Uno es capaz de hacer cualquier cosa por amor: cruzar los mares, escalar montañas… O, en el caso de Bernardo, ir a la iglesia.
In nómine Patris, Filii et Spíritu Sancti…
De pie, en el fondo de la pequeña capilla de madera, Bernardo podía ver, por sobre las cabezas de los demás feligreses, los dos sombreritos de seda: el sombrero rojo de la Señora Manuelita, la esposa del Gobernador, y el sombrero azul de Carlota, su sobrina, que en determinado momento giró su delicada cabecita y lo miró.
Dóminum vobiscum…
Bernardo hizo una leve inclinación de cabeza en dirección a la muchacha y le sonrió.
Et cum Spíritu tuo…
La sonrisa se le quedó congelada, cuando se topó con la severa mirada de Gerarda, que lo miró como diciendo: ¡Ya sé a lo que viniste, grandísimo ateo! ¡No te saldrás con la tuya!
Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa…
Se equivocaba. Bernardo no era ateo, y no era la primera vez que visitaba una iglesia. Había estado ya en cantidad de templos –en Temeschwar, en Viena, en Liubliana y en Venecia– aunque, es verdad, más para admirar la belleza arquitectónica del lugar y las obras de arte que para participar de un servicio religioso en sí.
Rex cæléstis, Deus Pater omnípotens…
Era la primera vez, sin embargo, que se encontraba en un templo de tan modestas dimensiones, con piso de tablas agrietadas, santos de yeso pintados al aceite, y paredes de tablones traslapados en los que ya se asomaba el verdín.
Hijos míos, bienvenidos a la casa de Dios, que es la vuestra, dijo el Padre Tadeusz, cuando terminó de despacharse con los latines.
Extendiendo los brazos exclamó, con su estentóreo vozarrón y su fuerte acento eslavo: ¡Vengan a mí los cansados, los hambrientos! ¡Vengan a mí, la muchedumbre de desesperados!
No era una muchedumbre, a decir verdad, la que colmaba las instalaciones de la parroquia esa mañana. Los habitantes de la lejana colonia de Punta Arenas, ya se tratara de criollos o europeos, no se destacaban precisamente por su piedad. Los criollos, en su mayor parte leñadores, mozos de cuerda, lavanderas o criadas, que habían pasado una dura semana de trabajo, no se hallaban muy dispuestos a venir a perder dos horas de su único día de descanso en ese recinto inhóspito y mal ventilado; y los colonos europeos – comerciantes, tenderos, artesanos o amas de casa–, que habían escapado no hacía mucho de la tiranía del cura de su aldea natal, tampoco mostraban un mayor interés por venir a soportar los sermones del profeta local.
Así nos dicen las Sagradas Escrituras, en este pasaje del Antiguo Testamento, que dos Ángeles llegaron a la ciudad de Sodoma, a la caída de la tarde, y fueron hasta la casa de Lot.
Algunos feligreses había, sin embargo, esparcidos aquí y allá, entre los lugares vacíos en los bancos. Un par de damas distinguidas, como la Gobernadora y su sobrina, y la Esposa del Fiscal.
“Lot se inclinó hasta el suelo, y les dijo Señores, os ruego que entréis a mi casa. Y les ofreció un banquete, y cocinó panes sin levadura. Y comieron…”
El resto eran, en su mayoría, mujeres chilotas, las más pobres de la Colonia, y también los más devotas: parte del lote que había mandado a traer el Gobernador, desde su isla natal, con el propósito de remediar, al menos en parte, la acuciante escasez de mujeres que había en el lugar.
“Pero antes de que los Visitantes se acostasen, llegaron los hombres de Sodoma y dijeron a Lot: Saca esos hombres afuera, que los queremos conocer. Y Lot les dijo: Os lo ruego, hermanos míos, no hagan esa maldad, pues estos hombres son mis huéspedes. Pero ellos no lo quisieron escuchar…”
A Bernardo le sorprendió ver, en los últimos bancos, a varios presidiarios, que al parecer tenían permiso para salir de sus barracones durante el servicio religioso, y algunos soldados del Regimiento de Artilleros, que sólo se distinguían de los presidiarios por las raídas chaquetas azules de sus uniformes. Hombres rudos, curtidos, y con inquietudes religiosas, por lo visto. O que tal vez, al igual que Bernardo, habían venido con la esperanza de concertar un encuentro con alguna damisela a la que le habían echado el ojo. Eso podía sospecharse, al menos, por el esmero con que habían cepillado y arreglados sus humildes ropas, por como se habían rasurado, y aplastado sus cabellos con una buena cantidad de agua, estilo de peinado también conocido como “lengüetazo de vaca”. A Bernardo le sorprendió reconocer a un cliente del Salón Adriático, nada menos que el Cabo Contreras, que al ver que Bernardo lo estaba mirando le guiñó un ojo y le dirigió una sonrisa de truhán.
“Y los Ángeles dijeron a Lot: Toma a tus hijas y a tu gente y abandona esta ciudad, porque Yavé va a destruir esta ciudad, porque su maldad ha llegado hasta el cielo”.
El viejo Cura polaco hizo una pausa, para contemplar a su feligreses. Tras pasear su mirada por los rostros, para cerciorarse de que le prestaban atención, dijo:
Una ciudad que no renunciaba a su pecado, una ciudad gobernada por el propio Satanás… ¿A qué lugar les recuerda este pasaje de las Sagradas Escrituras?
Quiéranlo o no, todos echaron una mirada hacia donde estaba la esposa del Mayor García Lacroix, el Gobernador Militar de la Colonia, librepensador militante y masón. ¿Acaso se estaba refiriendo a él?
¡Por el mismo demonio, sí!, prosiguió el Cura, ¡Por el propio Satanás, que persigue a la Santa y Única Iglesia y protege a los herejes y a los ateos!
Sí. Era evidente que se refería a él.
¡Un tirano que abusa de su poder!, apretó las puños y crispó la voz el Cura, ¡Un anticristo que siembra el mal y la confusión!
La Sra. Manuelita, sin embargo, sonreía de manera beatífica, sin darse por enterada.
¡Un descarriado! ¡Un apóstata!
¡Mami, ya me quiero ir!, dijo Julio César, el hijo mayor de la Gobernadora, mientras sus hermanos más pequeños, César Augusto, Marco Aurelio y Diocleciano, se revolvían en su asiento y amagaban con salir arrancando.
¡Quietos!, trataba de mantenerlos a raya Gerarda. ¡Quietos, cabros alocáos!
Aprovechando que el ama no la veía, Carlota volvió a mirar hacia donde estaba Bernardo. Éste le hizo levantó las cejas y le hizo un gesto interrogante, como diciéndole: ¿Entonces? ¿Nos vemos más tarde?
¡No!, le respondió también en silencio la muchacha, escandalizada. Aunque luego, con una mirada triste, trató de decirle: Me gustaría, pero…
¡Un enemigo de Dios, que somete a los pobres a los trabajos más duros, y favorece a los ricos y poderosos!
Los feligreses escuchaban, impresionados por la vehemencia del viejo sacerdote, que vociferaba a voz de cuello. Alguien se largó a toser. Era Flora, la Lavandera, que había adelgazado más aún, en los últimos meses, consumida por la tuberculosis. Sus accesos de tos, desgarradores, servían de fondo a la violenta diatriba del Padre Tadeusz.
¡A los ricos, sí! ¡A los que adoran al becerro de oro! (más toses). ¡A los que abusan de los pobres y buscan exprimirles hasta las última gota de sangre! ¡Sobre ellos recaerá toda la furia del Señor! Pagarán por su pecado! ¡Pagarán!
¡Vaya! Esto sí que es un cambio, dijo para sí Bernardo, al recordar lo bien que la había pasado el Padre Tadeusz esa noche, en la fiesta de los ricachones, en casa del Doctor O’Reilly, gastando bromas con las damas y alabando las virtudes del champán.
Mami… Ya me quiero ir…
“Por eso los Ángeles le dijeron a Lot: ¡Huye hacia los montes, porque el castigo bajará en forma de fuego y azufre y destruirá por completo esta ciudad!
¡Y el fuego subirá hasta el cielo! ¡Y no quedará piedra sobre piedra!”
En vista a lo que sucedería poco después en Punta Arenas, muchos recordarían ese sermón, y lo considerarían profético. Aunque es poco probable que alguien lo haya considerado así en ese momento, ya que otro evento les llamó la atención: y fue que la puerta se abrió, y un singular grupo de personas hizo su aparición.
¡Oh…!
En fila india entraron a la Parroquia ni más ni menos que los miembros de la plana mayor del Gran Circo Tívoli: su pequeño y vivaz director, Míster Antonio, junto a su alta y espigada esposa, la bella Naná; detrás de ella venía Sokoto, el gigantesco Rey del África Occidental, y última de todas la Mujer Barbuda.
¡Mira, mamá! ¡Un hombre pequeñito con barba!
Todos bien bien endomingados y en actitud reverente: los hombres todos de negro, las mujeres con la cabeza cubierta con una mantilla de encaje.
La feligresía en pleno enmudeció, incluido el Padre Tadeusz, cuando los vieron hacer una genuflexión y persignarse, antes de buscar su ubicación en el último banco.
¿Cómo se animaron a venir?, comentó por lo bajo una señora.
¿Querrán hacer las paces?
De pie, en el fondo de la pequeña capilla de madera, Bernardo podía ver, por sobre las cabezas de los demás feligreses, los dos sombreritos de seda: el sombrero rojo de la Señora Manuelita, la esposa del Gobernador, y el sombrero azul de Carlota, su sobrina, que en determinado momento giró su delicada cabecita y lo miró.
Dóminum vobiscum…
Bernardo hizo una leve inclinación de cabeza en dirección a la muchacha y le sonrió.
Et cum Spíritu tuo…
La sonrisa se le quedó congelada, cuando se topó con la severa mirada de Gerarda, que lo miró como diciendo: ¡Ya sé a lo que viniste, grandísimo ateo! ¡No te saldrás con la tuya!
Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa…
Se equivocaba. Bernardo no era ateo, y no era la primera vez que visitaba una iglesia. Había estado ya en cantidad de templos –en Temeschwar, en Viena, en Liubliana y en Venecia– aunque, es verdad, más para admirar la belleza arquitectónica del lugar y las obras de arte que para participar de un servicio religioso en sí.
Rex cæléstis, Deus Pater omnípotens…
Era la primera vez, sin embargo, que se encontraba en un templo de tan modestas dimensiones, con piso de tablas agrietadas, santos de yeso pintados al aceite, y paredes de tablones traslapados en los que ya se asomaba el verdín.
Hijos míos, bienvenidos a la casa de Dios, que es la vuestra, dijo el Padre Tadeusz, cuando terminó de despacharse con los latines.
Extendiendo los brazos exclamó, con su estentóreo vozarrón y su fuerte acento eslavo: ¡Vengan a mí los cansados, los hambrientos! ¡Vengan a mí, la muchedumbre de desesperados!
No era una muchedumbre, a decir verdad, la que colmaba las instalaciones de la parroquia esa mañana. Los habitantes de la lejana colonia de Punta Arenas, ya se tratara de criollos o europeos, no se destacaban precisamente por su piedad. Los criollos, en su mayor parte leñadores, mozos de cuerda, lavanderas o criadas, que habían pasado una dura semana de trabajo, no se hallaban muy dispuestos a venir a perder dos horas de su único día de descanso en ese recinto inhóspito y mal ventilado; y los colonos europeos – comerciantes, tenderos, artesanos o amas de casa–, que habían escapado no hacía mucho de la tiranía del cura de su aldea natal, tampoco mostraban un mayor interés por venir a soportar los sermones del profeta local.
Así nos dicen las Sagradas Escrituras, en este pasaje del Antiguo Testamento, que dos Ángeles llegaron a la ciudad de Sodoma, a la caída de la tarde, y fueron hasta la casa de Lot.
Algunos feligreses había, sin embargo, esparcidos aquí y allá, entre los lugares vacíos en los bancos. Un par de damas distinguidas, como la Gobernadora y su sobrina, y la Esposa del Fiscal.
“Lot se inclinó hasta el suelo, y les dijo Señores, os ruego que entréis a mi casa. Y les ofreció un banquete, y cocinó panes sin levadura. Y comieron…”
El resto eran, en su mayoría, mujeres chilotas, las más pobres de la Colonia, y también los más devotas: parte del lote que había mandado a traer el Gobernador, desde su isla natal, con el propósito de remediar, al menos en parte, la acuciante escasez de mujeres que había en el lugar.
“Pero antes de que los Visitantes se acostasen, llegaron los hombres de Sodoma y dijeron a Lot: Saca esos hombres afuera, que los queremos conocer. Y Lot les dijo: Os lo ruego, hermanos míos, no hagan esa maldad, pues estos hombres son mis huéspedes. Pero ellos no lo quisieron escuchar…”
A Bernardo le sorprendió ver, en los últimos bancos, a varios presidiarios, que al parecer tenían permiso para salir de sus barracones durante el servicio religioso, y algunos soldados del Regimiento de Artilleros, que sólo se distinguían de los presidiarios por las raídas chaquetas azules de sus uniformes. Hombres rudos, curtidos, y con inquietudes religiosas, por lo visto. O que tal vez, al igual que Bernardo, habían venido con la esperanza de concertar un encuentro con alguna damisela a la que le habían echado el ojo. Eso podía sospecharse, al menos, por el esmero con que habían cepillado y arreglados sus humildes ropas, por como se habían rasurado, y aplastado sus cabellos con una buena cantidad de agua, estilo de peinado también conocido como “lengüetazo de vaca”. A Bernardo le sorprendió reconocer a un cliente del Salón Adriático, nada menos que el Cabo Contreras, que al ver que Bernardo lo estaba mirando le guiñó un ojo y le dirigió una sonrisa de truhán.
“Y los Ángeles dijeron a Lot: Toma a tus hijas y a tu gente y abandona esta ciudad, porque Yavé va a destruir esta ciudad, porque su maldad ha llegado hasta el cielo”.
El viejo Cura polaco hizo una pausa, para contemplar a su feligreses. Tras pasear su mirada por los rostros, para cerciorarse de que le prestaban atención, dijo:
Una ciudad que no renunciaba a su pecado, una ciudad gobernada por el propio Satanás… ¿A qué lugar les recuerda este pasaje de las Sagradas Escrituras?
Quiéranlo o no, todos echaron una mirada hacia donde estaba la esposa del Mayor García Lacroix, el Gobernador Militar de la Colonia, librepensador militante y masón. ¿Acaso se estaba refiriendo a él?
¡Por el mismo demonio, sí!, prosiguió el Cura, ¡Por el propio Satanás, que persigue a la Santa y Única Iglesia y protege a los herejes y a los ateos!
Sí. Era evidente que se refería a él.
¡Un tirano que abusa de su poder!, apretó las puños y crispó la voz el Cura, ¡Un anticristo que siembra el mal y la confusión!
La Sra. Manuelita, sin embargo, sonreía de manera beatífica, sin darse por enterada.
¡Un descarriado! ¡Un apóstata!
¡Mami, ya me quiero ir!, dijo Julio César, el hijo mayor de la Gobernadora, mientras sus hermanos más pequeños, César Augusto, Marco Aurelio y Diocleciano, se revolvían en su asiento y amagaban con salir arrancando.
¡Quietos!, trataba de mantenerlos a raya Gerarda. ¡Quietos, cabros alocáos!
Aprovechando que el ama no la veía, Carlota volvió a mirar hacia donde estaba Bernardo. Éste le hizo levantó las cejas y le hizo un gesto interrogante, como diciéndole: ¿Entonces? ¿Nos vemos más tarde?
¡No!, le respondió también en silencio la muchacha, escandalizada. Aunque luego, con una mirada triste, trató de decirle: Me gustaría, pero…
¡Un enemigo de Dios, que somete a los pobres a los trabajos más duros, y favorece a los ricos y poderosos!
Los feligreses escuchaban, impresionados por la vehemencia del viejo sacerdote, que vociferaba a voz de cuello. Alguien se largó a toser. Era Flora, la Lavandera, que había adelgazado más aún, en los últimos meses, consumida por la tuberculosis. Sus accesos de tos, desgarradores, servían de fondo a la violenta diatriba del Padre Tadeusz.
¡A los ricos, sí! ¡A los que adoran al becerro de oro! (más toses). ¡A los que abusan de los pobres y buscan exprimirles hasta las última gota de sangre! ¡Sobre ellos recaerá toda la furia del Señor! Pagarán por su pecado! ¡Pagarán!
¡Vaya! Esto sí que es un cambio, dijo para sí Bernardo, al recordar lo bien que la había pasado el Padre Tadeusz esa noche, en la fiesta de los ricachones, en casa del Doctor O’Reilly, gastando bromas con las damas y alabando las virtudes del champán.
Mami… Ya me quiero ir…
“Por eso los Ángeles le dijeron a Lot: ¡Huye hacia los montes, porque el castigo bajará en forma de fuego y azufre y destruirá por completo esta ciudad!
¡Y el fuego subirá hasta el cielo! ¡Y no quedará piedra sobre piedra!”
En vista a lo que sucedería poco después en Punta Arenas, muchos recordarían ese sermón, y lo considerarían profético. Aunque es poco probable que alguien lo haya considerado así en ese momento, ya que otro evento les llamó la atención: y fue que la puerta se abrió, y un singular grupo de personas hizo su aparición.
¡Oh…!
En fila india entraron a la Parroquia ni más ni menos que los miembros de la plana mayor del Gran Circo Tívoli: su pequeño y vivaz director, Míster Antonio, junto a su alta y espigada esposa, la bella Naná; detrás de ella venía Sokoto, el gigantesco Rey del África Occidental, y última de todas la Mujer Barbuda.
¡Mira, mamá! ¡Un hombre pequeñito con barba!
Todos bien bien endomingados y en actitud reverente: los hombres todos de negro, las mujeres con la cabeza cubierta con una mantilla de encaje.
La feligresía en pleno enmudeció, incluido el Padre Tadeusz, cuando los vieron hacer una genuflexión y persignarse, antes de buscar su ubicación en el último banco.
¿Cómo se animaron a venir?, comentó por lo bajo una señora.
¿Querrán hacer las paces?
***
El Gran Circo Tívoli fue, hasta donde se tiene registro, el primer circo que se presentó en la Colonia de Punta Arenas.
Cierto es que otros artistas ambulantes habían pasado ya antes por allí, malabaristas, escupefuegos, bailadores, sin contar al inefable Calógero, el calabrés que se recorría los boliches haciendo girar la manivela de su organito, mientras su mono daba volteretas y pasaba la lata.
Era la primera vez, sin embargo, que una troupe completa de cirqueros desembarcaba en la ciudad, con todos sus artistas, su carpa y sus animales. Un circo de bastante pequeño, a decir verdad, con apenas una media docena de artistas, un número similar de animales, y una carpa hecha con bolsas de arpillera cosidas con hilo sisal.
Bajaron de un buque de la Compagnie Maritime du Pacifique, e instalaron su campamento, al estilo de los gitanos, en la margen norte del pueblo, en la pampita que estaba atrás del Viejo Aserradero.
Eso, después de conseguir permiso del Mayor García Lacroix, el Gobernador Militar del Territorio, quien a pesar de ser calificado como un déspota por sus opositores, recibió a Míster Antonio y al Rey del África Occidental con total amabilidad, sin hacerlos amansar ni dos minutos en su antesala.
Hagan el favor de tomar de asiento.
Sokoto ubicó su enorme anatomía sobre una de las sillas que estaban al otro lado del escritorio, y Mr. Antonio dio un ágil saltito hasta encaramarse encima de la que el Mayor le había señalado.
Queremos agradecerle por habernos recibido, Sr. Gobernador.
Faltaba más.
***
Míster Antonio llevaba, por así decirlo, al circo en la sangre. Originario de una pequeña aldea en la Selva Esmeraldeña, en el Norte del Ecuador, sus padres lo había vendido, junto a dos de sus hermanos, a un plantador de caucho del cantón de Río Verde, quien un par de años después, a su vez, lo vendió a una troupe de artistas ambulantes que pasaba por la región. De pueblo en pueblo y de puerto en puerto, el pequeño terminó en el Gran Circo Burton & Burton, un circo norteamericano que recorría Sudamérica y el Caribe.
Con ustedes… ¡El Payaso Morisqueta y el Enano Tony!
El propio Señor Burton lo tomó bajo su protección, viendo la habilidad del muchacho, que no sólo destacaba por su pequeña estatura, sino por sus numerosas habilidades. Tony pronto destacó como músico, equilibrista, lanzador de cuchillos y, por supuesto, extraordinario comediante, que además escribía los libretos de sus propias rutinas. Una de sus especialidades era adaptar su acto a cada ciudad que visitaban, y armar el número cómico en base a alguno de los personajes más conocidos del lugar –algo que le trajo no pocos problemas con los mandamases locales.
Ándate con cuidado, Tony… , le advertía Mr. Burton, que sin embargo le daba vía libre para su creatividad.
El éxito acompañaba cada una de sus intervenciones. El público lo adoraba. La situación cambió de manera abrupta con la muerte de su mentor, aplastado por la caja que transportaba al elefante, en el puerto de Maracaibo. La dirección del Circo recayó entonces en su hijo mayor, que tenía otra idea de la actividad circense, y daba primacía a la rentabilidad sobre la calidad artística.
Sobre todo, nada de burlas. No quiero más problemas con las autoridades.
¿Qué haremos, entonces?
Obras teatrales serias, escritas por autores consagrados, dijo Mr. Burton Hijo. Es lo que hacen en las compañías europeas.
Una idea que no resultó para nada desacertada. El espectáculo en el circo Burton & Burton pasó a tener dos partes: la primera, con los números habituales (trapecio, acrobacias ecuestres, exhibición de fieras) y una segunda parte con obras de teatro que, en una época anterior a la radio y el cine, arrastraban a verdaderas multitudes en cada una de las localidades en las que se presentaban.
¡Damas y caballeros! ¡Distinguido público! ¡Esta noche tenemos el honor de presentarles…!
Al llegar a Buenos Aires, el Sr. Burton Hijo compró los derechos de la novela Juan Moreira, la obra de folletín que había triunfado en un periódico local, y eligió al Enano Tony para el rol del Sargento Chirino, el cobarde que apuñalaba al héroe a traición.
Fue todo un éxito. Recorrieron buena del Interior argentino, haciendo presentaciones incluso en ciudades de Bolivia y Paraguay.
¡Ah, cobarde! ¡A un hombre como yo no se le hiere por la espalda!, exclamaba el actor que interpretaba a Juan Moreyra, con tanto realismo que el público –gente sencilla, que jamás había presenciado una obra de teatro, ni entendía el concepto de ficción– en más de una oportunidad invadía el escenario, para castigar al culpable.
¡Esto es inaceptable!, se quejaba el Enano Tony, luego de una participación del público especialmente violenta, en la que los malditos campesinos estuvieron a un tris de lincharlo.
¿Por qué tengo que hacer siempre yo del Sargento Chirino? ¿Por qué no puedo ser Juan Moreyra alguna vez?
No seas ridículo, le replicó Mr. Burton hijo. ¿Cómo va a ser un enano el héroe de una obra?
Fue en el Puerto de Rosario donde Tony tuvo el encuentro que cambiaría su vida para siempre. Paseaba su rencor y su amargura entre las grúas y las vagonetas del muelle, cuando alguien le entregó un panfleto.
¡Para terminar con la injusticia, compañeros! ¡Para acabar con la explotación del hombre por el hombre!, arengaba un hombrecito con gafas de marco redondo y fuerte acento extranjero, en ese sótano que apestaba a humedad y tabaco barato. ¡Por una justa distribución de la plusvalía entre quienes llevan a cabo todo el esfuerzo!
¿Y tú, compañero? ¿Cómo te llamas?
¿Yo?
Al Enano Tony le cabe el honor de haber organizado la primera huelga de artistas circenses en toda Sudamérica. Un logro que llevó largas jornadas de debate, en las que le había costado no poco convencer a sus compañeros del Circo Burton & Burton.
¡Por un circo sin opresores ni oprimidos! ¡Un circo sin clases, compañeros! ¡Un circo donde el excedente obtenido por la venta de las entradas sea distribuido de manera equitativa!
¡Sí! ¡Muy bien!
¡Bravo!
¡Qué tontería es esa!, lo interrumpió el Mago, ¿por qué iba yo a ganar lo mismo que un simple tramoyista?
Es verdad, dijo el Domador, que justificaba lo alto de su paga por el riesgo que implicaba su actividad. Sin ir más lejos, el anterior domador había muerto hacía sólo unas semanas atrás, cuando al león se le dio por cerrar la boca en mitad de una función, mientras él aún tenía la cabeza adentro.
¡Está celoso porque no lo dejan hacer de Juan Moreira!, se burló la écuyère, una de las amantes del Sr. Burton Hijo, que gozaba de prerrogativas especiales.
¡Reaccionarios! ¡Burgueses!, los acusó Tony, y ordenó encerrarlos en una de las jaulas, hasta que se decidiera que hacer con ellos.
¡A la carga, compañeros! ¡Abajo el tirano!
Después de neutralizar al turco Abdulá, guardia personal del Director, los conjurados irrumpieron en el lujoso carromato de Míster Burton Hijo, que se encontraba sumido en una de sus habituales borracheras, tras haber disfrutado de las destrezas de la nueva Contorsionista.
Antes que pudiera darse cuenta, el infame capitalista se encontró en mitad de la tienda, atado al palo mayor.
Ahora, firmará un documento donde nos hará la transferencia de su parte societaria del Circo Burton y Burton.
¡Váyanse al diablo!, dijo Míster Burton Hijo, aún no del todo repuesto de su tranca.
Bajo la luz de los candiles relumbró el filo de un hacha, de astil casi tan largo como el propio Tony. Muchos de los revolucionarios se alarmaron. En ningún momento se habló de matar a nadie, y menos a Míster Burton Hijo, que tan buenas relaciones tenía con el comisario.
Espérate un poco, Tony…
¡No hay nada que esperar!, le respondió el Enano Tony. ¡Que una sangre impura riegue nuestros surcos! ¡La violencia es la partera de la historia!
¿Qué es esto, una nueva pantomima?, se burló el encadenado Míster Burton Hijo.
¡Ahora lo verá!, dijo Tony, enarbolando el hacha, dispuesto a dar el golpe final.
Todos contuvieron el aliento. El Sr. Burton Hijo se largó una carcajada.
Está bien, está bien… dijo al fin. Les daré un aumento de cinco pesos a cada uno.
Todos hicieron silencio. Todos menos Tony.
¡No aceptaremos sus limosnas! ¡Queremos el control total de los medios de producción! ¡Exigimos la distribución equitativa de la plusvalía!
Cinco pesos, y los lunes libres, dijo el Sr. Burton Hijo. Eso, si me sueltan y vuelven a sus puestos antes de que cuente hasta diez. De lo contrario, serán todos despedidos.
¡Jamás!, dijo Tony. ¡No permitiremos que…!
Uno, dos, tres…
Los artistas se miraron. ¡Cinco pesos! ¡Y un día libre a la semana! No era una oferta para tomar a la ligera.
¡Camaradas! ¡Esperen!
...seis, siete, ocho…
¡La lucha debe continuar!
Tony fue puesto de patitas en la calle esa misma noche, junto con sus seguidores más cercanos: el Payaso Morisqueta, el Rey del África Occidental, la bella y escultural Naná (hasta ese momento, ayudante del Mago), dos de los tramoyistas y el ya viejo y cansado Marco Polo, un orangután de Borneo en extremo aficionado al tabaco, sin verdaderas convicciones revolucionarias, que se había sumado a la revuelta por puro aburrimiento.
¡Espera, Tony!
Y también la Mujer Barbuda, que no había participado en el levantamiento, pero estaba enamorada del pequeño Robespierre.
¡Iré con ustedes!
Pasaron la noche a la intemperie, en un pequeño campamento que armaron entre dos galpones del puerto. Encendieron una fogata.
¿Y ahora? ¿Qué es lo que haremos, Tony?
Haremos un Circo más justo. Un circo donde nadie sea explotado. Un circo donde no se den más bofetadas ni se humille a los más débiles.
Todo eso está muy bien, pero… ¿Cómo?
El aporte económico vino del lugar menos esperado: ni más ni menos que del propio Sr. Burton Hijo, que recibió a Tony en su carromato, lo más sonriente, como si todo lo que habían pasado no hubiera sido más que de una broma.
¡Adelante, Tony! Bienvenido.
El Enano Tony, (o mejor dicho, Míster Antonio, como se hacía llamar ahora), llevaba un as en la manga: amenazar al Sr. Burton Hijo con informar de su paradero a los acreedores que aún trataban de cobrar las facturas que el circo Burton & Burton había dejado impagas en las ciudades por las que habían pasado, y revelarle a la hermana del Sr. Burton Hijo, que vivía en Nueva York, y cobraba monedas por su parte accionaria de la empresa, cuál era el verdadero estado de los libros contables.
Toma asiento, Tony. ¿Quieres algo de beber?
No fue necesario que hiciera ni una cosa ni la otra, ya que el Sr. Burton Hijo le ofreció ayuda para empezar con su propio circo, y además, de balde.
¿Por qué no te llevas la carpa chica? Casi no la usamos, y a ustedes les vendría muy bien.
¿De verdad?
Y alguno de los caballos, también…
Míster Antonio no lo podía creer. Llegó a pensar que se había equivocado, al juzgar tan duramente al canalla de su jefe.
¿Cómo no voy a ayudarte? Ahora que somos colegas…
El Señor Burton Hijo sirvió dos copas de brandy, y brindó con su ex empleado, deseándole salud en su nuevo emprendimiento.
Necesitarás algo de vestuario y… ¿sabés qué? También puedes llevarte a Bismark.
¿A Bismark?
Bismark era el león que le había arrancado de un mordisco la cabeza al anterior domador.
¿Acaso le tienes miedo?
Por supuesto que no, sacó pecho Míster Antonio.
Si me permite, Míster Burton, intervinó el turco Abdulá, que había permanecido de pie, detrás del sillón de su patrón, durante toda la entrevista, creo que lo mejor sería cortarle la garganta a este granuja, y tirarlo a un letrina…
Abdulá, por favor… le respondió sonriendo el Señor Burton Hijo.
Bien, muchas gracias… Fue lo único que atinó a decir a Mr. Antonio al despedirse. Estaba desconcertado. Llegó incluso a darle la mano, al sujeto al que hasta hacía cinco minutos odiaba más en el mundo.
Date un vuelta por aquí mañana, dijo Míster Burton Hijo. Le diré a los muchachos que tengan todo preparado.
Y vaya si lo hizo. Esa misma noche, Abdulá llegó con una pequeña sierra e hizo dos cortes en uno de los barrotes de la jaula de Bismark.
¿Un poco más, patrón?
No, así está bien. No quiero que se escape todavía, sino cuando ya estén bien lejos de aquí.
Abdulá rellenó las muescas con una mezcla de limaduras de hierro y de betún. Era imposible distinguirlas. El Sr. Burton Hijo dejó salir el humo de su cigarro y agregó:
Malditos comunistas, ya verán lo que es bueno.
***
Lo que no entiendo es por qué, teniendo pasaje hasta Valparaíso, decidieron bajarse aquí, preguntó el Mayor García Lacroix.
Bueno…, dijo Mr. Antonio, acomodándose en su silla, las manos apoyadas sobre la empuñadura de su bastón, …desde que nos formamos como agrupación artística, siempre quisimos visitar los lugares más alejados, llegar a pueblos donde el público que nunca presenció un espectáculo como el nuestro…
Los primeros pasos del recién creado Circo Proletario no fueron para nada auspiciosos.
¡Camaradas! ¡Les damos la bienvenida, esta tarde, al espectacular, al único, al inigualable…!
Se habían instalado en el barrio de la Boca, a la vera de un conventillo de inmigrantes, entre los pobres y explotados. El lugar ideal para que Míster Antonio difundiera su mensaje.
¡Desclasados del mundo!, gritaba Míster Antonio por su bocina de latón, ¡La hora de la liberación está acerca! ¡Nada tenéis que perder, sino vuestras cadenas!
¡Basta de discursos, Enano! ¡Muestra lo que tienes!
Fueron tiempos difíciles, sobre todo para Mr. Antonio, que debía hacer prácticamente todo en el circo: oficiar de maestro de ceremonias, caminar por alambre, arrojar cuchillos alrededor de la Bella Naná, o hacer chasquear el látigo delante de Bismark, al que sólo sacaban de su jaula tras administrarle una fuerte dosis de láudano.
¿Qué le pasa a ese gato? ¿Está dormido?
¡Esto es robo!
Toda la responsabilidad recaía sobre los hombre de Míster Antonio. En todos los números estaba él.
¿Otra vez este Enano?
No le quedaba alternativa. El gigantesco Rey de África Occidental ya no podía hacer su número de fuerza, a causa de su hernia, y a la Mujer Barbuda los perritos bailarines se negaban a obedecerla.
¡Buuuuu! ¡Fuera!
¡Camaradas! ¡Compañeras!, gritaba Míster Antonio. ¡Un poco de compresión, por favor!
El amor de Míster Antonio por la Clase Obrera no parecía ser un amor correspondido. Ni siquiera después de representar para ellos la obra de teatro que cerraba la función, una obra escrita por él mismo, en la que mostraba la explotación de los trabajadores a manos de los infames capitalistas.
¡Esto es aburrido!
¡Quiero mi dinero de vuelta!
Había reunión plenaria, después de cada función del Circo Proletario, en la que cada uno de los miembros expresaba su opinión.
¿Por qué no escribes una obra como las que escribías antes, Tony? Una con bofetadas y garrotazos. ¡Eso le gusta a la gente!
¡Jamás!
Amalia tiene razón, intervino el Rey de África Occidental. ¿Por qué no representamos Juan Moreyra? ¡Ahora podrás hacer el rol principal!
¿Es que acaso no lo entienden? ¡Nuestro arte tiene que servir para sacar a las masas de su letargo!, porfiaba Míster Antonio, que hoy es considerado por los estudiosos como un precursor del teatro comprometido, décadas antes de autores como Samuel Beckett o Bertolt Brecht.
¡El Circo Proletario debe allanar el camino para la Revolución!
Una posición que no parecían compartir los espectadores. Estos eran, en su mayoría, estibadores del puerto, obreros de la construcción, costureras o sirvientas, que tras una durísima jornada de trabajo, lo que menos tenían ganas era ir a ver una pieza teatral en la que se mostrara a obreros trabajando y sufriendo. Se inclinaban más bien a presenciar obras protagonizadas por duques y princesas, por aventureros o criminales, que vivían el romance y la aventura que a sus vidas le faltaban.
¡Proletarios! ¡Sacudan su yugo!, se desgañitaba Míster Antonio, recitando el monólogo final de su pieza, mientras arreciaban los abucheos, los escupitajos, las frutas y hortalizas en distintos estados de putrefacción.
Tony, creo que debemos cambiar el nombre al circo, y olvidarnos de todo esta vaina de la Revolución…
¡Por supuesto que no!, dijo Mr. Antonio. Ahora, justamente, es cuando más debemos insistir.
El asunto fue sometido a votación.
¡A favor de cambiarle en nombre al Circo, y de abandonar las proclamas!
Con dolor, casi con vergüenza, todas, o casi todas la manos se levantaron.
¡A favor de mantener el nombre del glorioso Circo Proletario, y de continuar la lucha!
Nadie levantó la mano, a excepción del propio Mr. Antonio, que paseaba la mirada por sus compañeros, en busca de al menos una muestra de apoyo.
¡Marco Polo! ¿Tampoco tú?
El Orangután dio una pitada a su cigarrillo y miró para otro lado.
***
En la práctica, todo seguía más o menos como antes: seguían siendo un circo sin patrones ni obreros, que repartía de manera equitativa el excedente, descontados los gastos fijos y de personal. Míster Antonio seguía a cargo, ya no como Secretario General, sino como Director, igual que en los otros circos. Se volvieron a los números convencionales, y a representar obras de teatro con argumentos previsibles, llenas de golpes de efecto.
Aún así, debían largarse cuanto antes de Buenos Aires, de ser posible de la Argentina. El gobierno los tenía en la mira. Una noche, la policía hizo una redada y se llevó a buena parte de la concurrencia. Poco después, unos obreros con falsa conciencia le pegaron fuego a la carpa.
¡Tony, qué vamos a hacer!
Muchos votaron por ir a Colombia o a Centroamérica, donde les había ido tan bien, cuando estaban en el circo de Burton & Burton. Pero no tenían dinero para llegar hasta allá. En medio de su desazón, mientras bebía un vaso de ron en un una cantina, un hombre en el taburete de al lado le pasó a Míster Antonio un valioso dato: un buque de la Compagnie Maritime du Pacifique zarpaba a la mañana siguiente hacia Valparaíso, prácticamente vacío, luego de dejar casi toda su carga a lo largo de la Costa Atlántica. Cobraban un precio irrisorio por los pasajes y la carga.
¿Ah, sí?
Míster Antonio se bajó lo que quedaba de su copa y dijo:
Ya mismo iré a ver.
Aún así, debían largarse cuanto antes de Buenos Aires, de ser posible de la Argentina. El gobierno los tenía en la mira. Una noche, la policía hizo una redada y se llevó a buena parte de la concurrencia. Poco después, unos obreros con falsa conciencia le pegaron fuego a la carpa.
¡Tony, qué vamos a hacer!
Muchos votaron por ir a Colombia o a Centroamérica, donde les había ido tan bien, cuando estaban en el circo de Burton & Burton. Pero no tenían dinero para llegar hasta allá. En medio de su desazón, mientras bebía un vaso de ron en un una cantina, un hombre en el taburete de al lado le pasó a Míster Antonio un valioso dato: un buque de la Compagnie Maritime du Pacifique zarpaba a la mañana siguiente hacia Valparaíso, prácticamente vacío, luego de dejar casi toda su carga a lo largo de la Costa Atlántica. Cobraban un precio irrisorio por los pasajes y la carga.
¿Ah, sí?
Míster Antonio se bajó lo que quedaba de su copa y dijo:
Ya mismo iré a ver.
***
El viaje fue accidentado. No sólo por lo impredecible del clima, en las cercanías de la Patagonia, sino por lo disruptiva que la presencia de la troupe cirquera resultó para la tripulación del paquebote.
Por la afición del Rey del África Occidental al opio (substancia que había empezado a consumir a causa de sus dolores de espalda), y por el hábito del Orangután Marco Polo a fumar hasta en la cama (lo que por poco provocó un incendio); por la frecuencia con que la Bella Naná introducía a marineros y mecánicos a la intimidad de su camarote (a veces de a dos o tres a la vez); y por el feroz mordisco que el león Bismark (que ya le había tomado el gusto a la carne humana) le había propinado al grumete que tuvo la poco feliz idea de meter la mano en su jaula.
¡Basta! ¡Los quiero fuera de mi barco!
Nada de lo cual, en opinión del Capitán, era tan malo como la actividad subversiva del propio Míster Antonio, que trató de sublevar a los marinos del Bretagne, al señalarles las condiciones de explotación a las que la empresa los sometía.
¡Preparen sus cosas! ¡Ustedes se bajan aquí!
Pero… ¡Pagamos el pasaje hasta Valparaíso!
No me importa, dijo el Capitán. Los quiero fuera. Filez! Filez! Tout de suite!
Los bajaron a mitad de camino, en un pueblo –ni siquiera un pueblo, un caserío– a la vera del Estrecho de Magallanes.
¿Cómo era que se llamaba este lugar?
***
El Gobernador se quedó mirando en silencio a Míster Antonio, impresionado por el carácter que emanaba de ese hombrecito. Lo había tomado por todo un emprendedor, por un hombre de negocios con iniciativa, justo lo que la Colonia de Punta Arenas necesitaba. Ni por un segundo se le ocurrió que podía tratarse de un alma encendida, de un corazón en llamas que trataba de prenderle fuego al mundo.
¿Y cuánto tiempo tienen planeado permanecer aquí?
Si Usted no tiene inconvenientes, Mayor, unas tres semanas. Es lo que tardará en llegar el próximo buque de la Compagnie Maritime.
También Míster Antonio examinaba en silencio al Mayor García Lacroix, un oficial que representaba todo lo que él detestaba: el militarismo, el liberalismo, el laissez-faire del orden burgués. Sin embargo, en algo coincidían, y era en su rechazo sin tapujos a la religión; en especial a la Iglesia Católica, representada en la Colonia por Padre Tadeusz.
¿Qué podemos hacer?, dijo Mr. Antonio. El Cura se opone a que ofrezcamos funciones el domingo, y ese es justo el día que todo el mundo tiene libre.
Olvídese de ese viejo chiflado, dijo el Gobernador. Ese personaje no corta ni pincha en este lugar.
¿Entonces, nos otorga el permiso para actuar aquí?
Desde luego, dijo el Mayor García Lacroix. Podrán ofrecer su espectáculo en nuestro pueblo, y además, sin pagar ni un peso de canon.
¿De verdad?
Si así lo desean, podrán instalar su carpa en el terreno de la Plaza de Armas. Además, podemos proveerlos de raciones, tanto para ustedes como para sus animales.
¡Vaya!, se alegró el Rey del África Occidental, y sonrió mostrando su blanca dentadura, que tenía un pequeño espacio entre los dos dientes delanteros.
Creo que la presencia de su circo será una agradable variación en la vida algo monótona que se vive en este lugar.
Muchas gracias, Mayor, dijo Míster Antonio.
Sólo quisiera pedirles un favor, si no tienen inconvenientes.
Por supuesto, Mayor, dijo Míster Antonio. Lo que sea.
***
No, el favor no era que fueran a la iglesia, ese domingo, pero Míster Antonio fue de todos modos, por pedido de la Mujer Barbuda, que era muy devota, y se había quedado impresionada por la visita del Padre Tadeusz al campamento.
Es un Hombre de Dios, Tony, tiene las manos consagradas.
Por favor, Amalia. Olvídate de esos atavismos.
No quiero que estemos enfadados con él.
¡Es él el que se enfadó con nosotros!
Sí, vayamos a la Iglesia, se sumó a su pedido la Bella Naná, ¿qué diablos nos cuesta?
Será divertido, dijo el Rey del África Occidental. Además, nos servirá de publicidad.
Mmm… Si lo vemos de ese modo…
Marco Polo fue el único que no mostró el menor entusiasmo por sumarse a la partida, y lo bien que hizo, ya que apenas cruzaron la puerta de la capilla, el Cura los empezó a vapulear.
¡Unos herejes que se burlan del día del descanso del Señor! ¡Unos inmorales!
¡Mira, mamá! ¡Un hombrecito con barba!
¡Ese antro de pecado, al que algunos llaman circo!
¡Sí! ¡Yo quiero ir al circo!
¡Cállate, César Augusto!
¡Esos seres marcados por el dedo de Dios, dijo el Padre Tadeusz, que vienen a corromper nuestras costumbres! ¡Esos monstruos!
La Mujer Barbuda se largó a llorar.
Vámonos, dijo Míster Antonio, saltando de su banco hasta caer en el piso de tablas.
Los demás cirqueros lo siguieron.
¡Sí! ¡Váyanse! ¡No los queremos!
Afuera, el día era inusualmente cálido, casi sin viento. Caminaron en silencio, por un momento, abrumados por lo que acaba de suceder. A una cuadra escasa estaba la Plaza de Armas, el solar donde habían montado la carpa.
¡Mira! ¡Ahí llegan los artistas!
Un grupo de chicos desharrapados los rodearon.
¿Será hoy la primera función, Míster Antonio? ¿Será hoy?
Sí, hoy será la primera función.
¡Yo no tengo dinero!, Míster Antonio.
No importa. Ven, de todos modos.
***
Ese fue el favor que les pidió el Gobernador, durante su entrevista, el primer día que llegaron a la Colonia. Les dijo:
A pesar de todos nuestros esfuerzos por lograr el desarrollo económico de esta región, mis queridos Señores, este es aún un pueblo muy atrasado, muy sufrido. Hay mucha gente que pasa necesidades…
¿Ah, sí?, preguntó Míster Antonio.
La pobreza es un caldo de cultivo para el descontento, dijo el Gobernador. Algo que muchos agitadores tratan de aprovechar.
Oh, nosotros aborrecemos a los agitadores, dijo Míster Antonio.
Es verdad, dijo el Rey del África Occidental. Los agitadores son lo peor.
Por eso, prosiguió el Gobernador, para no generar resentimiento entre la gente que no puede pagar su entrada, yo quisiera pedirles que, antes de irse, hagan una función gratuita, para que los más pobres puedan asistir.
A Míster Antonio le brillaron los ojos.
Desde luego, Mayor, le respondió. Lo haremos con el mayor de los gustos.
El Mayor García Lacroix hizo una pausa, antes de seguir.
Y, en esa función, apreciaría mucho que Ustedes agradecieran públicamente a la Gobernación de este territorio, por hacer posible la realización de este espectáculo, y a mí en particular, su gran benefactor, etcétera etcétera…
Míster Antonio y el Rey del África Occidental intercambiaron una rápida mirada.
Por supuesto, Mayor, dijeron al unísono. Así se hará.
¡Bien! Sonrió el Gobernador, poniéndose de pie. De más está decir que en esa última función, aunque sea gratuita, deberán poner toda su capacidad, todos sus recursos. Deberá ser una función igual de buena que todas las demás…
El Rey del África Occidental y Míster Antonio también se pusieron de pie y le dieron la mano.
Quédese tranquilo, Mayor, le respondió Míster Antonio, con la voz embargada por la emoción. Esa función no será igual a las demás: ¡será la mejor!
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© Emilio Di Tata Roitberg, 2019.
A continuación...
CAPÍTULO 69: UNA MUJER INOLVIDABLE
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