, estiró la mano sobre el mostrador y dejó caer unas monedas, pringosas de sudor, que tal vez algún alma caritativa le había dado en la puerta de la parroquia.
El sonido que hicieron las piezas de metal al caer sobre el mostrador hizo despertarse a Bernardo.
Enseguida, Señor, dijo Lalita, que lo trataba igual de bien que a cualquier otro cliente, aunque se tratara de un zaparrastroso.
La chica tomó uno de los huevos delicadamente entre las yemas de los dedos y se lo sirvió en un pequeño plato de loza, junto al salero. No podía dejar de sentir compasión por el pobre hombre. Ella misma había estado casi igual de famélica antes de entrar a trabajar en el Salón Adriático.
¡Bona petí!, dijo la niña, lo más sonriente, repitiendo como podía la fórmula que Bernardo le había enseñado.
El hombre ensayó una inclinación de cabeza y tomó el huevo con manos temblorosas, como si se tratara de una hostia consagrada.
Lo que siguió fue un espectáculo penoso. No sólo sus manos, sino todo su cuerpo comenzó a sacudirse: los brazos, el torso, la cabeza…
Señor… ¿se siente bien?
Bernardo dio la vuelta al mostrador y lo sujetó, antes de que rodara por el suelo.
Permítame, caballero, le dijo. Por aquí, tome asiento…
Lo acomodó en uno de los bancos cercanos.
Lalita, alcánzame un vaso de ginebra.
Sí, don Bernardo.
Bernardo se lo acercó a los labios, para que diera el primer trago.
Así, caballero… Un poco más…
Era lo que el pobre diablo necesitaba. Su cuerpo dejó de temblar. Sus manos recuperaron firmeza.
Gr-gracias…
Lalita le llevó hasta la mesa el huevo y el salero. Ya repuesto de su trance, el hombre lo despachó en un momento, mordisqueándolo con los pocos dientes que le quedaban.
¿De dónde habría salido un sujeto como ese? Por lo lastimoso de su aspecto se lo podía distinguir como a un relegado. Es decir, un presidiario. El escaso par de meses que llevaba en Punta Arenas le alcanzaba a Bernardo para reconocerlos. Eran los ciudadanos a quienes, a causa de alguna fechoría, la Joven República había condenado a vivir en esta zona de frontera, a miles de millas de la civilización. Se trataba en su mayoría de presos políticos, acusados de cometer algún tipo de actividad considerada subversiva, que podía ir desde la simple publicación de un panfleto hasta un intento de rebelión armada. La clase de sujetos que hasta hacía poco eran condenados a la horca y que hoy, gracias a las leyes más civilizadas de la época, eran deportados a esta Siberia sudamericana, un lugar donde, dicho sea de paso, podían ser más útiles talando bosques, desecando pantanos o tendiendo líneas de ferrocarril.
El Desconocido engulló el último trozo de huevo y lo bajó con el resto de ginebra que quedaba en su vaso.
Le pido disculpas, dijo. No tengo para pagarle la copa…
Está bien, le respondió Bernardo. La casa invita.
Se notaba que era un hombre educado. Cuando terminó de comer y beber no se metió el dedo en la boca para rescatarse un trozo de comida del hueco de una muela, no eructó sonoramente, no escupió. Se limpió las comisuras de la boca con un trapo que llevaba en el bolsillo y luego lo volvió a guardar.
Bernardo había vuelto a su cuaderno de cifras, Lalita a sus cebollas.
Permítame, Señorita, le dijo el hombre, que se había puesto de pie y ya estaba junto a ella, solicitándole con un gesto el cuchillo.
El Extraño se abocó a picar el resto de la cebolla, con una habilidad pocas veces vista. Tac-tac-tac, hacía el cuchillo al pegar contra la tabla. Sus dedos esqueléticos se movían con una precisión de artesano. A Lalita le asombró que el olor de la cebolla no le afectara los ojos.
Tac... tac…
El Extraño dejó de cortar.
Este cuchillo está desafilado, dijo, tras pasar el dedo pulgar por el filo de la hoja. ¿No tienen una piedra?
Eh… no lo creo. Pero hay un fierro que doña Irena usa…
Una chaira, sí. También servirá.
El hombre la tomó con aire de experto y pasó el filo del cuchillo contra el cilindro de acero varias veces.
Chac-chac-chac… Chac-chac-chac…
Podía reconocerse en él a un cocinero de profesión, alguien que había trabajado en el fogón un barco, o que estaba acostumbrado a preparar comida para muchas personas.
Yo no echaría las cebollas dentro de la olla todavía. ¿No tiene una sartén?
Sí, dijo Lalita.
Y un poco de aceite, también…
Lalita consultó con la mirada a Bernardo, que asintió en silencio. Que le diera lo que necesitaba, que lo dejara hacer.
¿Algo de ají picante?
Iré a buscarlo a la despensa, dijo la niña.
Fue un cambio drástico en el menú habitual del Salón Adriático, donde habitualmente se cocinaba según la receta de Irena, es decir, se arrojaba dentro de la cacerola los ingredientes que hubiera disponibles ese día, y se los dejaba hervir a fuego lento un par de horas. Cuando los parroquianos ya estaban bien muertos de hambre, dispuestos a engullir lo que fuera, se servía.
¿Y esto qué diablos es?, solían quejarse.
¡Si no te gusta, no lo comas!, les respondía Irena. Malditos borrachos, aún vienen con pretensiones…
Sólo que Irena no estaba ese día y fue el Desconocido el que se hizo cargo de preparar el almuerzo, para compensar la amabilidad que habían tenido con él.
¡Vaya! ¿Qué es lo que huele tan rico aquí?, exclamaban los clientes, nomás cruzar la puerta.
Esta comida es excelente, dictaminó Bernardo. ¿Cómo es su nombre, buen hombre?
Me llamo Isaías, Patrón, pero me dicen el Pampino, porque vengo del Norte…
No le entiendo.
Es el Desierto Salitrero, Patrón. No es necesario que me trate de Usted.
Faltaba poco para el mediodía. Fue entonces cuando se escuchó por primera vez en el día el grito, y luego los golpes en la pared.
¡Irena! ¡Pum-pum-pum!
Es Mamá Agnes, dijo en voz alta Bernardo. Iré a llevarle su desayuno. ¿Podrás quedarte a cargo un momento, Lalita?
Sí, don Bernardo. Vaya tranquilo.
Bernardo colocó sobre la bandeja una galleta marinera y un vaso de aguardiente.
¡Irena! ¡Pum-pum-pum!
¡Ya voy, Mamá Agnes!, dijo Bernardo, y se perdió por el pasillo.
¡Irenaaaa…!
Es la mamá de Doña Irena, le explicó Lalita al Pampino.
¡Ah…! ¿Está malita de salud ella también?
Sí. Algo así, respondió la muchacha, y se puso colorada hasta la raíz de los cabellos.
***
¿Es que acaso sospechaba algo, la muchachita? ¿Cómo podía, si nadie más lo sabía? Nadie los había visto, a Bernardo y a Jeremy, cuando salieron en mitad de la noche con la carreta.
Regía el toque de queda, para ese momento. Nadie podía circular por las calles del pueblo, pasadas las diez de la noche, so riesgo de una multa de 50 pesos o una pena de quince días de arresto en el calabozo del cuartel –aunque, si llegaban a revisar el contenido de la carreta, sin duda iban a ser muchos más.
This way, Míster Bernie, dijo Jeremy, que como buen indio se movía como si fuera de día en plena oscuridad. Caminaba delante de la carreta, llevando de las riendas a la yegüita de don Miguel, mientras Bernardo iba sentado en el pescante, preguntándose en que iría a parar todo aquello. Debí haberme ido de este maldito pueblo, se decía. Debí haberme largado cuando tuve la oportunidad…
Shhhhh… susurró de pronto Jeremy y la yegüita se detuvo.
Jeremy, ¿qué sucede?
El indio no le contestó. Pronto se oyeron unas voces, cada vez más cerca. Voces de hombres. Soldados.
Diablos, murmuró Bernardo.
En la total oscuridad, lo único que se podía ver era la brasa de un cigarrillo, que los milicos se iban pasando después de cada pitada.
Maldito viejo…Sólo sirve para dar órdenes. Ya quisiera verlo aquí…
Venían directo donde ellos estaban. No había nada que hacer. Si se ponían en marcha o daban la vuelta, delatarían su posición. ¿Convenía arriesgarse? Los soldados de las patrullas de guardia iban armados con fusiles de largo alcance, y estaban autorizados a disparar a quien que no acatara la voz de alto.
Te juro que si esto sigue así, no sé lo que haré, dijo el soldado de voz más chillona. Una voz que a Bernardo le sonó familiar.
No harás nada, como de costumbre, dijo su compañero.
No había viento ni ningún otro ruido. Se los podía escuchar casi como si estuvieran ahí. Bernardo se descolgó del pescante y se acercó a la yegüita, le pasó la mano por las crines. Si llegaba a asustarse, a dar un relincho siquiera, estaban perdidos.
Tranquila, Catalina, le susurró al oído.
Un perro se largó a ladrar, a lo lejos, y pronto otro lo imitó.
¿Crees que me falta valor?
Yo no dije eso. Pero no se puede hacer algo así. Terminaríamos mal.
Él terminará mal, hijo de una gran perra…, dijo el soldado de voz más chillona, y entonces Bernardo lo reconoció: ¡era el Cabo Contreras, el padrastro de Lalita!
Un buen balazo en la frente y verás cómo…
¿Y quién le dará ese balazo? ¿Tú?
Otros perros se habían sumado al concierto de ladridos. Catalina se revolvió, inquieta. Ya estaban ahí. Jeremy estiró la mano bajo la lona que cubría la carreta y extrajo algo que Bernardo no le había visto cargar: el Winchester calibre 44, al que llamaban El Cimarrón.
¿Crees que no soy capaz?
¡Tú sólo sabes hablar!, dijo su compañero, y se rió de manera tan sonora que tapó el sonido (Trac-trac) que hizo Jeremy al cargar el cartucho en la recámara.
¡No!, le dijo Bernardo en la voz más baja que pudo articular.
Los perros seguían ladrando, como si supieran la que se estaba por armar. Bernardo contuvo el aliento. Guiado más por el oído que por la vista, Jeremy apuntó.
Malditos perros, dijo el Cabo Contreras, que tras dar una última pitada tiró la colilla a un costado y dijo:
Ven, bajemos por aquí.
Como por milagro los soldados torcieron a la izquierda y comenzaron a bajar por un sendero abierto en la maleza. Se escucharon sus pasos y el tintinear las sus hebillas, alejándose cuesta abajo.
Brrrr…, sacudió la cabeza la yegüita de don Miguel.
Eres una buena chica, Catalina, le dijo Bernardo. Tendrás doble ración de avena al volver.
***
Sin más contratiempos llegaron al lugar elegido, una hondonada camino del Cerro Negro, un sitio en el que hasta hacía poco se extendía un tupido bosque de robles nativos, y que ahora no era más que una ladera de tocones. Bernardo eligió un sector despejado, rodeado de arbustos, para que nadie fuera a notar la tierra removida al día siguiente. Sacó la pala del fondo de la carreta y se puso manos a la obra. Jeremy se quedó a una distancia prudencial, cuidando que nadie se acercara. En cuanto escuchaba unas voces o sentía un movimiento sospechoso (porque no eran los únicos que burlaban el toque de queda, sobre todo en las afueras del pueblo) se ponía a chillar como un pato silvestre:
Cuá-cuáaaaaa… Cuá-cuáaaaaa…
Igual a como lo hacía de pequeño, allá en las islas, con tanta habilidad que nunca faltaba un pato que, engañado por el artificio, se acercara curioso, tratando de descubrir al amigo que lo llamaba –sólo para encontrarse metido en una de las ingeniosas trampas que los niños yaganes les preparaban.
Puf… puf…
Era una noche sin luna ni estrellas. Las montañas circundantes brillaban con un destello fantasmal.
Puf… puf…
Bernardo se afanó largo rato en su tarea, sin mayores resultados. La tierra estaba dura como cascote, y en cuanto avanzaba un poco se topaba con una raíz. Aún amputados, los árboles se negaban a abandonar por completo la tierra que les había dado cobijo.
Maldita sea… Esto es…
Más difícil de lo que había pensado, sí. Tras una hora de batallar ya tenía las manos cubiertas de cortes y de ampollas. Jeremy venía cada tanto a ver cómo iba todo.
Esto no good, Míster Bernie.
Se echó el sombrero bombín para atrás y bajo la verde luz del candil examinó el avance del trabajo.
Mucho no good, repitió.
A Bernardo le hubiera venido bien le echara una mano, pero sabía que el indio se negaba de plano a realizar cualquier tipo de trabajo físico. Iba contra sus principios. Bernardo se abstuvo de hacer la menor alusión al respecto, hubiera sido un insulto tan sólo sugerírselo. Ya bastante con cumplía con eficacia sus funciones de vigía.
El cielo comenzaba a clarear. Si no terminaba el pozo y se largaban rápido de allí…
Esperar, Míster Bernie, dijo Jeremy, y echó a correr colina abajo. Wait here!
¡Jeremy!, gritó Bernardo. ¡Jeremy! ¿Adónde vas?
***
Oh, mamá…, se lamentaba Irena. Yo la traje a este país. Pensé que aquí estaría mejor…
Bernardo se sentó en el borde la cama, le pasó la mano por la frente.
No pienses más en eso, querida. Piensa en recuperarte, piensa en…
¡Tirada en un hoyo, en medio del campo! ¡Como un animal salvaje!
No lo creas, querida. Tuvo un servicio religioso, a su modo.
¿Qué quieres decir?
Al final al pozo lo terminó el Pelado Soto. Fue él a quien Jeremy había ido a buscar. No estuvo errado, el Pelado era sin dudas el más adecuado en toda Punta Arenas para hacer esa clase de trabajo. Por la módica suma de cinco pesos uno podía contar con un servicio rápido y discreto. Sus vecinos se santiguaban, cuando escuchaban que un caballo se detenía frente a su rancho en mitad de la noche, porque sabían a qué iban.
¡Güenas y santas, pachoncito!, saludó el Pelado efusivamente a Bernardo, a quién ya empezaba a tomar cariño. No era para menos. En menos de un mes, ya era el segundo trabajo que le conseguía.
¿A quién se ha despacháo esta vez?
Su propia pala y sin más trámites se puso manos a la obra.
Chac, chac, chac…
Filosa como un hacha, su pala cortaba limpias las raíces a medida que las encontraba.
¿Y de qué porte más o menos es el finadito?
No muy grande, don Soto.
U-úuuu… U-úuuuu…, sonó esta vez el chillido de una avutarda. Bernardo apagó el candil y le hizo al Pelado un gesto para que se detuviera.
¡Oiga, si es una viejita!, se alarmó el Enterrador, cuando bajaron de la carreta el cuerpo de Mamá Agnes, y con sumo cuidado lo depositaron en la recién abierta fosa.
¿Qué es lo que ha pasáo aquí? Yo no quiero ningunas cuestiones, cabaiéro…
Era curioso ver cómo ese hombre de espíritu endurecido, que había enterrado a no pocos granujas apuñalados o heridos de bala (e incluso había sepultado a un oficial del Ejército, el Teniente Santini, cuando aún estaba vivo) ahora mostraba tantos escrúpulos a la hora de ocultar el cuerpo de una frágil anciana que, en apariencia, no mostraba signos de violencia de ninguna clase.
Ha muerto de muerte natural, don Soto. Le doy mi palabra de honor.
¿Y cómo es que no la han ieváo al cementerio, entonse?
***
No fue por gusto que lo hacían, fue por lo que dijo el Mayor García Lacroix, el Gobernador Militar de la región, el día que hizo comparecer a Bernardo en el cuartel.
¡Maldito extranjero! ¡Lo recibimos con los brazos abiertos en nuestro pueblo! ¡Criminal! ¡Buscapleitos!
Estaba hecho un basilisco, y no era para menos, luego del duelo que le había costado la vida de uno de sus jóvenes oficiales. Bernardo no podía negar haber participado. Tenía un corte de espada en la barbilla, y otro en el brazo.
¡Lo tratamos como a un ser humano, cuando no tenía ni dónde caerse muerto, y así nos paga!
El Gobernador iba y venía por su despacho, haciendo sonar el entablado con sus botas charoladas. Bernardo lo escuchaba con la cabeza gacha. No se atrevía a decir una palabra.
La que sí se atrevía a decir –no una, sino varias palabras– era Irena, que apostada en la entrada del cuartel exigía a los gritos la libertad de su amado.
¿Por qué lo detuvieron, si él no hizo nada? ¡Déjenme pasar!
Los soldados de la guardia a duras penas podían contenerla.
¡Tirano, opresor del pueblo!, le gritaba Irena al Gobernador desde la entrada. ¡Dé la cara, no se esconda!
La gente que pasaba por la calle se quedaba con la boca abierta. Nadie antes había escuchado llamar así al Gobernador. No en público, al menos.
¡Maldita urraca!, rabiaba el Mayor, que la miraba desde la ventana de su despacho, sin dar crédito a sus ojos. Ni a sus oídos.
¡Enemigo de los pobres! ¡Forajido!
De haberse tratado de un hombre, sus soldados ya le hubieran dado una buena ración de palos, pero por ser una dama, no sabían qué hacer…
¡Deje libre ahora mismo al muchacho! ¡Él no tuvo la culpa!
Para evitar mayores escándalos, el Gobernador decidió dejar ir a Bernardo.
¡Lárguese de aquí, le dijo! Pero dígale a esa mujer, a esa concubina suya, que sus días en Punta Arenas están contados. Si no la expulso hoy mismo de la Colonia es en consideración a su anciana madre, que no soportaría una larga travesía. Pero en cuanto la anciana señora muera, tenga por seguro que…
Bernardo se había olvidado de esa amenaza. Estaba tan feliz de haber sido liberado que ya no pensó en nada más. Por lo demás, no había nada que temer en cuanto a la salud de Mamá Agnes, ya que, a pesar de su locura, la anciana tenía una salud de hierro. Nada hacía suponer que no fuera a tirar un año, dos años o cinco años más.
Mamá Agnes…¿se siente bien?
Pero cuando Bernardo la encontró tirada en el suelo, tiesa como un huso, recordó de pronto la amenaza del Gobernador.
¿Qué podían hacer?
Esa misma noche, Jeremy y él salieron en la carreta y la enterraron en las afueras del pueblo.
No tiene nada que temer, don Soto. Se lo aseguro.
El Pelado se dejó convencer, y comenzó al fin a echar paladas de tierra sobre sobre el cuerpo de la anciana, al que habían envuelto en una sábana, a modo de mortaja, y habían colocado una pequeña cruz de plata en las manos.
Chac, chac, chac, hacía la pala, al ir tapando a toda prisa el menudo cuerpecillo.
Ya había amanecido. Allá abajo, el pueblo despertaba de su sueño. Finas columnas de humo subían desde las casas. Caballos y personas recorrían las calles, pequeñitos como hormigas. Las barcas de pescadores ya se hacían a la mar, mientras un enorme paquebote se mecía en las aguas de la Bahía.
Chac, chac, chac…
Oh, sweet Jesus…, comenzó de pronto a cantar Jeremy, que se había quitado el sombrero bombín y lo sostenía a la altura del corazón. Los faldones de su levita borravino se agitaban con el viento. Bernardo se quitó la gorra, él también, e inclinó la cabeza en actitud reverente.
Jesus, lover of my soul…, siguió cantando el indio, con su hermosa voz de barítono, que los misioneros de la Misión Anglicana de Ushuaia habían ayudado a pulir.
Let me to thy bosom fly,
Hide me, Oh my Saviour,
Till the storm of life is past…
El Pelado Soto dio por terminada su tarea, y se apuró a tapar el sector de tierra recién removida con las ramas de unos espinos que acaba de cortar.
BUUUU… sonó en la bahía la bocina del paquebote. Unas gaviotas levantaron vuelo.
Aaaaaa-men…, dio por finalizado el himno Jeremy. El Pelado Soto se persignó. Bernardo dijo: Larguémonos de aquí.
***
Debemos confesar, Bernardo. Debemos ir al cuartel y decir que…
Ya es demasiado tarde para eso, querida. Tranquilízate. Nadie lo sabrá.
Y nadie tenía por qué saberlo. Sólo ellos y el Pelado Soto, que era un hombre de palabra, no los iba a extorsionar.
Por lo demás, nadie podía extrañar a la anciana, que vivía encerrada en su cuarto, espantada por miedos imaginarios. Nadie la había visto, en los últimos dos años. Los clientes del Adriático sólo la escuchaban, un par de veces al día, cuando reclamaba su desayuno o su cena, dando gritos desde su pieza y azotando las paredes.
¡Irena! ¡Irenaaaaaa!
Bernardo fue el que tuvo la idea, y Jeremy el encargado de llevarla a cargo. A la hora en que más gente se juntaba en el salón, cuando más testigos había, Bernardo le hacía una discreta seña al indio, que salía por el frente, daba la vuelta a la casa y entraba por la puerta de atrás. Pronto se escuchaba el clásico llamado:
¡Irena! ¡Irenaaaaa…!
Los golpes:
¡PUM-PUM-PUM!
E incluso, algunas veces, unas palabras masculladas en serbocroata, idioma que Jeremy desconocía por completo, pero que podía, gracias a su memoria y a su extraordinaria habilidad mímica, reproducir de manera idéntica, cuando llamaba a su hija Djevóčura!
Kurva! (¡Desvergonzada! ¡Mujerzuela!).
¡Ay, mamá!, se enjugaba las lágrimas Irena, que escuchaba al indio desde su habitación. Hasta ella se lo hubiera creído, de no saberlo.
¡Sí, Mamá Agnes! ¡Enseguida!
El problema era Bernardo, quien, entre sus tantas virtudes, no contaba con la de ser un buen actor.
¡Ya voy, Mamá Agnes! ¡Un momentito!
Sobreactuaba su parte, al punto que, quienes no sospechaban nada del asunto, se llegaban a preguntar el por qué de tanto despliegue, cuando lo veían llenar el vaso de guachacay y colocar la galleta marinera en la bandeja.
¡Ya estoy llegando!, decía, mirando a los parroquianos, como para cerciorarse de que lo estaban escuchando.
Tal vez la primera en notar algo extraño fue Lalita. Ella ya había escuchado, en cuchicheos, como la permanencia de su patrona en Punta Arenas, y la propia existencia del Salón Adriático, dependía de que aquella abuelita siguiera con vida. El destino, no sólo de doña Irena, sino también del bello y valiente don Bernardo, del bueno de Jeremy, y el de ella (y también el de su hermano, Arnoldito, que sólo comía lo que Lalita le llevaba), todas esas vidas dependían de la vida de esa venerable anciana, a quien, a decir verdad, Lalita jamás había visto, en las semanas que llevaba trabajando allí. Sólo había escuchado su voz, como todos los demás, y había olido su olor, cuando pasaba frente a su puerta. Un olor muy particular, difícil de definir, que se colaba por las rendijas y pasaba por el hueco debajo de la puerta. Un olor que, desde hacía dos días, se había hecho menos penetrante, casi hasta desaparecer…
***
Se acercaba la hora del cambio del turno, la hora en que el sol comenzaba su lenta bajada tras los cerros. La hora en que el humo del tabaco nublaba la luz de las lámparas, la hora en que caían Jacinta y la Tuerta, a repartir sus encantos entre los corazones solitarios.
El Negro Nicanor ya se había ido, y la música ahora estaba a cargo de Calógero, el organillero calabrés, que daba vueltas a la manivela de su caja, mientras su mono tití iba por las mesas recolectando las monedas.
Mira, he traído esto para tu hermanito, dijo la Tuerta, que le entregó a Lalita una batita de lana que ella misma había tejido.
¿De verdad? ¡Muchas gracias, Eulogia!
¿Lo traerás aquí algún día?, le preguntó Jacinta, quien, al igual que su compañera, era muy buena con ella.
Pues, no lo sé…, dijo Lalita. No creo que a doña Irena le agrade.
El Pampino iba y venía, sirviendo las mesas. Estaba irreconocible, con la muda de ropa que Bernardo le había facilitado, y el corte de pelo y la rasurada que le había dado Jeremy.
¿No será un espía?, se preguntaba Irena.
Pero no, es una buena persona, y un cocinero excelente, por añadidura, dijo Bernardo. Hoy cobré diez centavos más el plato, y nadie protestó.
¿Será posible tanta casualidad? Justo cuando la pobre mamá…
Irena apartó las mantas y trató de ponerse de pie, dijo:
Estoy harta de todo esto. Me levantaré.
Aún no, querida, la contuvo Bernardo.
No soporto estar aquí encerrada. ¡Terminaré como mi madre!
Recuerda lo que dijo el Doctor…
¿Qué pasara cuando nos descubran, Bernardo? ¡Todo será peor!
Tranquila, nadie lo sabrá…
A través de las delgadas paredes llegaba la alegre música del organito.
¿Cómo es que le has permitido la entrada a ese viejo?
Sólo tocará un par de canciones y se irá.
Su mono es un borracho y un pendenciero. La última vez que estuvo aquí armó tremendo jaleo.
Calógero prometió que esta vez no lo dejará beber, dijo Bernardo, que había tomado asiento junto a su cama, y hacía lo imposible por tranquilizarla.
Toc-toc-toc, sonaron unos discretos golpecitos en la puerta. Era Lalita, quien, como hacía a cada instante, venía a consultar con Bernardo algún asunto diferente.
Don Bernardo, ha pasado a cobrar el carnicero.
Don Bernardo, un cliente quiere irse sin pagar.
Don Bernardo, el mono se ha emborrachado otra vez….
Enseguida iré, dijo Bernardo, y cerró la puerta de la habitación.
Maldita mocosa, dijo Irena. Ya me da tirria escucharla.
¿Por qué? Es una buena chica.
La veo cómo te mira. Está enamorada de ti.
¿Qué dices? Si es una niña…
¡Una niña!, se rió amargamente Irena. Yo, a su edad…
Se detuvo. No quería terminar diciendo algo de lo que se podía arrepentir.
La música del organillo se había interrumpido de golpe, así como las voces de los parroquianos, y las risotadas de las chicas. En el Salón Adriático se hizo un silencio para nada auspicioso.
No hay nada que temer, querida, dijo Bernardo, el único que no se había dado cuenta de nada. Te lo aseguro.
Toc-toc-toc, sonaron otra vez los golpes en la puerta.
Don Bernardo… lo buscan.
¿A mí? ¿Quién?
Lalita hizo una pausa y se los quedó mirando, alternativamente, a Irena y a él, y luego dijo:
Unos soldados.

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© Emilio Di Tata Roitberg, 2020.

A continuación...

CAPÍTULO  77: UN COMPAÑERO INSEPARABLE

 

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