La navaja se deslizaba por la papada de don Chicho, quitando la espuma y cortando al ras los pelitos que le habían crecido en los diez días que había pasado en su lecho de enfermo.
¡Presta atenzione, imbéchile!
Sí, don Chicho, dijo Calixto, que limpió la espuma de la hoja en una toalla y la enjuagó en la palangana, antes de aplicarla otra vez sobre el cuello de su patrón.
Yegas a facharme un corte y te yuro que…
No, don Chicho…
Estaban en la trastienda de la sastrería, que era al mismo tiempo la cocina. Era una tarde gris. La luz entraba como desganada por la pequeña ventana.
Sentado en su silla de paja (que ya había tomado la forma de sus asentaderas) con la cabeza echada hacia atrás, don Chicho observaba con desconfianza los movimientos de su aprendiz, que se mostraba sospechosamente amable.
Algo hizo, este disgraziato, pensó don Chicho. O algo planea hacer.
Ya casi terminamos, don Chicho, dijo el muchacho, que rasuró con cuidado el último sector, debajo de la barbilla, y luego, con toda diligencia, remojó la toalla y retiró los restos de espuma de las mejillas y el cuello.
¿Y? ¿Qué me dice?
Calixto le acercó un espejo, para que don Chicho comprobara por sí mismo lo bien que había quedado.
Pero Don Chicho no se dejaba engañar. Aún recordaba que el furbo de su aprendiz había quedado con total libertad, dentro de casa y de la sastrería, mientras él deliraba de fiebre. ¡Incluso había tenido en su poder las llaves de la despensa, el lugar donde don Chicho guardaba sus quesos y embutidos, amén de otras cuestiones aún más vitales!
Don Chicho estaba seguro de que el mozalbete, aprovechando que él se debatía entre la vida y la muerte, había entrado al lugar, y había husmeado entre sus asuntos.
Quedó muy bien, ¿no es verdad, don Chicho?, sonrió el joven.
Sí, algo había de distinto, pensó el noble sastre italiano, aún cuando, tras un exhaustivo examen, no hubiera detectado ningún faltante entre sus provisiones, ni en el escondite donde guardaba sus ahorros.
Si me permite, don Chicho…, terminó su faena Calixto, aplicándole a su amo una generosa dosis de Acqua di Parma en los carrillos, en la papada y en el bigote varonil.
Un poco más de este lado…, decía el muchacho, ignorando la mirada inquisidora de don Chicho, que sopesaba la idea de ir a buscar el talero y curtirle el lomo a lonjazos, hasta hacerlo confesar.
¿Qué traje se va a poner esta tarde, don Chicho? ¿El marrón o el azul?
Ni se le cruzaba por la cabeza, a don Chicho, agradecerle a Calixto por haberlo cuidado con tanto esmero, durante ese último par de semanas. Por haberle dado de comer en la boca, por haberle aplicado compresas frías en la frente y haberse encargado de retirarle sus aguas mayores y menores.
¡Faltaba más!, pensó don Chicho. ¿Acaso alguien le había agradecido algo a él, cuando era un simple aprendiz de sastre, allá en Italia? ¿Alguien se había apiadado de él?
Ciccio! Vieni qui!
Y él sí que la había tenido difícil. Él sí que había bregado.
Ciccio, vai lì!
A él no lo habían colocado a trabajar a los trece años cumplidos, como al infeliz de Calixto, sino apenas los seis.
Ciccio! Cosa fài, porca miseria?
También él venía del campo, de una familia muy pobre, tan pobre que apenas si lograban sobrevivir. Su madre prácticamente se lo había regalado a don Vittorio, con tal de no verlo morirse de hambre, en esa tierra maldita, tal y como sucedió con sus hermanos.
Irás con este señor, Ciccito, y harás todo lo que él te diga.
Entre lágrimas, su madre lo abrazó por última vez.
Prométeme que serás un buen niño, Ciccio. Un bravo ragazzo…
Sì, mamma. Lo prometto.
Cuando bajaba por el camino, de la mano de ese ogro, Ciccio se dio vuelta a mirarla por última vez. Fue también la última vez que vio las colinas de su pueblo, y el campanario de la iglesia, que se perdía en la distancia.
Un bravo ragazzo, Ciccito. Un bravo ragazzo.
***
Y lo fue. ¿Qué otra opción le quedaba? Trabajó de sol a sol, e incluso de noche, los siete días de la semana. Hizo mandados, barrió el piso, acarreó los cubos de excrementos de la letrina hasta la vera del arroyo más cercano. ¡Y cuidado con volcar una gota, porque el castigo podía ser brutal!
Ciccio! Figlio da putana!
Don Vittorio no era compasivo, como él lo era con el inútil de Calixto, al que castigaba con una lonja de cuero (que hacía doler, pero no lastimaba). No: don Vittorio usaba un palo, con el cual le daba generosas golpizas, sobre todo cuando se embriagaba. Fue a poco de llegar que le propinó la primera somanta, por una nadería. Una paliza que por poco lo mata.
¡No, don Vittorio! ¡No!
De no haberse metido de por medio Fabrizio, el otro aprendiz, un muchacho un par de años mayor, su vida hubiera acabado allí mismo.
Espere, don Vittorio. No le pegue, es muy pequeño, dijo el chico, que por defenderlo se ligó un par de palos también.
Mira lo que traje, Ciccio.
Fabrizio lo cuidó, los siguientes días, cuando, a causa de los golpes, el pequeño Ciccio no podía siquiera levantarse.
Por favor, Ciccio. Come un poco.
Y lo siguió cuidando, lo más que pudo, en los catorce años que duró su aprendizaje. Lo protegía de la brutalidad de su patrón, y de los bravucones de su calle, que se la tomaban con él, al verlo tan pequeño y timorato.
Recién al cumplir los veinte Ciccio estuvo autorizado a abandonar al tiránico don Vittorio, para ir a trabajar con un sastre de Portanova, un viejito bonachón, que no le pagaba gran cosa, pero al menos no lo castigaba.
Fabrizio ya no estaba, para ese momento. Se había marchado a Génova y se había unido a la Expedición de los Mil, que tras derrotar a los Borbones en Sicilia ahora avanzaba hacia el norte por la península, conquistando un pueblo tras otro.
¡Ciccio! ¡Querido amigo!
Los jóvenes se reencontraron tras casi un año de separación. Fabrizio era ahora un gallardo Camisa Roja, uno de los heroicos soldados que luchaban por la Unificación Italiana.
¡Terminaremos con la tiranía, Ciccio! Repartiremos la tierra de los latifundistas entre los campesinos. ¡Haremos una república de hermanos, donde no haya explotadores ni explotados!
Ciccio no parecía tan convencido. Como otros napolitanos, aún sentía simpatía por el buen rey don Francisco, que enfrentaba sin ayuda la agresión de las grandes potencias, y por su esposa, la bella María Sofía, una valiente joven que se jugaba la vida para asistir a los soldados heridos por esos bandidos de Garibaldi.
No lo sé, Fabrizio. Podrían matarnos. ¿Por qué te arriesgas de ese modo?
¡Por la libertad, Ciccio! ¡Por la justicia!
No se pusieron de acuerdo. Fabrizio continuó su marcha hacia el Norte. Dos veces le escribió. Una, después de la victoria de Volturno. La otra, desde la cama de un hospital, en Florencia, donde se recuperaba de la herida de un mortero.
Tenías razón, Ciccio, le dijo su amigo, cuando volvió a Nápoles, un año más tarde. Garibaldi nos traicionó. Nos entregó atados de pies y manos al rey piamontés. ¡La república de hermanos fue sólo un engaño!
El sur de la Península se había llevado la peor parte. En el campo, los terratenientes ahora explotaban a los campesinos con más brutalidad que antes. La sequía y las malas cosechas agravaron la situación. Masas de hambrientos llegaban a la ciudad en busca de trabajo, pero los antiguos talleres iban cerrando uno tras otro, incapaces de competir con las manufacturas inglesas. Los puestos municipales habían sido acaparados por los matones de la Camorra, que exigían chantajes a los artesanos y comerciantes que aún se mantenían a flote.
Sólo quedaba una solución: marcharse.
Andiamo in América, Ciccio! Forse faremo meglio.
***
Vendieron lo poco que tenían para comprar los pasajes. Pasaron cuarenta días en la bodega de un carguero, en condiciones deplorables. Probaron suerte en Veracruz, primero, luego en La Habana, y por fin en Caracas. Ciccio pasaba el día encerrado en un cuartucho, cortando telas y haciendo girar la rueda de su máquina de coser, mientras Fabrizio salía a buscar clientes y levantar pedidos. Siempre había sido el mejor para relacionarse con la gente. Todos se maravillaban con su personalidad, su simpatía, sus chistes, sus anécdotas de guerra.
Después liberar Sicilia nos embarcamos en el puerto de Mesina. Teníamos que llegar a las costas de Calabria, pero el mar estaba infestado de naves enemigas.
¡No me diga!
Fabrizio contaba esas historias sin pavonearse, como si hubiera estado allí sólo por casualidad, y no hubiera jugado ningún rol de importancia.
Y al final de la jornada desembarcar, sin disparar un sólo tiro, y sin perder a un sólo hombre.
¿Cómo lo consiguieron?
Nuestro comandante enfrentó a los marinos borbones con una estrategia que resultó ser muy efectiva. ¡Los sobornó!
Fabrizio se hizo de amigos en toda la ciudad. Pronto se le abrieron las puertas de las mejores familias de Caracas.
¿Y conoció al gran Giusseppe Garibaldi?
Sí, por supuesto.
En Italia, Fabrizio había echado pestes contra Garibaldi, pero, puesto que aquí lo admiraban…
Era un hombre muy agradable. Incluso a los soldados más humildes nos trataba de igual a igual.
¿Ah, sí?
Iba siempre vestido con un poncho, que se había traído de cuando vivió con los gauchos, en el Uruguay.
Fabrizio pasó a ser el sastre de uno de los jefes del Partido Liberal, quienes preparaban un golpe de estado contra el actual presidente.
¿Te volviste loco, Fabrizio? ¿Quieres que nos metan en la cárcel? ¡No podemos interferir en la política de otro país!
Es nuestro país ahora, Ciccio.
¡Lo será para ti!
Ya no vivían juntos, para ese momento. Fabrizio se había mudado a una casa de inquilinato, junto a una morena lavandera, con la que ya tenía un mulatito. Ciccio seguía en el taller, trabajando noche y día. Apenas si paraba un momento para comer un trozo de pan con queso o una arepa que le compraba a un vendedor ambulante, y dormía entre rollos de telas y retazos.
Estaba por salir a entregar un pedido, una tarde, cuando un grupo de soldados irrumpió en el taller, buscando armas o panfletos de contenido sedicioso.
No! Aspetta! Sono innocente!
Ciccio pasó la noche en un calabozo. Sólo por su condición de extranjero, y por reclamar la asistencia del cónsul de su país, pudo evitar que lo torturaran.
¡Te lo dije! ¡Ibas a meternos en problemas!
¡Vaya! ¿Por tan poco te asustas?
Fabrizio había pasado a la clandestinidad. Ya no dormía en su casa, y no venía al taller más que de manera imprevista, por unos pocos minutos, para no dar tiempo a que algún informante lo delatara.
¡Debes terminar con esto, Fabrù! De lo contrario, seguiremos cada uno por su lado.
Ciccio aún temblaba por lo que le había sucedido, y por las amenazas del oficial que lo había interrogado, un indio con cara de asesino.
No te procupes, querido amigo. Saldremos de esta. Ya verás. Cuando tomemos el poder…
¿Piensas seguir con esta locura?
El General está preparando un desembarco en cualquier momento. Voy a unirme a sus tropas.
Pero…
La última vez se encontraron en la calle, o mejor dicho, fue Fabrizio el que lo abordó, vestido de harapos, con un sombrero de paja.
No, non tengo niente, lo esquivó Ciccio, creyendo que se trataba de un mendigo.
Ciccio, soy yo.
¡Fabrù!
Estaban en una de las zonas más transitadas de la ciudad, llena de soldados y de policías encubiertos. Ciccio temblaba, de sólo pensar en que pudieran descubrirlos.
Pasaré a verte esta noche, a eso de las diez. Necesito pedirte un favor.
Es que…
Te lo ruego, Ciccio. Tal vez sea la última vez que nos veamos, le dijo Fabrizio, y desapareció entre la multitud, tan rápido como había llegado.
***
Don Chicho… Don Chicho…, dijo Calixto, que aún sostenía en cada mano las perchas con los dos trajes.
¿Qué?, dijo don Chicho, sacado de improviso de sus recuerdos.
¿Cuál va a usar esta tarde? ¿El azul o el marrón?
Aún vestido con su ropa interior, con el mono de lana que usaba todo el año, en ese lugar tan frío, don Chicho se puso de pie y caminó hasta la ventana, que daba al fondo del terreno, y se quedó ahí un momento, con la mirada perdida.
Don Chicho… dijo el muchacho. ¿Se siente bien?
Va vía…, le dijo don Chicho. Lásciame in pace.
Calixto hizo una reverencia y salió, cerrando la puerta tras él.
Había comenzado a llover nuevamente. A lloviznar, más bien. Una llovizna tenaz, persistente, de esas que terminan por desalentarlo a uno, y a predisponerlo al hastío y la melancolía. Las gotas repiqueteaban sobre el techo de chapas y se estrellaban contra los cristales, formando pequeños ríos verticales.
¿En qué momento entró el veneno de la envidia en su corazón?, se preguntó don Chicho. ¿Cuándo fue que se cansó de que todo el mundo dijera lo maravilloso que era su amigo, y que a él simplemente lo ignoraran? ¿Cuándo comenzó a pensar que en esa dupla uno ponía la sangre y la vida, y otro se llevaba la gloria? El rencor había germinado en su pecho, como una mala hierba, y no dejaba de crecer.
***
En esas y otras cosas pensaba Ciccio, aquella noche, mientras esperaba a que Fabrizio llegara. La calle estaba en silencio, pese a que era temprano todavía. El gobierno había decretado el toque de queda. En el aire se palpaba un ambiente a revolución, a guerra civil, al diablo sabía qué. Cada tanto se escuchaban sobre los adoquines los cascos de las patrullas de soldados, o una voz de alto.
Las campanas de la Iglesia de Santa Ana marcaron las ocho, las nueve, las nueve y media.
Ciccio seguía trabajando en su taller, a la luz de las velas. Ya se estaba quedando medio ciego de tanto coser.
Mannaccia… exclamó, cuando sintió la aguja clavarse en su carne.
Sacó el dedo apurado, antes de que la sangre alcanzara a brotar. Se lo llevó a la boca y luego lo envolvió en un retazo que había por ahí suelto, antes de continuar con su tarea.
¿Qué otra cosa podía hacer? Nos todos podían andar por ahí, jugando al revolucionario. Algunos tenían que trabajar.
Figlio da putana…
Ya estaba harto de Fabrizio, harto de todo.
Las campanas comenzaron a tañir otra vez. Tan, tan, tan…
Por fin daban las diez. Al diablo, se dijo Ciccio. Que se vaya todo al demonio. Que este asunto se termine de una maldita vez.
Un bebé se largó a llorar, en el cuartucho de al lado. Ya, mi niño, no llores, le decía su mamá. No llorés…
Estaban en otro país, por supuesto, y hablaban en otro idioma, pero el tono que usaba la mujer para consolar a su hijo le recordó a Ciccio al que usaba su mamá. A la manera que le hablaba para consolarlo, cuando se lastimaba. A la tonadilla que le canturreaba para hacerlo dormir:
O lupo s’ha magnata a pecurella…
Y su falda con flores, y el pañuelo que llevaba en la cabeza, cuando se despidió de él, agitando un pañuelo a la vera del camino.
Sarò un bravo ragazzo, mamma. Te lo prometto.
Unos pasos se escucharon en el corredor, y luego unos golpes en la puerta.
¡Abre, Ciccio! ¡Soy yo!
Fabrizio venía esta vez vestido de cura, con una sotana larga hasta el piso y un sombrero negro de fieltro.
¿Cómo hiciste para entrar? La calle está llena de soldados.
Ah, cómo no van dejar pasar a un sacerdote que va a dar la extremaunción, se río Fabrizio. Ciccio estaba por cerrar la puerta, cuando alguien se acercó. Una mujer.
Padre, padre…
Era la vecina, la madre con el bebé, que sin dudas lo había visto pasar. Bendición, padre, le dijo, inclinando la cabeza.
Dío te benedica, hija mía, Fabrizio hizo una cruz en el aire. In il nome dil Padre, del Figlio è dil Santo Spíritu…
Le dio un beso en la frente en la frente a la criatura, que había dejado de llorar.
¡Te volviste loco!, dijo Ciccio, cuando estuvieron solos. ¡No piensas detenerte hasta terminar en la cárcel, y arrastrarme a mí también!
No seas tan miedoso, quieres. ¿Tienes algo de beber?
No parecía importale el riesgo que corría. Estaba de mejor humor que nunca.
La llegada del General es inminente, dijo Fabrizio, y aquí en la ciudad tiene más partidarios de los que el gobierno cree. Mi trabajo es coordinarlos para cuando llegue la hora.
Se bajó de un trago el vaso de vino que Ciccio le había servido. Puso cara de asco. Luego dijo.
Debo asegurarme de que estén todos listos, pero antes, quería darte algo…
Se levantó la sotana, bajo la cual se asomó la culata de un revólver.
¡No quiero armas aquí!, dijo Ciccio. ¡No quiero nada que…!
Pero Fabrizio no sacó el revolver, sino una pequeña bolsa de arpillera, anudada con un cordel.
¿Y esto?
Ciccio la desató. La débil luz de las velas alcanzó para hacer relumbrar las monedas de plata y oro.
¿De dónde…?
Oh, no te preocupes, es el préstamo de un amigo, a quien le hice un favor.
Fabrizio se sirvió otro vaso del repugnante brebaje y, guiñándole un ojo, dijo:
Ya lo ves, Ciccio, la política no sólo sirve para buscarse líos.
Ciccio no terminaba de entender.
Guárdalo hasta que yo regrese, dijo Fabrizio. Sé que lo harás muy bien, siempre has sido un mago para los escondites. ¿Te acuerdas cuando estábamos con don Vittorio, y un día tú…?
Pero Fabrizio, lo interrumpió Ciccio, que pasa si hay una requisa, y encuentran tu dinero…
¿Mi dinero? Nuestro dinero, Ciccio.
¿Qué quieres decir?
¿No te das cuenta?, Fabrizio se rió otra vez. Esta es la oportunidad que estábamos esperando. Después que triunfe la revolución –y triunfará, te lo aseguro–, pondremos al fin nuestra propio negocio, en una de las calles principales de la ciudad.
¿Qué?
¡Es nuestro sueño, Ciccio! Imagínate el escaparate con los maniquíes, y el cartel en letras doradas: “Pietralacqua y Sichero, Sastres”…
¿Cómo? ¿Mi nombre primero?, se rió Ciccio. Pero si eres tú el que…
¡No, Ciccio! ¡Eres tú! ¡Tú eres el alma de esta sastrería! ¡Eres el que se mata todo el día aquí trabajando, mientras yo me la paso por ahí!
Eso era lo que Ciccio también pensaba, aunque nunca creyó que lo oiría de boca de Fabrizio.
Pero ya no será así, Ciccito. Tomaremos empleados, y no tendrás que pasarte todo el día trabajando como un galeote. Tendrás tiempo para salir y conocer gente. ¡No seguirás soltero por mucho tiempo, te lo aseguro! Te conseguiremos una bella muchacha, ¡aquí las hay de sobra!
Fabrizio sonrió, de un modo que lo hizo parecer un chiquillo otra vez. El mismo chiquillo al que Ciccio se había encontrado, nomás al llegar a Nápoles; el que compartía con él su último mendrugo, el que lo defendía de la furia asesina de don Vittorio.
¿Qué te pasa, Ciccio? ¿Por qué lloras?
Es que yo, Fabrù…
Ciccio ya no podía contenerse. Se puso de pie, caminó hasta la ventana, se detuvo un momento.
¿Por qué eres tan bueno conmigo? ¿Por qué?
¿De qué hablas, Ciccio?
Fabrizio se puso de pie y caminó hasta él. Lo tomó de los brazos.
¿Cómo puedes preguntarme eso? Tú eres mi hermano, Ciccio. Eres el padrino de mi hijo...
Unos pasos se escucharon en el pasillo, los ecos contundentes unas botas.
Perdóname, Fabrù…
¡Abre la puerta, napolitano! ¡Sabemos que estás ahí!
¡Ciccio!, abrió bien grandes los ojos Fabrizio. ¡Cómo pudiste!
Estaba tan sorprendido que no atinó a reaccionar. Una patada hizo saltar la tranca de la puerta, los soldados hicieron su aparición.
Fabrizio sacó su revólver, pero ya era tarde.
¡No! ¡Esperen!, gritó Ciccio.
El disparo del fusil se multiplicó en el cuartucho lleno de rollos y retazos. Al otro lado de la pared, el bebé volvió a llorar.
Ciccio cayó de rodillas y abrazó a su amigo.
¡Fabrù! ¡Fabrù!
***
La revolución triunfó, aunque Fabrizio ya no estuvo para verlo. Tampoco Ciccio, que huyó de Caracas al día siguiente, poco antes de que entrara la columna de los rebeldes.
¡Ciccio!
La voz de Fabrizio lo despertaba, en medio de la noche, cuando viajaba en el barco a Río de Janeiro.
¡Ciccio! ¿Cómo pudiste?
Y cuando dormía en la casa de pensión, en Buenos Aires, una ciudad donde le hubiera gustado establecerse, de no haber tanta competencia.
¡Ciccio!
Por el cónsul chileno se enteró de que el gobierno de su país estaba regalando tierras a los europeos que quisieran establecerse en la Colonia de Punta Arenas.
¿Y eso dónde es?
En el extremo sur del Continente. Un pueblo pequeño, pero con mucho futuro. ¡Figúrese que todo el tráfico marítimo entre los dos océanos pasa por allí! En unos pocos años, se lo aseguro…
¿Y sabe si hay alguna sastrería allí?
No, que yo tenga noticia.
El dinero de Fabrizio le permitió comprar las telas, las herramientas y un par de máquinas de coser. Aún algo sobró, para mandarle a la viuda de su amigo, pero dónde iba a encontrarla. Ciccio no podía hacerle un giro, porque no tenía su dirección, ni sabía cuál era su apellido.
Sarò un bravo ragazzo, mamma, murmuró Ciccio, que ya llevaba once años en Punta Arenas. Don Chicho, el sastre del pueblo, el héroe de guerra, el hombre a quien todos querían y admiraban.
Sarò un bravo ragazzo, mamma, dijo en voz alta don Chicho. Un bravo ragazzo…
La puerta de la cocina se abrió. Calixto asomó su desgarbada figura.
¿Me llamaba, don Chicho?
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© Emilio Di Tata Roitberg, 2019.
A continuación...
CAPÍTULO
72: UNA RATA ACORRALADA
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Para leer sin cargo desde el Capítulo 1 El tío Berni y la Polaca, ir a:
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Esta es una historia de ficción, cualquier semejanza con hechos reales o con personas vivas o muertas es mera coincidencia. Los nombres y apellidos de los personajes fueron tomados al azar y de manera separada y no guardan ninguna relación con personas reales de tiempos pasados o presentes.