Era una chica tímida, poco acostumbrada a llamar la atención… Por eso se quedó paralizada, en medio de esa sala repleta de gente, cuando el Gobernador le preguntó:
Y Usted, Eduarda Francisca Aranda, ¿toma a don Doménico Pietralacqua para ser su legítimo esposo, en la riqueza y en la pobreza…
Lalita no sabía dónde meterse. Todo el mundo la miraba.
…en la salud y la enfermedad, y así amarlo y respetarlo…
Lanzó una mirada de reojo al señor con el que estaba por casarse, un hombre con edad como para ser su padre, o incluso su abuelo.
…todos los días de tu vida…
De sólo ver esos bigotes, de pelos gruesos como alambres… Y esos ojos llenos de venitas rojas…
…hasta que la muerte los separe?
¡Y esa barriga, que parecía a punto de hacer saltar los botones de su chaqueta militar!
Ya nadie hablaba. Lalita comprendió que la pregunta había terminado.
Ahora sí, todos y cada uno de los presentes tenían puestos sus ojos en la joven, que sentía la tierra ceder bajos sus pies.
Ejem… carraspeó el novio, y le hizo a su prometida un leve cabeceo, instándola a hablar. Pero Lalita no podía pronunciar palabra. Simplemente no podía. Se le había formado un nudo en la garganta.
¡Clín, clín, clín!
Sonó una campanita, allá afuera, y el sonido de los cascos de un caballo que marchaba a paso lento.
¡Pescado! ¡Pescado fresco!
¡Clín, clín, clín!
Las puertas de la sala de audiencias habían quedado abiertas. Los ruidos del exterior llegaban con toda claridad.
¿A cuánto tiene la merluza?
Por ser usté, doña…
Se escuchó un cuchicheo, en el salón, y luego unas risas.
Señorita… dijo el Mayor García Lacroix, sonriendo apenas, bajo su fino bigote, animándola a hablar.
Lalita miró a su mamá, como preguntándole qué debía responder. Su madre bajó la cabeza y comenzó a llorar, muy despacio.
Nadie parecía dispuesto a intervenir, nadie venía en su ayuda.
Si Lalita hubiera sido aficionada a las novelas por entregas, de esas que salían en los diarios, hubiera contemplado la posibilidad de que un galán viniera a rescatarla. Un joven pobre, de noble corazón, que diera un paso al frente y gritara algo así como: ¡Alto! ¡Esta boda no puede celebrarse! ¡Yo amo esa mujer!
Sólo que Lalita no era aficionada a las novelas por entregas que salían en los diarios. Primero, porque en Punta Arenas casi no había diarios. Sólo llegaban, con varias semanas de retraso, El Correo del Domingo, de Buenos Aires y El Mercurio de Valparaíso. Y segundo, porque Lalita no sabía leer.
Así que carraspéo, para aflojar el nudo que se le había formado en la garganta y, sacando fuerzas de flaqueza, dijo lo único que le habían encargado que tenía decir:
Sí, acepto.
***
Nadie, en aquella sala atestada de gente, sentía lástima por ella. ¡Todo lo contrario! La consideraban afortunada. ¿Qué más podía pretender, una jovencita como ella, de origen humilde (más que humilde, mísero), que casarse con don Chicho, uno de los comerciantes –si no más ricos– al menos más conocidos de la Colonia?
¡Vivan los novios!
¡Vivan!
No era algo que se hubieran esperado, quienes la conocían de pequeña, desde que era una niña de largas trenzas negras que pateaba las calles del pueblo, cargando la ropa recién lavada por su madre, en una canasta tan pesada que la hacía doblarse como un junco.
¡Viva don Chicho!
Tampoco se lo hubieran imaginado los clientes del Salón Adriático, la taberna en la que Lalita había trabajado como criada, y donde, a pesar de haber estado apenas un par de semanas, había dejado un recuerdo imborrable.
¿Cómo? ¿Y la niña?, exclamaban los parroquianos, al entrar al boliche y ver que ya no estaba.
¿No lo sabías? ¡Se nos casa!
También ella iba a extrañarlos, de seguro. Jamás se iba a olvidar de cuando había trabajado en la taberna de la gringa Irena, de esas pocas semanas que –salvo un solo momento desagradable–, habían sido las más felices de su vida.
***
Así fue, desde el primer día que llegó, esa mañana de lunes, cuando estaba amaneciendo, y la taberna acababa de abrir.
¡Hola! ¡Hola!
El salón estaba vacío. No habían llegado los clientes, todavía, y tampoco había nadie al otro lado del mostrador. La luz entraba a regañadientes, a través de los cristales no del todo limpios, el fuego crepitaba en la salamandra. Sobre el paño mugriento de la mesa de billar se veían las tres bolas y uno de los tacos, en la posición en que los habían dejado el último jugador la noche anterior.
¡Hola! ¿Doña Irena?
¡Fiúuuuuu!, comenzó a silbar un caldero sobre la cocina.
¡Ay!, exclamó Lalita.
Algo más se escuchaba, tapado por el silbido. Unas voces. Lalita tenía los sentidos más alertas que nunca.
Shuti, mama! Dovólnio sada!
Era una conversación, entre dos mujeres, aunque no se entendía una palabra. Parecía más bien una pelea.
Ty! Ty shuti!
¿Acaso se trataba de indias? No. No estaban hablando en tehuelche.
Idi ku vragu!
La gritería se detuvo con un portazo. Unos pasos se escucharon por el pasillo, y alguien hizo su aparición: era la dueña, calzada con sus botas salpicadas de barro, y vestida con del vestido negro que usaba a diario.
¡Jeremy!, gritaba. ¡Jeremy!
Llevaba un estropajo, en una mano, y un balde en la otra. Sus ojos celestes refulgían de rabia.
¡Jeremy! ¿Dónde demonios…?
Lalita dio un paso atrás.
Bu-buen día, doña Irena.
La Gringa se detuvo en seco al verla.
¿Qué diablos haces aquí?
Yo… pues… balbuceó la muchacha. Usted me dijo que…
¡Lo que me faltaba!, dijo Irena.
Y tras dar media vuelta, volvió perderse por el pasillo.
***
El lugar ya no le pareció tan siniestro a Lalita, luego de que las cortinas se abrieran, y ella misma limpiara los vidrios con un trapo con agua jabonosa, y luego les pasara un paño humedecido en vinagre.
Te enseñaré cómo se hace, y lo haré sólo una vez.
Sí, doña Irena.
Si quieres trabajar aquí, será mejor que…
Los parroquianos se sorprendían al verla.
¿Y esa niña?
Es la hija de la lavandera, la borrachita.
¡A menudo nido de buitres, ha venido a parar!
¿Lo dices por ti?
Una chica tan joven, que ni sabía cómo sostener una bandeja, y que, al servir una copa, más de una vez la terminaba volcando.
¡Oh! Discúlpeme, señor.
No hay cuidado, niña.
Aprendía rápido, eso sí, y era amable con todos.
Doña Irena… Olvidaron esto sobre la mesa.
Le mostró la moneda de diez centavos.
Esa es la propina, le dijo Irena. Guárdala. Será toda tu paga.
¿De verdad? ¿Es para mí?
Lalita no podía creer su suerte. Dejó caer la moneda en el pliegue de su vestido. Cada tanto la tocaba, a través de la tela, para ver si seguía allí.
¡Niña! ¡Sírveme un ron!
A Irena le vino bien tener algo de ayuda. Esa mañana tenía la cabeza en otro lado. Salía a cada rato a la puerta y se quedaba mirando, en dirección al cuartel.
Y ese condenado indio, ¿qué le pasa que no vuelve?
Lalita hacía todo por ella. Iba y venía por el salón, levantando los vasos vacíos y llevando otros llenos. No tenía un momento de descanso.
¡Niña!
Sí, señor.
Esto no es ron, es brandy.
Le pido disculpas. Ya se lo cambio.
La verdad es que se las arreglaba muy bien, por tratarse de su primer día.
Doña Irena… ¿Cuál es el ron?
¿Qué?
El ron. No sé cuál botella…
Sólo conocía la ginebra, por la forma del porrón, y el guachacay, que venía en damajuana. Eran las bebidas a las que era aficionada su madre.
¡Vaya que eres tonta! Está delante de ti. ¿Es que no sabes leer?
Pues…
Aprendió cuál era cada bebida, sin embargo, por el color del líquido, el tamaño de la botella o el dibujo en la etiqueta. Ron, caña quemada, jerez, brandy… Bastaba con que lo viera una vez para que se le quedara grabado.
Jeremy regresó, al fin. Era el yagán que oficiaba de portero, a quien Lalita ya había visto otras veces. ¿Cómo no verlo? Sólo había uno como él en Punta Arenas: un indio bajito y patizambo, vestido con una levita de largos faldones y un sombrero bombín, aunque sin zapatos.
Miss Irena…
Jeremy se acercó a la jefa y le dijo algo al oído.
¿De verdad?
Irena fue hasta la trastienda, y pronto regreso. Los parroquianos la seguían con la vista.
Está como loca, desde que le llevaron a su muchacho, dijo por lo bajo uno de ellos.
¿En serio? ¿Por qué?
¿No lo sabías? Parece que mató a un soldado.
¿Bernardo? ¡No puede ser!
Frases que Lalita escuchaba al pasar, sin prestar atención, mientras pasaba con la bandeja.
¡Niña! Ven aquí, gritó la dueña, que se desataba el delantal, y lo colgaba en un gancho.
Sí, doña Irena.
Debo salir un momento. Quedarás a cargo del salón.
¿Quién? ¿Yo?
Era algo que no lo esperaba. Apenas si llevaba un par de horas trabajando allí.
Cobrarás cada trago en el momento de servirlo. No dejes que estos animales te engañen.
Hablaba en voz alta, sin importar que la escucharan.
Sí, doña Irena.
Dejarás el dinero aquí, en esta caja, bajo del mostrador.
Sí, doña Irena.
Y no te atrevas a robarme un solo centavo, porque lo sabré.
¡No, doña Irena! Yo jamás…
Te pondré de patitas en la calle, ¿me oyes? Pero antes, te daré una tunda que no olvidarás en tu vida. Te haré meter presa.
Doña Irena, le juro que yo…
Jeremy estará allí, se lo señaló con un movimiento de cabeza.
En efecto, el indio había vuelto a ocupar su puesto, junto a la puerta, del lado de afuera del salón.
Si alguno de estos brutos trata de pasarse de listo, sólo tienes que gritar.
***
Otras muchachas se hubieran sentido intimidadas, frente a aquellos rudos sujetos -cazadores de focas, marineros, arrieros o leñadores-, pero no Lalita. Comparados con su padrastro, no parecían tan malos.
¡Niña! ¡Otra cerveza!
No se escuchaban groserías, como de costumbre. Los mismos clientes moderaban su vocabulario, cuando ella se acercaba. Y si alguno le guiñaba un ojo, o se ponía a contar un chiste de doble sentido, sus propios compañeros lo llamaban al orden.
Será mejor que te tranquilices, animal.
Las monedas caían dentro de la caja, que tenía una ranura en la tapa, y estaba bien claveteada al mostrador.
El viento sacudía cada tanto las chapas, que parecían a punto de desclavarse. La campana de bronce de la parroquia comenzó a tañir:
TAN… TAN…
Sonó un total de once veces, lo que para los habitantes de Punta Arenas quería decir que podían llegar a ser las once. Esto es, si es que el reloj del padre Tadeusz estaba en hora, y si el padre, por descuido, no había pegado un campanazo de menos o de más.
Como sea, el Salón Adriático se comenzó a despoblar. Sólo quedaron unos pocos borrachines dispersos. Lalita terminó con la tarea que la Dueña le había encargado: pelar las papas que estaban en el fuentón y echarlas a la olla, que borboteaba desde hacía largo rato sobre la cocina.
¿Hace falta que las corte?
No. Tíralas así nomás.
Los guisos de Irena no eran precisamente un dechado de la gastronomía; estaban preparados con los ingredientes más baratos que podían conseguirse en el mercado (tripa gorda, garrón, harina tostada con todo y gorgojos, orejas de cerdo aún con sus pelitos y un surtido de hortalizas que ni la cabra se hubiera dignado a masticar). Aun así, emitía un aroma de lo más apetitoso. Al menos para una chica como Lalita, que se había ido a dormir sin cenar y, pese a la hora que era, aún no se había desayunado.
¡PUM-PUM-PUM!, se escucharon los golpes contra la pared, y luego el grito: ¡Irenaaaa!
Ya se despertó la viejuja, dijo uno de los borrachines.
Lalita caminó por el pasillo que daba al patio trasero. Abrió la puerta y le echó las peladuras de papa a las gallinas, que se abalanzaron hacia ella, disputándose los trozos más grandes; chillaban y se debatían; perseguían a la que se había llevado el mejor botín. Desde el fondo el terreno la cabra las miraba, con sus pupilas amarillas, cargadas de aristocrático desprecio.
¡PUM-PUM-PUM!, se escucharon los golpes, aún más fuertes, cuando Lalita pasó de nuevo por el pasillo.
¡Irenaaaa!
Al entrar otra vez al salón vio que había alguien detrás del mostrador. Era Jeremy, el portero, quien, como si estuviera en su casa, sacó de abajo del mostrador una botella de whisky. No del whisky ordinario que servía Irena servía a los clientes, un brebaje con gusto a queroseno, rebajado con agua y alcohol de quemar, si no el whisky de malta que reservaba para su consumo personal. Jeremy se sirvió una medida nada discreta, en uno de los vasos que Lalita había puesto a secar. Movió el vaso en forma circular, con aire de experto. Dio el primer sorbo.
¡Ah! Mucho good, exclamó.
Se sirvió un par de sardinas, ya que estaba, y unos pepinillos en salmuera. Tras ponerse un pañuelo al cuello, a modo de servilleta, comió los entremeses sobre un pequeño plato, sosteniendo el tenedor de modo harto elegante, como le había enseñado la esposa del Reverendo Hawkins en la misión.
Mucho good…!
Jeremy notó la expresión de ansiedad con que la chica lo miraba. O, más bien, la ansiedad con que miraba la comida.
You querer?
Lalita tragó saliva. La verdad es que el estómago le chillaba, desde hacía un largo rato, pero no se atrevía a agarrar nada si no le daban permiso.
El indio tomó otro plato y le sirvió dos pescaditos, a los que agregó un trozo de pan y un huevo duro.
¡Comer!, la alentó, tras dejar el plato sobre el mostrador. Comer, little lass!
Lalita se acercó al mostrador y, tras un momento de duda, tomó el tenedor, agarrándolo como si fuera un palo.
¡Ay!, se lamentó, cuando intentó ensartar uno de los pescaditos y éste, como se estuviera vivo, se escapó del plato.
¡Perdón! Es que…
Incapaz ya de resistirse, dejó el cubierto de lado y tomó la comida directamente con la mano. El huevo duro, primero, al que comió a dentelladas, sin echarle sal siguiera, luego los pepinillos y, por último, las sardinas -a las que, en su apuro, engulló con cabeza y todo.
No podía parar. Se comió hasta las migas. Estuvo a punto de pasarle la lengua al plato, cuando notó que todos la estaban mirando. Los borrachines de las mesas, y unos parroquianos a quienes, en su frenesí, no había escuchado entrar.
Jeremy ya no estaba allí, para ese entonces, había ocupado otra vez su lugar en la puerta. A través del vidrio ahora limpio de la ventana se veía recortada su silueta, coronada por el sombrero bombín.
Bu-buenos días tengan ustedes, señores... ¿Qué les puedo servir?
Avergonzada, Lalita lavó los platos en el fuentón de agua jabonosa, luego pasó un trapo sobre el mostrador.
BUUUUU…, sonó la bocina de un barco, a la distancia. Por la calle pasó un carro cargado de troncos, tirado por un par de bueyes de cuernos recortados.
Ah…, suspiró Lalita, que no recordaba la última vez que había comido así, hasta sentirse totalmente satisfecha.
Le remordía la conciencia, eso sí, por haber tomado algo que no era de ella, sin permiso. ¿Y si alguien le contaba a la dueña?
Sacó dos de las monedas que le habían dejado de propina y las metió en la caja por la ranura. Clink, clink, hicieron al caer.
La puerta se volvió a abrir.
¡Güenas y santas!
Esta vez eran un par de gauchos, que venían de dejar sus caballos atados al palenque.
Buenos días tengan ustedes, señores…
Antiguos admiradores de Irena, por lo visto. Hombres que la conocían de otros tiempos, de cuando era la mujer más bella y celebrada de la Colonia, no el espantapájaros que es ahora.
¿Y la Jefa? ¿Dónde se metió?
***
El soldado regresó al cabo de un momento.
Disculpe, doña Irena. El Mayor no la puede recibir.
¿Cómo dices?
La bandera se agitaba, furiosa, en lo alto del mástil. Más allá de la empalizada de estacas, un grupo de reclusos descargaba piedras de una carreta.
Es sólo un momento, dijo Irena. ¿Le has dicho que…?
Sí, doña Irena. Disculpe.
¿Por qué lo metieron preso, si él no ha hecho nada?
¿No ha hecho nada?, hizo una mueca de burla el otro soldado. ¡Ya lo creo!
¿Qué es lo que has dicho?, se encaró con él Irena.
El otro soldado reculó.
No se la agarre conmigo, pues doña... Yo sólo sé lo que…
Irena se acomodó el chal, que amenazaba con salírsele volando de los hombros. ¿Qué podía hacer? No había venido hasta aquí para volverse con las manos vacías. No había dejado solo su boliche, la única posesión que tenía en este mundo, a cargo de esa pequeña cretina, y de esos borrachos repugnantes, que eran capaces de saquearlo en un abrir y cerrar de ojos, para darse por vencida tan pronto.
¡Maldita sea, déjenme entrar!, gritó, pero los soldados le bloquearon el paso.
¡Ña Irena, por favor!
En la ventana del piso superior del cuartel se asomó una figura. No se alcanzaba a ver quién era, por el reflejo y la distancia, aunque no era difícil adivinar.
¿Qué le pasa?, le gritó Irena. ¿Tiene miedo de verme?
Era casi el mediodía, la hora en que más movimiento había en el pueblo. La gente pasaba, a caballo o a pie, por la Calle Principal: mujeres que iban a buscar algo que echarle a la olla, porteadores con sus bultos al hombro, dependientes de tienda, la esposa del fiscal con su sirvienta y los niños, gente que había salido a tomar el aire.
¿Qué? ¿Tiene miedo que le diga en la cara que es un impostor?
Oiga, doña Irena, no se pase…
¡Un déspota que aplasta a los pobres y sólo ayuda a sus amigos, los ricos!
Algunos se detenían, a ver de qué iba el asunto. Muchos se quedaban con la boca abierta, sin dar crédito a sus oídos. Jamás habían escuchado a alguien hablar así del Gobernador. No en público, al menos.
¡Un canalla que se aprovecha de su poder para oprimir al pueblo!
Los presidiarios suspendieron su tarea para escucharla. Hasta uno de los caballos, que masticaba lo más tranquilo, se dio vuelta a ver de qué iba el asunto.
Los soldados no sabían que hacer.
¡Sinvergüenza! ¡Venga aquí! ¡Dé la cara!
Ya, déjese de cuestiones, pues doña…
De haberse tratado de un hombre ya le hubieran roto la cara de un culatazo. Pero puesto que era una dama…
***
Al abrir los ojos Bernardo llegó a pensar, por lo oscuro del recinto en el que se encontraba, y por lo mal que olía, que estaba otra vez en aquella sórdida pensión del Barrio Griego, en Temeschwar. Poco le faltó para gritar:
¡Nikola!
Pero no estaba en Temeschwar -la capital del Banato, la provincia más oriental de Imperio Austrohúngaro- sino al otro lado del mundo, en el extremo sur de Sudamérica, en una celda. Y el bueno de Nikola, su viejo y fiel criado, no iba acudir a su llamado: ya estaba muerto y enterrado.
Hacía frío. El viento se colaba por las rendijas, produciendo silbidos en distintas tonalidades. Bernardo se incorporó, con el cuerpo dolorido. Había dormido en el duro suelo, apenas suavizado por un montón de paja.
Ay…
Más aún le dolía la herida en la barbilla, y la que tenía en el pecho, ambas producto de su duelo. O, mejor dicho, de sus preparativos para el duelo: del curso de esgrima que le había impartido el Loco Cebolla, quien en su entusiasmo pedagógico estuvo a punto de matarlo un par de veces.
¡Ay!, sintió aún otros nuevos dolores, a medida que se levantaba.
Pese a todo, podía considerarse afortunado. Aún no podía creer que estuviese vivo, después de todo lo que había pasado, aquellos últimos días: su disputa con los oficiales, en la fiesta en casa del doctor; su encuentro con Carlota a la luz de la luna; su duelo con el Teniente Arias Aldao… Los disparos, el rostro destrozado del Teniente Santini, y sus gritos desesperados cuando lo arrastraban a la tumba…
En la penumbra de su celda, Bernardo se dio cuenta de que no estaba solo. Alguien roncaba junto a él, un borrachín destemplado, echado en posición fetal. Del otro lado de la celda alguien más murmuraba, de forma lastimera:
Water… Water…
Bernardo se acercó gateando.
Water, for Christ sake…
¡Puf, sí que apestaba! Emitía todos y cada uno de los olores que un cuerpo humano podía emitir. Bernardo tuvo que reprimir una arcada.
Water, please…
Era un hombre robusto, de barba amarilla, con el rostro destrozado por los golpes. Pesados grillos inmovilizaban sus piernas y sus manos.
Please…
El inglés de Bernardo no era muy bueno, pero alcanzaba para entenderlo.
Espere. Lo ayudaré.
No había agua a la vista. No había nada. Bernardo se acercó a la pequeña abertura que había en la puerta y gritó:
¡Guardia!
Se escuchaba que alguien conversaba, por ahí cerca, pero nadie contestó a su llamado.
¡Guardia! ¡Hay un hombre malherido aquí!
El borrachín tirado en el otro ángulo de la celda dijo:
Déjalo que se muera. ¿No sabes quién es?
***
Sí, Bernardo sabía quién era. ¿Quién en Punta Arenas no conocía, en persona o de mentas, a Connor Mac Grelag, el pirata que desde hacía una década asolaba las gélidas aguas de los mares del sur, entre el Estrecho de Magallanes y el Canal de Beagle?
Pistolero y rebanagargantas, saqueador y asesino de marinos y náufragos, Mac Grelag había logrado burlar a las autoridades por más de una década, hasta que los hombres del Capitán Benigno lograron echarle mano. Fue en un rancho de la margen Norte del pueblo, donde junto a los miembros de su banda se había entregado a una de sus habituales orgías. Los que sobrevivieron a la balacera fueron sometidos a un feroz interrogatorio, para lograr las confesiones que por aquellos tiempos se consideraban parte indispensable de todo proceso judicial. Todos y cada uno de los raqueros reconocieron, más tarde o más temprano, cada una de sus fechorías. Todos menos Mac Grelag, que soportó golpes de puño y de cachiporra, baños de inmersión del cuello para arriba y dos simulacros de fusilamiento.
¿Estás dispuesto a confesar?
¡Vete al diablo!
Llegó a cansar a los soldados encargados de aplicarle tormento, que debieron ir tomando turnos. Y eso que se trataba de los soldados más recios de Regimiento 53: eran el grupo conocido como Los Espartanos, la tropa de élite especialmente entrenada por el Capitán Benigno, quien se daba cada tanto una vuelta por la caballeriza.
¿Y? ¿Ya se le soltó la lengua?
Aún no, Capitán.
Póngalo a que se oree.
Así lo hicieron. Lo colgaron de una viga, atado de las muñecas, y así lo dejaron, hasta que los huesos se le empezaron a salir de las coyunturas.
¿Nos dirás quién te compró la mercancía que robaste del barco holandés? De todos modos ya lo sabemos. Es inútil que lo niegues…
Su confesión era imprescindible, sin embargo. Era el único que había tratado personalmente con el Vasco Mendieta. Sólo su testimonio podía poner tras las rejas al millonario local.
¿Piensas que te lo va a agradecer? ¿Tan estúpido eres?
¡Púdrete!
Desde luego, no resistía para proteger a ese viejo fanfarrón. Lo hacía de puro testarudo que era; para demostrarles a esos sucios sudamericanos que valía más que ellos, que no podían doblegarlo.
Los Espartanos se cansaban de aporrearlo. El sudor les corría por la frente.
Vamos, Colorado. Te toca a ti.
¿A mí?
El soldado Arancibia era el más joven de los Espartanos. Se había incorporado hacía muy poco a ese escuadrón, y aquella era su primera misión. Había mostrado que no le faltaban agallas, a la hora de perseguir y arrestar a los maleantes. Pero hacer sufrir a un hombre que no podía defenderse, que estaba atado y casi muerto, era algo que simplemente le repugnaba.
¿Acaso le tienes lástima? ¿No sabes quién es?
***
No lo mataron, sin embargo. Las órdenes del Gobernador habían sido claras: rajen el barril, pero que el vino no se derrame. Mac Grelag era un súbdito británico, después de todo, y no había por qué dar lugar a eventuales reclamos diplomáticos.
No podía morir fusilado, ni durante un interrogatorio demasiado intenso. En cambio, si se moría él solito, en una celda, de causas naturales…
¡Guardias!
Y nada más natural que se muera, si se lo dejaba sin agua ni comida, y sin atención médica, durante el tiempo suficiente.
¡Guardias!, gritó otra vez Bernardo. ¡Aquí!
¡Callate, conshetumá!, lo amonestó el borrachín. ¡Deja dormir, pues!
Pero Bernardo no podía dejar que un hombre muriera así. Él mismo había estado en una situación similar, a poco de llegar a la Colonia, cuando lo bajaron del barco: tirado en un camastro, empapado en sus propios orines. Si nadie se hubiera apiadado de él…
¡Guardia!
Alguien se acercó, finalmente. No era uno de los soldados de la guardia -de ordinario sucios y mal entrazados- sino un soldado de aspecto impecable. Un muchacho de más o menos su edad, de pelo color zanahoria y tez pálida como una muchacha. Sus botas brillaban. En la pechera lucía un pequeño prendedor, en forma de lo que parecía el yelmo de un guerrero de la Antigua Grecia. Más precisamente de Esparta.
¿Qué sucede?
Bernardo le explicó la situación.
Si no recibe atención médica, creo que…
El soldado Arancibia (o, mejor dicho el Cabo, ya que a raíz de su actuación en el arresto de los piratas había conseguido su primer ascenso) se acercó hasta la pequeña abertura y en voz baja dijo:
Lo lamento, pero se han dado órdenes de no llamar al médico. De todos modos, el Dr. O’Reilly no se encuentra en el pueblo.
De verdad parecía lamentarlo.
Tal vez pueda traerme algo para curar sus heridas, dijo Bernardo. Y algo de comer.
El Cabo Arancibia se lo pensó un momento. Miró a un lado y a otro, para asegurarse de que nadie lo escuchaba. Dijo:
Veré qué puedo hacer.
Se escucharon unos ladridos, allá afuera, y unos gritos. Era una voz de mujer, con un leve acento extranjero. Una voz que a Bernardo le resultó familiar.
***
Fue un boyero que paró a tomarse una copa el que trajo la noticia.
¡Tremendo zafarrancho está armando Ña Irena frente al cuartel!
¿Cómo dices?
Pasada la quietud de la media mañana, el boliche había comenzado a poblarse otra vez. Lalita no daba abasto. Ya había perdido la cuenta de los vasos había servido. Las monedas que le habían dejado de propina casi hacían reventar su bolsillo, hasta entonces sólo habitado por pelusas.
¡Niña! ¡Nos morimos de sed por aquí!
¡Enseguida, señor!
El corazón le latía, de sólo pensar en toda la comida que podía comprarle al Arnoldito. Y en cómo podía ayudar a su mamá, para que no trabajara tanto…
La enorme cacerola hervía a fuego lento, desde hacía un par de horas. Algunos parroquianos ya le reclamaban el almuerzo. Lalita no sabía qué hacer. Jeremy no movía un dedo por ayudarla, limitándose de manera estricta a sus funciones de vigilancia.
¡Ay!, casi se quemó la chica, cuando trató de quitar la tapa.
Deje que la ayude, niña, dijo un hombre de baja estatura, panzón y completamente calvo, a quien por su parecido con las aves que habitaban los pantanos habían bautizado “La Avutarda”.
Acostumbrado a oficiar de cocinero en los barcos que recorrían los canales fueguinos, en busca de cueros y aceite de focas, la Avutarda se colgó una servilleta del brazo, tomó el cucharón y fue sirviendo los platos con el menjunje.
Deje que yo los llevo, niña, no se vaya a quemar.
Muchas gracias…
¡Pero sí, le digo que era ella!, decía el hombre que acababa de entrar.
¡A los gritos pelados, taba Ña Irena!
Es verdad, confirmaron la información unos leñadores que entraron un momento después.
Lo está poniendo verde, al Gobernaór.
¿Ah, sí?
Le dice de tóo, menos que es bonito.
¿Y cómo se lo permiten?
***
El pirata se atoró, cuando Bernardo comenzó a verterle el agua en la boca. Al pan no lo pudo masticar: no tenía fuerzas suficientes. Sin contar que, durante la paliza, había perdido la mayoría de los dientes.
Vamos… trate de comer un poco.
La vida parecía escurrírsele entre los dedos. Sólo pareció reaccionar al sentir el olor a la ginebra.
Era lo que, a falta de alcohol, el soldado pelirrojo había conseguido para echarle en las heridas.
La respiración de Mac Grelag se hizo más marcada. Sus párpados aletearon, cuando Bernardo destapó el porrón y comenzó a verter el líquido sobre sus llagas.
¿Qué…? ¿Qué diablos haces?
Tras un momento de duda, Bernardo acercó la botella a los labios del raquero.
Ah… , gimió el escocés.
La bebida lo reanimó. Recién entonces comió algo de pan, al que Bernardo había cortado en trozos muy pequeños.
Gracias, muchacho…
El brillo le había vuelto a los ojos.
No tiene por qué, le dijo Bernardo, que sostenía su cabeza sobre su regazo, disimulando el asco que le producían los efluvios que emanaban de su cuerpo lacerado.
¿Cómo te llamas?
¿Yo? Bernardo.
El borrachín que estaba tirado en el otro extremo de la celda dijo:
¡Flor de víbora estás alimentando! Cuando pueda, te va a morder.
Se escucharon unos pasos. Alguien corrió la barra que trababa la puerta. Dos soldados aparecieron en el umbral.
Eh, tú. ¿Qué diablos haces?
Eran los mismos que habían ido a buscarlo al boliche de Irena, esa madrugada.
Pues… Yo…
¡Trae para aquí!
Sus modales eran bruscos, pero no lo maltrataron, y eso que había matado a un oficial. O tal vez por eso. Los soldados Regimiento 53 odiaban a sus oficiales, más que a cualquier otro enemigo que pudieran tener: más que a los soldados del País Vecino (a quienes hasta entonces nunca habían visto); más que a los indios que merodeaban por los alrededores, amenazando con pegar fuego al pueblo; y más que a los prisioneros a quienes debían custodiar, unos pobres diablos como ellos.
No, los oficiales eran otra cosa. Eran unos canallas, del primero al último. Unos cobardes que no perdían la ocasión de maltratarlos. Niños de familias patricias, en su mayoría, que ni siquiera se dignaban a dirigirles la palabra, como no sea para maltratarlos. Señoritos de finos modales, que recibían sus pagas a tiempo, mientras ellos cobraban con semanas o meses de retraso; dormían en blandos lechos, en habitaciones bien caldeadas, mientras ellos lo hacían en camastros llenos de chinches, en barracones en los que hacía más frío que afuera. ¿Con que había matado a uno de esos? ¡Tanto mejor!
Ven, Gringuito, dijo uno de ellos, casi con cariño. El Gobernador te llama.
***
¿A qué no saben qué?, dijo el próximo bebedor que entró al Salón Adriático. ¡No lo van a creer!
¿Qué pasó?
El recién llegado tomó asiento en uno de los bancos. Venía agitado por la corrida. Antes de recuperar el aliento, hizo un gesto más que elocuente: que le sirvieran un trago, si no no hablaba.
¡Toma, y así te ahogues!
¡No! Primero que hable.
El sujeto se lo bajó de un trago, y estiró un poco más el suspenso, disfrutando de la ansiedad de quienes lo rodeaban.
¡Habla de una vez, caramba!
Cuando creyó que ya se había hecho de rogar lo suficiente, y temiendo que alguien le robara la primicia, dijo al fin:
Lo soltaron.
¿Cómo? ¿Al Gringuito?
¡No puede ser!
¡Te digo que sí!
Fue necesario servirle otro vaso para que continuara.
Ña Irena se salió con la suya. Vienen p’aquí.
¿Lo dejaron ir, después de matar a un milico?
Tal vez no lo matara él.
¡Pero sí! Al menos, es lo que todos dicen…
El día era gris, y con viento. Como todos los días, en ese lugar maldito.
¡Chica! ¡Más guachacay!
Lalita estaba confundida. Ya no estaba segura de cuántas copas había servido, de quién le había pagado y quién no. Ni siquiera se dio cuenta de lo que pasaba, cuando uno de los loberos, como quien no quiere la cosa, le deslizó la mano por la pierna, de abajo hacia arriba.
¡Quítese!, se dio vuelta la chica, y le estampó una bofetada.
¡Ja, ja, ja!, estallaron en carcajadas sus compañeros.
¡Vaya con la mocosa!, festejó la broma el atrevido, mientras se refregaba la mejilla afectada. ¡Tiene la mano pesada!
Déjenla en paz, hato de cerdos, dijo la Avutarda.
¿Y a ti quién te ha dado vela, se puede saber?
El incidente no pasó a mayores, sin embargo. Un gaucho descolgó la guitarra, que estaba allí para uso común, y se puso a templarla.
Plín, plín, plín… hacían las cuerdas de tripa de cordero.
Lalita repartía copas y platos, ayudada por la Avutarda. No podía prestar atención a lo que hablaban, ni siquiera conocía al tal Bernardo. Hasta donde sabía, el marido de doña Irena había muerto, y ella no tenía hijos.
¡Mira, allá vienen!, señaló alguien, asomado a la ventana.
¿Aónde?
Vienen subiendo la cuesta, por la calle de al láo. Ahora los tapa el galpón…
Pobre Gringuito, dijo uno de los marineros, no puede ni caminar.
¿Será que lo interrogaron los Serpantano?
No, dijo otro. Si lo hubieran agarráo loj Espartanoj, seguro no contaba el cuento…
Después del punteo introductorio, el gaucho de la guitarra cantó:
“Asomaba a sus ojos una lágrima,
y a mis labios una frase de perdón…”
La puerta se abrió, por fin, sostenida por Jeremy. Irena entró, ayudando a alguien que apenas podía caminar. Lalita se lo encontró de frente, al volver del mostrador, y por poco no se le cae la bandeja, con todo su contenido.
“Y yo digo, ¿por qué callé aquel día?,
Y ella dirá, ¿por qué no lloré yo?”
Era un joven alto y delgado, que a Lalita le pareció tan bello como un ángel. Más aún cuando, por un instante, el sol se coló entre las nubes y lo iluminó de atrás.
¡Bravo, Gringuito!, gritó uno de los parroquianos, y pronto otros se sumaron.
Quítense. ¡Háganse a un lado, por mil demonios!, protestaba Irena. Debe descansar…
De verdad que no traía buen aspecto, después de una noche entera sin dormir, y habiendo escapado por un pelo a un juicio en el que podía habérsele ido la vida.
Gracias, don Aquiles…, repartía apretones de manos y sonrisas al pasar Bernardo. Gracias, Nazareno…
Su mirada se cruzó por un instante con la de Lalita, que se quedó como clavada en su sitio, incapaz de moverse. La boca se le había secado, el corazón le temblaba.
¡Niña! ¡Otra botella, por aquí!
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© Emilio Di Tata Roitberg, 2019.
A continuación...
CAPÍTULO 74: LOS DOS AMORES DE IRENA
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