Capítulo 75 - Un muchacho encantador

¡Era tan lindo! Lalita se quedaba muda cuando estaba frente a él. Y cuando él le hablaba, las manos le temblaban; apenas si podía sostener la bandeja: los vasos tintineaban, los platos se sacudían, la botella se bamboleaba, casi a punto de caer.
Lalita, ¿podrías por favor…?
¡Y era tan bueno, además! Jamás le decía “Haz esto”, o “Haz aquello”, como hacía doña Irena, que la tenía a los trotes. “¡Así no, niña tonta! ¡Quieres darte prisa, maldita muchacha!”
Él no. Él jamás la mandoneaba. Ni siquiera levantaba la voz. Cuando quería que ella hiciera algo, le decía, por ejemplo:
Lalita, ¿podrías llevarle estas copas a los caballeros de la mesa del fondo? O: ¿Te molestaría ir a tirarle estas cáscaras a las gallinas?
Sí, don Bernardo, le decía ella.
Él se echó a reír, la primera vez que la chica lo llamó así.
No tienes que decirme “don”. No soy más que un criado, como tú.
Sin embargo, no lo era. Era el patrón. Y si no lo era, lo parecía. Era él el que había quedado a cargo de todo: de abrir la taberna por las mañanas y de cerrarla por las noches; de lidiar con los clientes más difíciles; de cuidar que no lo robara el proveedor de vino; de pelearle los precios al pescadero… Además de cuidarla a doña Irena, que aún seguía muy enferma, y de ocuparse de la mamá de doña Irena, la viejita demente.
¡Irenaaa…!
Ya a media mañana se escuchaba el grito, y los golpes que daba en la pared.
¡Irenaaa…! ¡Pum-pum-pum!
¡Oye!, exclamaba alguno de los parroquianos. ¡Ya se ha despertáo, la viejuja!
Bernardo le preparaba entonces su desayuno: un vaso lleno hasta el tope de aguardiente y una galleta marinera, la cual volvía casi siempre intacta.
¡Pum-pum-pum! ¡Irenaaa…!
Era sorprendente la fuerza que tenía, para una señora que, según decían, estaba agonizante.
Vuelvo enseguida, Lalita. ¿Crees que…?
Sí, don Bernardo, vaya tranquilo, le decía la chica, que se lo quedaba mirando mientras él se alejaba por el pasillo, sin poder reprimir un suspiro.
¡Ay…!
¡Pucha con la muchachita!, intercambiaban miradas cómplices los parroquianos.
Que se descuide nomás, Ña Irenita. ¡En cualquier momento le patean el nido!

***

Bernardo dio tres golpecitos en la puerta.
¿Mamá Agnes?
No hubo respuesta. Entró, de todos modos. La puerta no estaba trabada, ni por dentro ni por fuera.
Buenos días, mamá Agnes.
La madre de Irena no dio muestras de haberlo escuchado. Estaba sentada en la cama, con las mantas a la altura del mentón. Se balanceaba hacia atrás y hacia adelante, con la vista perdida.
¿Cómo se encuentra hoy, madame? ¿Un poco mejor?
Bernardo había preparado su nariz para el conjunto de olores que lo asaltaban cada vez que entraba al pequeño recinto: olor a encierro, a vejez, a rancio, además de los olores que emanamos todas las personas, en determinadas circunstancias. Bernardo echó un vistazo y comprobó que esta vez, al menos, la Anciana había usado el balde.
Aquí le traje su desayuno, mamá Agnes, dijo Bernardo, depositando la bandeja sobre la mesa de luz.
¿Quién eres tú?, le respondió la vieja. ¿Dónde está Irena?
Era inútil que Bernardo volviera a explicarle quién era, o que le dijera que su hija estaba enferma: su tos se escuchaba con toda claridad, desde el otro lado del tabique.
Irena vendrá en cuanto pueda, Mamá Agnes.
¡Dile que no ande tonteando por ahí! ¡Que vaya a echar sulfato a las plantas!
¿Sulfato?
Bernardo creía conocer todas sus locuras, pero esta era nueva.
¿Es que no lo entiendes?
La Vieja se enderezó sobre el colchón y clavó en él sus pupilas transparentes. Era notable el parecido que tenía con su hija: los mismos rasgos faciales, el mismo gesto crispado, los mismos ojos claros…
¡Debe echar sulfato en las plantas! ¡En todas, que no olvide ni una!
Está bien, Mamá Agnes. Se lo diré…
De otro modo se las comerá el gusano, dijo la Vieja. ¡Matará todos los viñedos! ¡Los pudrirá desde la raíz!
En su imaginación la pobre mujer había vuelto a tierra natal, a su soleada isla del Mediterráneo, a su cielo siempre azul.
¡Maldito gusano! ¡Debemos detenerlo!
Olvidaba que estaba al otro lado del mundo, en un mar mucho más frío, bajo un cielo siempre gris.
¡Debemos detenerlo, antes que sea demasiado tarde!
Pierda cuidado, Mamá Agnes. Lo haremos, dijo Bernardo, que por supuesto no podía decirle que ya era demasiado tarde. Que el gusano de la filoxera había destruido -no sólo el suyo- sino todos viñedos de las costas del Adriático.
¡El gusano! ¡El maldito gusano!
La Vieja señaló con el dedo un lugar de la habitación.
¡Cuidado! ¡Ahí está! ¡Ahí!
Tome, Mamá Agnes. Beba un poco…
Mamá Agnes no se hizo de rogar. Se bajó de un viaje la mitad del vaso de guachacay, el aguardiente local, al cual se había aficionado.
Trate de comer un poco, Mamá Agnes.
Bernardo le acercó la galleta marinera, a la que había echado un chorro de aceite, para hacerla más sabrosa, y una pizca de orégano.
Pruébela, Mamá Agnes. Le gustará.
La vieja negó con la cabeza. Era licor lo que quería, no comida. No dejó que Bernardo le sacara el vaso de la mano. En un minuto dejó el fondo blanco.
Chac, chac, chac… chasqueó la lengua contra el paladar, cuando terminó de beber.
Vamos, Mamá Agnes. Como un poco.
Bernardo se sentó en el borde de la cama y, con toda paciencia del mundo, partió la galleta en pedazos pequeños, para que la anciana, con su boca desdentada, los pudiera tragar.
Pruébelos, Mamá Agnes.
A regañadientes, la vieja aceptó. Masticó un par de trozos, que por fin engulló.
Si se la come toda, le traeré más guachacay…
Hablaban en serbocroata, el único idioma que la mujer conocía, y que Bernardo manejaba con cierta fluidez.
Aquí se la dejo, Mamá Agnes… Más tarde le traeré un caldo.
De salida agarró el balde, para vaciarlo en la letrina. Una tarea que no le quedaba más remedio que hacer, ya que no podía realizarla Irena, en su actual condición.
Hasta luego, Mamá Agnes, dijo antes de cerrar la puerta. La señora dejó caer su cabeza sobre la almohada y le respondió, con voz cansada:
Hvalá, diéte (gracias, niño).

***

De todos modos, no era la anciana quien lo preocupaba, sino la propia Irena, cuyo estado empeoraba con el correr de los días. Las cataplasmas de mostaza no estaban haciendo efecto. El tónico que le había prescrito el Doctor parecía hacerle más mal que bien.
¡No! ¡Basta! ¡Es horrible!
Lo mezclaré con un poco de miel, y ya verás que…
Irena hizo un gesto de impaciencia. Cubierta de sudor y con chuchos de frío, su aspecto no podía ser más lastimoso.
¿Cómo está mi madre?
Bien, querida. No te inquietes por ella. Tiene una salud de hierro.
Quién lo diría, se lamentó Irena. Moriré antes que ella…
¿Morir? ¡Qué tontería! Vamos, querida. Abre la boca.
Tras un nuevo ataque de tos, Irena alcanzó a decir:
Llama al notario. Nos casaremos…
¿Qué dices?
Nos casaremos, sí… todo esto quedará para ti.
Eso era imposible, y ambos lo sabían. Y no porque Irena fuese mucho mayor que él, ni por lo que las malas lenguas pudieran decir, sino por una razón de mucho más peso: Irena ya estaba casada. Legalmente, al menos. El cadáver del malandrín de su marido jamás había aparecido; y aunque había varios testigos de su muerte, a manos de los tehuelches del Territorio Norte, el Gobernador se negaba a expedir un certificado de defunción.
¿Me amas, Bernardo? Dime que me amas…
Sí, Irena. Claro que te amo.
Otro acceso de tos le hizo imposible seguir hablando.
Promete que cuidarás a mi madre… Y que…

***

No daba más. Estaba agotado. Era el primero en levantarse y el último en irse a dormir. Esa noche, después de echar a los últimos borrachos y de poner la traba, Bernardo se fue a dormir a la despensa, al lugar que había ocupado cuando recién llegó a Punta Arenas. En la época en que Irena no era más que su patrona, y él su criado.
Bernardo acomodó el jergón de paja en el único lugar disponible, entre los barriles de vino y la estantería con los embutidos y frascos de conserva.
En el pueblo reinaba la quietud. No se escuchaban pasos en la calle, ni el trote de un caballo.
Exhausto, Bernardo terminó de desvestirse y se acostó. Apagó el candil que había puesto sobre un cajón y se tapó con el quillango de guanaco que le servía de manta.
Tan… Tan…, comenzó a sonar la campana de la parroquia, dando las diez de la noche. Bernardo se dio vuelta, buscando una mejor posición. Pese a estar extenuado, algo le decía que no se iba poder dormir. Las preocupaciones lo acechaban.
Tan… Tan…
¿Qué sería de su vida, una vez que se venciera el plazo que el Gobernador le había dado para marcharse? ¿Y cómo podría abandonar este pueblo maldito, si no tenía un centavo? Había escrito a su tío pero, hasta que llegara la respuesta…
Tan… Tan… Tan...
¿Me amas, Bernardo? Dime que me amas…
Tan…
Nos casaremos. Todo esto quedará para ti.
Tan…
¡El gusano! ¡El maldito gusano!
Tan…
Ya van como veinte campanadas, se dijo Bernardo. Ese imbécil del cura se ha emborrachado otra vez. Viejo desgraciado…
Hasta ese día el Padre Tadeusz le había parecido un personaje simpático, un cura de pueblo, más bien excéntrico, afecto a las copas y algo deslenguado. Alguien que hasta podía parecerle gracioso.
Eso hasta que Irena, sintiendo que las fuerzas la abandonaban, le dijo:
Bernardo… Manda a llamar al Padre Tadeusz…
¿Qué? ¿Para qué?
Hasta donde él sabía, Irena jamás había expresado la menor inquietud religiosa. No tenía ninguna imagen, ni siquiera iba a misa.
No lo necesitas, Irena. Ya verás cómo…
Que venga… (tos) que traiga los santos óleos… (más tos)… que se dé prisa…
Fue inútil tratar de disuadirla. Jeremy fue a buscarlo en la carreta de don Miguel, aunque la parroquia estaba a sólo un par de cuadras.
¿Cómo que no podía venir? ¿Le has dicho que era urgente?
Yes, Míster Bernie.
Su Santidad no se dignó a venir hasta bien entrada la tarde. El boliche estaba lleno, para ese entonces. Con su vaso en la mano, los parroquianos proponían remedios para aliviar la tos de la dueña, que se escuchaba de manera patente desde el salón.
Hay que darle ginebra con jarabe de linaza. Eso le abre el pecho.
¡No! hay que hacerle friegas con petróleo y arena.
Tiene que escupir en un pañuelo. Endijpué hay qu’hacerle un nudo y enterrarlo abajo ‘el catre…
En una breve pausa en la conversación, se alcanzó a oír una vocecita que decía:
¿Y si la llamamos a Doña Tomasa?
La que habló fue Lalita, que al ver que todos se la quedaban mirando, se puso colorada y no agregó más nada.
¡Pero sí!, la apoyaron los parroquianos. ¡Ña Tomasa!
Se trataba de una curandera que vivía a orillas del Río Carbón, no lejos de allí. Al parecer no tenía igual para curar el empacho, el mal de ojo, la culebrilla y la pata de cabra, entre otras dolencias y enfermedades. Se decía que hasta la mujer del Gobernador la había mandado a llamar una vez —por supuesto, a escondidas de su marido.
Yo sé dónde vive, dijo Lalita. Si quiere, puedo ir a buscarla, don Bernardo…
¡Dígale que sí, pues gringuito! ¡Seguro la va a ayudar!
En fin, debió de pensar Bernardo. Para lo que habían servido hasta ahora los remedios del doctor…
Fue en ese momento que se abrió la puerta, y junto a una bocanada de aire frío entró el Padre Tadeusz.

***

Algo lo despertó, en mitad de la noche. Un chillido.
Cuí-cuí-cuí…
Bernardo se incorporó sobre los codos.
¿Qué diablos…?
Buscó a tientas la caja de fósforos. Ya antes de encender el primero adivinó lo que pasaba: una rata había caído en la trampa.
En efecto, ahí estaba, enorme y peluda, arañando los barrotes de la jaula con sus garras de pellejo rosado, parecidas a manos humanas.
Cuí-cuí-cuí…
No iba a poder dormirse. No con el bicho ahí. Se echó el capote sobre los hombros, se calzó los chanclos. Caminó por el pasillo, totalmente oscuro, guiándose al tacto.
Cuí-cuí-cuí…
Ya no llovía. El cielo se había despejado y la Vía Láctea brillaba en todo su esplendor. Bernardo se detuvo, deslumbrado por el espectáculo, olvidando por un momento lo que hacía y dónde estaba.
¿Cuándo había sido la última vez que había visto un cielo como ese? Lo recordaba, sí. Fue en el jardín de la casa del Doctor, cuando estaba con Carlota. Mientras la orquesta tocaba y los invitados bailaban, Carlota y él estaban ahí, sentados en un banco, lejos de las miradas indiscretas. Ella le señalaba las estrellas, diciéndole cómo se llamaban; él le acariciaba el pelo y se acercaba un poco más…
Cuí-cuí-cuí… volvió a chillar la rata, dentro de la jaula, como diciendo ¡Eh, amigo! ¡Aquí estoy! Suéltame, ¿quieres?
Lo siento, amiguita…, le dijo Bernardo, antes de sumergirla en el barril.
No quería quedarse allí mientras se ahogaba. Caminó otra vez hacia la casa, esquivando los charcos del patio, cuya ubicación ya se conocía de memoria.
Criiiiiiic… chirriaron las bisagras de la puerta de atrás, que se cerraba sola, por medio del contrapeso que colgaba de una cuerda.
El Salón Adriático estaba en silencio. Las sillas y los bancos, puestos patas para arriba sobre las mesas, se adivinaban, más que se veían, en la oscuridad del salón.
Ese era su hogar ahora. Su pequeño mundo. ¿Es que acaso los iba a extrañar, cuando se fuera? ¿Cuando estuviera en California, trabajando en el negocio de su tío, iba tal vez a acordarse con nostalgia de este lugar, de Irena, de Jeremy, de Lalita, de la desdichada Mamá Agnes?
Algo le llamó la atención, en la quietud de la noche. La tos de Irena. Y es que ya no se escuchaba. ¿Sería acaso porque…?
Bernardo caminó hacia su habitación, con temor a lo que podía encontrarse. Las tablas del piso sonaban con cada una de sus pisadas. Se acercó a la puerta, que había quedado entreabierta, y se quedó allí un momento, juntando coraje para entrar.
Dios mío…
No sólo no se escuchaba la tos: no se oía su respiración siquiera.
Bernardo entró, con el alma en un hilo.
¿Irena?
Con el resplandor que emitían los rescoldos del brasero se podía distinguir su perfil, completamente inmóvil.
No pudo dar un paso más. La voz se le quedó atorada en la garganta.

***

La llegada del Cura no despertó demasiadas simpatías en el Salón Adriático. No era un establecimiento en el que abundaran los devotos.
Todos hicieron silencio, eso sí, más por sorpresa que por respeto, cuando el viejo cura polaco hizo su aparición, trayendo el cajoncito de madera con una cruz grabada en la tapa.
Las charlas se detuvieron. El paisano que punteaba la guitarra dejó de tocar.
Bendición, Padre… hizo una reverencia Lalita, que iba de salida, con un manto echado sobre los hombros, para protegerse de la lluvia.
Dios te bendiga, le apoyó la manaza blanca y rechoncha sobre su cabeza el Padre Tadeusz, y musitó una suerte de bendición.
Uno notaba, por la cara que traía, la poca gracia que le hacía estar en ese lugar. Nadie podía decir a ciencia cierta por qué. Hasta hacía un par de meses, el Salón Adriático era uno de los lugares favoritos del Cura. Venía una tarde sí y otra también a bajarse un vaso de slivovitza tras otro y a pontificar desde sus mesas. ¿Por qué, de un día para otro, había dejado de venir? Nadie lo había echado.
¿Dónde está la Señora Suker?, preguntó el Cura, que quería dar por terminado aquel trámite cuanto antes.
Por aquí, dijo Bernardo.
El Padre Tadeusz caminó por el pasillo. Los faldones de su sotana se balanceaban con cada movimiento de su robusto corpachón. Bernardo lo hizo pasar al cuarto de Irena y cerró la puerta luego de que el Cura entrara.
En el salón las conversaciones prosiguieron, en tono más bajo.
¿Tan mal está, la patroncita? No pensé que era pa tanto…
El guitarrista arrancó con un nuevo punteo, una tonadilla tranquila, acorde a las circunstancias.
Yo no la dejaría sola, a doña Irenita, con ese cuervo viejo.
¿Qué dices? Es un hombre de Dios.
¿Ese? ¡Más quisiera! ¿No has visto cómo acariciaba a la chiquilla?
Bernardo escuchaba todo lo que decían, sin saber qué conclusión sacar. ¿Estarían hablando por hablar, como hacían habitualmente, o lo decían con conocimiento de causa?
Si uno se ponía a sacar cuentas, el Cura había dejado de venir al Salón Adriático poco después de que Bernardo comenzara a trabajar allí. ¿Podía ser una casualidad?
Se oyeron unas fórmulas rituales, a través de las paredes, y la voz de la jefa, entrecortada por la tos. El cura salió, aún más serio de lo que había entrado.
Son diez pesos, dijo.
A Bernardo le pareció haber escuchado mal. Le quedó por la mitad el vaso de licor que, como cortesía, le había empezado a servir.
¿Diez pesos?
Era una suma considerable, para la época. Un jornalero, después de romperse el lomo todo el día, no podía aspirar a recibir mucho más de un peso, por todo su esfuerzo. Si el patrón era generoso, dos.
¡Pucha con el hombre santo!, dijo uno de los parroquianos.
Habían resultáo caros los latines, observó otro.
El Cura se bebió de un viaje el vaso de slivovitza, como hombre acostumbrado a las bebidas espirituosas que era, y se guardó el dinero en el bolsillo de la sotana.
Eso sí, dijo, haciendo un movimiento de cabeza en dirección al cuarto de la enferma, de nada le servirán los santos óleos si no se arrepiente. Si persiste en morir en pecado, tal y como ha vivido, y no tener un poco de humildad, en un sus últimos momentos…
Un poco de humildad no le vendría mal a Usted, lo cortó Bernardo.
¿Cómo dice?, se indignó el Cura, que si algo odiaba era que lo interrumpieran en mitad de una perorata. ¡Cómo te atreves a darme lecciones! ¡Tú!
Será mejor que se largue, dijo Bernardo.
¡Forastero muerto de hambre! ¡Hereje!, le respondió el Padre Tadeusz, y agregó un su idioma natal un insulto que pensó que el muchacho no iba a entender. Pero Bernardo sí lo entendió. A su habilidad para los idiomas se sumaba el hecho de haber pasado una temporada en las termas de Zakopane, junto a su difunta mamá, donde a menudo había escuchado a sirvientes y cocheros utilizar esa expresión.
¡El hijo de perra será Usted!, le respondió el muchacho, en español, para que los demás lo comprendieran.
El Cura quedó tan sorprendido que no atinó a responder.
¡Váyase!, dio la vuelta al mostrador y se encaró con él Bernardo. ¡Fuera!
El Padre Tadeusz no se lo hizo repetir. Caminó hasta la puerta, que acaba de abrir Jeremy, atraído por los gritos.
¡Quítate! ¡Hazte a un lado!, le dijo al indio, que no entendía lo que sucedía. ¡Esto no quedará así!, le gritó desde afuera.
¡No sabes con quién te has metido! ¡Miserable!
Jeremy se lo quedó mirando, confundido, mientras lo veía alejarse calle abajo, sin saber si tenía que llevarlo de vuelta en la carreta o no.

***

Boca arriba en la cama, con la boca ligeramente abierta, Irena estaba completamente inmóvil, no parecía respirar siquiera.
Dios mío…, exclamó Bernardo, ¡Irena!
Irena abrió los ojos y lo miró, sin sorpresa, como si lo hubiera estado esperando.
Bernardo cayó de rodillas junto a la cama.
¡Irena! ¡Estás…!
No daba crédito a sus ojos. Por un momento llegó a pensar que…
Ella sonrió.
Estás cansado, le dijo, en voz apenas audible. Ven, acuéstate.
Bernardo no sabía qué hacer. Ella parecía muy débil todavía, aunque a sus ojos había vuelto el brillo de la vida.
Irena… repitió. Irena…
No era capaz de decir otra cosa.
Ven…
Se acostó junto a ella y apoyó la cabeza en su hombro, sintiendo en la cara la textura de su pelo.
Mi niño…
Estaba exhausto, agotado por completo.
Descansa…
Bernardo se dejó llevar por el arrullo de su voz, por la caricia de su mano. El cuarto de Irena era mucho más cálido que la despensa. En el aire flotaba el aroma de las hierbas que doña Tomasa había puesto a hervir en el caldero.
Bernardo se sumió en un sueño profundo, completo. Cuando abrió los ojos ya era de día. Un rayo de sol se colaba entre las cortinas.
Unos pajarillos piaban en el alero. Vibraba la bocina de un buque anunciando su entrada a la bahía.
Dormías como un ángel, le dijo Irena…
Su voz sonaba algo más firme, su respiración más limpia. Bernardo se pegó aún más allá, estremecido de deseo, aunque luego se contuvo.
Ven, le animó ella.
¿Sí? ¿Estás segura?
Ven…
Bernardo la besó en la frente, en las mejillas, en la boca, se quitó la ropa interior y se echó sobre ella, procurando no hacerle daño.
Irena… Irena…
Bube…
Fue un momento de intimidad como jamás habían tenido hasta entonces. 
Te quiero, Bube. Te quiero...
Yo también... 
Fue en ese momento fue que se abrió la puerta:
¡Basta! ¡Ya basta!
Era Mamá Agnes, en su camisón de dormir, con el pelo revuelto. Por primera vez en casi dos años, la anciana había abandonado de manera voluntaria su habitación.
¡Estoy cansada de ti!, gritó la mujer, señalando a Irena con su dedo retorcido por la artritis. ¡Eres una mala madre! ¡No te soporto!
Pero… Mamá… alcanzó a balbucear Irena.
¡No me dejas ir al baile! ¡No me dejas ir a la feria! ¡No me dejas hacer nada!
Interrumpido en su arrebato amoroso, Bernardo se había echado a un lado, y de manera instintiva había buscado cubrirse con la manta.
¡Estoy harta de ti, mamá!, siguió la Vieja, gritando como desquiciada. ¡Me iré de esta casa! ¡Me iré de esta maldita isla y no volveré jamás!
Había perdido por completo la chaveta.
Mamá…, dijo Irena, mortificada.
¡Quiero vivir!, repitió la anciana, y se marchó, en dirección al salón. ¡Quiero vivir!
Se escuchó el ruido de sus pasos, y luego el de una silla que caía.
Bernardo se puso de pie, se vistió a las apuradas.
No te preocupes, iré a verla. ¡Mamá Agnes!
Al llegar al salón la encontró tirada de bruces en el suelo, con los ojos desorbitados, tiesa como un poste.
¿Mamá Agnes? ¿Mamá Agnes?
Nada. No se movía.
¿Mamá Agnes?
 
© Emilio Di Tata Roitberg, 2020.

 

A continuación...

CAPÍTULO  76: UN MUERTO EN EL ARMARIO

 

Puede dejarnos su comentario en Facebook

https://www.facebook.com/ditataroitberg