Calixto estuvo a punto de desmayarse. ¡Nunca había visto tanto dinero junto! Las manos le temblaban, la vista se le nubló, cuando dio vuelta el calcetín y dejó caer lo que había adentro: un grueso rollo de billetes, sujetos con una cinta.
Ay, Dios mío…
Para el humilde Aprendiz, que en su vida había tenido más de un par de monedas en el bolsillo, descubrir el escondite con los ahorros de su patrón fue lo más parecido a vivir una experiencia mística. Si la propia Virgen de Lourdes se le hubiera aparecido, junto con las pastorcitas, no se habría quedado más sorprendido.
Dios mío…
Arrodillado sobre el piso de tablas de la despensa, Calixto desplegó en abanico los billetes. Billetes de pesos nacionales, impresos con tintas de variados colores e imágenes de próceres, y billetes de libras esterlinas, cubiertos de filigranas y figurines de leones.
Dios mío…, repetía el muchacho, como en un trance.
Eso, hasta que la voz llegó desde el otro lado del pasillo.
¡Calisto!
No había tiempo para nada. Calixto arrojó los billetes sin acomodar dentro de la caja de latón, junto a la media y la cinta, y volvió a meterla en su escondite.
¡Calisto! ¿Dove séi, porca miseria?
Era la décima vez que don Chicho requería su presencia, en lo que iba de la mañana.
Aquí estoy, don Chicho.
¿Cosa fai? ¿Non escochaste que…?
E-estaba terminando de-de coser el dobladillo de…
Porque, además estar las veinticuatro horas a disposición de su amo, dándole la comida en la boca y suministrándole los remedios, renovando el agua caliente de la botella y retirando la bacinilla con sus deposiciones, Calixto debía seguir con su trabajo en la sastrería. Había que terminar los pedidos pendientes, hacer los mandados y atender a clientes a los que, debido a su importancia, debían seguir atendiendo, aunque el local estuviese cerrado.
¿E il vecchio Johanssen? ¿Non ha traído los veinte pesos del frac?
To-todavía no, don Chicho, dijo Calixto, aún conmocionado por lo que acababa de ver.
Gringo maledetto… Acomodati l’almohada.
Sí, don Chicho.
Un pò più arriba… ¡Non tanto, bestia bruta!
Eso debió ser el miércoles, el miércoles siguiente al domingo del duelo. No. Fue el jueves, después de la segunda visita del Dr. O’Reilly, quien tras un breve examen dictaminó que don Chicho podía volver a levantarse.
Fue un pequeño enfriamiento, nada más…, dijo el viejo médico irlandés. No hay razón para que siga en cama.
Cosa diche?, le respondió don Chicho. Stá sicuro?
Ya no tiene fiebre, los pulmones suenan bien…
¡Ma ío siento que mi mouro!, se indignó el noble sastre italiano, que sólo por llevarle la contraria se quedó en cama varios días más.
¿A-así está bien, do-don Chicho?, terminó de acomodarle las almohadas Calixto.
Su amo lo miró con desconfianza.
E a ti, ¿qué catzzo te suchede?
Estaba más blanco que un papel. Ni que hubiera visto un fantasma.
Nada, don Chicho…
Don Chicho lo escrutó detenidamente. Sus ojos pequeños brillaban de malicia.
Va vía, dijo al fin. Lásciame dormire in páche.
Sí, don Chicho, dijo el muchacho, que caminó hacia la salida con la actitud alerta que adoptaba cuando se alejaba de su amo, quien más de una vez, sin razón aparente, le lanzaba a modo de despedida una taza, un pisapapeles u otro objeto contundente, con infalible puntería.
¡Calisto!
¿Sí?, se sobresaltó el joven, y volvió sobre sus pasos, cuando ya estaba en el pasillo.
Mete un pò di leña n’el brasero. Fa molto freddo…
Era el brasero que estaba en el cuarto de don Chicho, el que le servía para reforzar el calor que le llegaba desde la salamandra grande.
Sí, don Chicho.
Calixto se agachó y revolvió las brasas, ya casi consumidas, con el fierro que usaban como atizador. Luego echó un par de astillas más.
El fuego se avivó. Las llamas subieron y danzaron, desprendiendo chispas. Calixto se las quedó mirando. Dentro de su cabeza danzaban, igual de enloquecidos, pensamientos que a él mismo le daban miedo. Ideas que jamás se le hubieran ocurrido, de no haber visto todo ese dinero ahí adentro de la media.
Bsssss…
A espaldas suyas, la respiración de don Chicho se fue haciendo más regular, sin llegar a ser un ronquido todavía.
Bsssss… Bsssss…
Calixto se puso de pie. Dio media vuelta y observó a su amo.
Bsssss… Bsssss…
Vio el bulto que formaba su barriga, por debajo de las cobijas. El movimiento casi imperceptible de sus párpados, a medida que el sueño lo ganaba.
Bsssss… Bsssss…
Comenzó a llover otra vez. Las gotas estallaban sobre el techo de chapa. Calixto caminó, muy despacio, hacia la cabecera de la cama. En la mano sostenía aún el fierro que usaban como atizador: una gruesa barra de acero, que alguna vez había formado parte de la escotilla de un barco.
Bsssss… Gr-bsssss…
Ahora sí, la respiración don Chicho se iba haciendo más marcada.
Gr-bssss… Grrrrrjjj…
Los pelitos de su bigote que se levantaban, cada vez que al aire salía de su boca. El pompón de su gorro de dormir le caía lacio a un costado.
Grrrrrjjjj… Grrrrrjjjj…
Se escucharon los cascos de un tiro de caballos, allá afuera, y la voz de alguien que pasaba. El mundo seguía su curso, mientras él estaba allí, contemplando el plácido rostro de su patrón: la frente casi lisa de arrugas, a pesar de sus cincuenta años cumplidos; la piel delgada de la sien, en la que se transparentaba un ramillete de venas azuladas; las aletas de su nariz, que se ensanchaban con cada ronquido.
Grrrrrjjjj… Grrrrrjjjj…
Calixto ser acercó un poco más. La barra ya había tomado la temperatura de su mano. Casi se le resbalaba, a causa del sudor. Era fácil, era muy fácil... De haberlo querido…
Grrrrrjjjj… Grrrrrjjjj…
La lluvia remitió, por un instante. Un relincho se dejó oír, desde la calle, y luego el restallido de un látigo. Don Chicho abrió los ojos.
Ma…
Calixto dio paso atrás, alcanzando a esconder la barra detrás de él, justo antes de que su amo la viera.
Cosa fái?
Yo… Yo…, balbuceó el muchacho.
Má va vía, farabuto!, tronó la voz de don Chicho, que buscó en la mesa de noche algo con que tirarle.
Calixto trastabilló, de salida, pegándose contra el marco de la puerta. Por poco se le cae la barra.
Figlio della mignota! Buono per niente!
Eran demasiadas emociones juntas. Calixto dio unos pasos por el pasillo, rebotando contra las paredes, como borracho. Llegado a la cocina, se desmayó.
Para el humilde Aprendiz, que en su vida había tenido más de un par de monedas en el bolsillo, descubrir el escondite con los ahorros de su patrón fue lo más parecido a vivir una experiencia mística. Si la propia Virgen de Lourdes se le hubiera aparecido, junto con las pastorcitas, no se habría quedado más sorprendido.
Dios mío…
Arrodillado sobre el piso de tablas de la despensa, Calixto desplegó en abanico los billetes. Billetes de pesos nacionales, impresos con tintas de variados colores e imágenes de próceres, y billetes de libras esterlinas, cubiertos de filigranas y figurines de leones.
Dios mío…, repetía el muchacho, como en un trance.
Eso, hasta que la voz llegó desde el otro lado del pasillo.
¡Calisto!
No había tiempo para nada. Calixto arrojó los billetes sin acomodar dentro de la caja de latón, junto a la media y la cinta, y volvió a meterla en su escondite.
¡Calisto! ¿Dove séi, porca miseria?
Era la décima vez que don Chicho requería su presencia, en lo que iba de la mañana.
Aquí estoy, don Chicho.
¿Cosa fai? ¿Non escochaste que…?
E-estaba terminando de-de coser el dobladillo de…
Porque, además estar las veinticuatro horas a disposición de su amo, dándole la comida en la boca y suministrándole los remedios, renovando el agua caliente de la botella y retirando la bacinilla con sus deposiciones, Calixto debía seguir con su trabajo en la sastrería. Había que terminar los pedidos pendientes, hacer los mandados y atender a clientes a los que, debido a su importancia, debían seguir atendiendo, aunque el local estuviese cerrado.
¿E il vecchio Johanssen? ¿Non ha traído los veinte pesos del frac?
To-todavía no, don Chicho, dijo Calixto, aún conmocionado por lo que acababa de ver.
Gringo maledetto… Acomodati l’almohada.
Sí, don Chicho.
Un pò più arriba… ¡Non tanto, bestia bruta!
Eso debió ser el miércoles, el miércoles siguiente al domingo del duelo. No. Fue el jueves, después de la segunda visita del Dr. O’Reilly, quien tras un breve examen dictaminó que don Chicho podía volver a levantarse.
Fue un pequeño enfriamiento, nada más…, dijo el viejo médico irlandés. No hay razón para que siga en cama.
Cosa diche?, le respondió don Chicho. Stá sicuro?
Ya no tiene fiebre, los pulmones suenan bien…
¡Ma ío siento que mi mouro!, se indignó el noble sastre italiano, que sólo por llevarle la contraria se quedó en cama varios días más.
¿A-así está bien, do-don Chicho?, terminó de acomodarle las almohadas Calixto.
Su amo lo miró con desconfianza.
E a ti, ¿qué catzzo te suchede?
Estaba más blanco que un papel. Ni que hubiera visto un fantasma.
Nada, don Chicho…
Don Chicho lo escrutó detenidamente. Sus ojos pequeños brillaban de malicia.
Va vía, dijo al fin. Lásciame dormire in páche.
Sí, don Chicho, dijo el muchacho, que caminó hacia la salida con la actitud alerta que adoptaba cuando se alejaba de su amo, quien más de una vez, sin razón aparente, le lanzaba a modo de despedida una taza, un pisapapeles u otro objeto contundente, con infalible puntería.
¡Calisto!
¿Sí?, se sobresaltó el joven, y volvió sobre sus pasos, cuando ya estaba en el pasillo.
Mete un pò di leña n’el brasero. Fa molto freddo…
Era el brasero que estaba en el cuarto de don Chicho, el que le servía para reforzar el calor que le llegaba desde la salamandra grande.
Sí, don Chicho.
Calixto se agachó y revolvió las brasas, ya casi consumidas, con el fierro que usaban como atizador. Luego echó un par de astillas más.
El fuego se avivó. Las llamas subieron y danzaron, desprendiendo chispas. Calixto se las quedó mirando. Dentro de su cabeza danzaban, igual de enloquecidos, pensamientos que a él mismo le daban miedo. Ideas que jamás se le hubieran ocurrido, de no haber visto todo ese dinero ahí adentro de la media.
Bsssss…
A espaldas suyas, la respiración de don Chicho se fue haciendo más regular, sin llegar a ser un ronquido todavía.
Bsssss… Bsssss…
Calixto se puso de pie. Dio media vuelta y observó a su amo.
Bsssss… Bsssss…
Vio el bulto que formaba su barriga, por debajo de las cobijas. El movimiento casi imperceptible de sus párpados, a medida que el sueño lo ganaba.
Bsssss… Bsssss…
Comenzó a llover otra vez. Las gotas estallaban sobre el techo de chapa. Calixto caminó, muy despacio, hacia la cabecera de la cama. En la mano sostenía aún el fierro que usaban como atizador: una gruesa barra de acero, que alguna vez había formado parte de la escotilla de un barco.
Bsssss… Gr-bsssss…
Ahora sí, la respiración don Chicho se iba haciendo más marcada.
Gr-bssss… Grrrrrjjj…
Los pelitos de su bigote que se levantaban, cada vez que al aire salía de su boca. El pompón de su gorro de dormir le caía lacio a un costado.
Grrrrrjjjj… Grrrrrjjjj…
Se escucharon los cascos de un tiro de caballos, allá afuera, y la voz de alguien que pasaba. El mundo seguía su curso, mientras él estaba allí, contemplando el plácido rostro de su patrón: la frente casi lisa de arrugas, a pesar de sus cincuenta años cumplidos; la piel delgada de la sien, en la que se transparentaba un ramillete de venas azuladas; las aletas de su nariz, que se ensanchaban con cada ronquido.
Grrrrrjjjj… Grrrrrjjjj…
Calixto ser acercó un poco más. La barra ya había tomado la temperatura de su mano. Casi se le resbalaba, a causa del sudor. Era fácil, era muy fácil... De haberlo querido…
Grrrrrjjjj… Grrrrrjjjj…
La lluvia remitió, por un instante. Un relincho se dejó oír, desde la calle, y luego el restallido de un látigo. Don Chicho abrió los ojos.
Ma…
Calixto dio paso atrás, alcanzando a esconder la barra detrás de él, justo antes de que su amo la viera.
Cosa fái?
Yo… Yo…, balbuceó el muchacho.
Má va vía, farabuto!, tronó la voz de don Chicho, que buscó en la mesa de noche algo con que tirarle.
Calixto trastabilló, de salida, pegándose contra el marco de la puerta. Por poco se le cae la barra.
Figlio della mignota! Buono per niente!
Eran demasiadas emociones juntas. Calixto dio unos pasos por el pasillo, rebotando contra las paredes, como borracho. Llegado a la cocina, se desmayó.
***
Las gotas formaban burbujas sobre los charcos, señal de que la lluvia iba para largo. Los cañones montados en la Plaza de Armas reflejaban el gris plomizo de las nubes más bajas. Las piedras desparejas de la Calle Principal relucían bajo la lluvia.
¡Arre!
Las calles transversales, todas de tierra, se habían vuelto una trampa para quienes se arriesgaban a cruzarlas. Las ruedas se atascaban en pozones con dos palmos de lodo.
¡Arre! ¡Arre, maldita sea!
Los caballos tiraban y tiraban, sin mayor resultado.
¡Diablos! Se ha vuelto a atascar.
Un boyero se ofrecía a sacarlos del aprieto, a cambio de una tarifa que dependía del apuro y de la cara de idiota del damnificado.
¿Cinco pesos? ¿Acaso estás loco?
Después del subsecuente regateo, una cadena era tendida entre el carro y la yunta de bueyes, que en menos de lo que se dice despegaban el vehículo del barro, para arrastrarlo hasta una zona más segura.
¡Vamos! ¡Apúrense!
El Gobernador destacó una partida de presidiarios, que a pico y pala despejaron las cunetas que se habían desmoronado.
¡Al que lo vea detenerse, recibirá una buena tunda de palos!
Era un trabajo duro, que no fue terminado hasta bien entrada la tarde. El agua estancada comenzó a escurrir hacia la playa.
BUUUUU…
Los cormoranes sobrevolaban la costa, indiferentes a la lluvia. Un barco anunciaba su llegada a la bahía, con toques de bocina a intervalos regulares.
BUUUUU…
Aún no se lo podía ver, a causa de la bruma, aunque sin dudas se trataba del Barbarossa, un vapor de la Deutsche Dampfschiffs, que cubría la ruta Hamburgo-El Callao, y debía pasar por el Estrecho esa semana.
Eso, al menos, era lo que afirmaba el Gordo Aloys, el cerrajero alsaciano, que pasaba las tardes en el boliche El Diluvio, hojeando el periódico y atendiendo a sus eventuales clientes.
No lo creo, dijo uno de los loberos que jugaban a las cartas en una mesa cercana. Ya estamos en diciembre, y el primer paquebote que pasa por aquí en diciembre es el S. S. Borneo.
¿Quieres apostar?
El humo de pipas y cigarrillos subía lentamente, formando una densa capa a la altura de los faroles. Plic, plic, plic, caían las gotas aquí y allá, en baldes, palanganas o tazas que Semillita ¬–¬un crío de unos diez años, más listo que el hambre–, iba colocando a medida que aparecían.
No necesito apostar. Sé que es el Borneo.
¡Oh, no quieres apostar!, dijo el Gordo Aloys, y dio sorbo a su copa de Elixir Raspail, el licor de cáscara de naranja que bebía todas las tardes. Un brebaje que, según su fabricante informaba, fortalecía la sangre y alargaba la vida hasta los cien años.
Sea, te apuesto dos pesos, dijo el Lobero, al notar sobre él las miradas burlonas de los demás parroquianos.
Una nueva gotera apareció, cerca de la ventana.
¡Eh, patrón!, chilló el parroquiano damnificado, a quien una gota le bajó desde el cuello hasta el nacimiento de la espalda.
Semillita corrió con un nuevo recipiente.
¿Por qué sólo dos pesos?, volvió a la carga el Gordo Aloys, dando una pitada a su cigarrillo. ¿No estabas tan seguro?
No quiero quitarte tu dinero, gordinflón. ¡Lo necesitas para las prostitutas!
El Lobero festejó su chiste, tratando de hacer reír a los demás. Sin embargo, el desafío había sido planteado, y era de cobardes retroceder.
Están bien, serán cinco pesos. ¡Ya verás como te arrepientes!
El Gordo Aloys sonrió, y no respondió nada.
¡Mira! ¡Allí!
Semillita corrió, veloz como una saeta, y se zambulló detrás de unos bancos. Tras un instante de forcejo lo vieron emerger, sosteniendo de la cola a una rata. Una rata enorme y peluda, que se debatía en el aire, tratando de soltarse.
¡Oye! ¡Esa sí que es grande!
Era una tarde monótona. Cualquier acontecimiento llamaba la atención.
¡Ya tiene pal guiso de esta noche, Patrón!, gritó uno de los loberos.
¡Clang!, sonó la rata, al caer dentro del tacho en el que Semillita la arrojó, para luego taparlo con unas tablas.
Ya, déjate de tonteras, pos Semilla..., lo amonestó el Patrón, sin demasiado entusiasmo.
No podía impedirle esa inocente cacería, sin embargo. Era la temporada de lluvias, y por ende la temporada de las ratas, que abandonaban sus cuevas inundadas para buscar refugio en las cuevas de los hombres. Estaban por todas partes: en los ranchos de los pobres y en las mansiones de los ricos, en las casas de comercio y en el cuartel. Causaban estragos en alacenas y despensas, repugnaban a los hombres y espantaban a las damas.
¡Chico! ¡Otra ronda de ginebra!
Aparecieron nuevas goteras, con el correr de las horas. El techo no era de chapas, sino de tablas traslapadas, que al paso de los años se habían ido cuarteando.
¡Por algo se llama El Diluvio!
Exacto. El Patrón no tenía el menor apuro por arreglarlo. Al que no le gustara, estaba en libertad de irse al boliche del Vasco Mendieta, que cobraba el doble el vaso de ginebra, o a la taberna de la gringa Irena, que mezclaba el vino con agua.
¿Tendrá algo pa’l envido?
Más parroquianos llegaban, a medida que avanzaba la tarde. El lugar ya estaba repleto. Al igual que las ratas, los hombres también buscaban refugio en El Diluvio.
¿Envido, dijo? Quiero y cante.
Los loberos seguían perdiendo el dinero que tanto les había costado ganar a manos de los tahúres experimentados. El fruto de arriesgar la vida durante de tres o cuatro meses en las corrientes traicioneras del Estrecho de Magallanes o del Canal de Beagle se esfumaba en unas pocas horas de alcohol, naipes y mujeres.
¡31 son mejores!
Un gaucho pidió la guitarra y se puso a templarla, tocando siempre el mismo punteo. Cuando ya la tuvo lista, entonó una cancioncilla más o menos conocida:
¡Arre!
Las calles transversales, todas de tierra, se habían vuelto una trampa para quienes se arriesgaban a cruzarlas. Las ruedas se atascaban en pozones con dos palmos de lodo.
¡Arre! ¡Arre, maldita sea!
Los caballos tiraban y tiraban, sin mayor resultado.
¡Diablos! Se ha vuelto a atascar.
Un boyero se ofrecía a sacarlos del aprieto, a cambio de una tarifa que dependía del apuro y de la cara de idiota del damnificado.
¿Cinco pesos? ¿Acaso estás loco?
Después del subsecuente regateo, una cadena era tendida entre el carro y la yunta de bueyes, que en menos de lo que se dice despegaban el vehículo del barro, para arrastrarlo hasta una zona más segura.
¡Vamos! ¡Apúrense!
El Gobernador destacó una partida de presidiarios, que a pico y pala despejaron las cunetas que se habían desmoronado.
¡Al que lo vea detenerse, recibirá una buena tunda de palos!
Era un trabajo duro, que no fue terminado hasta bien entrada la tarde. El agua estancada comenzó a escurrir hacia la playa.
BUUUUU…
Los cormoranes sobrevolaban la costa, indiferentes a la lluvia. Un barco anunciaba su llegada a la bahía, con toques de bocina a intervalos regulares.
BUUUUU…
Aún no se lo podía ver, a causa de la bruma, aunque sin dudas se trataba del Barbarossa, un vapor de la Deutsche Dampfschiffs, que cubría la ruta Hamburgo-El Callao, y debía pasar por el Estrecho esa semana.
Eso, al menos, era lo que afirmaba el Gordo Aloys, el cerrajero alsaciano, que pasaba las tardes en el boliche El Diluvio, hojeando el periódico y atendiendo a sus eventuales clientes.
No lo creo, dijo uno de los loberos que jugaban a las cartas en una mesa cercana. Ya estamos en diciembre, y el primer paquebote que pasa por aquí en diciembre es el S. S. Borneo.
¿Quieres apostar?
El humo de pipas y cigarrillos subía lentamente, formando una densa capa a la altura de los faroles. Plic, plic, plic, caían las gotas aquí y allá, en baldes, palanganas o tazas que Semillita ¬–¬un crío de unos diez años, más listo que el hambre–, iba colocando a medida que aparecían.
No necesito apostar. Sé que es el Borneo.
¡Oh, no quieres apostar!, dijo el Gordo Aloys, y dio sorbo a su copa de Elixir Raspail, el licor de cáscara de naranja que bebía todas las tardes. Un brebaje que, según su fabricante informaba, fortalecía la sangre y alargaba la vida hasta los cien años.
Sea, te apuesto dos pesos, dijo el Lobero, al notar sobre él las miradas burlonas de los demás parroquianos.
Una nueva gotera apareció, cerca de la ventana.
¡Eh, patrón!, chilló el parroquiano damnificado, a quien una gota le bajó desde el cuello hasta el nacimiento de la espalda.
Semillita corrió con un nuevo recipiente.
¿Por qué sólo dos pesos?, volvió a la carga el Gordo Aloys, dando una pitada a su cigarrillo. ¿No estabas tan seguro?
No quiero quitarte tu dinero, gordinflón. ¡Lo necesitas para las prostitutas!
El Lobero festejó su chiste, tratando de hacer reír a los demás. Sin embargo, el desafío había sido planteado, y era de cobardes retroceder.
Están bien, serán cinco pesos. ¡Ya verás como te arrepientes!
El Gordo Aloys sonrió, y no respondió nada.
¡Mira! ¡Allí!
Semillita corrió, veloz como una saeta, y se zambulló detrás de unos bancos. Tras un instante de forcejo lo vieron emerger, sosteniendo de la cola a una rata. Una rata enorme y peluda, que se debatía en el aire, tratando de soltarse.
¡Oye! ¡Esa sí que es grande!
Era una tarde monótona. Cualquier acontecimiento llamaba la atención.
¡Ya tiene pal guiso de esta noche, Patrón!, gritó uno de los loberos.
¡Clang!, sonó la rata, al caer dentro del tacho en el que Semillita la arrojó, para luego taparlo con unas tablas.
Ya, déjate de tonteras, pos Semilla..., lo amonestó el Patrón, sin demasiado entusiasmo.
No podía impedirle esa inocente cacería, sin embargo. Era la temporada de lluvias, y por ende la temporada de las ratas, que abandonaban sus cuevas inundadas para buscar refugio en las cuevas de los hombres. Estaban por todas partes: en los ranchos de los pobres y en las mansiones de los ricos, en las casas de comercio y en el cuartel. Causaban estragos en alacenas y despensas, repugnaban a los hombres y espantaban a las damas.
¡Chico! ¡Otra ronda de ginebra!
Aparecieron nuevas goteras, con el correr de las horas. El techo no era de chapas, sino de tablas traslapadas, que al paso de los años se habían ido cuarteando.
¡Por algo se llama El Diluvio!
Exacto. El Patrón no tenía el menor apuro por arreglarlo. Al que no le gustara, estaba en libertad de irse al boliche del Vasco Mendieta, que cobraba el doble el vaso de ginebra, o a la taberna de la gringa Irena, que mezclaba el vino con agua.
¿Tendrá algo pa’l envido?
Más parroquianos llegaban, a medida que avanzaba la tarde. El lugar ya estaba repleto. Al igual que las ratas, los hombres también buscaban refugio en El Diluvio.
¿Envido, dijo? Quiero y cante.
Los loberos seguían perdiendo el dinero que tanto les había costado ganar a manos de los tahúres experimentados. El fruto de arriesgar la vida durante de tres o cuatro meses en las corrientes traicioneras del Estrecho de Magallanes o del Canal de Beagle se esfumaba en unas pocas horas de alcohol, naipes y mujeres.
¡31 son mejores!
Un gaucho pidió la guitarra y se puso a templarla, tocando siempre el mismo punteo. Cuando ya la tuvo lista, entonó una cancioncilla más o menos conocida:
Con los ojos del alma
te estoy mirando
y con los de la cara,
disimulando.
te estoy mirando
y con los de la cara,
disimulando.
Cantaba con mucho sentimiento. Las conversaciones fueron bajando de tono.
¿Sabes qué es lo quiero,
más que a mi vida?
Son tus dos ojos negros,
que me asesinan.
más que a mi vida?
Son tus dos ojos negros,
que me asesinan.
La puerta se abrió en mitad de la última estrofa, dejando entrar una ráfaga de aire frío. Una desgarbada figura hizo su aparición. Era Calixto, al aprendiz de la sastrería, que se quedó ahí en el umbral, algo desconcertado, al ver que todos lo miraban. No sabía si seguir o pegar la vuelta.
¡Eh, sastrecillo valiente! ¡Cierra la maldita puerta, que nos helamos aquí adentro!
¡Eh, sastrecillo valiente! ¡Cierra la maldita puerta, que nos helamos aquí adentro!
***
Manaccia!, se dijo don Chicho, que aún no podía superar la desagradable sorpresa.
Figlio della mignota! Disgraziato!
Haber sorprendido al bueno para nada de Calixto mirándolo de esa manera, cuando estaba en la cama, con esa expresión de inocultable ansiedad, hizo que don Chicho comprendiera de inmediato lo que estaba sucediendo. ¡Así que además de ladrón, embustero, holgazán y tonto de remate, el mozalbete era además un afeminado!
Ahora le quedaba claro por qué el muchacho había actuado de manera tan dócil, desde que estaba su servicio. ¡Por eso no le crecía la barba, a pesar de haber pasado ya los veinte años!
Pezzo di feminnello! Richione!
Don Chicho se estremecía, de sólo pensar en lo que ese jovenzuelo pervertido le hubiera hecho, de no haber abierto los ojos a tiempo. Tal vez se hubiera inclinado hacia a él y lo hubiera… ¡Puaj! ¡Se le revolvían las tripas, de sólo pensarlo!
Don Chicho ya había tenido una experiencia parecida, cuando era un niño, allá en Nápoles. Unos golfos callejeros lo interceptaron, cuando volvía de hacer un mandado, en el callejón contiguo a la sastrería de don Vittorio. Uno le tapó la boca y el otro comenzó a desvestirlo.
¡Quédate quieto! ¡Te gustará!
De no ser por Fabrizio, que vio desde la ventana lo que estaba pasando, y salió a correrlos con un palo, sólo Dios sabe lo que hubiera sido de él.
Fegatto! Chiacchiello!, seguía con sus imprecaciones don Chicho, apelando a todas las variantes de su dialecto natal. Farfallone!
La culpa era de él, en parte, por no haberlo castigado lo suficiente. Por no darle suficientes rebencazos, cuando tuvo la oportunidad. Por haber cedido a sus lamentos, cuando lloraba abrazado a sus piernas, suplicando que ya no le pegara.
Schifoso!
Aún estoy a tiempo, se dijo don Chicho, que estaba a decidido a recuperar el tiempo perdido a como diera lugar.
Dejando por un momento su lecho de enfermo, don Chicho buscó el rebenque de cuero trenzado y lo dejó junto a la cama, al alcance de la mano.
Que se atreva a intentarlo de nuevo, se dijo el noble sastre italiano. ¡Voy a sacarle lo farfallone a puros guascazos!
Figlio della mignota! Disgraziato!
Haber sorprendido al bueno para nada de Calixto mirándolo de esa manera, cuando estaba en la cama, con esa expresión de inocultable ansiedad, hizo que don Chicho comprendiera de inmediato lo que estaba sucediendo. ¡Así que además de ladrón, embustero, holgazán y tonto de remate, el mozalbete era además un afeminado!
Ahora le quedaba claro por qué el muchacho había actuado de manera tan dócil, desde que estaba su servicio. ¡Por eso no le crecía la barba, a pesar de haber pasado ya los veinte años!
Pezzo di feminnello! Richione!
Don Chicho se estremecía, de sólo pensar en lo que ese jovenzuelo pervertido le hubiera hecho, de no haber abierto los ojos a tiempo. Tal vez se hubiera inclinado hacia a él y lo hubiera… ¡Puaj! ¡Se le revolvían las tripas, de sólo pensarlo!
Don Chicho ya había tenido una experiencia parecida, cuando era un niño, allá en Nápoles. Unos golfos callejeros lo interceptaron, cuando volvía de hacer un mandado, en el callejón contiguo a la sastrería de don Vittorio. Uno le tapó la boca y el otro comenzó a desvestirlo.
¡Quédate quieto! ¡Te gustará!
De no ser por Fabrizio, que vio desde la ventana lo que estaba pasando, y salió a correrlos con un palo, sólo Dios sabe lo que hubiera sido de él.
Fegatto! Chiacchiello!, seguía con sus imprecaciones don Chicho, apelando a todas las variantes de su dialecto natal. Farfallone!
La culpa era de él, en parte, por no haberlo castigado lo suficiente. Por no darle suficientes rebencazos, cuando tuvo la oportunidad. Por haber cedido a sus lamentos, cuando lloraba abrazado a sus piernas, suplicando que ya no le pegara.
Schifoso!
Aún estoy a tiempo, se dijo don Chicho, que estaba a decidido a recuperar el tiempo perdido a como diera lugar.
Dejando por un momento su lecho de enfermo, don Chicho buscó el rebenque de cuero trenzado y lo dejó junto a la cama, al alcance de la mano.
Que se atreva a intentarlo de nuevo, se dijo el noble sastre italiano. ¡Voy a sacarle lo farfallone a puros guascazos!
***
Al bordoneo de la guitarra siguió el vibrar del acordeón: eran los marineros del Barbarrosa, a quien el dueño del Diluvio pronto les hizo lugar, desalojando a un par de borrachines insolventes.
Und ihr Hals wird lang und länger,
Ihr Gesang wird bang und bänger...
Ihr Gesang wird bang und bänger...
Pucha con los gringos…, meneaban la cabeza los parroquianos de siempre, aunque el patrón estaba exultante. La cerveza embotellada y el ron del Caribe corrían como agua. Semillita iba y venía con la bandeja, recibiendo de propina monedas de 10 pfenning. No tardaron en llegar las chicas, como polillas atraídas por la luz. Se sentaron sobre las rodillas de los recién llegados, ordenaron licor de anís.
Ja, ja, ja, reía con su estentórea voz de bajo el gordo Aloys, que era ahora cinco pesos más rico.
¿Qué pasa contigo, muchacho?, le dijo a Calixto, a quien había invitado a su mesa. ¿Por qué tienes esa cara?
Calixto se pasó el dedo por el cuello de la camisa. Le faltaba el aire. El estruendo del acordeón le taladraba la cabeza.
No es nada. Yo…
Había pensado que una copa de guachacay en El Diluvio le ayudaría a ordenar sus ideas, pero se sentía peor.
Ja, ja, ja, reía con su estentórea voz de bajo el gordo Aloys, que era ahora cinco pesos más rico.
¿Qué pasa contigo, muchacho?, le dijo a Calixto, a quien había invitado a su mesa. ¿Por qué tienes esa cara?
Calixto se pasó el dedo por el cuello de la camisa. Le faltaba el aire. El estruendo del acordeón le taladraba la cabeza.
No es nada. Yo…
Había pensado que una copa de guachacay en El Diluvio le ayudaría a ordenar sus ideas, pero se sentía peor.
Aber wehe, wehe, wehe!
Wenn ich auf das Ende sehe!
Wenn ich auf das Ende sehe!
Es por esa porquería que bebes, le dijo el Gordo Aloys. Espera a probar una copa de este magnífico tónico, verás cómo te repone. ¡No te preocupes, yo invito!
Era lo menos que podía hacer, pensó Calixto, luego de haberle sacado un traje a medida, prácticamente gratis. ¡Y no un traje cualquiera, sino uno que cubriera su inmenso corpachón! Casi un rollo entero del mejor tweed escocés, había empleado Calixto, para cubrir esa montaña de carne. ¿Es que no iba a echarlo de menos, don Chicho, cuando se levantara y revisara el depósito? ¿Y qué tal si se topaba con el Gordo Aloys por la calle? Iba a darse cuenta enseguida de que se trataba del tweed a cuadros rojos y verdes que había venido en la última partida, y tan rápido se había esfumado. Tarde o temprano iba a suceder: al Gordo le había gustado tanto su nuevo atuendo que ahora lo usaba todos los días. Parecía un circo ambulante.
El chillido del acordeón se detuvo al fin.
¡Chico, ven aquí!, llamó el Gordo Aloys al movedizo Semillita. Deja esa maldita rata, ¿quieres? Trae dos copas de Raspail. ¡Bien llenas hasta arriba!
Sí, don Aloy.
¡Clang!, sonó la segunda rata contra el fondo de la lata.
¿Qué problema tienes?, preguntó el Gordo. ¿El napolitano ese te está fastidiando de nuevo? Ya te lo dije, deberías partirle la cabeza de un fierrazo.
No, dijo uno de los loberos de la mesa de al lado. Mejor será que le pegue un hachazo en la frente.
¡Que lo degüelle!, dijo uno de los gauchos. ¡Es lo más rápido!
Calixto trató de sonreír. Los parroquianos del Diluvio siempre le hacían ese tipo de bromas, sólo porque sabían que él jamás haría algo parecido. Él había sido de la misma opinión, hasta esta tarde. ¿Qué es lo que había cambiado? ¿El dinero?
Semillita volvió con el pedido. Chocaron las copas. El brebaje era fuerte, pero agradable. Sabía un poco a golosina y un poco a remedio. El marinero comenzó a tocar otra vez su acordeón, aunque de forma ya no tan estridente. Tocó una canción que era triste y alegre al mismo tiempo, una tonada que evocó en esos hombres curtidos el recuerdo de un amor perdido, la ternura de una madre, o el paisaje de su tierra natal.
¡Qué linda!, exclamó una de las chicas.
Hasta el Patrón se olvidó por un momento del trajín de las botellas, los vasos y el dinero, y acodado en el mostrador contempló como los dedos del marinero resbalaban sobre las teclas.
Todos parecían conmovidos, menos Calixto, que pensaba:
Me va a matar… Me va a matar…
Era así. Tenía que ser. Era más fuerte, era más listo. Sabía todo lo que él pensaba, tan sólo con verlo. ¡Y ni siquiera eso!
¿Cómo, si no, había abierto los ojos, justo en ese momento, cuando él estaba ahí, junto a la cama, contemplando la idea de matarlo? ¿Cómo se había despertado? No fue por el relincho del caballo, era otra cosa: algo diabólico.
Manacchia!, exclamó Calixto, con el vaso en la mano todavía, la vista perdida en la distancia.
Y también iba a saber, por supuesto, que él había descubierto el escondite con el dinero —por más que, aprovechando una nueva siesta de su amo, Calixto se hubiera cuidado de dejar el rollo de billetes tal y como lo había encontrado, atado con la cinta, y adentro de la media…
¿Y? ¿Qué te parece?, preguntó el Gordo Aloys, señalándole con un gesto la bebida.
Estoy perdido, pensó Calixto, que por un momento contempló la posibilidad de suicidarse. ¿Pero cómo? Le faltaba el valor. Era un cobarde.
¡Ay, qué asco! ¡Quítala, quítala!
Semillita había atrapado su tercera rata, que no sonó, esta vez, al ir a parar dentro del tacho, ya que su caída fue amortiguada por las otras dos. El muchacho mostró su trofeo, a quien quisiera verlo: las tres ratas, dos más chicas y una enorme, de pelaje más oscuro, que arañaban las paredes de la lata.
Ach, was für eine grosse Ratte!
¿Para qué las quieres? ¿Por qué no las matas?
Billy el Yanqui las está comprando, a dos centavos la pieza, explicó el chico. Va a hacer un Pozo de Ratas este domingo.
¡Ayjuna!, exclamó uno de los gauchos, que jamás había escuchado hablar del asunto.
Uno de los loberos le explicó de qué se trataba. Era una disciplina deportiva más o menos reciente, introducida en la Colonia por marineros británicos. Consistía en arrojar en un pozo cuadrado, de unos seis pies de lado y tres de profundidad, un número determinado de ratas, unas cincuenta, por caso, para luego introducir a un perro, y medir el tiempo que tardaba en matarlas. El propio Billy oficiaba de juez, y su ayudante manejaba el cronómetro, que comenzaba a correr en el momento en que el perro tocaba el fondo del pozo.
¡Se enllena de gente!, dijo el Lobero.
Así era. Pobres y ricos por igual se apretujaban en el recinto, apostando por sus perros. Se trataba de perros naturalmente dotados para cazar alimañas, como mastines y terriers, que además habían sido entrenados para ese menester.
El campeón del último año era Bigote, el fox-terrier del Vasco Mendieta.
Bigote tenía una técnica espectacular. En vez de perseguir las ratas por el cuadrilátero, las arriaba a todas contra un rincón, como si fueran ovejas, y una vez allí las dejaba que intentaran escapar. Era tan rápido que las mataba una por una, medida que salían, de un solo mordisco, y las arrojaba a un costado. Era un espectáculo digno de ver. Hasta los que le habían apostado en contra se veían obligados a aplaudirlo.
Dicen que el Vasco les da una carga de pólvora todas las semanas, para que se haga más bravo.
¿Qué?
¡Yo mismo lo he visto! ¡Desarma una munición de Remintón y se la vuelca en el hocico!
No vaya a pasarle lo que le pasó al perro de Martínez Martínez.
¿Qué le pasó?
La última rata que quedaba, al quedarse acorraláa, entró a darle pelea.
¡Lo vi! ¡Yo estaba ahí! ¡Le tiró un par de tarascones a la trompa, y le arrancó un ojo de un arañazo!
El acordeón había terminado su canción. El lobero concluyó:
¡Una rata acorralada es muy peligrosa!
Estos sudamericanos… meneó la cabeza el Gordo Aloys. ¡Son todos unos salvajes!
Era lo menos que podía hacer, pensó Calixto, luego de haberle sacado un traje a medida, prácticamente gratis. ¡Y no un traje cualquiera, sino uno que cubriera su inmenso corpachón! Casi un rollo entero del mejor tweed escocés, había empleado Calixto, para cubrir esa montaña de carne. ¿Es que no iba a echarlo de menos, don Chicho, cuando se levantara y revisara el depósito? ¿Y qué tal si se topaba con el Gordo Aloys por la calle? Iba a darse cuenta enseguida de que se trataba del tweed a cuadros rojos y verdes que había venido en la última partida, y tan rápido se había esfumado. Tarde o temprano iba a suceder: al Gordo le había gustado tanto su nuevo atuendo que ahora lo usaba todos los días. Parecía un circo ambulante.
El chillido del acordeón se detuvo al fin.
¡Chico, ven aquí!, llamó el Gordo Aloys al movedizo Semillita. Deja esa maldita rata, ¿quieres? Trae dos copas de Raspail. ¡Bien llenas hasta arriba!
Sí, don Aloy.
¡Clang!, sonó la segunda rata contra el fondo de la lata.
¿Qué problema tienes?, preguntó el Gordo. ¿El napolitano ese te está fastidiando de nuevo? Ya te lo dije, deberías partirle la cabeza de un fierrazo.
No, dijo uno de los loberos de la mesa de al lado. Mejor será que le pegue un hachazo en la frente.
¡Que lo degüelle!, dijo uno de los gauchos. ¡Es lo más rápido!
Calixto trató de sonreír. Los parroquianos del Diluvio siempre le hacían ese tipo de bromas, sólo porque sabían que él jamás haría algo parecido. Él había sido de la misma opinión, hasta esta tarde. ¿Qué es lo que había cambiado? ¿El dinero?
Semillita volvió con el pedido. Chocaron las copas. El brebaje era fuerte, pero agradable. Sabía un poco a golosina y un poco a remedio. El marinero comenzó a tocar otra vez su acordeón, aunque de forma ya no tan estridente. Tocó una canción que era triste y alegre al mismo tiempo, una tonada que evocó en esos hombres curtidos el recuerdo de un amor perdido, la ternura de una madre, o el paisaje de su tierra natal.
¡Qué linda!, exclamó una de las chicas.
Hasta el Patrón se olvidó por un momento del trajín de las botellas, los vasos y el dinero, y acodado en el mostrador contempló como los dedos del marinero resbalaban sobre las teclas.
Todos parecían conmovidos, menos Calixto, que pensaba:
Me va a matar… Me va a matar…
Era así. Tenía que ser. Era más fuerte, era más listo. Sabía todo lo que él pensaba, tan sólo con verlo. ¡Y ni siquiera eso!
¿Cómo, si no, había abierto los ojos, justo en ese momento, cuando él estaba ahí, junto a la cama, contemplando la idea de matarlo? ¿Cómo se había despertado? No fue por el relincho del caballo, era otra cosa: algo diabólico.
Manacchia!, exclamó Calixto, con el vaso en la mano todavía, la vista perdida en la distancia.
Y también iba a saber, por supuesto, que él había descubierto el escondite con el dinero —por más que, aprovechando una nueva siesta de su amo, Calixto se hubiera cuidado de dejar el rollo de billetes tal y como lo había encontrado, atado con la cinta, y adentro de la media…
¿Y? ¿Qué te parece?, preguntó el Gordo Aloys, señalándole con un gesto la bebida.
Estoy perdido, pensó Calixto, que por un momento contempló la posibilidad de suicidarse. ¿Pero cómo? Le faltaba el valor. Era un cobarde.
¡Ay, qué asco! ¡Quítala, quítala!
Semillita había atrapado su tercera rata, que no sonó, esta vez, al ir a parar dentro del tacho, ya que su caída fue amortiguada por las otras dos. El muchacho mostró su trofeo, a quien quisiera verlo: las tres ratas, dos más chicas y una enorme, de pelaje más oscuro, que arañaban las paredes de la lata.
Ach, was für eine grosse Ratte!
¿Para qué las quieres? ¿Por qué no las matas?
Billy el Yanqui las está comprando, a dos centavos la pieza, explicó el chico. Va a hacer un Pozo de Ratas este domingo.
¡Ayjuna!, exclamó uno de los gauchos, que jamás había escuchado hablar del asunto.
Uno de los loberos le explicó de qué se trataba. Era una disciplina deportiva más o menos reciente, introducida en la Colonia por marineros británicos. Consistía en arrojar en un pozo cuadrado, de unos seis pies de lado y tres de profundidad, un número determinado de ratas, unas cincuenta, por caso, para luego introducir a un perro, y medir el tiempo que tardaba en matarlas. El propio Billy oficiaba de juez, y su ayudante manejaba el cronómetro, que comenzaba a correr en el momento en que el perro tocaba el fondo del pozo.
¡Se enllena de gente!, dijo el Lobero.
Así era. Pobres y ricos por igual se apretujaban en el recinto, apostando por sus perros. Se trataba de perros naturalmente dotados para cazar alimañas, como mastines y terriers, que además habían sido entrenados para ese menester.
El campeón del último año era Bigote, el fox-terrier del Vasco Mendieta.
Bigote tenía una técnica espectacular. En vez de perseguir las ratas por el cuadrilátero, las arriaba a todas contra un rincón, como si fueran ovejas, y una vez allí las dejaba que intentaran escapar. Era tan rápido que las mataba una por una, medida que salían, de un solo mordisco, y las arrojaba a un costado. Era un espectáculo digno de ver. Hasta los que le habían apostado en contra se veían obligados a aplaudirlo.
Dicen que el Vasco les da una carga de pólvora todas las semanas, para que se haga más bravo.
¿Qué?
¡Yo mismo lo he visto! ¡Desarma una munición de Remintón y se la vuelca en el hocico!
No vaya a pasarle lo que le pasó al perro de Martínez Martínez.
¿Qué le pasó?
La última rata que quedaba, al quedarse acorraláa, entró a darle pelea.
¡Lo vi! ¡Yo estaba ahí! ¡Le tiró un par de tarascones a la trompa, y le arrancó un ojo de un arañazo!
El acordeón había terminado su canción. El lobero concluyó:
¡Una rata acorralada es muy peligrosa!
Estos sudamericanos… meneó la cabeza el Gordo Aloys. ¡Son todos unos salvajes!
***
Calixto pasó una noche horrible. En sueños se veía perseguido por un gigantesco perro, igualito a Mandinga, el perro del vecino (un dogo blanco, con una mancha negra alrededor de un ojo, como un antifaz, que una vez lo había mordido).
Calixto corría y corría, mientras el perro le gritaba:
Stronzo! Mascalzone!
¿Cómo podía ser? Era el perro Mandinga y era don Chicho al mismo tiempo.
Figlio da putana!
Calixto se despertaba, agitado, como si realmente lo hubieran estado persiguiendo.
¡Pégale un hachazo en la frente! ¡Córtale la garganta!
No. No podía. No hubiera podido. La sola visión de la sangre le provocaba náuseas.
¡Una rata acorralada es capaz de cualquier cosa!
TAN… sonaba la campana de la parroquia, llamando a la misa matutina. TAN…
Calixto se levantó. Era inútil que tratara de seguir durmiendo. Abrió la ventana del costado, para ventilar un poco el lugar.
Tan… Tan…
La lluvia se había detenido. El aire olía a pasto mojado.
Guáu, guáu, ladró Mandinga, que correteaba a unas palomas. Las persiguió hasta el borde de la cerca, y luego volvió moviendo el rabo, que tenía recortado, como una salchichita blanca que se meneaba en el aire.
¡Mandinga!, le gritaba su dueña. ¡Mandinga! ¡Ven aquí!
Por la otra ventana, la que daba al frente, se veían las aguas grises de la bahía, en las que destacaba el casco rojo del Barbarosa. Un rayo de sol se coló entre las nubes que cubrían el estrecho.
¡Calisto!
La voz de don Chicho rasgó la calma de la mañana.
¡Calisto!
Sí, don Chicho, dijo el muchacho, con una naturalidad que a él mismo lo sorprendió.
¡Calisto, vieni cuí!
Calixto corría y corría, mientras el perro le gritaba:
Stronzo! Mascalzone!
¿Cómo podía ser? Era el perro Mandinga y era don Chicho al mismo tiempo.
Figlio da putana!
Calixto se despertaba, agitado, como si realmente lo hubieran estado persiguiendo.
¡Pégale un hachazo en la frente! ¡Córtale la garganta!
No. No podía. No hubiera podido. La sola visión de la sangre le provocaba náuseas.
¡Una rata acorralada es capaz de cualquier cosa!
TAN… sonaba la campana de la parroquia, llamando a la misa matutina. TAN…
Calixto se levantó. Era inútil que tratara de seguir durmiendo. Abrió la ventana del costado, para ventilar un poco el lugar.
Tan… Tan…
La lluvia se había detenido. El aire olía a pasto mojado.
Guáu, guáu, ladró Mandinga, que correteaba a unas palomas. Las persiguió hasta el borde de la cerca, y luego volvió moviendo el rabo, que tenía recortado, como una salchichita blanca que se meneaba en el aire.
¡Mandinga!, le gritaba su dueña. ¡Mandinga! ¡Ven aquí!
Por la otra ventana, la que daba al frente, se veían las aguas grises de la bahía, en las que destacaba el casco rojo del Barbarosa. Un rayo de sol se coló entre las nubes que cubrían el estrecho.
¡Calisto!
La voz de don Chicho rasgó la calma de la mañana.
¡Calisto!
Sí, don Chicho, dijo el muchacho, con una naturalidad que a él mismo lo sorprendió.
¡Calisto, vieni cuí!
***
Don Chicho vigiló los días siguientes a Calixto más de cerca que nunca. Quería pescarlo en una, en una sola de sus farfaladas, para darle la soba de su vida. No tuvo oportunidad. El joven se mostraba más amable que nunca. Más servicial, o mejor dicho más servil que nunca, sin importar lo mucho que don Chicho le buscara las cosquillas.
¡Presta atenzione, imbéchile!
Calixto le preparaba el café de la mañana justo como a don Chicho le gustaba, y las comidas en su punto justo. Lo ayudaba a acicarlarse, y cuando don Chicho estuvo en condiciones de levantarse y salir al mundo, lo ayudó a bañarse y a vestirse, y lo afeitó con todo el cuidado del mundo. Le pasó la navaja afilada por las mejillas, por el cuello, por la barbilla.
¡Yegas a facharme un corte y te yuro que…!
No, don Chicho…
Lo acompañó hasta la puerta. Escuchó sus instrucciones.
E lougo, coando termines con el traje de Martínez…
Sí, don Chicho.
¡Presta atenzione, imbéchile!
Calixto le preparaba el café de la mañana justo como a don Chicho le gustaba, y las comidas en su punto justo. Lo ayudaba a acicarlarse, y cuando don Chicho estuvo en condiciones de levantarse y salir al mundo, lo ayudó a bañarse y a vestirse, y lo afeitó con todo el cuidado del mundo. Le pasó la navaja afilada por las mejillas, por el cuello, por la barbilla.
¡Yegas a facharme un corte y te yuro que…!
No, don Chicho…
Lo acompañó hasta la puerta. Escuchó sus instrucciones.
E lougo, coando termines con el traje de Martínez…
Sí, don Chicho.
***
Calixto probó primero con una rata. Porque también en la sastrería habían aparecido esos inesperados visitantes, y uno había caído en una de las trampas que habían colocado. Una trampa con forma de jaula, por la que entraban a través de un embudo con pinchos, por el cual ya no podían salir.
¡Hola!, dijo al verla Calixto, que no la ahogó en un balde, como se hacía habitualmente en esos casos, ni se la vendió a Billy el Yanqui por dos centavos (¡Dos centavos!) sino que le dio una de las pastillas que había comprado en la botica de Monsieur Lefèvre, cuando fue a buscar las friegas de alcanfor y el tónico para la tos para su patrón.
Mira lo que tengo para ti, amiguita.
Se la ofreció sobre la punta del dedo, a través de los barrotes de alambre. La rata se fue para el lado contrario, luego volvió. La olfateó con su hocico bigotudo. La pastilla estaba envuelta en una cubierta azucarada, o eso al menos fue lo que la mujer del boticario le dijo.
Toma, amiguita. Come…
Debía tener hambre, después de tanto tiempo allí. La mordisqueó, cautelosamente, por un borde, y al encontrarla sabrosa la engulló por completo.
Bien… Así…
No tardó mucho en ponerse a caminar de un lado para otro de la jaula, a sacudirse, a temblar. Miraba a Calixto, con sus ojos pequeñitos y redondos, como pidiéndole ayuda.
¿Estuvo buena? ¿Te gustó?
El pobre bicho abría la boca, como si le faltara el aire, pero los fuelles no le respondían. Para cuando el reloj de péndulo de la sastrería marcó las y media, la rata ya no se movía.
Bien, muy bien…
Calixto guardó el frasco en el escondite que se había fabricado, detrás de la chimenea, junto al juego de llaves que le había hecho hacer al Gordo Aloys.
¡Calisto!
Lo más importante era pensar con la cabeza fría, no cometer locuras. Como cuando entró a la despensa y se comió la provisión entera de quesos y embutidos de don Chicho. ¿Qué fue lo que logró? Los terminó vomitando.
¡Calisto! ¿Dove séi, porca miseria?
Acá estoy, don Chicho.
Calixto meneó la cabeza, al recordar que tan sólo unos días atrás había contemplado la posibilidad de suicidarse. ¡Cómo había cambiado todo, desde entonces! ¡Se sentía más vivo que nunca!
A la segunda prueba la hizo con Mandinga, el perro del vecino, sólo que en vez de una pastilla le dio dos. Se las arrojó por encima de la cerca, envueltas en una feta de salchichón, y lo espió desde la ventana de la sastrería, a través de las cortinas. El mismo proceso: las corridas, el temblequeo, las convulsiones.
¡Mandinga!
Mandinga había quedado ahí, con la panza blanca al aire y la mancha negra alrededor del ojo, como un antifaz.
¡Mandiga! ¿Dónde estás?
Sus sentidos estaban más alerta que nunca. Pescaba conversaciones al vuelo: mientras hacía las compras, mientras tomaba las medidas a un cliente, cuando se tomaba una copita en El Diluvio.
Y, digamos… si uno quisiera irse de este lugar… Irse para el Norte…
Sabía que la huida por tierra era casi imposible. Había que atravesar más de doscientas leguas de desierto, por territorio salvaje, hasta llegar al primer poblado del lado argentino, y él apenas sabía cabalgar.
Ah… sonrió el Gordo Aloys. De modo que sí te sirvieron esas llaves que te hice.
¡Shhhh!
El Gordo le dijo lo que ya sabía: que la única vía para salir de ese confín maldito del mundo era por medio de uno de los paquebotes que hacían la carrera del Atlántico. Sólo que no podía ir a comprar un pasaje, por más que pudiera pagarlo. Punta Arenas seguía siendo una Colonia Penal, y cada salida estaba estrictamente controlada. El capitán del barco debía presentar a las autoridades el registro de los pasajeros que embarcaban allí, unas horas antes de zarpar, y el nombre de alguien como él podía levantar sospechas. ¿Cómo es que se iba así, de improviso? ¿De dónde había sacado el dinero para el pasaje?
Lo mejor, le dijo el Gordo Aloys, será que subas en la chalupa de los vendedores de chucherías, y luego te pierdas por una de las escalinatas que bajan a la bodega. Si algún marinero te ve, bastará con darle una cajetilla de cigarrillos para que haga la vista gorda. Una vez que el barco zarpe, siempre podrás inventar alguna historia.
¡Don Chicho! Aquí le traigo su café.
Se lo preparaba como a él le gustaba, al estilo turco, haciéndolo hervir en un cazo de cobre, para luego agregarle abundante azúcar.
¡Ah…!, se relamía los bigotes el noble sastre italiano, que debía reconocer, a pesar suyo, de que el farfallone de su asistente preparaba un café excelente.
¡Espera a que le agregue las tres pastillas!, pensaba Calixto, y tenía que morderse el labio para no largarse a reír.
¿Y cuándo pasará el próximo barco?
Ja, ja, ja… se rió francamente el Gordo. ¿Tanto apuro tienes?
¡Oh, no! Sólo preguntaba por…
El Aquitaine, de la Compagnie Transatlantique, pasará por aquí pasado mañana, si el tiempo lo ayuda…
Calixto sintió su corazón acelerarse.
O el lunes, a lo sumo. No suelen cargar carbón aquí, así que sólo estará un par de horas en la rada, el tiempo suficiente de dejar las sacas del correo…
¡Hola!, dijo al verla Calixto, que no la ahogó en un balde, como se hacía habitualmente en esos casos, ni se la vendió a Billy el Yanqui por dos centavos (¡Dos centavos!) sino que le dio una de las pastillas que había comprado en la botica de Monsieur Lefèvre, cuando fue a buscar las friegas de alcanfor y el tónico para la tos para su patrón.
Mira lo que tengo para ti, amiguita.
Se la ofreció sobre la punta del dedo, a través de los barrotes de alambre. La rata se fue para el lado contrario, luego volvió. La olfateó con su hocico bigotudo. La pastilla estaba envuelta en una cubierta azucarada, o eso al menos fue lo que la mujer del boticario le dijo.
Toma, amiguita. Come…
Debía tener hambre, después de tanto tiempo allí. La mordisqueó, cautelosamente, por un borde, y al encontrarla sabrosa la engulló por completo.
Bien… Así…
No tardó mucho en ponerse a caminar de un lado para otro de la jaula, a sacudirse, a temblar. Miraba a Calixto, con sus ojos pequeñitos y redondos, como pidiéndole ayuda.
¿Estuvo buena? ¿Te gustó?
El pobre bicho abría la boca, como si le faltara el aire, pero los fuelles no le respondían. Para cuando el reloj de péndulo de la sastrería marcó las y media, la rata ya no se movía.
Bien, muy bien…
Calixto guardó el frasco en el escondite que se había fabricado, detrás de la chimenea, junto al juego de llaves que le había hecho hacer al Gordo Aloys.
¡Calisto!
Lo más importante era pensar con la cabeza fría, no cometer locuras. Como cuando entró a la despensa y se comió la provisión entera de quesos y embutidos de don Chicho. ¿Qué fue lo que logró? Los terminó vomitando.
¡Calisto! ¿Dove séi, porca miseria?
Acá estoy, don Chicho.
Calixto meneó la cabeza, al recordar que tan sólo unos días atrás había contemplado la posibilidad de suicidarse. ¡Cómo había cambiado todo, desde entonces! ¡Se sentía más vivo que nunca!
A la segunda prueba la hizo con Mandinga, el perro del vecino, sólo que en vez de una pastilla le dio dos. Se las arrojó por encima de la cerca, envueltas en una feta de salchichón, y lo espió desde la ventana de la sastrería, a través de las cortinas. El mismo proceso: las corridas, el temblequeo, las convulsiones.
¡Mandinga!
Mandinga había quedado ahí, con la panza blanca al aire y la mancha negra alrededor del ojo, como un antifaz.
¡Mandiga! ¿Dónde estás?
Sus sentidos estaban más alerta que nunca. Pescaba conversaciones al vuelo: mientras hacía las compras, mientras tomaba las medidas a un cliente, cuando se tomaba una copita en El Diluvio.
Y, digamos… si uno quisiera irse de este lugar… Irse para el Norte…
Sabía que la huida por tierra era casi imposible. Había que atravesar más de doscientas leguas de desierto, por territorio salvaje, hasta llegar al primer poblado del lado argentino, y él apenas sabía cabalgar.
Ah… sonrió el Gordo Aloys. De modo que sí te sirvieron esas llaves que te hice.
¡Shhhh!
El Gordo le dijo lo que ya sabía: que la única vía para salir de ese confín maldito del mundo era por medio de uno de los paquebotes que hacían la carrera del Atlántico. Sólo que no podía ir a comprar un pasaje, por más que pudiera pagarlo. Punta Arenas seguía siendo una Colonia Penal, y cada salida estaba estrictamente controlada. El capitán del barco debía presentar a las autoridades el registro de los pasajeros que embarcaban allí, unas horas antes de zarpar, y el nombre de alguien como él podía levantar sospechas. ¿Cómo es que se iba así, de improviso? ¿De dónde había sacado el dinero para el pasaje?
Lo mejor, le dijo el Gordo Aloys, será que subas en la chalupa de los vendedores de chucherías, y luego te pierdas por una de las escalinatas que bajan a la bodega. Si algún marinero te ve, bastará con darle una cajetilla de cigarrillos para que haga la vista gorda. Una vez que el barco zarpe, siempre podrás inventar alguna historia.
¡Don Chicho! Aquí le traigo su café.
Se lo preparaba como a él le gustaba, al estilo turco, haciéndolo hervir en un cazo de cobre, para luego agregarle abundante azúcar.
¡Ah…!, se relamía los bigotes el noble sastre italiano, que debía reconocer, a pesar suyo, de que el farfallone de su asistente preparaba un café excelente.
¡Espera a que le agregue las tres pastillas!, pensaba Calixto, y tenía que morderse el labio para no largarse a reír.
¿Y cuándo pasará el próximo barco?
Ja, ja, ja… se rió francamente el Gordo. ¿Tanto apuro tienes?
¡Oh, no! Sólo preguntaba por…
El Aquitaine, de la Compagnie Transatlantique, pasará por aquí pasado mañana, si el tiempo lo ayuda…
Calixto sintió su corazón acelerarse.
O el lunes, a lo sumo. No suelen cargar carbón aquí, así que sólo estará un par de horas en la rada, el tiempo suficiente de dejar las sacas del correo…
***
Ya no se escuchaban los ladridos de Mandinga. No se veía su cola, como una salchichita, agitándose en el aire.
No sé qué le pasó, escuchó que su dueña le contaba a un vecino. Estaba lo más bien, y de repente…
Calixto se sentó en la máquina de coser y comenzó a mover el pedal:
Taca-taca-taca-taca-taca…
¡Era tan bueno! Si viera cómo me hacía compañía…
Taca-taca-taca…
No tenía sentido. ¿Iba a sentir remordimientos por un perro? Un perro insoportable, además, que ladraba como un desquiciado todo el día, y que una vez lo mordió.
Taca-taca…
No había lugar para la duda. No podía haberla. Si retrocedía ahora, cuando el día se acercaba…
¡Calisto!
Cada vez le costaba más mantener la sonrisa frente a don Chicho. Cada vez le costaba más dormir.
¿Y si no lo dejaban subir al barco? ¿Y si no encontraba la escalinata para bajar a la bodega? ¿Y si el marinero lo mandaba de vuelta? Era muy fácil decirlo: primero voy a hacer esto, y luego aquello… ¡Pero hacerlo!
El lunes se acercaba y Calixto se desmoralizaba a ojos vistas. Se diría que esperaba su propia ejecución.
No era para menos. ¿Qué podía suceder si lo descubrían? Don Chicho era el sastre del Mayor García Lacroix, Gobernador Militar de la región, que a la hora de impartir justicia iba a actuar con toda severidad. Calixto temblaba ante la idea de convertirse él mismo en un presidiario, en uno de esos desdichados seres que veía pasar todos los días, conducidos a palazos por los guardias, para hacer los trabajos más penosos: aserrar troncos, cavar zanjas…
¡Oh, aún sigues aquí!, dijo el Gordo Aloys, sin poder disimular una sonrisa.
Estaba armando un solitario. Colocaba las cartas en hileras sobre la mesa, en un procedimiento que Calixto jamás había llegado a entender cómo se hacía, ni para qué.
Sí, dijo el joven, que tenía un aspecto deplorable.
Porque era lunes, finalmente, y el Aquitaine aún no aparecía. Es verdad que el día de llegada era aproximado. Había que tener en cuenta las corrientes, los vientos, las demoras en tal o cual puerto.
El Diluvio estaba insólitamente vacío, esa tarde.
Debe ser por esa chica nueva que trajo la Gringa Irena, dijo el Gordo Aloys. Todos se fueron para allá.
¿Ah, sí?, preguntó Calixto, mientras se bebía su copita de Elixir Raspail, un brebaje al que ya se había aficionado.
Dicen que es una belleza. Y además…
No había música, esa tarde en El Diluvio, y entre los pocos parroquianos presentes, nadie parecía tener nada interesante que decir.
Este lugar está muerto, bostezó el cerrajero. Creo que me iré al Salón Adriático yo también. ¿Te vienes?
Calixto dijo que no. No podía. Debía regresar a la sastrería.
Anochecía. El cielo estaba nublado, como de costumbre. Unos pocos barquichuelos se mecían en la rada, al ritmo del oleaje.
Calixto caminaba sin apuro, con las manos en los bolsillos.
Sí, tal vez sería mejor olvidarse de todo. Después de todo, las cosas con don Chicho no estaban tan mal. Y el dinero seguía allí, bajo el piso de la despensa. Bastaba con esperar el momento oportuno, y tal vez…
Calixto dio la vuelta a la sastrería y entró por la puerta de atrás.
Qué raro, todas las luces estaban apagadas.
Figlio da putana!
No tuvo tiempo de retroceder. Ni siquiera alcanzó a levantar un brazo, para protegerse, cuando el primer talerazo impactó sobre su rostro.
Farfallone! Stronzo!
Calixto rodó por el piso, mientras los golpes de fusta le llovían por la cabeza, por los brazos, por las piernas, por la espalda.
¡No, don Chicho! ¡Don Chicho, por favor…!
¡Criminale! ¡Ladro! ¿Dove stán los veinte pesos del vecchio Johanssen?
Desde luego, don Chicho debió encontrarse en la calle con el dinamarqués del aserradero, quien ante el reclamo del dinero adeudado le habría respondido: ¡Cómo, si ya se los di a su empleado!
¡Espere, don Chicho! ¡Don Chicho! ¡Yo le voy a explicar!
Ladro di merda!
Cuando ya se cansó de pegarle, don Chicho lo levantó en volandas y lo tiró como una bolsa de basura por la puerta de atrás.
Con el rostro hundido en el barro, el joven escuchó que le decía:
Va via, farfallone! Non voglio verte nunca más por acuí!
No sé qué le pasó, escuchó que su dueña le contaba a un vecino. Estaba lo más bien, y de repente…
Calixto se sentó en la máquina de coser y comenzó a mover el pedal:
Taca-taca-taca-taca-taca…
¡Era tan bueno! Si viera cómo me hacía compañía…
Taca-taca-taca…
No tenía sentido. ¿Iba a sentir remordimientos por un perro? Un perro insoportable, además, que ladraba como un desquiciado todo el día, y que una vez lo mordió.
Taca-taca…
No había lugar para la duda. No podía haberla. Si retrocedía ahora, cuando el día se acercaba…
¡Calisto!
Cada vez le costaba más mantener la sonrisa frente a don Chicho. Cada vez le costaba más dormir.
¿Y si no lo dejaban subir al barco? ¿Y si no encontraba la escalinata para bajar a la bodega? ¿Y si el marinero lo mandaba de vuelta? Era muy fácil decirlo: primero voy a hacer esto, y luego aquello… ¡Pero hacerlo!
El lunes se acercaba y Calixto se desmoralizaba a ojos vistas. Se diría que esperaba su propia ejecución.
No era para menos. ¿Qué podía suceder si lo descubrían? Don Chicho era el sastre del Mayor García Lacroix, Gobernador Militar de la región, que a la hora de impartir justicia iba a actuar con toda severidad. Calixto temblaba ante la idea de convertirse él mismo en un presidiario, en uno de esos desdichados seres que veía pasar todos los días, conducidos a palazos por los guardias, para hacer los trabajos más penosos: aserrar troncos, cavar zanjas…
¡Oh, aún sigues aquí!, dijo el Gordo Aloys, sin poder disimular una sonrisa.
Estaba armando un solitario. Colocaba las cartas en hileras sobre la mesa, en un procedimiento que Calixto jamás había llegado a entender cómo se hacía, ni para qué.
Sí, dijo el joven, que tenía un aspecto deplorable.
Porque era lunes, finalmente, y el Aquitaine aún no aparecía. Es verdad que el día de llegada era aproximado. Había que tener en cuenta las corrientes, los vientos, las demoras en tal o cual puerto.
El Diluvio estaba insólitamente vacío, esa tarde.
Debe ser por esa chica nueva que trajo la Gringa Irena, dijo el Gordo Aloys. Todos se fueron para allá.
¿Ah, sí?, preguntó Calixto, mientras se bebía su copita de Elixir Raspail, un brebaje al que ya se había aficionado.
Dicen que es una belleza. Y además…
No había música, esa tarde en El Diluvio, y entre los pocos parroquianos presentes, nadie parecía tener nada interesante que decir.
Este lugar está muerto, bostezó el cerrajero. Creo que me iré al Salón Adriático yo también. ¿Te vienes?
Calixto dijo que no. No podía. Debía regresar a la sastrería.
Anochecía. El cielo estaba nublado, como de costumbre. Unos pocos barquichuelos se mecían en la rada, al ritmo del oleaje.
Calixto caminaba sin apuro, con las manos en los bolsillos.
Sí, tal vez sería mejor olvidarse de todo. Después de todo, las cosas con don Chicho no estaban tan mal. Y el dinero seguía allí, bajo el piso de la despensa. Bastaba con esperar el momento oportuno, y tal vez…
Calixto dio la vuelta a la sastrería y entró por la puerta de atrás.
Qué raro, todas las luces estaban apagadas.
Figlio da putana!
No tuvo tiempo de retroceder. Ni siquiera alcanzó a levantar un brazo, para protegerse, cuando el primer talerazo impactó sobre su rostro.
Farfallone! Stronzo!
Calixto rodó por el piso, mientras los golpes de fusta le llovían por la cabeza, por los brazos, por las piernas, por la espalda.
¡No, don Chicho! ¡Don Chicho, por favor…!
¡Criminale! ¡Ladro! ¿Dove stán los veinte pesos del vecchio Johanssen?
Desde luego, don Chicho debió encontrarse en la calle con el dinamarqués del aserradero, quien ante el reclamo del dinero adeudado le habría respondido: ¡Cómo, si ya se los di a su empleado!
¡Espere, don Chicho! ¡Don Chicho! ¡Yo le voy a explicar!
Ladro di merda!
Cuando ya se cansó de pegarle, don Chicho lo levantó en volandas y lo tiró como una bolsa de basura por la puerta de atrás.
Con el rostro hundido en el barro, el joven escuchó que le decía:
Va via, farfallone! Non voglio verte nunca más por acuí!
***
BUUUU…
Esta vez sí, era cierto. Otro buque se acercaba por el Estrecho, sólo que desde el sur.
El viento peinaba hacia un costado las plumas de humo y vapor que salían por las gigantescas chimeneas. Las gaviotas sobrevolaban la cubierta, chillando enloquecidas.
¡Es el Aquitania!
Ya antes de verlo lo sabían. Ese humilde poblado del Extremo Sur de la Patagonia vivía al ritmo de los paquebotes que cubrían las rutas entre los dos océanos, de las naves de las potencias comerciales del Norte, que por caprichos de la geografía debían pasar por aquí.
El buque de la Compagnie Maritime Transatlantique era apenas un punto en el horizonte. Aún faltaba un buen par de horas para que entrara en la rada, pero ya se preparaban para abordarlo los vendedores que, tras un breve viaje en chalupa, irían a ofrecer los productos de la región: pieles de puma y de zorro, plumas de avestruz, quillangos de guanaco y cueros de lobo marino, además de mantas tejidas por mujeres tehuelches, lanzas, puntas de flecha, huevos de avestruz y otros artículos capaces de excitar la imaginación y aflojar los bolsillos de los aburridos pasajeros.
BUUUU… quebró el aire y se propagó por toda la Colonia el bocinazo, a quien quisiera oírlo y a quien no.
BUUUU… fue lo primero que escuchó al abrir los ojos Calixto, en la leñera, donde había buscado refugio durante la noche, para no morir de frío.
BUUUU…
La luz del día entraba por las rendijas de las paredes. Desde afuera llegaban los ruidos de la calle.
Ah… Ah… Ah…
Diez dolores distintos lo atacaron, cuando trató de moverse. En la cara, en las costillas, en todo el cuerpo.
Ah…
No era la primera paliza que recibía de don Chicho, pero sin dudas había sido la más salvaje. No podía ni respirar.
Ay… Ah…
No era tampoco la primera noche que pasaba en la leñera, con duros troncos como colchón, y otro aún más duro como almohada.
Ay… Ay… Ay…
Contra una de las paredes reposaba el hacha, con su filo brillante y el mango ennegrecido. Calixto suspiró, al pensar en sus fantasías homicidas, e incluso ese suspiro le dolió también. ¿Qué podía hacer? Él no era una de esas ratas fuertes que enfrentaban al perro y le mordían el hocico, o le arrancaban un ojo: él era una rata del montón, de esas que el perro mataba de un mordisco y tiraba a un costado. Ni siquiera eso: era un ratoncillo, una pulga.
Ay…
Se levantó como pudo y caminó hasta la puerta de atrás. Muerto de dolor y de frío, mojado, cubierto de barro, hecho un Cristo, le suplicó a don Chicho que lo recibiera de vuelta.
Imposíbile!, dijo, tajante, el fiero sastre napolitano.
Don Chicho, se lo ruego. Don Chicho…
Va fangù!
Una hora después, Calixto ya estaba otra vez en su puesto, frente a la máquina de coser.
Taca-taca-taca…
A pesar de la paliza monumental que le había propinado, don Chicho se había cuidado muy bien de no quebrarle ningún hueso, de no lastimarle las manos, ni el pie que usaba para impulsar el pedal. No era imposible pensar que, aún en medio de su furia, don Chicho supiera exactamente lo que hacía, y cómo iba a terminar aquella comedia.
Así fue como, después de un rápido baño con agua fría, y de un cambio de ropa, su aprendiz estuvo listo para volver a trabajar.
La sastrería estaba abierta, para ese momento, y funcionando normalmente. Los clientes de siempre entraban a saludar a don Chicho, a informarse sobre su salud.
Taca-taca-taca…
A media mañana, la campanita sonó otra vez. Calixto levantó la cabeza de la máquina, por un instante, y vio que dos mujeres habían entrado. No dos mujeres distinguidas, como podía esperarse, dada la clientela de don Chicho, sino dos mujeres vestidas con humildes ropas. Con el resplandor que entraba desde afuera Calixto no fue capaz de distinguirlas de inmediato.
Buen día, dijo la más baja, al ver que nadie venía a recibirlas.
Ahora sí, Calixto pudo ver de quién se trataba: era Flora, la lavandera, una borrachita tuberculosa que frecuentaba las tabernas y blasfemaba como un carrero.
De modo que la otra no podía ser otra que su hija, la chica que pasaba siempre con la canasta…
Unos pasos contundentes resonaron sobre el piso de tablas.
Bongiorno, Siñora… Bongiorno, Siñorina…
Hubo un cuchicheo, del cual Calixto no pudo escuchar nada, ya que pasó un carruaje por la calle.
¡Calisto, vieni cuí!
Calixto se puso de pie, reprimiendo un gesto de dolor, y rengueando se acercó.
Sí, don Chicho…
Toma las medidas de la siñorina, para facherle un vestido.
¡Por Dios, es hermosa!, pensó el joven aprendiz, cuando estuvo frente a ella. Ya la visto alguna vez, pero no como ahora. La chica bajó la vista.
¿Mi has escuchato?
S-sí, don Chicho.
Un vestido di boda, aclaró don Chicho.
Y luego, atusándose el bigote, agregó: Cuesta è la mía fidanzatta.
¿La qué…?, se quedó con la boca abierta el joven aprendiz. ¿Su prometida?
Don Chicho sonrió, triunfante. Puso un brazo alrededor de la espalda de la lavandera y con un gesto suave pero firme la condujo a la salida.
Allora, siñora, ¡déquelo tutto per la nostra conta!
Pero…
Addío, cara siñora. A rivederla…
Y sin más, cerró la puerta detrás de ella.
Una vez que se hubo desecho de la vieja, se volvió hacia Calixto y le dijo:
Dete prisa. Debe stare listo para il viernes…
¿Este viernes?
Tutti li otro trabaco puode sperare. Cuesto è molto più importante!
Sí, don Chicho…
Dicho esto, don Chicho tomó otra vez su taza de café y dejó a su futura esposa sola con Calixto. No tenía nada que temer, ¡era de la ventaja de tener a un farfallone como asistente!
Señorita, qué le pasa, le dijo en voz baja Calixto, cuando estuvieron solos. Señorita… No llore, por favor.
Lalita levantó la vista hacia a él, y vio su rostro flaco y pálido, cruzado por dos marcas violetas, fruto de sendos rebencazos.
No llore, repitió el muchacho, y sin pensar en lo que decía, agregó:
No tenga miedo, señorita. Yo estaré aquí con usted. Yo la cuidaré…
Lalita lo miró a los ojos, y entre lágrimas alcanzó a sonreír.
A lo lejos sonó por última vez la bocina del Aquitaine.
BUUUUU…
Esta vez sí, era cierto. Otro buque se acercaba por el Estrecho, sólo que desde el sur.
El viento peinaba hacia un costado las plumas de humo y vapor que salían por las gigantescas chimeneas. Las gaviotas sobrevolaban la cubierta, chillando enloquecidas.
¡Es el Aquitania!
Ya antes de verlo lo sabían. Ese humilde poblado del Extremo Sur de la Patagonia vivía al ritmo de los paquebotes que cubrían las rutas entre los dos océanos, de las naves de las potencias comerciales del Norte, que por caprichos de la geografía debían pasar por aquí.
El buque de la Compagnie Maritime Transatlantique era apenas un punto en el horizonte. Aún faltaba un buen par de horas para que entrara en la rada, pero ya se preparaban para abordarlo los vendedores que, tras un breve viaje en chalupa, irían a ofrecer los productos de la región: pieles de puma y de zorro, plumas de avestruz, quillangos de guanaco y cueros de lobo marino, además de mantas tejidas por mujeres tehuelches, lanzas, puntas de flecha, huevos de avestruz y otros artículos capaces de excitar la imaginación y aflojar los bolsillos de los aburridos pasajeros.
BUUUU… quebró el aire y se propagó por toda la Colonia el bocinazo, a quien quisiera oírlo y a quien no.
BUUUU… fue lo primero que escuchó al abrir los ojos Calixto, en la leñera, donde había buscado refugio durante la noche, para no morir de frío.
BUUUU…
La luz del día entraba por las rendijas de las paredes. Desde afuera llegaban los ruidos de la calle.
Ah… Ah… Ah…
Diez dolores distintos lo atacaron, cuando trató de moverse. En la cara, en las costillas, en todo el cuerpo.
Ah…
No era la primera paliza que recibía de don Chicho, pero sin dudas había sido la más salvaje. No podía ni respirar.
Ay… Ah…
No era tampoco la primera noche que pasaba en la leñera, con duros troncos como colchón, y otro aún más duro como almohada.
Ay… Ay… Ay…
Contra una de las paredes reposaba el hacha, con su filo brillante y el mango ennegrecido. Calixto suspiró, al pensar en sus fantasías homicidas, e incluso ese suspiro le dolió también. ¿Qué podía hacer? Él no era una de esas ratas fuertes que enfrentaban al perro y le mordían el hocico, o le arrancaban un ojo: él era una rata del montón, de esas que el perro mataba de un mordisco y tiraba a un costado. Ni siquiera eso: era un ratoncillo, una pulga.
Ay…
Se levantó como pudo y caminó hasta la puerta de atrás. Muerto de dolor y de frío, mojado, cubierto de barro, hecho un Cristo, le suplicó a don Chicho que lo recibiera de vuelta.
Imposíbile!, dijo, tajante, el fiero sastre napolitano.
Don Chicho, se lo ruego. Don Chicho…
Va fangù!
Una hora después, Calixto ya estaba otra vez en su puesto, frente a la máquina de coser.
Taca-taca-taca…
A pesar de la paliza monumental que le había propinado, don Chicho se había cuidado muy bien de no quebrarle ningún hueso, de no lastimarle las manos, ni el pie que usaba para impulsar el pedal. No era imposible pensar que, aún en medio de su furia, don Chicho supiera exactamente lo que hacía, y cómo iba a terminar aquella comedia.
Así fue como, después de un rápido baño con agua fría, y de un cambio de ropa, su aprendiz estuvo listo para volver a trabajar.
La sastrería estaba abierta, para ese momento, y funcionando normalmente. Los clientes de siempre entraban a saludar a don Chicho, a informarse sobre su salud.
Taca-taca-taca…
A media mañana, la campanita sonó otra vez. Calixto levantó la cabeza de la máquina, por un instante, y vio que dos mujeres habían entrado. No dos mujeres distinguidas, como podía esperarse, dada la clientela de don Chicho, sino dos mujeres vestidas con humildes ropas. Con el resplandor que entraba desde afuera Calixto no fue capaz de distinguirlas de inmediato.
Buen día, dijo la más baja, al ver que nadie venía a recibirlas.
Ahora sí, Calixto pudo ver de quién se trataba: era Flora, la lavandera, una borrachita tuberculosa que frecuentaba las tabernas y blasfemaba como un carrero.
De modo que la otra no podía ser otra que su hija, la chica que pasaba siempre con la canasta…
Unos pasos contundentes resonaron sobre el piso de tablas.
Bongiorno, Siñora… Bongiorno, Siñorina…
Hubo un cuchicheo, del cual Calixto no pudo escuchar nada, ya que pasó un carruaje por la calle.
¡Calisto, vieni cuí!
Calixto se puso de pie, reprimiendo un gesto de dolor, y rengueando se acercó.
Sí, don Chicho…
Toma las medidas de la siñorina, para facherle un vestido.
¡Por Dios, es hermosa!, pensó el joven aprendiz, cuando estuvo frente a ella. Ya la visto alguna vez, pero no como ahora. La chica bajó la vista.
¿Mi has escuchato?
S-sí, don Chicho.
Un vestido di boda, aclaró don Chicho.
Y luego, atusándose el bigote, agregó: Cuesta è la mía fidanzatta.
¿La qué…?, se quedó con la boca abierta el joven aprendiz. ¿Su prometida?
Don Chicho sonrió, triunfante. Puso un brazo alrededor de la espalda de la lavandera y con un gesto suave pero firme la condujo a la salida.
Allora, siñora, ¡déquelo tutto per la nostra conta!
Pero…
Addío, cara siñora. A rivederla…
Y sin más, cerró la puerta detrás de ella.
Una vez que se hubo desecho de la vieja, se volvió hacia Calixto y le dijo:
Dete prisa. Debe stare listo para il viernes…
¿Este viernes?
Tutti li otro trabaco puode sperare. Cuesto è molto più importante!
Sí, don Chicho…
Dicho esto, don Chicho tomó otra vez su taza de café y dejó a su futura esposa sola con Calixto. No tenía nada que temer, ¡era de la ventaja de tener a un farfallone como asistente!
Señorita, qué le pasa, le dijo en voz baja Calixto, cuando estuvieron solos. Señorita… No llore, por favor.
Lalita levantó la vista hacia a él, y vio su rostro flaco y pálido, cruzado por dos marcas violetas, fruto de sendos rebencazos.
No llore, repitió el muchacho, y sin pensar en lo que decía, agregó:
No tenga miedo, señorita. Yo estaré aquí con usted. Yo la cuidaré…
Lalita lo miró a los ojos, y entre lágrimas alcanzó a sonreír.
A lo lejos sonó por última vez la bocina del Aquitaine.
BUUUUU…
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© Emilio Di Tata Roitberg, 2019.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2019.
A continuación...
CAPÍTULO 73: UN FLECHAZO AL CORAZÓN
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