Algo lo había despertado, una caricia húmeda que le recorrió la mejilla, desde el mentón hasta la oreja. Más que húmeda, mojada: el lengüetazo de un perro, que alegremente meneaba la cola junto a su cama.
¡Vaya!, se dijo el Loco Cebolla. ¡Aún estoy vivo!
Los rayos de sol entraban por los agujeros de su rancho, haciendo brillar las motas de polvo que flotaban en el aire.
Apa, apa, apa, trató de decir el Cebolla, y la voz no le salió.
Aún se sentía débil, pero la fiebre había pasado. La herida en la panza ya no le dolía. Hizo ademán de levantarse.
¡Áuch!
Sí, sí le dolía. Sería mejor que se quedara lo más quietecito posible, ahí mismo donde estaba.
Por la puerta abierta de su choza se veía el cielo azul y brillante. Una brisa casi imperceptible traía un leve aroma a humo y a hierba mojada.
Cumplida su misión de despertarlo, el perro salió. Un momento después alguien hizo su aparición. Se trataba del Curandero tehuelche, con sus crenchas ajustadas con una vincha y el poncho casi largo hasta el piso. Traía un mate humeante en la mano.
Uái uái, Cebolla, dijo.
El Cebolla trató de responderle, pero no pudo. Sentía la boca seca, la lengua pegada al paladar. El Indio se colocó en cuclillas al lado de su catre. Pasó una mano debajo de la nuca grasienta del Loco y le levantó apenas la cabeza, lo justo para que pudiera meterse en la boca la bombilla. El Loco succionó, hundiendo sus cachetes sin rasurar.
¿Aché ketén?
La infusión caliente le devolvió el espíritu. Esta yerba tiene un gusto raro, pensó el Loco. No desagradable, pero sí distinto a los mates tradicionales. Bebió un poco más, hasta vaciar la calabacita. El Curandero retiró muy despacio su mano y dejó que la cabeza del Loco reposara otra vez sobre el cuero enrollado que le servía de almohada. Debía ser el mediodía, o tal vez un poco más.
Apa, apa, apa… susurró el Cebolla.
El Indio sonrió.
Cuando al fin pudo articular palabra, el Loco preguntó:
Qué… qué pasó con el… du-elo…
El Brujo lo miró sin comprender. Era el único que quedaba del grupo de tehuelches que había llegado a su rancho la noche anterior, y el único que no hablaba cristiano. Cebolla se preguntó cómo podía hacer para darse a entender. Esperó a juntar algo más de fuerzas antes de preguntar:
¿Y Bernardo?
Los rayos de sol entraban por los agujeros de su rancho, haciendo brillar las motas de polvo que flotaban en el aire.
Apa, apa, apa, trató de decir el Cebolla, y la voz no le salió.
Aún se sentía débil, pero la fiebre había pasado. La herida en la panza ya no le dolía. Hizo ademán de levantarse.
¡Áuch!
Sí, sí le dolía. Sería mejor que se quedara lo más quietecito posible, ahí mismo donde estaba.
Por la puerta abierta de su choza se veía el cielo azul y brillante. Una brisa casi imperceptible traía un leve aroma a humo y a hierba mojada.
Cumplida su misión de despertarlo, el perro salió. Un momento después alguien hizo su aparición. Se trataba del Curandero tehuelche, con sus crenchas ajustadas con una vincha y el poncho casi largo hasta el piso. Traía un mate humeante en la mano.
Uái uái, Cebolla, dijo.
El Cebolla trató de responderle, pero no pudo. Sentía la boca seca, la lengua pegada al paladar. El Indio se colocó en cuclillas al lado de su catre. Pasó una mano debajo de la nuca grasienta del Loco y le levantó apenas la cabeza, lo justo para que pudiera meterse en la boca la bombilla. El Loco succionó, hundiendo sus cachetes sin rasurar.
¿Aché ketén?
La infusión caliente le devolvió el espíritu. Esta yerba tiene un gusto raro, pensó el Loco. No desagradable, pero sí distinto a los mates tradicionales. Bebió un poco más, hasta vaciar la calabacita. El Curandero retiró muy despacio su mano y dejó que la cabeza del Loco reposara otra vez sobre el cuero enrollado que le servía de almohada. Debía ser el mediodía, o tal vez un poco más.
Apa, apa, apa… susurró el Cebolla.
El Indio sonrió.
Cuando al fin pudo articular palabra, el Loco preguntó:
Qué… qué pasó con el… du-elo…
El Brujo lo miró sin comprender. Era el único que quedaba del grupo de tehuelches que había llegado a su rancho la noche anterior, y el único que no hablaba cristiano. Cebolla se preguntó cómo podía hacer para darse a entender. Esperó a juntar algo más de fuerzas antes de preguntar:
¿Y Bernardo?
***
En ese momento había sol, pero por la mañana había llovido, y más temprano, al amanecer, hacía un viento que espantaba. Las aguas de la bahía se encrespaban en olas que rompían sobre la playa, y sobre las calles del pueblo se levantaban remolinos de tierra y pasto.
TAAAANNN… tañía la campana de bronce de la parroquia, llamando a la misa de la mañana. TAAAANNN…, insistía el Padre Tadeusz, tratando de despertar a las almas de dormidas de Punta Arenas: a los masones, a los herejes, a los indiferentes y a los apáticos, que eran quienes constituían en su mayor parte la población de ese rincón maldito del mundo.
TA-TA-TAN… TA-TA-TAN… tocaba a rebato el viejo Cura polaco, que a pesar de la comilona bien regada de la noche anterior ya estaba fresco como un pepino, dispuesto a que el sonido de su campana llegara a sus verdaderos feligreses, a los más pobres, los que vivían en los ranchos de las márgenes del Río Carbón.
…taaaannnn… escuchaban a la distancia los campanazos Marta y María, dos comadres chilotas, que bajaban envueltas en sus chales y calzadas con sus zuecos de madera.
...ta-ta-taannnn…
¿Qué le pasará al Padrecito? Está como loco hoy día.
Caminaban acurrucadas una contra otra, entrecerrando los ojos a causa del viento. Las humildes casas de madera se sucedían a lo largo del camino, entre matas de calafate y tocones de cóihues que brotaban como muñones de entre los yuyos.
Jué anoche, en la fiesta del Dotor… contaba una de las comadres. Iegaron unos soldáos y lo ievaron preso, pos.
¿Al Seór Mendieta?, se asombrada la otra. ¿Cómo puée ser?
No es que ninguna de las dos le tuviera mucha simpatía, pero el marido de Marta estaba empleado en el astillero del Vasco Mendieta, y María era sirvienta en casa del contable de la ferretería naval, así que, indirectamente, también dependía de él.
Parece que andaba metío en unos negocios turbios, asigún dicen…
¿Y tóa la gente que trabaja para él? ¿Qué es lo que les va a pasar? ¿Se van a quedar sin pega?
Ya llegaban al recodo del camino, donde estaba el Viejo Aserradero. Algo les llamó la atención: las voces que se escuchaban al otro lado del galpón, y un ruido que se repetía, como si alguien golpeara algo con un fierro.
¿Y esa carreta?
Ya iban tarde para la misa, pero igual se detuvieron a ver. Entraron por el camino abierto por las pisadas y rodearon a la yegüita atada al palenque, que ni les prestó atención. Se arrimaron al galpón, que estaba en parte desguazado, con las chapas de las paredes arrancadas y el esqueleto de madera al aire.
¡Vamos! ¿Qué esperas?, escuchó que alguien decía. Una mujer, de espaldas a ellas, que le ordenaba al hombre que sostenía el fusil: ¡Ahora, Jeremy! ¡Dispara!
***
Sin embargo, a Jeremy no le pareció que fuera necesario disparar. Bernardo se estaba defendiendo bien. El Milico le tiraba sablazos a diestra y siniestra, con más energía que precisión, y Berni se los atajaba a todos.
Clank, Clank, se escuchaba el resonar de las hojas, al chocar en cada parada.
¡Por Dios, está cubierto de sangre!, exclamó Irena.
Eso era verdad, aunque Jeremy, que tenía mejor vista que ella, podía ver que las manchas en la camisa y el pantalón de Bernardo, bajo los desgarrones de la tela, eran más bien oscuras, como si se tratara de sangre seca.
Jeremy no tenía idea de cómo se podía haber lastimado, pero peleando con ese sujeto seguro que no.
¡Dame el fusil, Jeremy! ¡Dámelo!
Tranquila, Miss Irena, trató de aplacarla el Yagán. Míster Bernie va très bien…
***
Eso mismo debía pensar el Pelado Soto, el jornalero al que los Oficiales del Regimiento 53 habían contratado para cavar la fosa, a la que pronto iría a parar el que perdiera el duelo.
El Pelado ya había cobrado el dinero que solicitó por su trabajo (ni más ni menos que cinco pesos, casi lo que recibía como paga semanal), y ahora esperaba la parte final de su changa: tapar con tierra al que cayera, y largarse antes de que alguien diera aviso a las autoridades.
Clank, Clank, tiraba sablazos a izquierda y derecha el Milico de Ojos Saltones, sablazos que el otro muchacho detenía, para dar luego un paso atrás.
¡No huyas, gallina!, gritaban los milicos que estaban detrás, encabezados por el Teniente Santini. ¡Pelea como un hombre!
Ja, ja, ja, se reía el Pelado Soto, que se daba cuenta de que en realidad se trataba de una estrategia. Lo estaba dejando que se cansara.
¡Bien, Gringuito!, gritó, cuando Bernardo esquivó un hachazo feroz del Milico de Ojos Saltones y, pasando al ataque por primera vez, le devolvió un sablazo que le pasó rozando la cara. ¡Muy bien!
***
¡Ohhh! festejaron el tiro de Bernardo también las Lavanderas, que presenciaban el duelo escondidas, detrás de los arbustos que daban al río. Todas se habían puesto de parte de Bernardo, aún las que no lo conocían; primero, porque peleaba contra un militar, que además era más alto y sabía manejar la espada mejor que él; y segundo, porque Bernardo era amigo de Flora, la lavandera que llevaba la voz cantante en el grupo.
¡Ay! ¡Ahora lo ataca de güelta!
No debía de haber pasado un minuto desde que había comenzado el duelo, pero parecía mucho más, porque estaban todas con los pelos de punta. Todas menos Aurelia, la más joven del grupo, que debía creer que aquello no era más que un juego.
¿Y cómo se llama su amigo, Ña Florita? ¿Es soltero?
¡Cállate!, la amonestó una de sus compañeras. ¿No ves que nos pueden oír?
¿Y ese?, preguntó otra de las Lavanderas, que fue la primera en ver a aquella figura que bajaba la cuesta, del lado que estaba el galpón abandonado.
¡Jesús santísimo! ¿Será un fantasma?
***
No, no era un fantasma, aunque lo parecía, por la lividez de su rostro, y por su blanco camisón de dormir, que flameaba con el viento.
Mannachia… Porca miseria…
Don Chicho aún no se explicaba cómo podía estar metido en ese brete. Todo por culpa de esa mujer brutal, y del indio que trabajaba para ella, que lo arrancaron de sus dulces sueños y lo trajeron como un costal de papas en su carreta.
Ahora, irás allí e interrumpirás el duelo, le dijo Irena.
¿Ma cómo?, objetó don Chicho, que ni siquiera había podido traerse su sable. ¿Acaso iba a meterse por las buenas, en medio de dos tipos que peleaban? Iban a partirlo al medio de un tajo.
No lo sé, dijo Irena, sólo sé que tú provocaste la pelea de Bernardo con ese maldito militar, y tú la detendrás.
Signora, le respondió muy digno don Chicho, ¡También ío sonno un militar!
¿Ah, sí?, le dijo Irena. Entonces, sabrás lo que les sucede en la batalla a las tropas que retroceden.
Traq-traq, hizo sonar la palanca de su Winchester el Indio del sombrero bombín, mirando a don Chicho de forma significativa. Acto seguido, Irena le propinó al atribulado Sastre un empujón que le hizo bajar la cuesta más rápido de lo que hubiera deseado.
¡Camina, vamos!
***
Sí, el Teniente Arias Aldao era más alto que Bernardo, y tenía más experiencia, aunque eso no parecía ser suficiente para inclinar la balanza a su favor. No se había imaginado, cuando lo retó a duelo, que ese petimetre pudiera ofrecerle tanta resistencia.
¡Vamos, Andrés!
Sin dudas, la noche que se había pasado en vela junto a sus camaradas, fumando un cigarrillo tras otro y bebiendo las botellas de champaña que se habían birlado de la casa del Doctor también contribuyeron a su pobre desempeño en aquel encontronazo.
¡Vamos, que ya lo tienes!
Bernardo, por el contrario, estaba mucho más lúcido, gracias a la pequeña siesta que se había echado en el rancho del Cebolla, y a los mates que el Curandero le había cebado al despertar.
¡Vamos, carajooo!
Bernardo dejaba que su rival tomara la iniciativa, como el Loco Cebolla le había enseñado, y buscaba quedar todo el tiempo de espaldas del viento, tal y como Nazario se lo indicó.
¡Juerza, Gringuito! ¡No se me quede!
En efecto, la posición en la que se encontraba, y de la que Bernardo no lo dejaba salir, era otro factor en contra de Arias Aldao, que sufría los rigores del viento magallánico en sus ojos de sapo, haciéndolo parpadear más de lo normal.
¡Ah!, gritó el Teniente cuando, tras de un tiro fallido, la punta del sable de Húsar Alado de Bernardo lo alcanzó en el brazo, un poco más abajo del hombro.
¡Diablos!
Un corte en diagonal, que desgarró la chaqueta azul de su uniforme de gala. Arias Aldao dio un paso atrás, y Bernardo no lo siguió. No podía hacerlo, no hubiera sido leal.
¡Sofiente!, se interpuso entre los contrincantes don Doménico Pietralacqua, más conocido como don Chicho, el Sastre más acreditado de Punta Arenas, a quien ninguno de los allí presentes había visto llegar. ¡Cueste duelo finishe aqcuí!
Mantenía toda la dignidad de un emperador romano, a pesar del camisón en volandas, del gorro de dormir a rayas, y de estar calzado de una sola pantufla, mientras su otro pie exhibía con toda crudeza su juanete.
¡Cuesto uommo stá herido! ¡Non poede continuar!, agregó, antes de que el pompón de su gorro, aventado por el viento, diera media vuelta y le pegara en la cara.
¿Y éste payaso, de dónde salió?, dio un paso al frente y amenazó con sacar su sable el Teniente Santini. ¡El duelo sigue! ¡Fue una herida superficial!
Como para confirmarlo miró a Arias Aldao, que le devolvió una mirada cargada de odio. No porque no pudiera continuar, sino porque no le gustaba que decidieran por él.
Claro que puedo seguir, dijo, aunque la herida no había sido tan superficial como al principio pareció. Pudo verlo cuando se quitó la chaqueta, y encontró la manga de su camina empapada de sangre.
Ja ja ja…, ¡Si que lo han tajeáo!, observó el Pelado Soto, aún aferrado a su pala.
Por qué no te callas, idiota.
Don Chicho se vio obligado a hacerse a un lado, sin dejar de sostenerse el camisón, que amenazaba con dejarle al descubierto sus rincones más recónditos. Miró hacia el galpón y se encogió de hombros, como para mostrar que no había más nada que él pudiera hacer. El Teniente Santini siguió su mirada, preguntándose qué significaba todo aquello.
Búsquele por el mismo lado, don Gringo, dijo Nazario.
Sí, le respondió Bernardo.
No cubre bien el brazo derecho. Déale por ahí.
Instigadas por Flora, las Lavanderas salieron de su escondite y se acercaron un poco más.
¡Mire si nos ven, Ña Florita!
¡Que se vayan al diablo!
Sin dejar de mirar hacia el galpón, Don Chicho tomó la sabia decisión de colocarse al otro lado de Nazario, para escudarse en caso de que viniera una bala. Pero Jeremy ni se fijaba en él. Desde la mira de su Winchester Cimarrón observaba la escena, no tan inquieto por el Milico que se enfrentaba a Bernardo, sino por los cuatro que estaban atrás. ¿Iban a aceptar que su compañero perdiera? ¿Qué iría a pasarle a Míster Bernie entonces?
Los duelistas ocuparon otra vez el centro del terreno.
¿Estás listo?, preguntó con un gesto Arias Aldao, y con otro gesto Bernardo le respondió que sí.
Todo estaba dispuesto para el asalto final. Ya sin poder contenerse, el Pelado Soto gritó:
¡Voy cinco pesos al Gringuito!
***
El duelo quedó interrumpido nuevamente. Ante la falta de respuesta, el Teniente Arias Aldao dio dos pasos atrás y se quedó mirando a sus compañeros, ninguno de los cuales se mostraba muy dispuesto a apostar por él.
¡Cinco pesos!, repitió el Pelado Soto, exhibiendo el billete. ¿Nadie lo toma?
Sí, por supuesto, lo tomamos, dijo al cabo de un momento el Teniente Santini.
¡Cinco pesos por nuestro camarada!, gritó.
Pero el Pelado exigió que se los mostraran antes de aceptar la apuesta.
Sucio campesino… ¿Piensas que no tenemos con qué pagar?
No les tengo ninguna confianza a ustées, pos.
Se realizó una colecta.
Yo tengo uno, dijo el Alférez Victorica.
Y yo… rascó sus bolsillos el Subteniente Benítez. Creo que…
Maldita sea, terminó de juntar al fin los cinco pesos el Teniente Santini, la mayor parte de los cuales tuvo que ponerlos él.
¡Aquí están, pelón!, le enseñó el dinero al hombre de la pala. ¡Aquí está tu dinero!
¿“Tu” dinero?, repitió el Teniente Arias Aldao.
Oh, tú sabes…, trató de excusarse el Teniente Santini. En fin... ¡Vamos, continúen!
Los rivales volvieron a ponerse en guardia.
¡En guardia!
Ahora sí, era el asalto final. Los Oficiales del 53 gritaban, el Pelado Soto gritaba, Flora y las Lavanderas gritaban también. El único que permanecía callado era Nazario, el único que sí había participado en un duelo, y que sabía que en esos momentos uno no escucha nada. absolutamente nada.
***
Ese fue el momento, pensó Bernardo, muchos años después, en el que la suerte terminó de inclinarse a su favor.
Ya estamos llegando, don Bernardo.
Era otra mañana, tan fría y ventosa como aquella, cuando se volvieron a ver. Bernardo era ya un hombre maduro, de abundante cabello plateado y generoso bigote, que le caía por las comisuras de la boca hasta el mentón, como era la moda entre los caballeros en 1920.
Conducido por Camilo, el joven que hacía las veces de chofer y secretario suyo, el Isotta-Fraschini de ocho cilindros bajaba por la ruta que llevaba a Puerto Natales. Un pueblo pequeño todavía, pero de gran actividad comercial, con un puerto para barcos de gran calado, por el que se exportaban miles de toneladas de lana cruda al año, y con un frigorífico que faenaba miles de cabezas de ganado ovino y vacuno, provenientes de las numerosas estancias de la región -no sólo del lado chileno, sino también del Territorio argentino de Santa Cruz.
Mire, don Bernardo. El barco ya está ahí.
En efecto, en el extremo del muelle se podía ver el imponente casco del buque de la Marina de Guerra, con los cañones emergiendo sobre la borda, como si apuntaran hacia el pueblo.
El clima estaba enrarecido, en Puerto Natales y en toda la región. Las últimas huelgas de obreros y peones rurales en la Patagonia Argentina, de trágicas consecuencias, amenazaban con extenderse también por aquí. Las posturas extremas de los dirigentes sindicales y de los sectores patronales amenazaban con hacer volar por los aires la ya de por sí precaria paz social. El Gobierno Nacional había decidido el envío de tropas, encabezadas por un oficial que conocía muy bien esa región.
Con el Coronel Arias Aldao, por favor.
Bernardo le entregó su tarjeta al edecán.
No sé si podrá recibirlo, Sr. Caledonia. Espere aquí, por favor.
A pesar de lo ocupado que estaba, y de toda la gente que aún debía ver, Andrés no tardó ni dos minutos en salir.
¡Bernardo!
Se dieron un abrazo, para sorpresa de quienes estaban allí.
¡Vaya! ¡No has envejecido ni un día!
Ja, ja… No lo creo.
Aún así, pareces el mismo…
Arias Aldao, en cambio, estaba irreconocible. La caballera castaña que se agitaba al viento, esa mañana, detrás del Viejo Aserradero, casi había desaparecido, y la extrema delgadez de su rostro había dado lugar a una saludable rechonchez. Sólo sus ojos verdes y saltones delataban al que había sido en otros tiempos su rival, primero, y su amigo más tarde.
Es una gran alegría volver a verlo, Coronel.
¿Ahora me tratas de Usted? Deja que me saque de encima a estos viejos y estaré contigo en cuanto pueda.
Almorzaron juntos. Luego se sentaron junto al fuego, con una copa de brandy y un cigarro cada uno. No habían sabido uno del otro por años, ¿quién tiene tiempo de escribir cartas?
Felicítame, dijo el Coronel. ¡Ya soy abuelo!
¿De verdad? ¡No puede ser!
Mi hija mayor, Clarita…
Chocaron las copas, Arias Aldao preguntó:
¿Y tú?
El silencio de Bernardo le hizo comprender que había hecho una pregunta incómoda.
Pues, la verdad…, dijo Bernardo, es que mi esposa y yo no hemos tenido esa dicha.
Oh, no te preocupes, trató de restarle importancia el Coronel. En muchos matrimonios, recién al cabo varios años…
Sí, aunque no creo que este sea el caso, dijo el futuro abuelo de Berni el Palomo.
Nunca se sabe, insistió Arias Aldao.
Aún así, dijo Bernardo, no tengo motivos de queja. Lola es una estupenda esposa. He sido muy feliz con ella. Lo soy todavía.
Eso es lo importante, dijo Arias Aldao.
Salieron a dar una vuelta. El Coronel quedó impresionado con el coche.
¡Vaya que te ha ido bien! ¡Tienes más dinero que los Mendieta Braunstein!
No es para tanto, se rió Bernardo. Aunque me ha costado unos buenos pesos, sí… Lola quería aprender a manejar, y en una revista leyó que Isadora Duncan se había comprado uno de estos.
¡Sí que la consientes, eh!, bromeó el Coronel.
Pues sí, dijo Bernardo. ¿Quieres dar una vuelta?
Camilo condujo. Él y Arias Aldao se acomodaron en el asiento de atrás.
Tiene un andar excelente, observó el Coronel. Ni en la capital se ven automóviles como este.
He tenido suerte, dijo Bernardo. El precio de la lana no ha dejado de subir, tras el fin de la guerra en Europa, y he podido darme algunos gustos.
¡Ya lo creo!
Sabes, a todos los de por aquí nos ha ido bien, en los últimos años, dijo Bernardo. Creo que, si somos razonables…
El Coronel Arias Aldao meneó la cabeza. Ya adivinaba adonde quería llegar.
Vamos, que hay suficiente para todos, dijo Bernardo, para los de arriba y para los de abajo. Si todos cedemos un poco…
Ya me han hablado de ti, Bernardo, dijo el Coronel.
¿Ah, sí? ¿Cuándo?
Esta mañana, luego de nuestra breve entrevista.
Si vas a dejarte llevar por los chismes.…
Dicen que pagas demasiado a tus peones, que haces para ellos casas que parecen palacios…
¡Que disparate! Son sólo casas, Andrés.
¡Y hasta le has puesto una escuela!
Eso es verdad. Lola les enseña las primeras letras a los más pequeños, y para las otras asignaturas hemos traído un maestro.
Y luego les pagas para que sigan sus estudios en el Norte…
¡Oh, no a todos!, se defendió Bernardo. Sólo a los más listos.
¡Incluso a las niñas!
Sí, ¿por qué no? Los tiempos han cambiado, Andrés.
El auto llegó al extremo de la bahía y luego pegó la vuelta.
En lo personal, debo decir que admiro lo que haces, dijo Arias Aldao, pero otros no piensan como yo. Dicen que das un mal ejemplo, y dificultas la situación para los demás. Si los peones de las otras estancias exigieran un trato similar…
Ya habían llegado al cuartel, al lugar dónde debían despedirse.
Confío en que podrás resolver la situación sin recurrir a la violencia, Andrés, le dijo Bernardo. Apuesto a que sí.
¿Ah, sí?, sonrió el Coronel, y por primera vez en el día se quitó el fino guante de cabritilla que le cubría la mano derecha. Una horrible cicatriz le partía en dos la mano, que había quedado algo inválida -hecho que, por lo visto, no le había impedido a Arias Aldao continuar con su brillante carrera militar.
Pues no parecías muy dispuesto a apostar por mí, aquella mañana, Bernardo.
Pero Andrés…, sonrió a su vez Bernardo. Sabes que no podía haberlo hecho, aunque quisiera. ¡No tenía ni un centavo!
***
Jeremy había estado en lo cierto. Eran los milicos de atrás los más peligrosos. En especial el moreno bajito.
¡Eso no vale!, gritó éste, luego de que de Bernardo, en un contragolpe, tajeara la mano de Arias Aldao, al punto de que éste ya no pudo continuar. Su sable cayó al piso. La tierra cubierta de aserrín apelmazado se tiñó con su sangre.
¡Diablos!
El Teniente había perdido el control de la mitad de sus dedos. Algunos tendones debían de haberse cortado.
No retrocedió, sin embargo. Se quedó allí, bien erguido, ofreciendo su pecho a la estocada final. Su respiración se había acelerado. Sus ojos estaban más saltones que nunca.
Y Bernardo, que estaba igual de agitado, bajó su sable y se acercó a él. Le apoyó la mano en el hombro y le habló. No se pudo escuchar lo que le decía, a causa de los gritos de alegría de las Lavanderas.
¡Vengan mis cinco pesos!, gritó el Pelado.
Ahí fue que el Teniente Santini intervino, diciendo que había habido trampa.
Maldito gringo… Si cree que va tomarnos por idiotas…
Aún transido de dolor, Arias Aldao preguntó: ¿De qué hablas?
El Teniente Santini desenvainó, y los Tres Oficiales que estaban detrás suyo lo imitaron.
¿Qué diablos hacen?, preguntó Arias Aldao.
Lo que tú no supiste hacer, grandísimo cobarde: defender nuestro honor. ¡Hazte a un lado!
Pero…
El Teniente Arias Aldao no podía entender lo que pasaba. Ignoraba que Santini ya se había combinado con los otros tres, prometiéndoles cien pesos por cabeza para despachar a Bernardo, en caso de que él fallara.
¿Y di ánde vas a sacar tanta plata?
Del Vasco Mendieta, había respondido Santini. ¿Crees que iba a dejar que ese Gringo imbécil bailara dos veces con su prometida sin hacer nada al respecto?
Pero… ¿Ese no es el viejo que se llevaron preso?
Ja, se rio Santini. ¿Cuánto tiempo piensas que estará preso alguien como él?
Sólo Arias Aldao había quedado afuera del chanchullo. Sólo él había pensado que peleaba por el honor.
Maldito salvaje, dijo Irena, si no disparas ese fusil ahora mismo, te juro que te echaré como perro a la calle…
Yes, Miss Irena, dijo Jeremy, amartillando el Cimarrón. This time sí.
Apuntó al pecho de Santini, que flanqueado por los otros tres soldados ahora se enfrentaba contra Bernardo y el Gaucho. Eran cuatro contra dos, o contra tres, porque Arias Aldao había levantado con la mano izquierda su sable y ahora lo apuntaba hacia adelante, vacilante.
Jeremy contuvo el aliento, relajó los músculos de sus hombros y dio un suave toque al gatillo. Pero en vez del esperado estallido, sólo se escuchó un:
Click…
***
Los Subtenientes Benítez y Mayorga se enfrentaron de Nazario, que había pelado su facón y se había envuelto el poncho alrededor del otro brazo, a modo de escudo. El Alférez Victorica avanzó contra Arias Aldao, el más expuesto de los tres, que no podía hacer mucho más que estirar el sable hacia adelante, tratando de aguantar. En el medio se había colocado Santini, que además del sable empuñaba, en la mano izquierda, un pequeño puñal, con el que pensaba ensartar a Bernardo apenas sus empuñaduras se trabaran.
¡Jeremy! ¿Qué pasó?
La bala había fallado, eso pasó. Debía ser de la partida que trajo el finado Míster Suker. ¿Cómo saberlo? De afuera eran todas iguales.
Trac-Trac, sonó la palanca de su Winchester cuando Jeremy recargó. Se puso en posición de vuelta, y buscó otra vez el pecho del oficial moreno, que ya se había trenzado con Bernardo.
Ay, Jeremy… Por favor…
Los aceros resonaban otra vez, las Lavanderas gritaban. Flora levantó una piedra del suelo y la arrojó, con tan mala puntería que le atinó en la oreja a Bernardo. Unos perros ladraban al otro lado del río. De ese lado también llegó lo que iba a poner fin a la disputa: una lanza de más de seis pies, que cortó el aire con un silbido y se clavó en la tierra, en medio de los contrincantes.
Cada uno de ellos retrocedió, sin bajar del todo la guardia. Todos miraron asombrados la lanza, que sólo por milagro (o por la impresionante puntería de los indios) se había clavado allí, sin lastimar a nadie. Los tehuelches estaban ahí, en la otra orilla del río, vestidos con sus quillangos y sus gorros de piel de guanaco. Todos menos uno, que tenía puesta una brillante galera negra.
Como siempre, Santini fue el primero en adecuarse a la nueva situación. Hizo una seña a los otros oficiales de que retrocedieran, volvió a envainar su sable y a guardar su puñal.
Señores… dijo, lo más sonriente, creo que podemos dar por concluida esta alegre reunión.
No tenía de qué preocuparse. El dinero que le había ofrecido el Vasco Mendieta por liquidar al Gringuito seguía sobre la mesa. Si no se encargaba de aquel trabajito ese día, sería otro.
¿Nos acompañas, Arias? Tenemos que ir a hacerte revisar esa mano.
Arias Aldao no le respondió. Aún no podía creer lo que había sucedido.
No me guardarás rencor, ¿eh?, dijo su camarada. Sólo estábamos jugando.
Alguien gritó:
¡Bernardo!
Era Irena, que bajaba la cuesta desde el galpón. Bernardo no entendía nada. Se dejó abrazar y besar.
Mi pequeño… Mi niño… Estás vivo…
Las Lavanderas aplaudieron emocionadas y se abrazaron entre ellas.
¡Bravo, Ña Irenita!
El Pelado Soto seguía, como en una letanía, reclamando sus cinco pesos, sin que nadie le llevara el apunte.
Milicos conshumádre…
Sin rencores, ¿eh?, dijo el Teniente Santini, extendiendo la mano hacia Bernardo.
Será mejor que te largues, respondió por él Irena.
El Teniente Santini le devolvió una sonrisa sarcástica. La última, antes de que algo lo golpeara en el rostro, haciendo girar su cabeza hacia un costado. Sólo una fracción de segundo después se escuchó la detonación, todos comprendieron que se había tratado de un disparo.
¡Cuidado!
Algunos salieron corriendo, otros se agacharon. Todos menos el propio Santini, que tuvo la sensación de haber recibido un bofetazo.
¡Ah!, gritó horrorizada Irena.
¡Ah!, gritó Bernardo.
¡Malaya!, exclamó Nazario, y eso que él estaba acostumbrado a ver de todo.
¿Qué diablos les pasa?, trató de decir el Teniente Santini, pero la voz no le salió. La bala calibre 44 del Winchester Cimarrón, diseñada para detener a un búfalo en plena estampida, le había tocado apenas el rostro, pero aún ese toque alcanzó para arrancarle la punta de su bien formada nariz, la curva sensual de sus labios y algunos de los dientes de adelante.
Tamaño impacto debió de anestesiarle las terminales nerviosas, porque no sintió ningún dolor. Sólo el horror de ver que la sangre le caía a chorros sobre la chaqueta azul de su uniforme de gala.
Uauaaaa… gimió, al llevarse la mano al rostro, y sentir al tacto todo lo que le faltaba.
¡Uaaaaa!, se escuchó, ahora sí, el alarido que salió del fondo de su garganta.
El Teniente dio un par de pasos, a tontas y a locas, cayó de rodillas…
¡Uaaaaaa…!
Parecía un perro rabioso. Helaba la sangre el escucharlo.
Las Lavanderas salieron corriendo para el lado del río, los Tres Oficiales escaparon en sentido contrario. Sólo Nazario tuvo la presencia de ánimo para hacer lo que había que hacer: agarrar de las piernas al Teniente y arrastrarlo hacia la fosa, que no iba a cerrarse sin que nadie la ocupara.
Uaaaa…. Uaaaa… , pataleaba y se debatía el Teniente Salvador Eustaquio Santini, o lo que quedaba de él, al ver hacia donde lo llevaban. Sus uñas se clavaban en la tierra, su mirada buscaba la mirada de alguien que lo ayudara.
¡Espere!, dijo el Pelado Soto, que se agachó y le revisó los bolsillos, en busca de los cinco pesos adeudados. Los encontró.
¡Ahora sí! Éshelo, nomá.
Él mismo se encargó de arrojarle la tierra suelta encima, mientras Santini aún se agitaba y gritaba. Poco a poco fue quedando cubierto.
¡Vayan, que yo me encargo!, dijo el Pelado Soto. Vayan nomáj.
Nadie se hizo de rogar. Irena sustuvo a Bernardo, que después de semejante esfuerzo parecía a punto de desmayarse, y el Gaucho Nazario lo asistió al Teniente Arias Aldao. Jeremy los esperaba, sentado sobre el pescante de la carreta. El Winchester ya estaba bien escondido, debajo del pescante.
¿Por qué tiraste, pedazo de demente?
Oh, Miss Irena…, se lamentó Jeremy, meneando la cabeza, y no supo qué más decir. Le daba tanto coraje haber errado el primer tiro, y que al final la gloria se la llevaran los tehuelches, esos indios de tierra firme a los que Jeremy detestaba aún más que a los blancos.
Chac, chac, chac… se escuchaban allá atrás las paladas del Pelado Soto, quien ya casi había terminado su trabajo.
Irena dijo:
En marcha, vamos.
Jeremy sacudió las riendas y puso la yegüita al paso. Nazario montó sobre su alazán y pronto los dejó atrás.
Ya no quedaba nadie en las inmediaciones del Viejo Aserradero. Las nubes comenzaban a abrirse sobre el pueblo y la bahía, y por primera vez, en esa mañana de domingo, el sol se dejó ver. Sonó la sirena de un barco. El chillido de los cormoranes se escuchaba a la distancia.
Porca miseria!, murmuraba don Chicho, que había tomado la precaución de escubullirse aún antes de que el duelo terminara, y ahora debía volverse a pie las quince cuadras hasta su casa, con camisón de franela azotado por el viento y sólo uno de sus pies calzados.
Manacchia!
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(FIN DE LA SEGUNDA PARTE)
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© Emilio Di Tata Roitberg, 2019, 2023.
A continuación...
CAPÍTULO 67: UN ROMÁNTICO EMPEDERNIDO
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