Era lo justo: Irena lo había cuidado a él cuando
estaba enfermo, abandonado y sin un cobre, y ahora le tocaba a él cuidarla.
Una cucharada más, insistió Bernardo. Vamos. Recuerda lo que dijo el Doctor…
Bernardo se ocupó de darle de comer, de suministrarle el tónico para la tos y de hacerle friegas en el pecho y en la espalda con el emplasto de trementina y jalea de petróleo.
¡Por Dios, qué flaca estaba!, pensó el joven, mientras le hacía las fricciones. Era poco más que un esqueleto, cubierto de un pellejo amarillento, tirando a verde.
Vamos, una cucharada más… Hazlo por mí…
Irena abrió la boca, al fin, y dejó que él le metiera dentro la cuchara de fierro. Haciendo un esfuerzo supremo tragó la horrenda medicina.
Bien, dijo Bernardo. Muy bien…
A lo lejos se escuchaban voces, y el ruido de las bolas de billar.
Bien, querida, repitió el muchacho. Ahora descansa, por favor…
Irena trató de responder, pero no pudo. No tenía fuerzas ni para hablar. El enfriamiento que había cogido esa mañana frente el cuartel, cuando reclamaba la liberación de Bernardo, había dado paso a un resfriado, y el resfriado había dado paso a algo muchos más serio, tal vez una neumonía.
Eso fue lo que dijo el Doctor O’Reilly, cuando vino a revisarla. Irena volaba de fiebre, para entonces, y hacía al respirar el ruido de un fuelle que se está por romper.
Permítame, Señora Suker...
El Doctor apoyó en la espalda de Irena un tubo de bronce, que en uno de los extremos tenía una especie de bocina. En el otro extremo colocó su oído:
Respire con fuerza, Señora Suker… Otra vez…
Bernardo miraba desde el umbral, sin atreverse a entrar.
¿Qué opina, doctor?, preguntó al fin. ¿Es grave?
El Doctor lo miró con severidad, al tiempo que guardaba el instrumental. Esperó a salir al pasillo para responderle.
Ya lo creo que es grave, dijo el viejo médico irlandés. ¿Por qué no me ha llamado antes?
Pues… A decir verdad… comenzó a excusarse Bernardo.
Lo cierto es que fue la propia Irena la que se opuso a que lo llamaran. Dijo que no hacía falta, que no era tan grave. Recién cuando cayó en cama y ya no pudo levantarse, Bernardo llamó a Jeremy y le dijo:
Jeremy, ve a buscar al doctor.
Yes, Bernie.
Dile que se dé prisa.
Right away, dijo el indio, que ahí nomás abrió la puerta de la taberna y bajó de un salto los tres escalones de la entrada. Por la ventana se lo vio cómo corría calle abajo, sosteniéndose el sombrero bombín.
¡Muchacho! Otra ronda de cerveza…
Los parroquianos que iban llegando se informaban acerca de la salud de Irena.
¿Y? ¿Cómo sigue la patroncita?
Porque la taberna seguía abierta, desde luego. Había cuentas que pagar, y una letra de pago que se vencía a la semana siguiente.
¿Cómo? ¿No ha estiráo la pata, toavía?
¿La pata?, preguntó Bernardo, que no manejaba el idioma tan bien todavía..
Un chico guapo como tú… guiñó el ojo otro de los clientes. El traje de luto te quedará muy bien…
¡Ja-ja-ja!
Bernardo apretó la mandíbula y en tono poco amable dijo:
Les ruego que no hagan esas bromas, señores…
Mansito y todo como era, parecía que como si fuera a emprenderla a los golpes.
¿Por qué te enfadas?, terció alguien desde la mesa de junto. ¡Si Ña Irenita canta pa’l carnero, tóo esto quedará para ti!
Bernardo terminó de servir los vasos y se marchó sin responder.
¡No se enoje, pues gringuito! Si estamos chacotiándo, nomáj…
La lluvia arreciaba. Las gotas caían como guijarros contra el techo de chapas. Luego el aguacero se calmó, hasta detenerse por completo. Se escuchaba la leña crepitar en la salamandra, y la tos de la dueña, a través de las paredes. Una tos feroz, continúa, insistente.
Oye, que eso no suena náa bien…
Por fin se sintió un relincho y el restallar de un látigo. Un coche subía, desde la parte baja del pueblo. Era el tílbury del Doctor O’Reilly, tirado por un tobiano moro que era un gusto de ver.
Giddy-up!
El del Doctor era uno de los coches más rápidos de la Colonia, con muelles de pinza y ruedas de gran diámetro, recubiertas de caucho.
¡Se vino volando, el viejujo!
Un carruaje rápido, sí, aunque no demasiado estable, debido a su estrechez y a su altura –y, también hay que decirlo, debido a la forma temeraria en que conducía el Doctor. De hecho, en última curva el tílbury se inclinó de tal forma que estuvieron a un tris de volcar. Sólo la rapidez de reflejos de Jeremy, que se inclinó por encima del guardabarros, para hacer contrapeso, los salvó de que terminaran hundidos en el barro.
Whoa!
El coche se detuvo frente al Salón Adriático. El Doctor bajó de un salto, dejando a Jeremy a cargo de atar las riendas.
Buenas tardes, señores, hizo una inclinación de cabeza el médico al entrar, sin dirigirse a nadie en particular. Era un hombre alto, seco como un huso, que se movía con una gran agilidad, para sus años. En la mano llevaba el maletín de cuero negro que lo acompañaba a todas partes.
Güenas y santas, Dotor…
Por aquí, por favor, le indicó el camino Bernardo. El médico pasó al otro lado del mostrador y caminó por el pasillo, rumbo a la pieza de la enferma.
¡Qué rápido encontró el dormitorio!, dijo uno de los borrachines. Se ve que ya conoce el camino…
¡Ja, ja, ja!
No tenían nada que hacer. Todo les causaba risa.
¡Pucha con el carcamán! ¿Acaso no lo sabían?
¿Saber qué?
Era un grupo de hombres sin oficio, quienes, por así decirlo, vivían del aire. Algunos habían llegado a la Colonia persiguiendo falsas promesas de prosperidad. Otros eran antiguos presidiarios, que al terminar su condena se habían quedado en Punta Arenas, a falta de un lugar adonde regresar. Vivían de trabajos esporádicos, cuando los había. Eran porteadores, a veces, o estibadores en el muelle. Si hacía falta un par de brazos extra en el aserradero, los empleaban por un par de días, y lo mismo en la mina de carbón. A veces desaparecían por unas semanas o meses, y al volver contaban que habían estado poniendo alambrados en una estancia, o embarcados en una expedición lobera, o paleando guano en el Monte León.
Cuando no conseguían ninguna pega se quedaban dando vueltas por los alrededores del pueblo. Evitaban la Calle Principal, y las cercanías del cuartel, ya que podían ser acusados de vagancia, y puestos a trabajar de balde en las cuadrillas del ejército.
Eran los rotos del pueblo, los vagabundos, los indeseables. Se los toleraba, siempre y cuando no armaran barullo. Para ellos cada día era una nueva aventura. Si tenían un peso en el tirador, se tomaban una copa. Si no, buscaban quién les convide. Eran despiertos y alegres, y siempre estaban dispuestos a pasar un buen rato. Se instalaban por horas en las tabernas. Los bolicheros los consideraban una plaga.
¿De en serio? ¿Ña Irena y el dotor?
Shhh…, chistó como lechuza el mejor informado, que bebía con el sombrero puesto, apenas echado hacia atrás. Eso jué hace una punta de años, cuando el marido de Ña Irena taba vivo toavía…
Detrás del mostrador, con la nariz hundida en un libro, Bernardo fingía no escuchar.
¿Y será que se murió, ese gordo malandrín? Porque a la osamenta nunca la encontraron…
¿Qué no se va a morir, si le metieron como diez balazos, los salvajes?
Sí, pero jué con las balas que les vendía él. No servían ni pa güeva.
Alguna tendría que servir, digo yo…
Se largó a llover otra vez, con tanta fuerza como antes.
¡Imagínese que estuviera vivo!, se rió el del sombrero echado hacia atrás, mirándolo a Bernardo. ¡Menudo embrollo se armaría!
¡Ja, ja, ja!
Animales… dijo Bernardo, que caminó hacia el dormitorio de Irena, que era el suyo también, desde que lo liberaron. Ahí fue que, sin atreverse a entrar, le preguntó al Doctor cómo estaba Irena.
El Doctor esperó a estar otra vez en el pasillo para responderle. Su pronóstico no era muy alentador.
Le daré un tónico, que deberá tomar tres veces al día.
Le escribió la prescripción sobre el mostrador, delante de los parroquianos, que observaban en silencio.
Monsieur Lefèvre recibió una partida el otro día. Seguro lo tendrá en su botica.
Bien.
Y sería bueno hacerle unas friegas. ¿Usted cree que podría…?
Sí, doctor. Desde luego.
Se dirigían miradas fugaces, los dos: el viejo amante de Irena, y el nuevo. Tal vez no se tuvieran demasiada simpatía, pero se comportaban como dos caballeros.
Pasaré a verla más tarde, joven… ¿Cómo era su nombre?
Bernardo.
Si su condición empeora, puede mandarme a buscar. No importa la hora.
Gracias, Doctor O’Reilly.
Jeremy se había quedado a un costado, con el sombrero en la mano, y toda la desazón del mundo pintada en el rostro. Si Miss Irena moría… ¿qué iba a ser de él? ¿Tendría que volver a la Misión, con el Reverendo Hawkins, a trabajar de sol a sol, a cambio de un plato de gachas de avena y la promesa de la Eterna Salvación? ¿Sin poder echarse jamás un vasito de whisky entre pecho y espalda, ni fumarse un cigarrito…?
Oh, my...!, suspiró Jeremy.
La sola idea lo desalentaba por completo.
Una cucharada más, insistió Bernardo. Vamos. Recuerda lo que dijo el Doctor…
Bernardo se ocupó de darle de comer, de suministrarle el tónico para la tos y de hacerle friegas en el pecho y en la espalda con el emplasto de trementina y jalea de petróleo.
¡Por Dios, qué flaca estaba!, pensó el joven, mientras le hacía las fricciones. Era poco más que un esqueleto, cubierto de un pellejo amarillento, tirando a verde.
Vamos, una cucharada más… Hazlo por mí…
Irena abrió la boca, al fin, y dejó que él le metiera dentro la cuchara de fierro. Haciendo un esfuerzo supremo tragó la horrenda medicina.
Bien, dijo Bernardo. Muy bien…
A lo lejos se escuchaban voces, y el ruido de las bolas de billar.
Bien, querida, repitió el muchacho. Ahora descansa, por favor…
Irena trató de responder, pero no pudo. No tenía fuerzas ni para hablar. El enfriamiento que había cogido esa mañana frente el cuartel, cuando reclamaba la liberación de Bernardo, había dado paso a un resfriado, y el resfriado había dado paso a algo muchos más serio, tal vez una neumonía.
Eso fue lo que dijo el Doctor O’Reilly, cuando vino a revisarla. Irena volaba de fiebre, para entonces, y hacía al respirar el ruido de un fuelle que se está por romper.
Permítame, Señora Suker...
El Doctor apoyó en la espalda de Irena un tubo de bronce, que en uno de los extremos tenía una especie de bocina. En el otro extremo colocó su oído:
Respire con fuerza, Señora Suker… Otra vez…
Bernardo miraba desde el umbral, sin atreverse a entrar.
¿Qué opina, doctor?, preguntó al fin. ¿Es grave?
El Doctor lo miró con severidad, al tiempo que guardaba el instrumental. Esperó a salir al pasillo para responderle.
Ya lo creo que es grave, dijo el viejo médico irlandés. ¿Por qué no me ha llamado antes?
Pues… A decir verdad… comenzó a excusarse Bernardo.
Lo cierto es que fue la propia Irena la que se opuso a que lo llamaran. Dijo que no hacía falta, que no era tan grave. Recién cuando cayó en cama y ya no pudo levantarse, Bernardo llamó a Jeremy y le dijo:
Jeremy, ve a buscar al doctor.
Yes, Bernie.
Dile que se dé prisa.
Right away, dijo el indio, que ahí nomás abrió la puerta de la taberna y bajó de un salto los tres escalones de la entrada. Por la ventana se lo vio cómo corría calle abajo, sosteniéndose el sombrero bombín.
¡Muchacho! Otra ronda de cerveza…
Los parroquianos que iban llegando se informaban acerca de la salud de Irena.
¿Y? ¿Cómo sigue la patroncita?
Porque la taberna seguía abierta, desde luego. Había cuentas que pagar, y una letra de pago que se vencía a la semana siguiente.
¿Cómo? ¿No ha estiráo la pata, toavía?
¿La pata?, preguntó Bernardo, que no manejaba el idioma tan bien todavía..
Un chico guapo como tú… guiñó el ojo otro de los clientes. El traje de luto te quedará muy bien…
¡Ja-ja-ja!
Bernardo apretó la mandíbula y en tono poco amable dijo:
Les ruego que no hagan esas bromas, señores…
Mansito y todo como era, parecía que como si fuera a emprenderla a los golpes.
¿Por qué te enfadas?, terció alguien desde la mesa de junto. ¡Si Ña Irenita canta pa’l carnero, tóo esto quedará para ti!
Bernardo terminó de servir los vasos y se marchó sin responder.
¡No se enoje, pues gringuito! Si estamos chacotiándo, nomáj…
La lluvia arreciaba. Las gotas caían como guijarros contra el techo de chapas. Luego el aguacero se calmó, hasta detenerse por completo. Se escuchaba la leña crepitar en la salamandra, y la tos de la dueña, a través de las paredes. Una tos feroz, continúa, insistente.
Oye, que eso no suena náa bien…
Por fin se sintió un relincho y el restallar de un látigo. Un coche subía, desde la parte baja del pueblo. Era el tílbury del Doctor O’Reilly, tirado por un tobiano moro que era un gusto de ver.
Giddy-up!
El del Doctor era uno de los coches más rápidos de la Colonia, con muelles de pinza y ruedas de gran diámetro, recubiertas de caucho.
¡Se vino volando, el viejujo!
Un carruaje rápido, sí, aunque no demasiado estable, debido a su estrechez y a su altura –y, también hay que decirlo, debido a la forma temeraria en que conducía el Doctor. De hecho, en última curva el tílbury se inclinó de tal forma que estuvieron a un tris de volcar. Sólo la rapidez de reflejos de Jeremy, que se inclinó por encima del guardabarros, para hacer contrapeso, los salvó de que terminaran hundidos en el barro.
Whoa!
El coche se detuvo frente al Salón Adriático. El Doctor bajó de un salto, dejando a Jeremy a cargo de atar las riendas.
Buenas tardes, señores, hizo una inclinación de cabeza el médico al entrar, sin dirigirse a nadie en particular. Era un hombre alto, seco como un huso, que se movía con una gran agilidad, para sus años. En la mano llevaba el maletín de cuero negro que lo acompañaba a todas partes.
Güenas y santas, Dotor…
Por aquí, por favor, le indicó el camino Bernardo. El médico pasó al otro lado del mostrador y caminó por el pasillo, rumbo a la pieza de la enferma.
¡Qué rápido encontró el dormitorio!, dijo uno de los borrachines. Se ve que ya conoce el camino…
¡Ja, ja, ja!
No tenían nada que hacer. Todo les causaba risa.
¡Pucha con el carcamán! ¿Acaso no lo sabían?
¿Saber qué?
Era un grupo de hombres sin oficio, quienes, por así decirlo, vivían del aire. Algunos habían llegado a la Colonia persiguiendo falsas promesas de prosperidad. Otros eran antiguos presidiarios, que al terminar su condena se habían quedado en Punta Arenas, a falta de un lugar adonde regresar. Vivían de trabajos esporádicos, cuando los había. Eran porteadores, a veces, o estibadores en el muelle. Si hacía falta un par de brazos extra en el aserradero, los empleaban por un par de días, y lo mismo en la mina de carbón. A veces desaparecían por unas semanas o meses, y al volver contaban que habían estado poniendo alambrados en una estancia, o embarcados en una expedición lobera, o paleando guano en el Monte León.
Cuando no conseguían ninguna pega se quedaban dando vueltas por los alrededores del pueblo. Evitaban la Calle Principal, y las cercanías del cuartel, ya que podían ser acusados de vagancia, y puestos a trabajar de balde en las cuadrillas del ejército.
Eran los rotos del pueblo, los vagabundos, los indeseables. Se los toleraba, siempre y cuando no armaran barullo. Para ellos cada día era una nueva aventura. Si tenían un peso en el tirador, se tomaban una copa. Si no, buscaban quién les convide. Eran despiertos y alegres, y siempre estaban dispuestos a pasar un buen rato. Se instalaban por horas en las tabernas. Los bolicheros los consideraban una plaga.
¿De en serio? ¿Ña Irena y el dotor?
Shhh…, chistó como lechuza el mejor informado, que bebía con el sombrero puesto, apenas echado hacia atrás. Eso jué hace una punta de años, cuando el marido de Ña Irena taba vivo toavía…
Detrás del mostrador, con la nariz hundida en un libro, Bernardo fingía no escuchar.
¿Y será que se murió, ese gordo malandrín? Porque a la osamenta nunca la encontraron…
¿Qué no se va a morir, si le metieron como diez balazos, los salvajes?
Sí, pero jué con las balas que les vendía él. No servían ni pa güeva.
Alguna tendría que servir, digo yo…
Se largó a llover otra vez, con tanta fuerza como antes.
¡Imagínese que estuviera vivo!, se rió el del sombrero echado hacia atrás, mirándolo a Bernardo. ¡Menudo embrollo se armaría!
¡Ja, ja, ja!
Animales… dijo Bernardo, que caminó hacia el dormitorio de Irena, que era el suyo también, desde que lo liberaron. Ahí fue que, sin atreverse a entrar, le preguntó al Doctor cómo estaba Irena.
El Doctor esperó a estar otra vez en el pasillo para responderle. Su pronóstico no era muy alentador.
Le daré un tónico, que deberá tomar tres veces al día.
Le escribió la prescripción sobre el mostrador, delante de los parroquianos, que observaban en silencio.
Monsieur Lefèvre recibió una partida el otro día. Seguro lo tendrá en su botica.
Bien.
Y sería bueno hacerle unas friegas. ¿Usted cree que podría…?
Sí, doctor. Desde luego.
Se dirigían miradas fugaces, los dos: el viejo amante de Irena, y el nuevo. Tal vez no se tuvieran demasiada simpatía, pero se comportaban como dos caballeros.
Pasaré a verla más tarde, joven… ¿Cómo era su nombre?
Bernardo.
Si su condición empeora, puede mandarme a buscar. No importa la hora.
Gracias, Doctor O’Reilly.
Jeremy se había quedado a un costado, con el sombrero en la mano, y toda la desazón del mundo pintada en el rostro. Si Miss Irena moría… ¿qué iba a ser de él? ¿Tendría que volver a la Misión, con el Reverendo Hawkins, a trabajar de sol a sol, a cambio de un plato de gachas de avena y la promesa de la Eterna Salvación? ¿Sin poder echarse jamás un vasito de whisky entre pecho y espalda, ni fumarse un cigarrito…?
Oh, my...!, suspiró Jeremy.
La sola idea lo desalentaba por completo.
© Emilio Di
Tata Roitberg, 2019.
A continuación...
CAPÍTULO 75: UN MUCHACHO ENCANTADOR
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