Capítulo 67 - Un romántico empedernido

BUENOS AIRES, NAVIDAD DE 2018.
Así es de injusta la vida, debió pensar la Polaca, que tras robarle sus ahorros a Berni y escaparse con John Jairo –el joven y escultural stripper colombiano– ahora se encontraba conque John Jairo le robaba y la abandonaba a ella.
¡Desgraciado! ¡Hijo de… !
No sólo se había llevado el canuto con los dólares: también el auto, el cofrecito con las joyas (las estupendas joyas que le habían regalado a Pola sus enamorados a lo largo de los años), el Galaxy J8 con todos los contactos, el kit para clonar tarjetas de crédito, la Glock 9 milímetros que le habían comprado a un sargento de la Federal, y –lo peor de todo– el paquete termosellado con 999 gramos de substancia que consiguieron gracias a los contactos de John Jairo en su ciudad natal.
¡Desagradecido! ¡Traidor!, gritaba Pola, fuera de sí, mientras recorría su departamento, en el coqueto barrio porteño de Palermo, sólo para comprobar que no le había dejado nada.
“Navidad, Navidad, llega navidad…”
O mejor dicho sí: le había dejado una más que abultada deuda con una entidad crediticia no avalada por el Banco Central, que otorgaba préstamos sin demasiados requisitos, pero que ante la cesación de pagos no apelaba a las vías legales ordinarias, sino a dos señores vestidos con sendas chaquetas de cuero, especialistas en quebrantar huesos y deformar rasgos faciales.
“La alegría de este día, hay que festejar”.
Pola lo recordó cuando escuchó el par de puertas cerrarse, y vio el Audi A4 estacionado de forma oblicua en la calle.
¡Dios mío!, repetía la Polaca, imbuida de un súbito de un sentimiento místico, mientras colgaba de la reja de su balcón, juntando coraje para dar el salto al balcón de al lado.
¡PUM-PUM-PUM!, estallaron como cañonazos los golpes en la puerta. ¡Abrí, mariccón!
Era una cálida noche de verano. La brisa agitaba, apenas, las hojas de los árboles, unos metros más abajo.
¡PUM-PUM-PUM!
Imágenes de toda su vida pasaron como en una película frente a los ojos de la Polaca, cuando al fin se animó a dar el salto, y su corpachón de un metro ochenta y nueve –no tan esbelto como en otros tiempos– se mantuvo por una fracción de segundo en el aire, a cuatro pisos de distancia del duro hormigón.
“Navidad, navidad…”
Sus manos de uñas escarlatas se aferraron con alma y vida a la reja del balcón vecino. Su bata se agitaba con el viento, como la capa de un superhéroe. Uno de sus crocs se desprendió de su delicado pie y cayó al empedrado de adoquines, luego de rebotar contra una rama y engancharse por un instante en una guirnalda navideña.
¡TRAC!, cedieron las bisagras, tras el último embate de los gorilas. Haciendo un esfuerzo supremo, Pola logró subir una pierna por encima del barral y montarse encima.
Ay… Ay…
La puerta-ventana de su vecina había quedado abierta, a causa del calor. Pola alcanzó a colarse dentro y a cerrarla, justo antes de que uno de los matones saliera al balcón.
“Y seguimos, señoras y señores, en este especial navideño…”, decía el locutor en el televisor, que la viejita miraba con las luces apagadas.
Una señora muy mayor, que se resistía con uñas y dientes a que sus hijos la metieran en un geriátrico, y desgranaba el invierno de su vida en total soledad. Apenas si se fijó en la Polaca, cuando entró, y tras examinarla sin mucho interés volvió la vista a la pantalla.
Tratando de recuperar el aliento, Pola se sentó junto a ella, mientras al otro lado de la pared los matones revolvían lo poco que quedaba de sus pertenencias, tiraban abajo estanterías y rompían lo que no podían llevarse.
“Y cuando faltan sólo cinco minutos para medianoche, preparamos nuestras copas para brindar por…”
La Viejita levantó el control remoto y con sus deditos de pellejo transparente comenzó a hacer zapping. Terminó dejando el Canal Gourmet, en el que un cocinero de brazos tatuados enseñaba a preparar un surubí a las brasas.
No, no está, escuchó como uno de los malvivientes pedía instrucciones por teléfono.
Debía tenerlo puesto en modo altavoz, porque se oyó bien clarito que alguien respondía:
Búsquenla.
Los tipos salieron al pasillo. Naturalmente, la primera puerta a la que vinieron fue a esta, en la que se escuchaba el sonido de la televisión.
¡PUM-PUM-PUM!
¿Hay alguien ahí? ¡Abran, carajo!
Pola no estaba dispuesta a saltar otro balcón. Tomó un cuchillo de cocina y se colocó al lado de la puerta. Al primero que asomara el morro se lo iba a llevar puesto. La Viejita la miraba ir y venir, con sus ojitos de pupilas acuosas, algo más entretenida que con lo que sucedía en la televisión.
“Ponemos el fuego a plena brasa, y al dar vuelta los filetes los rociamos con jugo de limón… ”
¡PUM-PUM-PUM!
Quién sabe qué hubiera pasado, de no haberse escuchado la sirena de la policía. Los tipos se fueron, sin apuro. Pola los espió, desde atrás de las cortinas. Vio como uno de ellos, antes de subirse al Audi, se agachó y levantó algo tirado sobre el empedrado: un croc color rosa, número 44. Lo miró de un lado y del otro, y luego miró hacia arriba, justo adonde ella estaba.

***

Berni se dio cuenta de que algo había pasado, cuando recibió el resumen del banco, y vio que el saldo de su caja de ahorro estaba intacto. Era la cuenta bancaria en la que le depositaban todos los meses el importe de su jubilación, la que Berni recibía por su trabajo de más de treinta años como administrativo de la mina de Río Turbio. Pola tenía una extensión de su tarjeta de débito, la cual nunca había dejado de usar –ni siquiera tras de su fuga con el semental caribeño.
¿Y por qué no se la anula?
¡Porque es un idiota!
El día que el cartero dejaba el sobre con el resumen era un día de fiesta para Berni, que examinaba el detalle de los gastos y de los retiros de efectivo, siempre desde algún lugar con playa: Punta del Este, Angra dos Reis, Cartagena de Indias…
¡Qué bien la debe estar pasando!, decía el Palomo, que no tenía nada de celoso, y si lo tenía, no lo demostraba.
¡Viejo estúpido!, protestaba Jovita, la vieja mucama, que se pasaba el día entero en la cocina, mirando su televisor de 14 pulgadas. ¿Cómo va a dejar que lo robe así?
Berni no veía la situación del mismo modo. Después de todo, con lo que le dejaba el Bernie’s Hostel, el coqueto alojamiento para turistas en el que había transformado su vieja casa familiar, ya tenía más que suficiente. ¿Para qué necesitaba él tanto dinero? Su vestuario seguía siendo el mismo de siempre; al auto casi no lo usaba; a los medicamentos se los cubría la obra social… Y en comida y bebida, bueno, debía gastar menos que el Mahatma Gandhi.
¡Ah! ¡Ya está de nuevo en Buenos Aires!
Además, esa era la única forma que tenía de seguir el itinerario de Pola, de ver por dónde había andado, y tratar de adivinar a dónde iba a ir. Era su manera de estar en contacto con ella, de demostrarle que aún la amaba.
¡Qué raro! Todavía en Buenos Aires…
Tenía la esperanza de que Pola siguiera bajando hacia el Sur. Que un día la puerta se abriera y ella entrara otra vez, como si nada hubiera sucedido.
Ella es así, le gusta la aventura, le explicaba Berni a Laura, su sobrina nieta, que había llegado a Puerto Natales poco más de un año atrás, para echarle una mano con el hostel, y había terminado por convertirse –no sólo en la administradora–, sino en su amiga y confidente.
Este es un pueblo demasiado tranquilo, la pobre se aburre acá…
Claro, claro… le seguía la corriente la muchacha, mientras le cortaba las uñas (algo que el Palomo, por su pulso tembleque, ya no podía hacer por sí solo) o le teñía las raíces de los pocos pelos que le quedaban de color negro azabache.
Pero… ¿y esto?
Berni se alarmó cuando comprobó que, a mediados del último mes, las extracciones a su cuenta se habían detenido.
¿Le habrá pasado algo?
No se preocupe, tío. Ya va a ver que…
¡Pa mí que estiró la pata!, gritó Jovita desde la cocina, mientras batía unos huevos, sin despegar la vista del televisor. ¡Por fin alguien le dio su merecido!
¡Shhh! Jovita, por favor…
¡Que me oiga! No importa.
Berni andaba con el ojo el blanco. La sospecha se convirtió en pánico, al segundo mes, cuando el importe de la jubilación volvió a llegarle intacto.
Ay, Polaca, Polaca…
Para que no estuviera todo el día comiéndose los codos, Laura lo hacía andar todos las mañanas media hora en la bicicleta fija, y por las tardes lo mandaba a dar una vuelta por el pueblo, algo que de paso le ayudaba a prevenir los calambres. Aún en medio de su terrible angustia, el Tío Berni no perdía un ápice de su coquetería; en cada salida se ponía lo mejor de su vestuario: alguna de sus batas con estampado de leopardo, uno de sus rimbombantes sombreros, los zapatos con plataforma y el bastón con empuñadura de nácar que usaba, ya no como accesorio de moda, sino porque realmente lo necesitaba. Sobre todo a la vuelta, cuando tenía que repechar la cuesta hasta el Bernie’s Hostel.
Pardon, excusez moi, le dijo una turista belga a la que casi se choca al entrar al recibidor.
Yes, yes, le respondió distraído el Palomo.
Hey, Uncle Bernie, le gritaron desde el comedor unos mochileros. What’s up, my man?
Yes, yes…
Sí, acaba de llegar… escuchó que Laura decía al teléfono. Tío, es para vos…
Berni tomó el auricular, temblando de ansiedad.
¿Hola?
Qué hacés, Palomo, se escuchó a la distancia un vozarrón aguardentoso, como el de un camionero de larga distancia. Cómo andás, viejo malandrín…
¿Quién habla?
¿No me conocés? Soy yo, Yolanda.
¿Yolanda?
La Gorda, boludo…
Berni tragó saliva. Un llamado como ese, después de tantos años… No podía ser para dar una buena noticia.
Con un hilo de voz, Berni el Palomo preguntó:
¿Qué pasó?
¡Ja!, exclamó triunfal Jovita desde la cocina. ¡Yo sé lo que pasó!

***

Sobre la cinta asfáltica craquelada de la Ruta 3 se deslizaba El Pingüino, el viejo Mercedes 11-14 que recorría de Sur a Norte la Costa Atlántica, ida y vuelta entre Buenos Aires y Río Gallegos. Horas y horas de monótona travesía, sólo interrumpida para la recarga de diésel, o por la pinchadura de un neumático. Los carteles de Vialidad se sucedían, anunciando las ciudades y pueblos que desde la ruta sólo se alcanzaban a vislumbrar: Las Flores, Azul, Benito Juárez, Tres Arroyos…
Tras los alambrados se extendían, hasta donde alcanzaba la vista, los campos con girasoles, apuntando todos para el mismo lado, o las vainas de soja transgénica, sobre las que se deslizaban los arcos de riego por aspersión.
Bahía Blanca, Carmen de Patagones, Viedma…
Poco a poco, los cultivos iban siendo reemplazados por pastizales. A las vacas las sucedían las ovejas, y al sol candente de la Pampa, el cielo gris del Sur.
San Antonio, Puerto Madryn, Trelew…
Ya comenzaban a verse, esparcidas sobre la estepa, las cigüeñas de los pozos petroleros, girando con su movimiento de vaivén.
¡Pssss…!, sonaron los pistones neumáticos de la puerta.
¡Comodoro Rivadavia!, gritó el chofer.
Con un pequeño bolso de mano por todo equipaje, la misteriosa pasajera de gabardina y gafas negras bajó.
¡Pola!
Le costó reconocerla. Estaba enorme.
¿Gorda?
En los años en que no la había visto, Yolanda no había dejado de expandirse.
¡Pola! ¡Acá!
Tenía puesto un vestido verde, amplio como una túnica, y una especie de tiara sobre la peluca de largos bucles negros. Parecía una sacerdotisa del culto a Zoroastro, o una de esas locas que dan el horóscopo por televisión.
¡Pola querida, tanto tiempo!
Pola se dejó abrazar y dar un beso. La mejilla de su amiga la raspó como un rallador.
Cómo estás, Gor…
No debían irle las cosas muy bien a ella tampoco, dado el auto en el que había venido a recibirla, un Falcon 79 que se caía a pedazos.
Dale fuerte, si no no cierra.
¿De dónde sacaste esta armatoste?, preguntó Pola. Ya debería estar en la compactadora.
Las chapas se sacudieron cuando Yolanda dio arranque. Del escape salió una densa nube negra.
“Y si con otro pasas el rato…”, estalló la melodía por los parlantes. “Vamo a ser feliz, vamo a ser feliz, felices los cuatro…”
Ay, exclamó Pola, luego de que un resorte se le clavara en la nalga.
Ponete el cinturón, dijo la Gorda. Mirá que nos meten una multa.
“Y si con otro pasas el rato…”
Apagá eso, ¿querés?, dijo Pola.
Yolanda obedeció.
¿Le limpio lo vidrio, madre?, le preguntó un marginal con un balde y secador en uno de los semáforos.
Qué madre ni ocho cuartos, dijo la Gorda. Hacete humo.
Eh, qué mala onda…
Pola sacó una caja de Marlboros de la cartera y le ofreció uno a la Yolanda, antes de encender el suyo.
¡Chipá, chipá! ¡Al chipá calentito!
Era una mañana fría. Las gigantescas aspas de los molinos eólicos giraban y giraban, sobre el cerrito que está atrás de la ciudad. El mar estaba revuelto. Un buque petrolero esperaba su turno para hacer su entrada en la terminal portuaria.
Pola dejó salir el humo de su cigarrillo. Meneando la cabeza dijo:
Ya me había olvidado lo deprimente que es este lugar.
El semáforo se puso en verde, el tráfico se reanudó.
Mirá, Pola, dijo la Gorda, al cabo de un momento, Vos sabés que yo a vos te quiero mucho, sos como una hermana para mí…
¡Uf!, dijo la Polaca, que ya se la veía venir.
Por eso quería decirte que andés con cuidado…
La Gorda dobló al llegar al santuario del Gauchito Gil. El dado de peluche que colgaba del espejo se inclinó, por efecto de la inercia, y luego volvió a bajar.
¿Cuidado de qué?
Y…
Yolanda trató de elegir las palabras, para no ser ofensiva.
Yo ahora tengo un establecimiento respetable, ¿viste? No quiero problemas con la policía, ni con los gendarmes…
Un establecimiento que está en la loma del culo, le respondió la Polaca, al ver que se alejaban más y más por los arrabales portuarios. ¿Se puede saber adónde vamos?

***

La distancia de Puerto Natales a Río Turbio es de unos treinta kilómetros. Un recorrido apacible, para nada accidentado, en esa zona en la que la Cordillera de los Andes se reduce a unas suaves colinas, y la frontera entre los dos países no es más que un breve trámite administrativo.
¿Al banco? ¿Para qué?
Fue Jovita la que sospechó, cuando lo vio salir con un abrigo extra, y el bolso con el termo y el mate.
Eh…, tengo que firmar unos papeles. Es por la nueva reglamentación…
Mmm… frunció el ceño la vieja, que lo controlaba y le pedía explicaciones, como si Berni fuera su empleado, y no al revés.
Ay, tío, hoy estoy tapada de trabajo, le dijo Laura, que venía de mostrarle su habitación a unos turistas coreanos, y aún tenía que atender a unas alemanas que acababan de llegar.
No te hagás problema, me lleva el Axel…
Axel era uno de los nietos de su finado amigo Tyson, compañero de trabajo en la mina de Río Turbio.
¿Sí? ¿Te parece?
Sí, sí. No te hagás problemas.
Lo sobreprotegía. Tal vez porque, después del segundo infarto, la vida de su tío pendía de un hilo.
¿Y pa qué se lleva tóo eso, preguntó Jovita, si pal mediodía ya va a estar de güelta?
Esto… se hizo un lío el Palomo, y no supo qué responder.
Bip-bip, hizo sonar desde afuera la bocina Axel, que ya había sacado el Mégane de la cochera, y lo esperaba en el frente del hostal.
Un chico tan robusto y silencioso como su abuelo, con el pelo como usan los chicos ahora, rapado en los costados y un penacho arriba.
¿Tendrá licencia de conducir, este pibe?
Sí, quedate tranquila.
Chau, tío. Cuidate, le dijo Laura, que no le creía su historia del viaje al banco, pero qué podía hacer.
¿Llevás el celular?
Sí, acá lo tengo.
¿Y algo de plata? Espera que te traigo un poco más.
Está bien, tengo.
Eran algo más de las siete de la mañana, la hora en que abría la aduana. De un lado la bandera con la estrella, del otro la bandera con el sol.
Axel lo llevó a una velocidad moderada, mientras duró el ejido urbano de Río Turbio. Pasando las instalaciones de la mina, cuando ya salían a campo abierto, Berni le dijo:
Pisalo.
Era todo lo que el muchacho esperaba. Ahí nomás lo puso a 130, y en las rectas a bastante más. No había problema: eran tramos en buenas condiciones, sin hielo sobre la calzada, en esta época del año. El chico era un excelente conductor, podía verse por la forma en que tomaba las curvas.
Los poblados comenzaron a desfilar, al costado de la ruta 40, y luego las ciudades, a lo largo de la Ruta 3: Río Gallegos, Puerto Santa Cruz, Puerto San Julián… Todas separadas por cientos y cientos de kilómetros de ruta, en los que ni un caserío alegraba la vista. En algunos tramos bordeaban el mar, luego volvían a internarse tierra adentro. Cada tanto cruzaban un enorme camión, cuya estela de viento sacudía el auto. Cada tanto una manada de guanacos pasaba de un lado a otro de la ruta, apurados, al sentir que un vehículo se acercaba. Aquí y allá aparecían, sobre el borde pedregoso, las carcasas de los animales que no habían alcanzado a cruzar a tiempo, resecas por el sol y comidas por las aves de rapiña.
Berni dormía, por momentos, o se mecía en el estado que va entre el sueño y la vigilia. ¿Con qué se iría a encontrar? La Polaca siempre estaba en el ojo de la tormenta, y cualquiera que se acercara a ella podía ser arrastrado y caer.
¿Es que acaso no era un riesgo demasiado grande el que corría?
Berni lo había pensado, desde luego, antes de emprender esta expedición, pero ya estaba decidido. Había arriesgado su vida antes por ella, y estaba dispuesto a hacerlo nuevamente. No podía evitarlo, corría en su sangre. También su abuelo, Bernardo Augusto, había arriesgado la vida por su amada, y él no podía ser menos. ¿Cómo es que dice el dicho? La fortuna sonríe a los valientes.
Axel seguía firme al volante, con los ojos fijos en la ruta. De un lado la meseta patagónica, del otro el océano, en el que el casco de un barco se destacaba en el horizonte. Entrecerrando los ojos, Berni recordó otro barco como ese, el primero del que tenía memoria.

PUERTO NATALES, 1942.

Berni tendría unos seis años, para ese momento, y caminaba de la mano de su padre, que lo había llevado a pasear por la costanera. Era una mañana de sol, o así lo recordaba él, al menos. Del muelle más pequeño salían las lanchas a motor, con pescadores que iban a echar las redes en la Bahía Desengaño, o los botes de los marisqueros, que buscaban los frutos de mar en la intrincada red de canales que rodean el fiordo Última Esperanza. El niño señalaba con el dedo cada cosa nueva que veía, y su padre le explicaba lo que era.
¡Mira, papá! ¡Qué barco tan grande!
En efecto, Junto al Muelle Norte se veía el monumental casco de un carguero, con una bandera roja y blanca.
¿De qué país es esa bandera, papá?
De Perú.
¿Y dónde queda ese lugar?
Su padre se agachó junto a él. Sacó algo del interior de la chaqueta y le dijo:
Mira, Bernardito, he hecho esto para ti.
Con un gesto solemne le hizo entrega de un pequeño barco de madera, que él mismo había tallado. Un trabajo para bastante chapucero, hasta él se daba cuenta. Su papá no era muy bueno para tallar la madera, ni para ninguna otra actividad, según repetía una y otra vez Lela Lola.
¿Te gusta, Bernardito?
Sí, mintió el niño, mirando las manos de su padre, una de las cuales estaba cubierta de varios tajos. Tal vez se los había hecho mientras tallaba el juguete.
BUUUUU… sonó la bocina del barco, que ya se preparaba para levar anclas.
Ve, ve a mostrárselo a tu madre, Bernardito.
Su padre le hizo un gesto de que se alejara.
Ve, Bernardito.
Bernardito dudó. Su mamá no lo dejaba cruzar solo a la calle, por miedo a que lo pisara un carro, o uno de los camiones que pasaban hacia el puerto.
Ve, Bernardito, insistió su padre, que dio media vuelta y echó a caminar, o más bien a correr, en dirección al Muelle Norte. El niño lo siguió con la vista, hasta que su papá llegó al enorme buque, justo antes de que levantaran el tablón.
BUUUUU…
Lo saludó con la mano, desde la barandilla. El niño se lo quedó mirando, mientras el carguero se alejaba.
BU-BUUUU…
Bernardito volvió con su barco de madera, lo más tranquilo para su casa, mirando bien a los dos lados antes de cruzar cada calle. Era un chico de baja estatura, que caminaba algo envarado, a causa de una pequeña desviación en su columna vertebral. Un niño poco agraciado, aunque muy vivaracho. Todo le llamaba la atención: los rostros de la gente, ruido que hacían los camiones, el morro de los caballos que tiraban de los carros cargados de troncos.
¿Cómo es que vienes sólo?, le preguntó Lela Lola, apenas cruzó el umbral. ¿Ónde está el abombáo de tu padre?
Como si fuera lo más natural del mundo, Bernardito le respondió:
Se fue en un barco.

***

El barquito de juguete fue a parar al fuego, por orden expresa de Lela Lola, que además dispuso que cualquier recuerdo de su yerno fuera borrado. Su cabeza fue recortada de las dos o tres fotografías en las que estaba, incluida la foto de su boda. Sus ropas y las cuatro porquerías que había dejado fueron incineradas o botadas a la basura.
Ay, mamá… se lamentaba Margarita Adela, la sufrida mamá Berni, que no perdía las esperanzas de que su esposo regresara algún día. El Rómulo no es malo. Él sólo…
¡Cállate!, dio un puñetazo en la mesa Lela Lola. ¡No quiero que se pronuncie ese nombre en esta casa mientras yo viva!
Bernardito pasó a ser ahora el hombre de la casa, la única presencia masculina, entre tantas puras mujeres. Él y su abuelo Bernardo Augusto, que había muerto antes de que él naciera, pero que seguía vivo en la memoria de todos. Su fotografía color sepia (en la que se lo veía montado a caballo, con su sombrero de gaucho y sus largos bigotes), presidía la sala de la casa en Puerto Natales, donde la familia se había venido a vivir, luego de dejar la Estancia.
¿Y ese hombre tan guapo? preguntaban las visitantes que llegaban a la casa por primera vez. ¡Parece un actor de cine!
¡Cállate! ¡Que no te escuche Lela Lola!
Le prendían una vela, en el día de su santo, y también los domingos y las fiestas de guardar.
¡Ese sí que era un hombre, decía Lola Lola! Una vez, cuando recién nos casamos…
Bernardito creció escuchando historias sobre la inteligencia de su abuelo, sobre su valentía y su generosidad. Historias que contaba la gente que venía a la casa, antiguos trabajadores o chicas de servicio de la Estancia Don Natalio, que al pasar por Natales venían a rendir visita a Lela Lola, como a una Reina derrocada a la que seguían reverenciando.
Si supieras lo que tu abuelo hizo por nosotros, niño, cuando estábamos sin trabajo…
O historias que contaba la gente a la que Bernardito se encontraba en la calle, cuando salía bien agarrado de la mano de su mamá.
Un caballero de esos que ya no se ven…
Pronto aprendió Bernardito que había dos partes en la historia de su abuelo. Estaba la parte que se podía contar en voz alta: por ejemplo, contar cómo fue que llegó a la Patagonia, cuando el barco que lo llevaba a California lo botó al pasar por aquí, medio muerto y sin un centavo. O cómo él, tras años de esfuerzo, llegó a tener una de las estancias más prósperas de la región.
¡Y sin estafar a nadie, como ese viejo sinvergüenza de Mendieta!, decía Lela Lola. ¡Que el Diablo lo tenga en el infierno y lo pinche bien pinchado!
Y estaba la otra parte de la historia del Abuelo Bernardo, la que sólo se podía contar en voz baja, cuando Lela Lola no escuchaba.
¿Un duelo? ¿Cómo que un duelo?
Eran las historias que las hermanas de Bernardito se contaban una a otra, mientras cosían la ropa, cada una en su Singer.
Un duelo, sí, como en el radioteatro. Fue con un soldado que lo provocó.
Taca-taca-taca-taca-taca… subían y bajaban las agujas, dejando líneas intermitentes sobre la tela.
¡Ah! Eso debió ser cuando el Motín de los Artilleros…
Taca-taca-taca-taca-taca…, sonaban las máquinas de coser día y noche en la casa de Bernardito. De día, manejadas por sus hermanas, Javiera Ignacia y Pabla Francisca, y de noche por su mamá y por la propia Lela Lola, que además se encargaba de comprar las telas, de levantar los pedidos y hacer las ventas. Era la forma que había encontrado de parar la olla, luego de perder lo que quedaba de la Estancia Don Natalio a manos de los acreedores.
¿Y lo ganó, al duelo?
¿Tú que crees? Si no, no estaríamos aquí.
Esas historias eran las más interesantes para Bernardito, que a su corta edad ya leía tan bien como un adulto, y se despachaba de una sentada las tiras cómicas que salían en el suplemento dominical del diario que llegaba desde la Capital, con dos semanas de retraso. Sus preferidas eran las historias de vaqueros (Duelo al amanecer, Venganza Apache, Colt el Justiciero), al punto que una vez talló con un cortaplumas un revólver de madera –sin cortarse ni una vez– y luego lo pintó con betún para zapatos.
¡Al fin nos vemos cara a cara, Malvado Joe! ¡Bang! ¡Bang!
¿Qué estás haciendo, cabro leso?
Me bato a duelo, como el abuelo Bernardo.
Pero no, si no fue con pistolas… Él se peleó con espadas.
¿Estás segura?
Pues claro. Le quedó una cicatriz, aquí en el mentón. Por eso se dejaba el bigote.
Bernardito se hizo entonces aficionado a las novelas de espadachines: El Conde de Montecristo, Los Tres Mosqueteros, Los Caballeros de Bois-Doré…
Tenía libros para elegir. Su abuelo había sido un gran lector, y les había dejado incontables volúmenes. A los que estaban en francés y en alemán los habían tenido que regalar, y sólo se quedaron con los que estaban en castellano, que aún así ocupaban toda una habitación.
¡Cuando os plazca! ¡Un mosquetero del rey no se rinde jamás!
Esos libros fueron los compañeros de infancia de Bernardito, que por su contextura enclenque se veía obligado a pasar largas temporadas encerrado, sobre todo en invierno.
Taca-taca-taca-taca-taca…
A veces le daban algún trabajo para hacer, como desenredar una bobina de hilo, o ir a buscar huevos al corral.
¿Y por qué se batió a duelo el Abuelo Bernardo?
¿Por qué va a ser? Por una mujer.
¡Qué romántico! ¿Se batió por Lela Lola?
Taca-taca-taca-taca-taca…
No, si eso fue cuando el Abuelo era muy joven. Lela Lola no había nacido todavía.
Eso sí que le pareció extraño a Bernardito, que pensaba que su abuela había existido desde siempre. No porque fuera tan vieja, sino porque era una fuerza cósmica. Adán, Eva y Lela Lola. Aunque sí, ahora que lo recordaba, había una foto de ella, a poco de casada con el abuelo: una muchacha morena y delgada, tan tímida que ni se atrevía a mirar a la cámara.
El Abuelo se batió por otra novia que tenía en ese tiempo, la hija del Gobernador.
¡Ah! ¿Es la que apareció llorando en el funeral?
No, no lo creo. Esa debió ser otra.
¿De dónde sacaba su hermana tanta información? Alguien debía de contarle. Tal vez alguno de los pensionistas que venían a alojarse en la casa, que no eran pocos.
Porque, cuando comenzó a llegar más barata la ropa confeccionada de la Zona Franca, y ya no pudieron competir, Lela Lola hizo agregar un par de habitaciones más a la casa, e inauguró la pensión Don Bernardo, en la que comenzó a alojar a los trabajadores que venían del Norte, en la temporada de faena, y a la gente que llegaba del campo y necesitaba quedarse un par de días en el pueblo, mientras esperaban su barco o hacían algún trámite.
¡Vaya! El Abuelo sí que tenía novias…
Sí, pero antes de conocer a Lela Lola. Después, sólo la tuvo a ella.
¡Eso ni había necesidad de aclararlo! Qué alguien se atreviera a jugarle una pasada a Lela Lola, a ver cómo le iba…

***

Bernardito crecía en edad y sabiduría, mas no en estatura, y a los doce años cumplidos no parecía más que un renacuajo de nueve. A pesar de los tratamientos prescriptos por el médico y de los rezos a la Virgen del Carmen, su torso había seguido arqueándose, hasta darle su característico pecho de paloma. ¿De qué iba a vivir? La situación económica venía mal, y para los hombres sólo había trabajos rudos: estibador en el puerto, matarife en el frigorífico de los Mendieta Braunstein, carrero o leñador. Bernardito ya había ido a trabajar al campo, un par de temporadas, durante la esquila, a hacer los trabajos que hacían los muchachitos de su edad (barredor, vellonero, embolsador), y aunque se había mostrado como un chico despierto, era poco probable algún día pudiera llegar a esquilador, el único puesto de toda la cadena de producción que realmente pagaba bien; para desempeñarlo hacía falta una fuerza y una resistencia física que, seguramente, él jamás iba a tener.
Fue entonces cuando llegó una carta dirigida a Dolores de los Martirios Encarnación Pérez López, es decir, Lela Lola, remitida ni más ni menos que por la Señora Judith Braunstein, la mujer más rica de la Patagonia.
No la trajo el cartero, que tampoco lo había, en esa época (las cartas se remitían por posta restante), sino por un criado de la Sra. Braunstein.
Muchas gracias, pero no queremos nada que venga de parte de esa mujer, dijo Lela Lola, y le cerró la puerta en la cara.
Pero… Lela Lola… le dijo su hija, que vio que el sobre venía demasiado grueso como para traer simplemente una carta.
Margarita Adela… le respondió su madre, en tal tono que su hija ya no se atrevió a replicar.
Unos días después, el sobre llegó por segunda vez, esta vez a nombre de la mamá de Berni, que desde luego no podía abrirlo, sin autorización de la todopoderosa matriarca, y mojado en lágrimas lo devolvió a su vez.
La Sra. Braunstein no vivía en Natales. Tenía su residencia en Punta Arenas, la capital del Territorio, en el palacio de estilo rococó más lujoso de toda la región, aunque pasaba buena parte del año en Santiago y en Buenos Aires, donde sus negocios la reclamaban, y por supuesto en París, para el comienzo de la temporada de la Ópera.
Cada tanto llegaban noticias suyas, en el diario, acerca de sus andanzas y sus transacciones comerciales. Noticias que los habitantes de Puerto Natales seguían no sólo por interés social, sino porque en el pueblo todos vivían directa o indirectamente de la Sociedad Mendieta Braunstein, de la cual la anciana señora controlaba el 51 por ciento de las acciones.
¿Aún no se muere, esa vieja del demonio?, protestaba Lela Lola, cada vez que le llegaban noticias suyas. ¿Hasta cuando pensará seguir tirando?
No, no se moría, y Lela Lola pudo comprobarlo en persona, cuando un reluciente Packard Clipper, un auto como nadie hasta entonces había visto en el pueblo, se detuvo ni más ni menos que frente a su casa.
¡Lela Lola!, gritó Bernardito, que era curioso y siempre estaba pizpeando por la ventana. ¡Vinieron visitas!

***


¡Oh! Las vecinas se asomaban a la puerta, los carros disminuían la velocidad y finalmente se detenían, al ver de quién se trataba.
¡No puede ser!
El chofer la sostenía de un lado y una mucama con delantal y cofia del otro.
Por el pequeño sendero de lajas que conducía a la casa la anciana señora avanzó, con mucha dificultad, dando un paso con su pierna sana y otro con la pierna que (todos lo sabían) era de palo, aún cuando, por el faldón del vestido, no pudiera verse.
Por aquí, Doña Judith. Ya falta poco.
Las hermanas y la mamá de Bernardito la esperaban junto a la puerta, todas con la cabeza gacha, todas en actitud reverente. Todas menos Lela Lola, que tenía motivos de sobra para detestarla. Aún así, jamás en su vida se había mostrado descortés con alguien que llegara a su casa, y no podía empezar ahora.
Buenas tardes, señora, respondió Lela Lola al saludo de la anciana, y aunque tenía ganas de echarla a patadas le dijo: Hágame el favor de pasar.
Una gigantesca olla hervía sobre la cocina a leña. La viejita millonaria tomó asiento en el sillón grande, del que acababan de desalojar al gato.
Así que este es el nieto de Bernardo, dijo, mirando al muchacho. Ven, niño. Acércate.
Era un momento solemne. Margarita Adela, la mamá de Berni, se retorcía las manos, conteniendo las lágrimas.
La Sra. Braunstein se calzó los pequeños lentes circulares, con marco de oro, y al cabo de un momento dictaminó.
Vaya, no te pareces a tu abuelo ni en el blanco del ojo.
¿Es que acaso importa el parecido?, intervino Lela Lola, para escándalo del chofer y de la mucama, que jamás habían escuchado que alguien le hablara a su ama de esa forma.
El niño se parece a su abuelo de aquí (Lela Lola se tocó la cabeza) y de aquí (se tocó el corazón).
Berni la miró sorprendido, porque jamás había escuchado a su abuela dirigirle algo parecido a un elogio.
Ya, dijo la Señora Braustein, que tras un momento de silencio preguntó:
¿Por qué no ha querido recibir mi carta, Señora?
Porque no somos mendigos, Señora, le respondió Lela Lola.
No se trata de mendigar, sino de devolver un favor. Un pequeño favor…
Señora, replicó Lela Lola, a mí…
Mamá, por favor… se atrevió a interrumpirla Margarita Adela.
No es lo que usted piensa, Señora, dijo la Sra. Braunstein, acariciando el lomo del gato, que después de olisquearla un momento decidió saltar sobre su regazo. No es lo que los chismosos anduvieron diciendo por ahí, los últimos cincuenta años. Bernardo fue un gran amigo para mí. Salvó mi vida, y la de mis padres, esa noche maldita…
La Sra. Braunstein miró hacia la parte baja de su vestido, hacia la pierna que había quedado tiesa, por debajo de la tela. A pesar suyo, todos los que estaban en la sala miraron su pierna también.
Esa noche que no puedo sacar de mi memoria, dijo la Anciana, y se llevó a los ojos un fino pañuelo de encaje.
Bernardito sabía a qué se refería: a la noche en que estalló el Motín de los Artilleros, la rebelión de los soldados del Regimiento 53 de Punta Arenas, quienes, en complicidad con los presidiarios, saquearon y prendieron fuego casi por completo el primitivo asentamiento de la ciudad.
Además, dijo la Sra. Braunstein, cuando al fin logró recuperarse, no lo hago solamente por su nieto. Es algo que Usted y su marido hacían, en otros tiempos, con los niños de su estancia, y que yo hago ahora por los hijos de la gente que trabaja para mí.
Nosotros no trabajamos para Usted, le respondió secamente Lela Lola.
Mamá, por favor…
Ahora sí, ya sin poder contenerse, la mamá de Berni se largó a llorar.
Piense en el Bernardito. Por favor…
Bernardito no se daba cuenta de que en ese momento se definía su futuro. Que gracias al apoyo de esa elegante señora iba a poder continuar sus estudios en el Norte, los cuales le ayudarían a conseguir un trabajo bien remunerado, para que las mujeres de su familia ya no tuvieran que sacrificarse tanto.
Está bien, Señora, cedió al fin Lela Lola. Se hará como Usted dice…
Doña Judith sonrió, de forma pícara. Una vez más se había salido con la suya.
Bien, dijo, ya debo irme.
Las hermanas de Berni la ayudaron a ponerse de pie, y luego su chofer y la criada tomaron el relevo. Antes de salir, la Anciana se dio vuelta y miró por última vez el retrato de Bernardo, montado sobre su caballo, y luego miró al niño. Dijo:
Después de todo, tal vez sí te pareces a él.
Axel lo tocó, apenas, en el hombro. Le dijo:
Tío Berni, ya llegamos.
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© Emilio Di Tata Roitberg, 2019.


A continuación...

CAPÍTULO  68: UN CORAZÓN EN LLAMAS

 

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Esta es una historia de ficción, cualquier semejanza con hechos reales o con personas vivas o muertas es mera coincidencia. Los nombres y apellidos de los personajes fueron tomados al azar y de manera separada y no guardan ninguna relación con personas reales de tiempos pasados o presentes.