Damas y caballeros, nos hallamos aquí reunidos, en esta bella mañana, para unir en solemne matrimonio a…
La sala rebosaba de gente: familiares y amigos de la pareja, el par de testigos de rigor, los soldados que montaban guardia en la entrada, más el grupo curiosos y colados que nunca falta.
…al Señor Doménico Pietralacqua, de 51 años de edad, natural de Cantalupo della Pietralcina, provincia de Campania, en el Reino de Italia…
Engalanado en su uniforme de la Brigada Cívica, Don Chicho sacaba pecho, realzados sus cinco pies de estatura por los altos tacos de sus botas. Severa la mirada, altivo el gesto, erguido por efecto de la pomada su recio bigote peninsular.
…de profesión sastre, con domicilio en la calle Magallanes, de nuestra localidad, y a la Señorita…
Se escuchó un llanto en el recinto. Alguien se apresuró a asistir a la madre de la novia, que parecía a punto de desfallecer.
…de 16 años de edad, natural de esta Colonia, con domicilio en…
Era el primer matrimonio que se realizaba en Punta Arenas, según la nueva Ley de Matrimonio Civil, recientemente sancionada por el Congreso Nacional. Esa era la razón por la cual, en vez de un simple notario, era el propio Gobernador, el Mayor García Lacroix, quien llevaba adelante la ceremonia.
Los esposos se deben asistencia y respeto mutuo, en todo momento y circunstancia, tal como indica el artículo…
La novia tenía puesto un largo vestido blanco, según la nueva moda inglesa, y el rostro cubierto por un velo. A falta de flores de azahar, sostenía entre sus guantes un ramo de flores silvestres.
¡Está hermosa!, comentó por lo bajo la mujer del Fiscal.
Pocos podían reconocer en ella a la niña de largas trenzas negras, vestida de percal, a la que tantas veces habían visto por las calles del pueblo, cargando un canasto tan pesado que la hacía doblarse como un junco.
¿Habrá sío don Chicho el que le cosió el vestido?
¿Quién, si no? Es estupendo, ¿ah?
¡No! ¡Fui yo!, tuvo ganas de gritarles Calixto, el aprendiz de la sastrería, que había pasado varias noches en vela, cortando los patrones que don Chicho
le había dejado, y cosiendo durante interminables horas los retazos en la Singer.
¡Yo lo hice! ¡Fui yo!
Pero no dijo nada. Se mantuvo en silencio, en el fondo del salón, con la cara de perro apaleado que lo caracterizaba.
En las primeras filas se ubicaban Herr Hoffmann, el tendero suizo, testigo por parte del novio, y Doña Manuelita Loaiza de García Lacroix, que cumplía la misma función por parte de la niña.
El esposo deberá ser el sostén económico de la familia, decía el Gobernador, deberá proveer y asistir a su esposa en toda circunstancia…
Se escucharon unas risas, apenas contenidas, en un rincón del salón. Risas que se silenciaron al punto, tras pasearse por ese sector la severa mirada de Don Chicho.
La esposa, a su vez, deberá obediencia a su marido, siguió leyendo su papeleta el Mayor García Lacroix, sin enterarse de nada. Deberá seguirlo adonde éste se traslade, y estar siempre dispuesta a…
Por la ventana entraba una suave brisa marina, mezclada con el aroma algo más acre de la vecina caballeriza. De la calle llegó un perro, que aprovechando la distracción de los soldados entró a darse una vuelta por la sala de audiencias. Un perro lanudo, de bigotes casi tan tupidos como los del novio, que comenzó a deambular alegremente entre los presentes, rozando los vestidos de las damas y los pantalones de los caballeros.
¡Quítate!, trataban de mantenerlo a distancia los afectados, sin atreverse a levantar la voz. ¡Juira, perro!
Señor Doménico Pietralacqua, ¿toma Usted a Eduarda Francisca Aranda, para ser su legítima esposa, en la riqueza y la pobreza, en la salud y la enfermedad, hasta que la muerte los separe?
Sí, signore Gobernatore, dijo Don Chicho, sin sombra de duda.
El perro se detuvo finalmente delante de Calixto, como si lo hubiera estado buscando, y sin más trámite se echó a sus pies.
Y usted, Eduarda Francisca Aranda, toma por esposo a don Doménico Pietralacqua, para ser su legítimo esposo, en la riqueza y la pobreza…
Se hizo un silencio. Lalita miró a su mamá, que miraba para otro lado y lloraba sin decir palabra.
Un murmullo corrió por el salón. Calixto apretó los puños, en espera de un milagro.
***
El gran día había llegado. Tras medio siglo de empedernida soltería, don Chicho se decidía por fin a sentar cabeza. Sus días de Casanova quedaban atrás.
Una difícil decisión, que comenzó a gestarse esa fatídica mañana de domingo, al volver del duelo. Un duelo que, lejos de cumplir con las formalidades exigidas por el Códigos de Honor, había degenerado en una vulgar trifulca, como era lo habitual entre estos salvajes sudamericanos. Un tumulto sin orden ni concierto, en el que volaron sablazos de todos lados los ángulos, e incluso disparos. Un tole tole del que don Chicho logró escaparse sólo por milagro, aprovechando el momento en que nadie lo miraba.
Ay… Ay… gemía el bravo sastre napolitano, que había huido por el lado de los matorrales, y, tras un penoso rodeo entre las matas de calafate, se volvió al pueblo así como estaba, con su atuendo de dormir, tal y como se encontraba cuando esa brutal mujer –la tabernera Irena– y su siniestro esbirro –el Indio con galera– lo arrancaron de sus sueños y lo llevaron a la rastra hasta el Campo del Honor.
Ay…, se lamentaba don Chicho, con el gorro de dormir ladeado y el camisón de franela desgarrado por los espinos. Una de sus pantuflas se había perdido durante su fuga, y ahora sentía en la planta del pie todo el rigor del pedregullo patagónico.
¡Manacchia!, murmuraba, mientras se cambiaba el calzado de un pie a otro, tratando de repartir el sufrimiento.
El viento aventaba el pompón de su gorro y se colaba por debajo de su camisón, amenazando con dejar al descubierto sus zonas más recónditas.
¡Porca miseria!, se bajaba pudorosamente los faldones don Chicho, al llegar a la Calle Principal, pensando que los vecinos podían estar observándolo desde sus ventanas. Suposición que estaba plenamente justificada.
Pero… ¿Ese no es don Chicho?
¡Es él! ¿Qué andará haciendo, con esa facha?
Bonggiorno, siñorina… Bongiorno, cavaliere, saludaba a diestra y siniestra el Sastre.
Oh là là…, exclamó Madame Lefèvre, la mujer del boticario, desde la ventana de su casa.
Oy gevalt!, exclamó Reb Yehuda Moshkover, mesándose la larga barba blanca, antes de bajar otra vez su mirada hacia su libro de oraciones.
¡Chucha con el viejujo!, exclamó el soldado que montaba guardia en la Plaza de Armas, frente a uno de los cañones.
La campana de bronce de la parroquia repicaba, anunciando el final de la misa. Más gente salía a la calle.
Bongiorno, signorina… Bela matina, ¿eh?, trataba sonreír don Chicho, como si no pasara nada. El pie le dolía a horrores. Cada pisada era como un pinchazo de diez agujas a la vez.
¡Tápese, viejo cochino! ¿Cómo se atreve?
Don Chicho llegó, finalmente, a su sastrería, sintiendo que las piernas ya no lo sostenían. Abrió la puerta de la cerca y caminó hacia la parte de atrás. Trató de abrirla, pero estaba trabada:
¡Calisto!, gritó. ¡Calisto!
Dio unos recios golpes sobre las tablas.
¡Apri la porta, catzo di minquia!
***
Calixto no podía oírlo. Seguía tirado en su cama, o, mejor dicho, en el jergón de paja que cada noche acomodaba en un rincón de la sastrería, preso de un dolor de estómago indescriptible.
Y eso porque, tras pasar varios meses (por no decir años) casi sin probar bocado, gracias a la estricta dieta a la que don Chicho lo sometía, al fin había podido fin acceder, gracias a una jugarreta del destino, a la bien guardada despensa de su amo, a sus espectaculares quesos italianos, a sus latas de conserva francesas y a sus embutidos de diferentes nacionalidades.
¡Oh!
Calixto trató de contenerse. De comer apenas un par de rodajas de salame, y una pequeña porción de queso, para que don Chicho no notara el faltante, pero fue del todo imposible. Apenas colocó en su boca el primer trozo de esas exquisiteces, sintió que tocaba el cielo con las manos. Y cuando su estómago, (acostumbrado al pan de la quincena anterior y a las raspaduras de las cáscaras) sintió la llegada de esos extraordinarios manjares, de inmediato pidió más. Y más. Y más.
Ah…
El famélico Aprendiz arrasó con el contenido entero de la alacena. Al principio en silencio y con disimulo, para no despertar a don Chicho, y luego, cuando éste ya no estuvo, con desenfrenada voracidad. A él mismo le sorprendía su apetito. Llegó incluso a descorchar una de las garrafas de San Girolamo que su patrón atesoraba, y regó su comilona con uno de los mejores tintos que por aquellos lugares se podía conseguir.
Brup… eructó por fin Calixto, que había quedado cebado como una chinche, con la panza a punto de reventar.
El joven se tiró cuan largo era sobre el jergón. No podía ni moverse.
Ya había amanecido, para ese momento. La luz que entraba por la ventana de la sastrería delineaba con claridad los detalles que hasta ese momento sólo se habían insinuado: los rollos de tela apilados sobre los estantes, los muestrarios de géneros y el maniquí de papel maché, que parecía mirar a Calixto con una expresión inquisitiva, como si le preguntara:
Y ahora, querido amigo, ¿qué vas a hacer?
Ay, exclamó Calixto, que, pasado su arrebato alimenticio, recién ahora parecía darse cuenta. ¿Qué iba a hacer cuando volviera don Chicho, y descubriera que le había saqueado la despensa, tras haberse apoderado de la llave?
Don Chicho tenía un rebenque trenzado, de esos que usan los gauchos para domar a los potros, colgando de un clavo en la cocina; aunque don Chicho no lo empleaba para ninguna faena ecuestre, sino pura y exclusivamente para castigarlo a él. Por faltas mucho menores que esa le había dado tales palizas que Calixto temblaba sólo de recordarlas.
Dios mío…, murmuró, y en ese momento sintió una puntada en el estómago, una especie de calambre que lo hizo torcerse de dolor.
Auggg…
Y por fin un espasmo, que después de un par de sacudidas lo hizo lanzar cuanto había comido y bebido, ahí mismo donde estaba, sin darle tiempo ni a buscar un balde.
Tannnnnn… Tannnnn… sonaba la campana de la parroquia. Ya comenzaba a escucharse el paso de gente por la calle, de mujeres que parloteaban saliendo de la misa, el ruido de carros y caballos.
Tannnnnn…
El piso de la sastrería quedó hecho un enchastre. El joven Aprendiz tembló de pies a cabeza cuando escuchó los golpes en la puerta, y los gritos insistentes de su amo:
¡Calisto! ¡Calisto!
***
Por suerte para él, don Chicho llegó en tal estado que no estuvo en condiciones de notar nada fuera de lugar. El atribulado Sastre se desplomó apenas su Aprendiz le abrió la puerta, exhausto por la agotadora caminata, desgarrado el camisón y cubierto de abrojos su recio bigote meridional.
¡Don Chicho! ¿Qué le pasó?
El enfriamiento que tomó durante el camino dejó a don Chicho en cama por varios días. El pecho le roncaba como un fuelle. La garganta se le inflamó tanto que apenas si le pasaba bocado.
Una cucharada más, don Chicho…
¡Madonna Santa, madre di Dío!, suplicaba en su delirio febril el Sastre napolitano, olvidando sus convicciones masónicas y republicanas.
¡San Genaro benedetto! ¡Aiútami!
Calixto se encargó de cuidarlo noche y día, siguiendo al pie de la letra las indicaciones del doctor. Le cambiaba cada par de horas el agua a la botella de agua caliente que le colocaba a los pies de la cama. Iba a la botica a buscar los remedios.
¿Y? ¿Cómo sigue don Chichó?, preguntaba Madame Lefèvre. ¿Un poco mejogg?
Gracias a un inesperado pago que le hizo el viejo Johanssen, el dinamarqués del aserradero, Calixto pudo reponer el contenido de quesos y embutidos de la alacena, aunque al San Girolamo no lo consiguió.
Tal vez quede alguno en la bodega, dijo el dependiente de la tienda de abarrotes. ¿Por qué no te pegas una vuelta mañana?
Calixto iba y venía por el pueblo, con un gesto de preocupación pintado en el rostro pálido y demacrado.
Necesito una copia de estas llaves, le dijo al Gordo Aloys, un cerrajero alsaciano que paraba en El Diluvio, el boliche competidor del Salón Adriático.
El gordo Aloys, un evadido de la Isla del Diablo, que llevaba un par de años rodando de puerto en puerto, examinó con detenimiento las dos llaves y dijo:
Esta de puerta, mucho fácil: puedo hacer en abrir y cierrar de los ojos. Llave de candado, más dificíl.
Entonces, usted no cree que…
Modelo americano, tambor con perno, dijo el Gordo Aloys. Necesito día entero para tallar ranuras… ¡Esto no barato!
Puedo adelantarle dos pesos.
¡Dos pesos! Esto es broma.
Y cinco para la próxima semana…
No sabía de dónde los iba a sacar, pero igual los prometió.
Oh, yo no trabajo a crédito. ¿Tengo cara de idiota?
Calixto examinó su aspecto andrajoso, al fin le dijo:
Puedo hacerle un saco a su medida.
¿Un saco?
Un saco de tweed, bien abrigado. ¿Qué me dice? No valdría menos de treinta pesos, si tuviera que comprarlo.
El Gordo dio otra calada a su pipa y lo miró con ojos llenos de codicia.
¿Por qué sólo saco? ¿Acaso no tiene piernas, yo?
Lo estaba estafando, pero qué remedio. Calixto aceptó hacerle un pantalón también, si las tenía lista para el día siguiente.
Qué diablos, sonrió el Gordo Aloys. Lo haré, sólo porque me caes simpático.
Ahí nomás Calixto desenrolló el metro de hule que siempre llevaba en el bolsillo y le tomó las medidas, frente al dueño y a los demás parroquianos, que los miraban divertidos.
¡Calisto!
¡Aquí estoy, don Chicho!
¿Dónde catzo stabbas? ¡Fa due hore que…!
Fui a entregar un pedido. Y tengo que terminar de hacer el ruedo de…
¿E il vecchio Johanssen, non ha pagado la cuenta, todavía?
Eh… No, todavía no.
Calixto no dormía. Porque, a pesar de la enfermedad del patrón, la sastrería seguía funcionando. Taca-taca-taca-taca, le daba al pedal de la máquina, durante la noche, alumbrado por un candil a querosén.
El doctor O’Reilly vino por segunda vez. Le tomó el pulso a don Chicho, pegó el oído a su espalda blanca y salpicada de lunares colorados.
Respire profundo… Otra vez…
Le miró uno y otro ojo, estirándole los párpados.
Ah, no tiene nada, dijo al fin.
¿Qué? ¿Ma come…?
Maldito matasanos inglés. ¡Si estaba que se moría!
¡Calisto!, lo llamaba don Chicho, que demoraba su recuperación, acostumbrado ya al trato que le dispensaba su aprendiz, a que le diera de comer en la boca y le vaciara el orinal y la bacinilla.
¿Y el viejo italiano? ¿Aún no estira la pata?, le preguntaban los parroquianos en El Diluvio.
Deberías darle un fierrazo en la cabeza mientras duerme. ¡Es lo menos que se merece!
Eso era algo que a Calixto jamás se le hubiera ocurrido. ¿Cómo podría hacer algo así? Dependía por completo de don Chicho. Si don Chicho lo echaba, él se quedaba sin trabajo y sin lugar donde vivir. Aunque podía coser y remendar tan bien como su patrón, no tenía dinero para establecerse por su cuenta.
¿Qué opción le quedaba? ¿Irse a vivir de nuevo al campo, en medio de las vacas y las chivas, como sus hermanos y sus primos? Él no sabía domar potros, ni arrear ganado, ni tenía fuerza para cortar árboles con el hacha. Además, ya se había acostumbrado a la vida del pueblo: a trabajar puertas adentro, calentito, mientras afuera nevaba o llovía, a echarse su traguito en el boliche, a conversar con los otros clientes y escuchar las últimas novedades.
Tienes suerte, encontré un San Girolamo en la bodega. El último que quedaba.
Calixto se movía a toda velocidad. El traje del Gordo Aloys le llevó un buen par de yardas del rollo de tweed rayado, y más de diez horas continuas de trabajo, pero el resultado fue mejor de lo esperado. Le quedaba que ni pintado.
¡Don Chicho! ¡Encontré las llaves!
¿Qué? ¿Ma cóme?
Se habían caído en la entrada. Estaban abajo de uno de los escalones.
Don Chicho lo miró desconfiado. Ya cicatrizados sus pies, se levantó de la cama, así descalzo como estaba, caminó hasta la despensa y abrió la puerta. Revisó la alacena, abrió el candado. Vio sus quesos, sus embutidos, la garrafita de vino.
¿Sono entrato aqcuí?
¡No, don Chicho!
Don Chicho olisqueaba, desconfiado. Algo había de diferente. La cara de santurrón de su aprendiz lo delataba.
¡Dime la veritá!, lo tomó de las solapas. ¡O si no…!
¡No, don Chicho, se lo juro! Apenas la encontré, se la traje.
Va vía, lo soltó finalmente don Chicho. Va vía, ti dico…
Sí, don Chicho.
Don Chicho cerró la puerta tras él y metió llave. Una vez solo en el pequeño recinto, se puso de rodillas y buscó una de las tablas del borde, que no estaba clavada al tirante, sino tan solo embutida a presión. Don Chicho metió los dedos en un resquicio y la sacó. Luego introdujo la mano en el hueco que quedaba en el piso, con el corazón temblando de inquietud. Tanteó a un lado y a otro. Le volvió el alma al cuerpo cuando encontró lo que buscaba: la media de lana en la que tenía guardada la totalidad de sus ahorros.
Madonna santa…, exclamó don Chicho, al sentir al tacto el rollo de billetes de banco. Lo apretó contra su corazón, disfrutando de su textura, de su peso, de su olor…
Volvió a meterlos dentro de la media, hizo otra vez el nudo y lo guardó.
***
A las nieves del invierno sucedían ahora las lluvias de la primavera, que pronto dejaron las calles de tierra del pueblo convertidas en un barrial intransitable. Las ruedas de los carros se atascaban. Los caballos se agitaban, sin poder avanzar más que unos pocos pasos en cada intento.
¡Por el medio! ¡Buscalé por el medio, onde está la huella!
Los vecinos ponían tablones, de un lado a otro de la calle, para poder cruzar a la vereda de enfrente. Los pocos afortunados que contaban con botas de goma podían sortear sin problemas los sectores más anegados, pero a los demás no les quedaba más que embarrarse por completo.
La Plaza de Armas quedó convertida en una inmensa laguna. El Gobernador despachó una partida de presidiarios a cavar una zanja que drenara el agua hacia la bajada de la playa. Un grupo de soldados fue destacado para vigilarlos. Unos y otros quedaron calados hasta las huesos.
¡Apúrate, que ya estamos empapáos!
¡Ven a cavar tú, si no te gusta!
El agua hizo subir los niveles de las napas. Las letrinas rebalsaron, expulsando su fétido olor. Las casas se llenaron de guarenes, que escapaban de sus cuevas inundadas.
¡Mira! ¡Ya se metieron otra vez!
Los guarenes no eran sino las viejas y conocidas ratas europeas, que habían llegado los pocos años atrás, en las bodegas de los cargueros, y se habían adaptado a las mil maravillas al rudo clima patagónico, reproduciéndose a toda velocidad y engordando hasta límites alarmantes.
¡Mira el desastre que han hecho!
En la ferretería del vasco Mendieta se agotaron las tramperas, las de muelle y las de jaula. En la botica los clientes se hacían fila para comprar veneno.
Me han dicho que el arsénico las mata enseguida.
Oh, tengo algo mucho mejogg, dijo Monsieur Lefèvre. Una substancia mucho más rggápida y efectiva.
Se trataba del sulfato de estricnina, un veneno no tan conocido todavía, que venía en pequeños frascos de cincuenta o cien píldoras.
Cada una está cubieggta por una capa de azucágg, pagga que sea más atgractiva pagga los rggoedores.
¿Ah, sí?
Tenga cuidado de no dejaggla al alcance de los niños, intervino su esposa, que volvía con un frasco de tónico para la tos One Minute de la trastienda. Es un veneno muy potente…
¿Servirá para matar perros también? Es que allá en el campo, los perros cimarrones…
Siggve pagga cualquiegg clase de alimaña, dijo Monsieur Lefèvre. Puede poneggle dos o trgges pastillas en cada cebo, pagga estagg más segugo…
¿Algo más, Calixto?, preguntó Madame Lefèvre, que atendía al aprendiz de sastre en la otra punta del mostrador.
Ya le había envuelto un sobre con hojas de eucaliptus, para poner a hervir en el cuarto de don Chicho, y una pomada a base de menta y alcanfor para hacerle friegas en el pecho.
Eh… este… , dijo Calixto, y después de un momento de duda, agregó: Quisiera un frasquito de ese que lleva el señor.
Madame Lefèvre sacó del estante otro frasco de vidrio, que en la cubierta tenía un figurín con una calavera y en letras rojas la palabra PELIGRO.
¿Ustedes también tienen prggoblemas con rggoedogues?, preguntó inocentemente, mientras preparaba el envoltorio.
Calixto le respondió:
Eh… sí.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2019.
A continuación...
CAPÍTULO 71: AMIGOS PARA SIEMPRE
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