Sí, Carlota aún lo amaba. Bernardo pudo verlo en sus ojos, a la salida de la misa, cuando él se acercó y le ofreció su mano, para ayudarla bajar los dos escalones de la entrada.
Muchas gracias, Señor Caledonia…
No venía sola, por desgracia, sino acompañada de su tía, la Señora Manuelita, y de los barrabases de sus primos, unos mocosos del demonio, sobre todo el mayor, que al ver a Bernardo comenzó a gritar:
¡Traidor! ¡Traidor a la patria!
Bernardo sintió todas las miradas dirigirse hacia él: las de los feligreses que salían de la iglesia, las de los cocheros que esperaban en la puerta, la del Cura.
¡Mató a un soldado de la Patria! ¡Traidor! ¡Traidor!
Niño, no digas le digas esas cosas al maestro… lo amonestó dulcemente su mamá.
¡Asesino! ¡Traidor!, siguió el pequeño granuja, como si le hubieran dado cuerda; pronto sus tres hermanos más pequeños lo imitaron:
¡Asesino! ¡Traidor!
Tuvo que ser el Gerarda, el Ama, la que lo llamara al orden, tras tomarlo de la oreja y darle una buena zamarreada.
¡Ahhhh!
Se hizo silencio al fin.
¡Niños!, dijo lo más sonriente su mamá.
Sí, dijo Bernardo, que se había puesto rojo como la grana.
Por fortuna, pronto dejaron de fijarse en él. Alguien que venía desde atrás le dio un empellón que estuvo a punto de tirarlo.
¡Ña Manuela! ¡Ña Manuela!
Era uno de los mendigos que aguardaban el final de la misa para abordar a la esposa del Gobernador.
¡Una ayudita, Ña Manuela!
Su ejemplo animó a otros, que se fueron acercando a su turno: mujeres con bebés, un tullido con un palo de escoba por muleta, una viejita tan encorvada que parecía estar a punto de caerse de bruces.
¡Chas gracias, Ña Manuela!, se turnaban para besarle la mano los pordioseros, a medida que ella sacaba de su bolsa las monedas y las iba repartiendo, tan liberalmente como si fueran caramelos.
Psia krew!, rezongó el Padre Tadeusz, que hubiera preferido que ese importe hubiese ido a parar a la bolsa de la Santa Iglesia, que tanta falta le hacía.
¡Gracias, madrecita! ¡Muchas gracias!
No todos iban a pedir dinero. Una de las mujeres la tomó del brazo y le dijo, casi llorando:
Lo tienen preso desde la semana pasada, Doña Manuela, y él no hizo nada… Le pegaron con un palo, lo tuvieron estaquiado toda la noche, delante del cuartel…
Hablaré con mi esposo, le dijo la Gobernadora. Te aseguro que, si es como tú dices, este mismo día…
¡Muchas gracias!, cayó de rodillas y le besó la mano la pobre mujer.
Aprovechando la confusión, Bernardo se acercó a la Limeña y tomando su manecita enguantada le dijo:
Señorita Carlota… quisiera saber si Usted…
Bernardo podía ver en sus enormes ojos negros la misma emoción que lo embargaba a él, el mismo deseo en su boca de labios pequeños y carnosos, que temblaban de ansiedad.
…pudiera hacerme el honor de…
Vaya, vaya, quién anda por aquí, interrumpió el idilio Gerarda. ¿Ha venío a confesarse?
Bueno, yo… balbuceó Bernardo.
¡Coloráas le habrán quedáo las orejas, al pobre Padre Cura!, dijo el Ama, antes de tomar a la muchacha del brazo y llevarla a los tirones hacia el coche.
Ha sido un placer volver a verlo, Berni, le dijo la Gobernadora, antes de subirse ella también al carruaje, cuya puerta sostenía un soldado del Regimiento de Artilleros. Me alegra que un joven como Usted no se deje guiar por esas modas pasajeras, y asista a misa regularmente.
El látigo restalló. El tiro de caballos se puso en movimiento.
¡Viva la Seóra Manuelita!, gritó uno de los mendigos.
¡Viva!
¡Viva la Gobernadora!
¡Viva!
Bernardo siguió con la vista el coche, con la esperanza de ver de nuevo a Carlota y decirle adiós por última vez.
***
No hubo nada de eso. El sonido de los cascos se fue alejando calle abajo. Bernardo suspiró de forma lastimera y echó a andar en dirección contraria. No había hecho más que unos pasos cuando se dio cuenta de que se había dejado el bastón en la iglesia. Dio la vuelta, pasó entre los mendigos y los feligreses que aún se congregaban en la puerta.
Permiso… Con permiso… Gracias.
Subió los dos escalones y entró al recinto, que al principio le pareció muy oscuro, por tener la vista acostumbrada al exterior.
El monaguillo apagaba los cirios del altar con un matacandelas de latón. Frente al Cristo de palo, un par de beatas pasaban las cuentas de un rosario.
Santa María, madre de Dios…
Nadie se lo había llevado: su bastón estaba ahí, al lado del pedestal con la estatua de la Virgen. Bernardo lo tomó y caminó hacia la salida, tratando de no hacer demasiado ruido al pisar el entablado. Antes de salir miró hacia el altar y se persignó. Un gesto que, pese a su casi nula educación religiosa, sabía hacer con tanta soltura como el que más. Su mamá se lo había enseñado, cuando era pequeñín.
Au nom du Père, et du Fils, et du Saint Esprit…
La luz del sol entraba oblicua por los tragaluces de la pobre iglesia de madera, en ese rincón perdido del mundo. Bernardo se quedó un momento ahí parado, en medio del pasillo, embargado por la emoción que le había causado el súbito recuerdo.
Oh, mamá… murmuró.
¿Estaría velando por él, desde el Más Allá, como pretendían los curas, o sólo vivía en su recuerdo, cómo afirmaban los racionalistas? Algo lo sacó de su ensimismamiento: el galope de un caballo, allá afuera, o la risotada de uno de los mendigos, que aún festejaba la obtención de su botín.
Bernardo se enjugó una lágrima con el dorso del dedo, y se dispuso a abandonar el lugar, cuando alcanzó a distinguir, con el rabillo del ojo, a media docena de hombres, ahí parados, en el rincón menos iluminado de la parroquia. Eran los presidiarios que había visto más temprano, durante la misa, y un par de suboficiales del Regimiento de Artilleros. ¿Qué podían estar haciendo ahí? No daban la impresión de haberse quedado a rezar el rosario, ni a organizar una rifa a beneficio, sino de estar discutiendo algún asunto de capital importancia, discusión que la entrada de Bernardo interrumpió.
Señores…, hizo una inclinación de cabeza en dirección a ellos Bernardo, y uno de los soldados (el Cabo Contreras, que parecía ser quien llevaba la voz cantante en el grupo), escupió a un costado y murmuró.
¡Ya lárgate de una vez!
***
Era el primer domingo del año y el verano se hacía sentir. No hacía nada de viento. El sol brillaba en un cielo insólitamente azul.
¡Dios mío, qué calor!
En un lugar como Punta Arenas, donde siempre hacía frío, esos pocos días calurosos ejercían sobre gentes y animales un efecto desproporcionado. Los caballos sudaban copiosamente, empapando los arreos; los perros se echaban a la sombra, con la lengua afuera. Las damas probaban la utilidad de sus abanicos, guardados la mayor parte del año, los caballeros se secaban con un pañuelo el sudor que les corría por el cuello y por la frente.
Buen día, Señor Caledonia. ¡Qué calor tenemos hoy, eh!
Sí, dijo Bernardo, que odiaba ese estúpido apellido, fruto del error involuntario o de la mala pasada del soldado que asentó sus datos, el día que bajó del barco. Cierto es que para los habitantes de ese pueblito sudamericano era mucho más fácil de pronunciar que su apellido original.
¿Irá al circo esta tarde?
No lo sé. Tal vez me pegue una vuelta…
¿Cómo iba a ir, si no tenía un centavo? A pesar de su traje a la moda, de su sombrero y su bastón de mango labrado, que gastaba a la manera de un dandy, sus bolsillos no podían estar más vacíos.
Hoy pasó una carreta con un león enjauláo. ¡Sabe como rugía!
¡Mire Usted!
El mar estaba tranquilo. Unos pocos barquichuelos se mecían en la rada. Las gaviotas sobrevolaban la costa, multiplicando sus chillidos.
Bernardo dejó atrás el solar de la Plaza de Armas (en la que se había montado la carpa del Circo) y llegó a la cuadra en la que estaba apiñada la mayor parte de las casas de comercio del pueblo. Una de ellas era el almacén de ramos generales del Ruso Braunstein.
Una edificación de madera, como todas las demás de la Colonia, por aquellos tiempos, con un vidriera repleta de quincallas y productos para turistas (huevos de avestruz, boleadoreas, mantas tejidas por las mujeres tehuelches).
Tras cruzar la cerca de estacas, Bernardo llegó a una pequeña puerta lateral, que siempre quedaba sin traba. Subió los dos escalones y la empujó.
Nomás al cruzar el umbral se sentía el olor a repollo y papas hervidas, un plato que se cocinaba un día sí y otro también en casa de los Braunstein.
¡Samuel! ¡El muchacho está aquí!, gritó la doña Raquel, que sufría de las piernas, y se pasaba buena parte del día entero en la sala, echada en un sillón.
Sí, ya lo vi, dijo el Señor Braunstein, que picaba pacientemente una cebolla en pedazos muy pequeños: tac-tac-tac-tac…
¡El muchacho ya llegó, y aún no terminas el almuerzo!
Hablaban entre ellos en un ídish de entonación cantarina, mechado con palabras polacas y rusas, algo distinto al ídish que hablaban los judíos de Témeschwar, más parecido al alemán.
¡Dijiste que lo tendrías listo al mediodía, y aún…!
Descuide, Señora Braunstein, le dijo Bernardo. No tengo hambre.
¿Lo ves?, dijo su marido, con la esperanza de anotarse un punto a su favor. Esperanza vana, por cierto.
¡La estás cortando demasiado grande, Samuel!, contraatacó su mujer.
No, Réijele. Te aseguro que no.
¡Pero sí! Desde aquí lo puedo ver.
Oy, oy, oy…
¿Es que no puedes hacer nada bien? Si vas a hacerlo así, será mejor que me dejes a mí.
Oh, no. Tú descansa.
¡Cómo puedo descansar, si este dolor me está matando!
¿Quieres que te haga unas friegas?
¡No necesito una friegas, sino que hagas las cosas bien!
Oy, oy, oy…, se mesaba la barba el anciano Reb Yehuda Moshkover frente a a su atril, mientras pasaba las páginas de la Torá. Las permanentes discusiones del matrimonio perturbaban su tranquilidad durante la lectura del Libro Sagrado, su única actividad, a lo largo del día, la cual llevaba a cabo en un rincón de la sala, mientras fumaba su pipa o daba sorbos a una taza de té.
Si me disculpan, iré a a mi habitación, dijo Bernardo. Creo que dormiré un rato.
¿Un joven tan guapo como Usted?, se extrañó la Sra. Braunstein. No debería quedarse aquí encerrado. ¡Tendrá docenas de muchachas a las que visitar!
***
No, la verdad es que no. No tenía a nadie. Bernardo se echó sobre la cama así como estaba, sin quitarse siquiera los zapatos. Estaba agotado, aunque el suyo no era un cansancio físico, sino espiritual.
Maldita sea…
Se había vestido con su mejores ropas, se había afeitado con esmero, y había aguantado durante dos horas el sermón interminable de ese viejo chiflado del Cura… ¿Todo para qué?
“Me alegra que un joven como usted venga a misa”, imitó Bernardo con voz de falsete a la Gobernadora.
No sabía qué pensar. Por momentos, la Señora Manuelita le parecía una auténtica imbécil, y luego le daba la impresión de ser una mujer de lo más taimada, que sólo se hacía la tonta para confundir.
“Espero que nos veamos pronto”.
¿Por qué no lo invitó a tomar el té, como ya había hecho otros domingos? Ya podía adivinar por qué: porque, tras discutirlo con su marido, habían llegado a la conclusión de que no convenía dejar que Carlota se entusiasmara con él. No importaba lo que la muchacha sintiera, ni mucho menos lo que sintiera él.
La Señora Manuelita podía ser muy católica, y su marido un ateo militante, pero en algo coincidían: a las convenciones sociales había que respetarlas, y un sujeto como él, un forastero sin dinero ni prospectos, valía menos que nada.
¡Pero no, Samuel!, se escuchaba la voz de la Sra. Braunstein a través de las paredes. ¡Así no!
Bernardo dejó vagar su mirada por el techo, que bajaba inclinado hacia uno de los lados. Siguió con la vista las vetas de madera, hasta un rincón en el que una araña tejía su tela. En su cabeza aún resonaban los chillidos del pequeño granuja: ¡Traidor! ¡Mató a un soldado de la Patria!
Era lo que muchos creían, aún cuando él no había matado a ningún soldado. Apenas si había herido a uno, durante una pelea a mano limpia, y luego él mismo lo había llevado a curar.
¡Asesino! ¡Traidor!
Ese mocoso era su peor pesadilla. Desde que Bernardo había comenzado a dar clases en la escuela mixta no había hecho más incordiarlo, interrumpiendo a cada momento sus lecciones y fomentando una rebelión tras otra contra él. No era mucho lo que Bernardo podía hacer al respecto: era el hijo del Gobernador.
Bernardo suspiró. Casi podía escuchar la voz de Irena, diciéndole, en tono de burla:
¿Así que en eso quieres convertirte? ¿En un maestro de escuela?
Lo decía como si fuera un insulto, como si decir “maestro de escuela” fuera lo mismo que decir un payaso o un lunático.
Bernardo se puso de pie y caminó hasta la pequeña ventana, que daba a la parte trasera del terreno, al patio de yuyos raleados y a la ropa que colgaba de la soga. Miró en dirección al Salón Adriático, que no se veía desde allí, pese a estar sólo a par de cuadras, tapado por otras construcciones. Trató de imaginar lo que Irena estaba haciendo en ese preciso instante. ¿Cocinando uno de esos guisados “a la que el diablo me lleve” que ofrecía a sus famélicos parroquianos? ¿Sirviendo copas de ron mezclado con alcohol de quemar o ginebra rebajada con agua? ¿Quién le daba una mano con la limpieza y los mandados, ahora que él no estaba? No la muchachita de trenzas, la hija de la Lavandera, que había dejado el boliche aún antes que él. Y no el indio Jeremy, que fuera de sus tareas de portero, se negaba de plano a realizar cualquier tipo de trabajo.
Oh, Irena…
A pesar de su amor a Carlota, aún no lograba olvidarla.
¡Tachín! ¡Tachín!, se escuchó el sonido metálico de unos platillos en la calle.
¡No se lo pierda! ¡Esta tarde! ¡Primera función del gran, del único, del magnífico Circo de…!
Bernardo dio un paso atrás y, al voltear la cabeza, vio algo que llamó su atención: era su propia imagen, en el espejo que colgaba de un clavo. Vio su rostro lívido, su pelo ya bastante crecido, y la fea cicatriz que le atravesaba el lado izquierdo del mentón, abajo de la boca.
Su pensamiento viajó a otro domingo, de unos dos meses atrás, a las horas y los días que siguieron a su duelo con el Teniente Arias Aldao.
A Irena.
***
Irena se encargó de curar sus heridas, de alimentarlo, de atenderlo. Lo bañó ella misma, como a un niño pequeño, cuando él recién volvió del duelo. O, mejor dicho, de llevar a curar a su rival.
Quítate la ropa y métete en el fuentón.
Pero… Señora Suker.
Hazme caso. Traeré el agua caliente.
Cuidó noche y día de él, y hasta fue a protestar a la Gobernación, luego de que lo metieran preso: armó tal zafarrancho que el Mayor García Lacroix, exasperado, ordenó finalmente que fuera liberado.
¡Mi chiquillo! ¿Cómo te encuentras? ¿Te pegaron?
No, Señora Suker. Estoy bien.
A partir de ese día, Bernardo ya no volvió a dormir en la despensa, entre ristras de ajo, tiras de salchichón y frascos de cebollines en conserva, sino en el dormitorio de Irena, el que ella había compartido en otros tiempos con el rufián de su marido.
Oh, Berni… ¡Llámame Irena!
Irena ya no ocultaba su amor por él. Lo llamaba cariño, o mi amor, delante de todo el mundo.
Cariño, ve a llevar esta bandeja a esos señores que juegan al billar.
Los marineros y los gauchos que venían a beber su copita de guachacay al Salón Adriático se guiñaban el ojo y comentaban:
¿Qué es lo que te dije? ¡Este entró como sirviente, y terminará como amo!
Bernardo se moría de vergüenza. Una cosa era que todos supieran que era el querido de su patrona, y otra, muy distinta…
Recoge aquellos vasos, amor. O mejor deja: lo haré yo.
Bernardo prefería cuando lo trataba como un simple criado. Cuando lo mandoneaba y lo humillaba frente a todo el mundo, y más tarde, después de cerrar, se aparecía en su cuartucho y le ordenaba que le hiciera el amor.
¡Mocoso imbécil! Ven aquí…
Bernardo se mostraba entonces brutal con ella, para vengarse de sus insultos y humillaciones, algo que a Irena la excitaba aún más.
Sí, así… así…
Ahora Irena se mostraba más dulce que nunca. Tan dulce que lo empalagaba.
Te amo, Berni. Te amo…
Ya no hacían el amor en su jergón de paja, sino en la cama grande, entre finas sábanas de lino.
¿Y tú? ¿Me amas? Dime que me amas, ¡dímelo!
Te amo, Irena, le decía él, te amo…
Al otro lado de la pared, Mamá Agnes daba de golpes en las tablas y gritaba con su voz cascada: ¡Irenaaaaa! (pum-pum-pum) ¡Desvergonzada! ¡Mujerzuela! (pum-pum-pum) Kurva!
Una mañana, Irena le dijo:
¿Sabés? Creo que deberíamos casarnos.
Estaban comiendo la comida que comían a modo de desayuno, cerca de las once, luego de la afluencia más intensa de parroquianos de la mañana temprano, y antes de la llegada de los clientes del mediodía: pan con manteca y una taza de café.
¿Casarnos?
Bernardo pensó por un momento que había escuchado mal.
¿Por qué no?
Había un sólo cliente, en ese momento, bebiendo su copita de ginebra, y también estaba Lalita, la hija de la Lavandera, que barría en la otra punta del salón. Bernardo temía que estuviesen escuchando.
Podríamos tener un hijo. No soy tan vieja, ¿sabes?
Bernardo miraba a Lalita pasar la escoba, de atrás para adelante, procurando no levantar el polvo, como Irena le había enseñado. Pobre criatura, criada en un rancho con piso de tierra. ¿Cómo diablos iba a saber barrer?
No pongas esa cara. Si no quieres, sólo dímelo.
Bernardo carraspeó. Finalmente dijo:
Sí, claro, cómo no voy a querer.
Irena sonrió, de un modo que a Bernardo le dio un poco de miedo. Con la luz que entraba por la ventana, a esa hora de la mañana, parecía dos veces más flaca, dos veces más vieja. Se le notaban los pelos grises, bajo el resto de su cabellera teñida con Agua de Grecia, y las pequeñas manchas que ya empieza a tener en la piel la gente a determinada edad.
¿De verdad? ¿De verdad lo quieres, Bernardo?
Sus ojos claros, que en otro tiempo le habían parecido tan bellos, ahora le recordaban a los ojos de esas brujas que aparecen en las ilustraciones de los libros de cuentos infantiles.
¿No lo dices sólo para complacerme?
No, Irena. Me encantaría…
¡Oh, Bernardo!, dijo ella, echándole los brazos al cuello y cubriéndolo de besos. ¡Seremos tan felices!
***
¡Oiga! ¿Adónde va?, se escuchó la voz de la Sra. Braunstein a través de las paredes. ¡No puede pasar! ¡Está durmiendo!
El retumbar de unas botas se multiplicó en el pasillo, la puerta de su cuarto se abrió. El Teniente Arias Aldao entró, sin siquiera molestarse en golpear.
¿Con qué durmiendo, eh?
Bernardo estaba en la cama, sí, pero no dormía. Sólo miraba el techo, imbuido en sus penas y sus recuerdos.
Tú estás loco, dijo el Teniente. ¿Estás encerrado aquí, en un día como este?
Aún tenía la mano derecha envuelta en una venda, y el brazo colgando de un pañuelo. Los botones de su uniforme brillaban, al igual que sus botas, y la empuñadura dorada de su sable.
Me han dicho que te vieron por misa. ¿Qué diablos fuiste a hacer? ¿Te bañaste en agua bendita?
Era una de esas personas que no pueden estarse quietas un momento. Iba de un lado a otro de la pequeña habitación mientras parloteaba, se sentaba en la única silla, curioseaba los libros que Bernardo tenía en su anaquel (La Araucana, de Alonso de Ercilla, y una traducción de la Cartuja de Parma, de Sthendal, que usaba para aprender castellano), se ponía otra vez de pie y, usando siempre la mano izquierda, abría la ventana.
Este lugar apesta a cebolla. ¿Cómo puedes vivir con estos judíos?
¡Callate! Te pueden escuchar.
Arias Aldao se volvió a sentar, se cruzó de piernas. Dijo:
Eres propenso a la melancolía, no te hace bien estar solo aquí.
No tengo adónde ir.
El Teniente se echó para atrás en la silla, hasta hacer equilibrio sobre las dos patas posteriores. Usando siempre la mano izquierda, se rascó la mollera.
¿Por qué no vamos al circo?
¿Al circo? No me gustan los circos. Además, no tengo un peso.
Yo pagaré.
Oh, no. Ya te debo demasiado.
Eso era cierto. Arias Aldao le había prestado para comprarse su nuevo traje –no tan fino como el primero, que había quedado arruinado en el duelo– y le dio para pagar la primera semana de alojamiento en casa de los Braunstein.
El Teniente Alejandro Arias Aldao era una persona de recursos. No vivía de su magro sueldo de oficial, sino de las remesas que su familia le giraba periódicamente de la capital.
¡Tonterías! Cuando puedas, me lo devolverás.
***
Se sentía agradecido con Bernardo. Tal vez porque porque fue Bernardo, y no los otros milicos (que eran supuestamente sus amigos) el que lo llevó a curarse la mano, después del duelo. Fue él el que se arriesgó para ayudarlo, puesto que para esa época los duelos estaban prohibidos, y la participación en uno podía acarrear la reclusión perpetua, o incluso la muerte.
¿Adónde vas?, le había preguntado Irena, que hubiera preferido dejarlo en el cuartel, para que se arreglara por su cuenta.
Hay que hacerlo atender, le respondió Bernardo. Esa herida se ve muy mal.
Habían estado a punto de matarse, un momento antes, es verdad, pero lo cierto es que Arias Aldao se había portado como un caballero con él, y Bernardo no podía menos que corresponderle.
Iremos a la casa del Doctor. Estaré de vuelta en un momento.
Él mismo lo llevo en la carreta, sin prestar atención a las protestas de Irena, que no entendía a santo de qué se arriesgaba de esa forma por un maldito milico.
Papá no está, le dijo Elisa, la hija del Doctor O’Reilly, apenas entraron. ¡Dios mío, qué le pasó!
Los condujo a través del salón, entre los criados que enceraban el piso, intentando quitar las miles de marcas de zapatos que habían quedado, tras el baile de la noche anterior.
Por aquí…
Bernardo tuvo que llevar casi cargando a Arias Aldao, que desfallecía de dolor.
¡Oye, que está enchastrando tóo!, se quejó uno de los sirvientes, al ver el reguero de sangre que iba a quedando sobre el parquet.
Recuéstelo aquí.
Entrenada en los primeros auxilios, la joven le hizo un torniquete que detuvo la hemorragia, y le aplicó una buena dosis de peróxido de hidrógeno.
Es un corte muy profundo. ¿Cómo se lo hizo?
Pues…
Bernardo no supo qué inventar.
Usted también está herido, dijo la chica, que al ver su traje tajeado y manchado de sangre. Ya iba a adivinando lo que había pasado.
No, yo estoy bien, dijo Bernardo.
Sin embargo, no lo estaba. Estaba sucio, muerto de fatiga y de hambre.
¡Juan! ¡Juan!, la chica llamó a uno de los criados. Traiga dos cuencos del consomé de pollo que está en la cocina.
Sí, Señorita.
¡Ah…!, se quejaba Arias Aldao, incapaz de ocultar su dolor.
¿Puede mover los dedos?
No, no podía. En el mazacote sanguinoliento en que se había convertido su mano derecha, sólo el pulgar y el meñique tenían buena movilidad. Los dedos del medio eran tres chorizos inertes.
Debe haberse cortado los tendones.
Elisa, ¿qué está pasando aquí?, preguntó la Sra. O’Reilly. ¡Vaya, esa mano sí que se ve mal!
Tras echarle un simplet vistazo dijo:
Seguro habrá que amputarla.
¡Mamá!
Será mejor que lo lleven al lazareto, siguió impávida la señora. No quiero griteríos aquí.
¡No!, dijo Teniente Arias Aldao, aún transido de dolor. ¡Prefiero morir!
Tranquilícese, por favor, le rogó la chica, que sacó un frasco de la estantería y echó treinta gotas de un líquido marrón dentro de un vaso lleno hasta la mitad de agua.
¿Qué es eso? ¡No lo quiero!
Dada la estatura y el estado de excitación en que se hallaba el Teniente, Elisa añadió diez gotas más.
Bébalo, por favor.
¡No!
Calmará su dolor por un momento, Teniente. Bébalo, le hará bien.
Al fin lo convenció. Bernardo llevó aparte a la chica.
¿Usted cree que habrá realmente que…?
No lo sé. Si mi padre estuviera aquí…
Pero no estaba. El Doctor había salido bien temprano, a atender a uno de los heridos de la Estancia Logroño, unas cuarenta millas al Sur. No era probable que estuviera de vuelta hasta bien entrada la tarde.
¿Cómo te sientes?
El narcótico empezó a hacer efecto en Arias Aldao, que de a poco recuperaba su ritmo de respiración normal.
Bernardo, no dejes que…
Tenía el pelo empapado de sudor. Sus ojos estaban más saltones que nunca.
No lo haré, Alejandro. Duerme tranquilo, esperaremos al Doctor.
El criado llegó con la bandeja, en la que traía los dos cuencos sopa humeante. Bernardo bebió el suyo a los apurones, sin importale quemarse. Jamás en su vida había tenido tanto hambre.
¡Tan, sonaba un reloj de péndulo, ubicado en algún lugar de la casa. ¡Tan!
El Teniente Arias Aldao se había quedado dormido, y Bernardo no tardó en dormirse también. No pudo evitarlo, estaba muerto de fatiga. Sentado en el pequeño sillón, cabeceó un par de veces, para despertarse sobresaltado, al cabo de un momento. La tercera vez que abrió los ojos, algo había cambiado en el gabinete de consulta. Los frascos seguían alineados en los anaqueles, y el esqueleto en su rincón, pero la camilla ahora estaba vacía.
Hola… Hola…
Abrió la puerta. Encontró a Elisa en el corredor, llorando.
¿Y el Teniente?
Fue su madre la que intervino. Como si se tratara de un asunto sin importancia, dijo:
Lo llevaron al lazareto. Allí sabrán lo que deben hacer.
***
La yegüita de don Miguel había quedado atada al palenque, frente a la casa del doctor. Bernardo saltó al pescante y tomó las riendas.
¡Arre!, gritó, que era lo que había escuchado que gritaban los cocheros por estos lares. ¡Arre!
Le costó hacerla agarrar trote, pero lo hizo finalmente. Los cascos golpeaban cada vez más rápido, las ruedas ensunchadas daban tumbos sobre las piedras desparejas de la Calle Principal.
¡Cuidado!
Una maniobra imprudente casi lo hace arrollar a un grupo de hombres que conversaban sobre la calzada.
¡Fíjate por dónde vas, imbécil!
Hacia el final del ejido urbano comenzaba la bajada el río. A unas cien varas del muelle se destacaba el techo pintado de rojo del lazareto, el lugar en el que internaban a los pasajeros que bajaban de los buques, sospechosos de ser portadores de alguna enfermedad. Bernardo sintió un escalofrío. Fue allí donde lo internaron a él, cuando el capitán del S. S. Caledonia, ya dándolo por muerto, hizo que lo bajaran en una camilla. Allí fue donde quedó, tirado en un camastro pestilente, empapado en sus propios orines, sin recibir ningún cuidado en especial. Allí le habían robado sus pertenencias, hasta la ropa que llevaba puesta, y luego lo habían echado a la calle, cuando ya no pudieron quitarle más nada.
¡Oh…! tiró suavemente de las riendas Bernardo.
Le acarició el morro a la yegüita, al pasar.
Te daré una ración doble de avena, Catalina. ¡Te la has ganado!
El miedo se apoderó de él, cuando cruzó el umbral, y un hedor a jabón de potasa y a carne podrida le atenazó la nariz.
Dios mío, trató de exclamar, pero no pudo. Se le había hecho un nudo en la garganta.
***
Arias Aldao resistió todo lo que pudo. Forcejeó con el enfermero y su ayudante, defendiéndose todo lo que su estado lo permitía. El torniquete que le había hecho Elisa se soltó. La sangre comenzó a manar otra vez.
¡Quieto, carajjo!
El forcejeo concluyó cuando el Enfermero, un sujeto enorme y de malas pulgas, con puños del tamaño de un mazo de herrero, le aplicó al Teniente un puñetazo en la quijada que lo aplacó más rápido de lo que hubiera podido hacerlo cualquier anestésico descubierto por la ciencia médica hasta ese momento. El Ayudante aprovechó para sujetarlo a los barrales de la camilla, con unos tientos de cuero que ya tenía preparados.
Bien… Así…
El Enfermero, un ex presidiario de la Colonia Penal, que antes de desempeñar sus actuales funciones había estado empleado como hachero en la Compañía Maderera, fue en busca de su herramienta quirúrgica preferida: una recia sierra con mango de madera, ennegrecida por la sangre. Un enjambre de moscas se desprendió de la hoja dentada cuando la descolgó del gancho.
¡Espere!, dijo Bernardo. ¡Espere, por favor!
El Enfermero se dio vuelta y lo miró, de un modo que lo hizo asustar.
Si-si U-Usted me permite…
Estaba seguro de conocer a ese sujeto. Los ojos pequeños, el labio inferior colgante, la cicatriz en forma de S en la mejilla.
Co-conozco a alguien que lo puede ayudar…
¡Lárgate de aquí!
Bernardo… gimió Arias Aldao, atado de pies y manos a la camilla, como cordero dispuesto para el sacrificio.
Se-señor, insistió Bernardo.
El Enfermero, que cobraba tres pesos por amputación (de los que sólo entregaba veinticinco centavos a su ayudante) se dio vuelta nuevamente y, sin mediar palabra, le dio a Bernardo un empujón que lo lanzó como un muñeco contra la pared.
¡Que te largues!
Bernardo rebotó contra una estantería, antes de caer. Una de las tablas lo golpeó en la cabeza. La herida que tenía el pecho, ya curada con el emplasto del brujo tehuelche, se abrió y comenzó a sangrar.
Bernardo…, gimió el Teniente. Bern…
Ahora, sí, Bernardo se daba cabal cuenta de quién era: era el mismo enfermero que lo había atendido a él, cuando recién llegó a Punta Arenas. El que lo había maltratado y arrojado como un perro a la calle, luego de robarle todo, incluso la pitillera de oro con la B y la M grabadas en la tapa, el único recuerdo que le quedaba de su difunto padre. La misma que luego había ido a reducir al boliche del Vasco Mendieta, a cambio de un par de botellas.
Terminemos de una maldita vez…
Librado ya de interrupciones molestas, el Enfermero sujetó el antebrazo del Teniente y colocó la sierra en posición, a la altura de la muñeca. No parecía incomodarlo el hecho de que el paciente estuviera consciente: todo lo contrario, los gritos de dolor eran el acompañamiento adecuado para su tarea. El Ayudante sonreía, con sus encías desdentadas. Las moscas sobrevolaban la camilla, anticipando un nuevo festín.
¡Noooo… !
El Enfermero arqueó la espalda y tensó el brazo, listo para la primera aserrada, cuando sintió que algo impactaba contra su cabeza.
¡TUC!
Había sido un golpe, sí, en la parte posterior de su cráneo. Se dio vuelta y vio al mequetrefe al que creía haberse sacado de encima hacía un momento, sosteniendo el cabo de una pala que debió haber encontrado en un rincón.
¿Tú otra vez?
Haciendo un acopio de fuerzas extraordinario, el pobre idiota echó el palo para atrás y se lo volvió a bajar en la mollera.
¡TUC!
***
Bernardo no podía entenderlo. Lo había golpeado dos veces, con todas sus fuerzas, y el efecto había nulo. O ese tipo era un superhombre, o el palo que había elegido estaba comido por las termitas.
Arias Aldao se seguía debatiendo, allá atrás, sin conseguir soltarse. El Ayudante observaba divertido como Enfermero avanzaba, sin inmutarse, mientras Bernardo retrocedía, enarbolando su raquítico palo, y volvía a insistir. Al tercer intento, el Enfermero manoteó el palo, y tras forcejear un momento….
¡Crac!
…simplemente lo partió, como si se tratara del huesito de la suerte.
Ay, exclamó Bernardo, al ver que se había quedado con el trozo más chico.
El Enfermero arrojó la parte suya para atrás y sujetó a Bernardo de la camisa, para asegurarse de que no escapara. En la otra mano aún llevaba la sierra, la cual acercó a la mejilla del muchacho, eligiendo el lugar dónde iba a cortar.
Ya verás, niño bonito…
Bernardo tiraba puñetazos y patadas, que impactaban sin fuerza en el cuerpo del sujeto.
Te daré una lección que jamás olvidarás…
Fue por mero instinto, o por pura de desesperación, que estiró hacia adelante la mano en la que tenía su trocito de palo, que al partirse había quedado con una punta afilada.
¡AAAAAAHHHHH!
Ni él se dio cuenta de lo que había hecho, hasta que vio el cabo de madera ensartado en uno de los ojos del gigante.
¡AAAAAAHHHHH!
La presión del enorme puño cedió. La sierra cayó sobre el piso de tablas. El Enfermero también había caído, y ahora se debatía como un pez fuera del agua. Sus intentos por sacar el trozo de madera de su ojo sólo conseguían lastimarlo más.
¡AAAAAAHHHHH! ¡AAAAAAHHHHH!
No había tiempo que perder. Bernardo se acercó a la camilla y le dijo al Ayudante:
Desátalo.
El Ayudante obedeció sin rechistar. Era alguien acostumbrado a recibir órdenes.
Ahora, me ayudarás a llevarlo a la carreta.
Sí, pachoncito. Al tiró nomáj.
***
El Brujo tehuelche hizo un estupendo trabajo. La mezcla de hierbas que llevaba en su alforja, macerada con su propia saliva, probó nuevamente sus milagrosos resultados. A dos meses de aquel momento, mano de Arias Aldao ya estaba casi del todo curada.
Mira, le dijo, quitándose el vendaje.
Le había quedado lisiada, es verdad, pero al menos la tenía, y podía usarla para algunas cosas, para sostener la cuchara, o para rascarse. Y, sobre todo, para continuar su carrera en el ejército, algo que jamás habría conseguido, de haber sido amputado.
No está tan mal, ¿no es verdad?
Desde luego, había tenido que empezar a hacer todas las tareas que requerían habilidad con la mano izquierda: escribir, abrocharse los botones y, sobre todo, manejar el sable, que ahora colgaba del lado contrario.
Arias Aldao lo desenvainó, usando el que hasta entonces había sido su brazo menos hábil, e hizo un par de fintas.
Fiú-Fiú… hacía la hoja de acero, al rasgar el aire.
Sentado sobre la cama, Bernardo fumaba uno de los cigarrillos que su amigo le había convidado. Ni para tabaco tenía…
¿Sabes como me llaman ahora? El Zurdo. Al menos no me dicen El Manco…
El Teniente dio un paso al frente y tiró una estocada que dejó la punta de su sable a menos de un palmo la cara de Bernardo.
Eso sí, dijo. En un año, me darás el desquite.
Bernardo dejó salir el humo, antes de contestarle.
Vete al diablo.
Ja, ja, ja…
Arias Aldao volvió a envainar.
Sabés que jamás haría algo así, querido amigo. Te debo la vida.
No me debes nada, Alejandro.
Lo cierto es que también Arias Aldao lo había salvado a él, cuando el Gobernador ordenó su arresto, y después de tenerlo una noche entera en el cuartel, en un calabozo que compartió con un gaucho pasado de copas y un pirata escocés gravemente herido, fue a llamado a comparecer.
¡Extranjero! ¡Sinvergüenza!, echaba pestes el Mayor García Lacroix. ¡Lo recibimos con los brazos abiertos, cuando estaba casi muerto, y así nos paga!
Si me permite, Mayor…, se atrevió a intervenir Arias Aldao.
¡No le permito nada!, estrelló su puño contra el escritorio el Gobernador. ¡Hay un oficial muerto! ¡Un oficial de nuestro glorioso ejército!
El Gobernador había comisionado la investigación a su hombre de confianza, el Sargento Valeriano Aranda, que hizo desenterrar el cadáver aún fresco del Teniente Santini, de la fosa que alguien había excavado detrás del galpón del Viejo Aserradero. No hacía falta un ojo muy experto para determinar que la herida no había sido producto de un sablazo, sino del impacto de una bala, y que por la postura en que se encontraba el cadáver, había sido enterrado cuando aún estaba vivo.
¡Usted me prometió que no habría ningún duelo!, señaló con el dedo a Arias Aldao. Y Usted, grandísimo sabandija…, se dirigió a Bernardo.
No sabía ni por donde empezar. No tenía un cuadro para nada claro de lo que había sucedido, y las declaraciones de los testigos eran vagas y contradictorias.
El Sr. Caledonia y yo tuvimos un cruce palabras, la noche del sábado, durante la fiesta en casa del Doctor, dijo Arias Aldao, y decidimos enfrentarnos a duelo a la mañana siguiente…
El Mayor García Lacroix lo escuchaba, con los ojos encendidos de furia.
Eso es algo que no debimos hacer, siguió el Teniente, y le aseguro que ambos estamos sumamente arrepentidos por no haber podido solucionar nuestras diferencias de un modo más civilizado.
Bernardo asentía en silencio, sin negarse a intervenir.
Aún así, dijo Arias Aldao, con su mano vendada y el brazo en cabrestillo, puedo afirmar que durante nuestro enfrentamiento se respetaron en todo momento las normas que dicta el código de honor…
¿Y el Teniente Santini?
Arias Aldao carraspeó, antes de responder:
Me temo que no hubo nada de honorable en la forma en que el Teniente Santini se comportó, Mayor.
¿Qué quiere diablos quiere decir?
Mientas tanto se escuchaban desde afuera los gritos de Irena, que llamaba de todos los nombres posibles al Gobernador.
¡Un tirano! ¡Un déspota que aplasta a los pobres y ayuda a sus amigos los ricos!
Los soldados de la guardia le pedían que se alejara, sin conseguirlo. No sabían cómo proceder. Si se hubiera tratado de un hombre ya le hubieran partido la cara de un culatazo, pero como era una dama…
Esa vieja terminará por volverme loco, dijo el Mayor García Lacroix, asomado a la ventana.
¡Hasta cuando tendremos que soportar la tiranía de este canalla!
Ya lárguense de aquí, los dos, dijo el Gobernador. Desaparezcan de mi vista ya mismo…
Mayor, con todo respeto…, trató de objetar el Teniente Arias Aldao.
¡Usted no es más que un pillo con labia!, Señor, lo interrumpió el Gobernador, y le aseguro que, si no estuviera malherido, ya hubiera ordenado que lo estaquearan como un vulgar recluta. Y en cuanto Usted…
Bernardo no se atrevía ni a respirar.
Lo quiero fuera de la Colonia, lo antes posible. ¡Prepare sus pertenencias, si es que las tiene, porque se largará de aquí en el próximo buque que atraque en el puerto!
***
Irena lo cubrió de besos, al salir.
Mi chiquito, mi amor… ¿Cómo estás? ¿Te hicieron daño?
No… Estoy bien…
¿Te dieron de comer? Seguro tendrás hambre.
Se había puesto un chal sobre los hombros, como las mujeres pobres del pueblo.
Bueno, todo terminó bien…, se largó una franca carcajada Arias Aldao, cuando aún no se habían alejado más que una veintena de pasos del cuartel. ¿Una copa? Invito yo.
No habrá ninguna copa, dijo Irena. Deben descansar.
Por primera vez el Salón Adriático había quedado abierto mientras ella no estaba, custodiado por Jeremy, y atendido por la chica nueva, Lalita, que ya iba aprendiendo a servir copas sin derramar el contenido y a esquivar los embates de los borrachos manolarga.
Ven, amor, le dijo Irena. Te prepararé un baño, y luego descansarás.
Irena fue tan dulce con él, y le dispensó tantos cuidados, que Bernardo sintió, por primera vez en muchos años, que había encontrado un hogar. ¿Por qué no pudo dejar todo como estaba? ¿Por qué sacó esa loca idea de casarse?
No es que él no hubiera contemplado la idea del matrimonio alguna vez. Lo que no se le había ocurrido era casarse con alguien como Irena, una mujer que lo doblaba en edad, y a la que ya se habían pasado por las armas la mitad de los hombres de Sudamérica.
¡Oh, Bernardo!
No. El soñaba con tomar por esposa a una muchacha virtuosa y discreta, como había sido su mamá. Una muchacha como…
¡Oh, pero si es el Señor Caledonia!
La alegre voz de la Señora Manuelita lo sorprendió, cuando salía del boliche del Vasco Mendieta, cargando un cajón con botellas de ginebra. Detestaba al Vasco, es verdad, pero en ningún otro lugar se conseguía alcohol a un precio más conveniente en toda Punta Arenas: eso les permitía hacer una buena diferencia, cuando tenían que venderlo en el mostrador. Bernardo había cargado además seis damajuanas de guachacay, un barril de vino carlón, un cajón de cerveza Matapaud de Limoges, que aún venía en botellas de arcilla cocida, y otra de Conrad & Co, una porter fabricada en Chicago, envasada en modernas botellas transparentes. Tuvo que cargarlas él solo, ya que Jeremy se negaba de plano a hacer cualquier trabajo físico: bastante con que había aceptado conducir la carreta.
¿Cómo se le ocurrió abandonarnos de ese modo?, preguntó la Gobernadora.
Este… yo… ¡Carlota!, exclamó Bernardo, al ver a la joven, que venía unos pasos más atrás.
Señor Caledonia, buenos días…
Señorita Carlota, yo…
¿Por qué no se presentó a trabajar en la escuela?, le preguntó la Gobernadora. ¿Es que acaso no le pareció una oferta razonable?
Es que… Su marido dijo que…
Oh, no le haga caso, le restó importancia la Sra. Manuelita. Él es así, se ofusca con facilidad, pero luego se le pasa.
***
Así fue como Bernardo dejó a Irena y se fue a vivir a una habitación en casa de los Braunstein. Dejó su trabajo en el Salón Adriático y comenzó a desempeñarse como maestro de francés en la escuela mixta –una ocupación que, al principio, le pareció interesante. Sabía que Irena iba a armar un escándalo si se lo trataba de explicar –y, de hecho, cuando se atrevió a sugerir la propuesta de la Gobernadora, sólo consiguió comentarios sarcásticos de su parte.
¿Eso quieres ser? ¿Un sirviente de los ricos?
No tenía derecho a decirle eso. ¿Acaso no era un sirviente de ella, ahí en la taberna? ¿No debía correr todo el día, atendiendo a los borrachines, que gritaban desde las mesas: “¡Eh, muchacho! ¡Sirvete otra ronda!”?
Es una condición indispensable que abandone ese lugar de perdición, le dijo el Mayor García Lacroix, cuando, a instancias de su esposa, decidió darle otra oportunidad. Los padres de los niños no aceptaran de ningún modo a un maestro que viva en una taberna, con una mujer de esa calaña.
Así que una mañana, muy temprano, Bernardo se levantó sin hacer ruido, mientras Irena aún dormía, cogió el hatillo con su ropa y salió en puntas de pie por la puerta de atrás.
Amanecía. En el aire flotaba una fresca sensación de libertad.
Bernardo se sentó en el escalón, a calzarse los botines.
Adios, Irena, murmuró. Adiós, Mamá Agnes… ¡Jeremy!
Jeremy estaba ya de pie, al lado de la pequeña choza que compartía con la cabra y las gallinas, vestido con su levita borravino y el sombre bombín.
Bernardo levantó la mano, a manera de despedida, y el indio, para su sorpresa, hizo con la cabeza un gesto negativo.
No, Míster Bernie, le dijo.
Bernardo no lo podía entender. ¿No había sido él, precisamente, quien más lo había alentado a que se largara de allí, desde el día que llegó?
Adiós, Jeremy, dijo en voz muy baja Bernardo, antes de cruzar el cerco de madera y echar a andar.
Ya no podía volver atrás, ni quería. El sol comenzaba a salir, al otro lado del Estrecho. Bernardo lo tomó como un buen augurio.
No sospechaba, en ese momento, que en la famosa escuela mixta lo iban a tratar como a un pobre imbécil, y que la escuela sólo era de mixta de nombre, ya que la sala de las niñas –en la que daba clases Carlota–, estaba en un recinto separado, y apenas si podía ver a la muchacha, dada la estricta vigilancia a la que la sometían por turnos el Ama de cría y su tía, la Señora Manuelita, que una mañana le dijo:
La semana próxima, cuando llegue la Fragata Lautaro, podrá conocer al Capitán Pizarro López.
Bernardo no creía haber oído hablar jamás de ese caballero, ni sabía por qué la señora se lo mencionaba.
Es el prometido de Carlota, dijo alegremente la Gobernadora, un caballero encantador, ¡y también habla francés!
La propia Carlota se lo confirmó, a la tarde siguiente, cuando le dijo, casi llorando.
Es verdad, Bernardo. Voy a casarme con él.
Pero… ¿Entonces?
Bernardo volvió a su habitación alquilada, con un sentimiento de derrota inapelable. Miró otra vez en dirección al Salón Adriático, y recordó lo feliz que era cuando alternaba con las prostitutas y los borrachos. Cuando estaba con Irena.
Oh, Señora Suker…
Se había quedado sin el pan y sin la torta, esa era la verdad.
¿Hablo yo o pasa un carro?, preguntó Arias Aldao.
¿Qué?
Ven, lo tomó del brazo su amigo, se lo llevó casi a la rastra. Necesitas animarte.
¿Y ustedes, adónde van?, preguntó la Sra. Braunstein, cuando pasaron por la sala.
¡Al circo!, dijo Arias Aldao.
¡Al circo! Yo también iría, si no fuera por mis piernas, dijo la Sra. Braustein. Desde anoche que no dejan de atormentarme. Es un dolor que me sube de aquí, desde el tobillo, y luego…
¡Oy, oy, oy…!, exclamó Reb Yehuda Moshkover desde su rincón.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2019.
A continuación...
CAPÍTULO 70: HASTA QUE LA MUERTE LOS SEPARE
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Esta es una historia de ficción, cualquier semejanza con hechos reales o con personas vivas o muertas es mera coincidencia. Los nombres y apellidos de los personajes fueron tomados al azar y de manera separada y no guardan ninguna relación con personas reales de tiempos pasados o presentes.
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