Capítulo 65 - Una tarde, un disparo.

Con el dedo apoyado en el gatillo, mientras esperaba el momento de disparar, Jeremy recordó el día en el que vio por primera vez un fusil. 
No se llamaba Jeremy, en ese entonces, sino Kawilij, y no era aún un fiel súbdito del Imperio Británico, sino un integrante del grupo humano más austral del mundo, del pueblo yagán, los nativos que poblaban las islas más remotas del Archipiélago Fueguino. Bajo ese cielo gris, en el que el sol rara vez brillaba, los yaganes mantenían encendidas de manera permanente sus pequeñas fogatas: dentro de sus tiendas, en la playa y aún en las canoas con las que se echaban a la mar. Fogatas sobre las que arrojaban, al ver aproximarse a algún enemigo, unos manojos de pastos verdes, para producir señales de humo que advirtieran del peligro a sus vecinos más cercanos; y estos, a su vez, hacían otra señal parecida para advertir a los de más allá. Columnas de humo como estas llamaron la atención de los primeros europeos que pasaron por esta región, en la expedición de Magallanes, razón por la cual llamaron a esa zona Tierra de Humos. Un nombre que no gustó al Rey de España, que decidió cambiarlo por el más poético de Tierra del Fuego.
Kawilij vivía en una de las islas más apartadas del archipiélago, a la vera de un canal por el que rara vez pasaban embarcaciones europeas. A diferencia de otros nativos, los yaganes no vivían en tribus, sino en pequeños grupos de familias, y la familia de Kawilij estaba compuesta casi exclusivamente por mujeres: su madre, su abuela y un par de tías y primas, entre las que Kawilij aprendió en su infancia sobre todo quehaceres femeninos, tales como mantener el fuego, remendar canoas y coser cueros; Kawilij también aprendió a nadar al estilo perro en las aguas heladas de los canales, a confeccionar collares con conchillas pulidas y a contar fantásticas historias que las mujeres de su familia le festejaban a las carcajadas. Tal vez lo mimaban demasiado, debió de pensar su madre, que decidió llevarlo a pasar un tiempo con hermano suyo, en una bahía más cercana al Canal Grande, a medio día de distancia. Un viaje que hicieron en canoa, ya que en su isla el terreno era tan escarpado y las matas de espino tan tupidas que era casi imposible desplazarse de un punto a otro por tierra.
No la pasó del todo bien, los primeros tiempos. Sus costumbres de niña hicieron que Kawilij se convirtiera en el objeto de burla por parte de sus primos, excepto de uno, Okoko, que lo tomó bajo su protección. Okoko lo llevó a hacer varias excursiones por los alrededores, y lo hizo participar de sus juegos. Y los juegos de los niños yaganes consistían, casi todos, en practicar las destrezas que les permitían conseguir alimento. Con Okoko, Kawilij aprendió a trepar a las rocas escarpadas en busca de huevos de torcaza, a ensartar peces un arpón de hueso, y a imitar el graznido del pato biguá:
Cui-cuí, cuí-cuíiii…
Un sonido tan idéntico al original que el pato, curioso, terminaba por acercarse al arbusto desde donde lo llamaban, para pronto encontrarse con un lazo alrededor del pescuezo.
Se acercaba el día en que Okoko debía realizar la ceremonia que todos los varones yaganes tenían que realizar alguna vez, la que marcaba el paso de la infancia a la adultez. Kawilij lo lamentaba, pues se preguntaba si su primo querría seguir jugando con él, una vez que fuera un hombre. Cada día con Okoko era una fiesta. Kawilij lo seguía como un perro, y lo obedecía siempre en todo, menos una vez: fue cuando apareció esa enorme canoa, navegando por el Canal Grande.
Ven, ven aquí, lo llamó desde lo alto de un promontorio Okoko, adonde había subido a juntar unos hongos. ¡Ven, Kawilij!
Kawilij salió de todos modos a la parte abierta de la playa, y se puso la mano a modo de visera, para ver mejor aquel fascinante artefacto.
¡Mira!, dijo Kawilij, divertido, señalando a los hombres que iban sobre la cubierta. Debían de ser hombres, aunque su aspecto era muy diferente al de cualquier otro hombre que hubiera visto jamás. Sobre todo el que iba en el medio, que tenía la piel pálida y la nariz afilada y puntuda como el hocico de un perro.
¡Parece un perro!, chilló asombrado Kawilij. ¡Es un hombre perro!
Incluso su pelo era amarillento, como el de los perros-zorros que acompañaban a todos lados a los yaganes, hasta le sobresalía en dos puntas debajo del gorro de lana, como las orejas de un perro.
Ji, ji, ji, rió Kawilij, enseñando sus dientes blancos y pequeños, y desde la enorme canoa el Hombre Perro rió también, Juá, juá, juá, mostrando un par de dientes podridos.
Kawilij lo vio levantar algo que llevaba en la mano, una rama tan derecha como jamás había visto, que brillaba como uno de esos carámbanos que cuelgan de las rocas durante el deshielo.
¡Cuidado, Kawilij!, gritó su primo, que bajaba a toda velocidad por la pendiente, pero Kawilij estaba tan fascinado por tantas cosas nuevas que no atinó a moverse, ni siquiera cuando el Hombre Perro colocó el palo brillante delante de su cara y lo hizo girar, de modo que Kawilij sólo podía ver ahora un pequeño círculo negro.
¡Kawilij!
El Hombre Perro inclinó la cabeza y cerró uno de sus ojos color de cielo…
¡Kawilij!
A último momento, sin embargo, volteó su palo brillante hacia su primo. Okoko se detuvo, los ojos y la boca abierta. El hombre Perro tuvo todo el tiempo del mundo de apuntar a la cabeza, al pecho…
Lo que sucedió a continuación fue algo que Kawilij no olvidaría jamás. La llamarada que salió por el agujero del palo brillante, visible aún en pleno día; el estruendo que sonó como un trueno y se multiplicó entre las rocas, echando a volar a los pájaros.
¡Okoko!, corrió a socorrerlo Kawilij cuando lo vio caer detrás de unos arbustos. ¡Okoko!
Juá, juá, juá, se escucharon la risotadas del Hombre Perro y de sus compañeros, por encima de los chillidos de su primo, que manaba sangre en abundancia, en el lugar donde tenía su pequeño taparrabo.
¡Okoko!
 

***

Kawilij no volvió a ver un rifle hasta un buen tiempo después, cuando ya llevaba un par de días en el orfanato para niños yaganes de la Misión Anglicana de Ushuaia, adonde había ido a parar junto a una de sus primas. Fue un mediodía, poco después de que terminara el horario de clases en la escuela. Los hijos del Reverendo Hawkins, unos chicos más o menos de su edad, pasaban camino al bosque, y uno de ellos llevaba al hombro un objeto muy parecido al del Hombre Perro.
Kawilij corrió a esconderse, dando chillidos, y a sus compañeros les costó hacerle entender que nada malo iba a sucederle, que aquellos muchachos no iban a lastimarlo. Sólo se trataba de un rifle de aire comprimido, que los hijos del Pastor usaban para cazar torcazas y gorriones.
Aunque algo tímido al principio, a Kawiliz no le costó adaptarse a su nueva vida en la Misión. A repetir las palabras que le enseñaba la esposa del Reverendo, y a cantar en el coro de la pequeña parroquia. Kawilij se hizo aficionado al pastel de papas, a la mermelada de ruibarbo y, muy especialmente, a las ropas europeas, al punto de ser considerado una especie de dandy.
Kawilij jamás cumplió con el rito yagán del paso a la adultez, aunque sí cumplió con otra ceremonia, la que marcaba su transformación de pagano en Hijo de Dios.
Jeremy Yagán, ¿Aceptas a Jesucristo como tu Salvador?, preguntó el Reverendo Hawkins.
Sí, dijo el ahora llamado Jeremy, que había descubierto que a los blancos siempre había que decirles que sí, de lo contrario se enfadaban.
Porque Él ha vencido al pecado, proclamaba Míster Hawkins desde el púlpito de la pequeña parroquia, Él ha vencido al Demonio…
¿Quién es el Demonio?, se atrevió a preguntar Jeremy un día.
El Demonio es Satán, el ángel caído, enemigo de Dios y de los hombres…
Ah…, dijo Jeremy, que no podía hacerse una idea de Dios, por más que lo intentara, pero a Satán sí lo conocía. Tenía cara y hocico y pelos de perro.

***

La natural curiosidad del muchacho lo hacía acercarse a cuanto visitante llegara al lugar. Cazadores de lobos, balleneros y aventureros de toda clase, que venían a comprar suministros en el almacén de la Misión, donde podían conseguir casi todo lo que quisieran, menos alcohol o tabaco. Productos que Míster Hawkins se negaba a vender, aún cuando le hubieran proporcionado buenas ganancias.
También pasaron por el lugar los miembros de varias expediciones científicas: astrónomos, naturalistas y sabios en los más diversos campos del conocimiento. Muchos se interesaron en el joven yagán, originario de una de las regiones más recónditas e inaccesibles del Archipiélago.
Y dime, Jeremy, ¿en tu tribu hay mucha gente?
Sí. Muy mucha, decía Jeremy, aunque en realidad habían quedado muy pocos, después de la última epidemia.
¿Y alguno es caníbal?
¿Caníbal?
Sí. ¿Comen ustedes a otra gente?
Sí, respondió Jeremy. Los comemos.
¡Vaya!, exclamaron los sabios, que apuntaban todo en un cuaderno.
¿A quiénes se comen, Jeremy? ¿A sus enemigos, después de una batalla?
Sí, respondió Jeremy. Y a los amigos también.
¡También a los amigos!
No siempre, aclaró Jeremy. Sólo a veces.
Eso no es nada extraño, dijo el sabio más viejo, que tenía puestas gafas pequeñas y redondas. Los Korowai, en África Occidental, realizan una ceremonia en la que devoran incluso a familiares cercanos…
Sí, repetía Jeremy, aun cuando a ningún yagán se le hubiera ocurrido jamás hacer algo tan repugnante como comer a otra persona; si hasta se negaban a comer zorros o aves carroñeras, por temor a que éstos hubieran mordido a algún cadáver una vez.
Y tú, Jeremy, ¿comiste a un familiar alguna vez?
Sí, aseguraba Jeremy. A mi tío. Estaba rico.
Los datos aportados por el joven de las Islas del Sur fueron a llenar las pliegos de la Encyclopedia of Anthropology, cuyos originales se conservan el Museo Británico hasta hoy en día.
Jeremy… lo reprendía el Pastor, cada vez que lo pescaba soltando algún embuste. “Guarda tu lengua del mal, y tus labios de hablar engaño.” Recuerda lo que dice el Libro Sagrado: “El testigo falso no quedará sin castigo”.
Sí, Míster Hawkins, bajaba la cabeza Jeremy, aún cuando sabía no todo lo que el Libro Sagrado decía era cierto. El Demonio no había sido vencido, por ejemplo. Deambulaba todavía por los canales del Sur, con sus crenchas amarillas y su hocico de perro.

***

No debía haber nadie más importante en la vida de Jeremy que el Reverendo Reginald Hawkins, a quien el muchacho admiraba y temía por igual. Míster Hawkins era un hombre con un coraje a toda prueba, que no dudaba dar echarse a la mar con su barquichuelo aún en medio de la peor tormenta, para rescatar a los sobrevivientes de un naufragio, o en meterse en medio de una disputa entre yaganes de distintos clanes, sin más armas que su Biblia y su potente vozarrón. Míster Hawkins era un pastor que daba la vida por sus ovejas, pero que al mismo tiempo las esquilaba sin cesar, haciéndolas trabajar doce horas por día en la huerta o el aserradero, a cambio de un miserable plato de avena o de papas hervidas. Un hombre que consideraba a todos los hombres iguales, ya fueran gringos o criollos, yaganes del Canal de Beagle o los onas del Lado Norte de la Isla Grande; pero que, al mismo tiempo, vivía rigurosamente separado de los indios, en una casa enorme y bonita, asentada en medio de una colina, mientras Jeremy y sus compañeros se apiñaban en precarias barracas. Míster Hawkins predicaba el arrepentimiento y el perdón, pero castigaba a Jeremy a días enteros de trabajos suplementarios y a raciones de pan y agua a causa de faltas insignificantes, tales como quedarse dormido en su turno en el aserradero, o por espiar a su hija mayor, Miss Catherine, cuando tomaba su baño semanal en el fuentón de lata. ¡Algo que Miss Catherine sin dudas sabía, ya que siempre dejaba corrida la cortina del cuarto de baño!
Jeremy jamás había visto a Míster Hawkins tan enojado. Llegó a temer que decretara su expulsión de la Misión, como hacía con los yaganes a los que consideraba irrecuperables. Verdad es que la vida de Jeremy en Ushuaia era harta esforzada, pero volver a su tierra natal, ahora que la mayoría de sus familiares había muerto, y vivir otra vez en pelota y en toldos de cuero, y pasarse horas y horas arriba de una canoa, tratando de arponear un maldito pescado… Jeremy ciertamente sufría los rigores de la Civilización, pero no podía renunciar a sus ventajas.
No volvió a ver al Reverendo hasta la mañana siguiente. Éste ya parecía más calmado.
Creo que es hora de procurarte una esposa, Jeremy, le dijo el Reverendo.
Sí, Míster Hawkins, le respondió el muchacho, entusiasmado, pensando que había hablado con Miss Catherine.
¿Qué te parece Lucy?, preguntó Míster Hawkins. Es una buena muchacha, ¿verdad?
Lucy era otra yagán, de una familia del lado norte del Canal de Beagle, que hablaba un dialecto que Jeremy apenas entendía, al punto que debían hablar entre ellos en inglés. Una chica demasiado joven y demasiado flaca para su gusto.
Creo que es la muchacha adecuada para ti.
Sí, Míster Hawkins, respondió Jeremy, tal como era su costumbre.
Hablaré con Míster Armstrong, para que realice los preparativos.

***

George Armstrong era el ayudante del Míster Hawkins, el único habitante de Ushuaia de origen africano. En realidad Míster Armstrong era originario del Estado de Alabama, un antiguo esclavo de una plantación algodonera que había huido de su tierra en un barco de bandera británica. Después de varias escalas el buque lo dejó en las Falklands, donde la Providencia quiso que trabara conocimiento con el Reverendo Hawkins.
George Armstrong tenía la piel aún más oscura que la de los yaganes, y el pelo blanco y enrulado como el de las ovejas que pastaban pacíficamente en la Misión.
Tómate tu tiempo, Jeremy. Apunta con cuidado…
Fue George Armstrong quien puso por primera vez un fusil entre sus manos.
¡Bien, Jeremy! ¡Muy bien!
Jeremy se acostumbró al estruendo, y a preparar el hombro para absorber el culatazo.
¡Muy bien, muchacho! Ya lo haces mejor que yo.
Siempre volvían con algún pato o una foca, y una vez que se adentraron detrás de las colinas que bordeaban el Monte Oliva volvieron con un enorme y hermoso guanaco.
George Armstrong fue el mejor amigo que tuvo en la Misión. Jeremy lo lamentó cuando la Sociedad Evangelizadora ascendió a Míster Armstrong a vicario y decidió su traslado a Johannesburgo.
Adiós, querido amigo. Te escribiré.
Fue un duro golpe para Jeremy, que por primera vez comenzó a dar muestras de desánimo. Su matrimonio no le traía muchas satisfacciones. Lucy era una extraña para él, aunque se hubieran ido a vivir juntos a una de las chozas de madera que rodeaban la casa del Pastor, y compartieran una misma cama. Jeremy no comprendía la decisión de Míster Hawkins de unirlo a una chica como esa. Entre los yaganes, lo más normal era que un muchacho como él se casara con una mujer mayor, de la edad de su madre o de su abuela: una mujer que ya tuviera experiencia en las artes maritales, y cuidara con esmero a su marido; el cual, al envejecer, se casaría a su vez con una jovencita, a la que le transmitiría su saber.
Jeremy ya no volvió a ver las carnes blancas y generosas de Miss Catherine a través del vidrio del cuarto de baño, ni en ninguna otra circunstancia, ya que la muchacha fue comprometida por correspondencia con otro Pastor de la diócesis y enviada a vivir a Buenos Aires.
La vida se hizo menos tolerable para Jeremy desde entonces, que comenzó a mirar cada vez con más ansias lo barcos que pasaban, con ganas de largarse él también.

***

Sus deseos se cumplieron, al menos en parte. Un barco hizo su aparición en la bahía, una mañana, precedido por un enorme chillido de cormoranes. Un chinchorro se descolgó por la borda y unos hombres remaron hasta la orilla. Eran parte de un grupo de científicos franceses, quienes venían a observar el eclipse del Planeta Venus, que según sus cálculos iba producirse en algo más de tres meses, e iba a ser perfectamente visible desde esa región.
¿De veras?, dijo Míster Hawkins, que en el fondo sospechaba que todas esas expediciones no eran más que burdas excusas de las grandes potencias, cuyas verdaderas intenciones no eran otras que las de tantear el terreno para una futura colonización. Una jugarreta artera que Míster Hawkins deploraba, ya que era evidente que aquella zona que le pertenecía por derecho natural al glorioso Imperio Británico.
Sin embargo, los franceses que llegaron en el Cherbourg eran amistosos, y compraron sin regatear gran cantidad de víveres, carbón, y aparejos en el almacén de la Misión.
¿Y dónde piensan levantar su campamento?
Frente a la Bahía Nassau, en el Falso Cabo de Hornos.
Ah…
Sólo tememos a la hostilidad de los nativos, que podrían atacarnos.
Oh, quedan muy pocos por allí, dijo Míster Hawkins, la última gripe barrió con la mayoría de ellos.
¿De veras?
Si les parece, pueden llevarse a Jeremy. Él es de esa parte del Archipiélago, y podría servirles de intérprete.

***

El buque de la expedición francesa esperó a que la racha de mal tiempo terminara antes de zarpar hacia el Oeste. El Cherbourg costeó la Isla de Navarino y viró hacia el Sur por el Canal Murray, que era el nombre que habían dado en las cartas navales al lugar en el que Jeremy había nacido y vivido sus primeros años. ¿Qué pasaría por su cabeza, mientras se asomaba a la barandilla de babor y contemplaba el paisaje de su infancia? Jeremy se mostró algo más taciturno que otras veces, respondiendo de manera escueta a las preguntas de los sabios, sin soltarles los embustes a los que era aficionado.
No tuvo muchas oportunidades de poner en práctica sus dotes de traductor, mientras estuvo allí. Tal y como Míster Hawkins había anticipado, los yaganes que quedaban por esa zona eran más bien escasos: recluidos en las caletas más inaccesibles, subsistiendo a duras penas, acobardados.
A pesar de todo, Jeremy pasó un estupendo par de meses con los franceses. Aunque tal vez fueran igual de pillos que los británicos, sin dudas estos blancos eran mucho más simpáticos. Invitaban a Jeremy a comer en su misma mesa, y lo trataban como a un igual.
Merci beaucoup...
Ese fue el período afrancesado de Jeremy. Fue allí cuando comenzó a tomar el té con el dedo meñique levantado, y a fruncir los labios, y a levantar una ceja cuando veía algo que lo sorprendía o disgustaba.
Je vous en prie...
No es que llegara a aprender ese ridículo idioma, pero su excelente oído, que en otros tiempos le había permitido imitar a la perfección el graznido de pato biguá, ahora le permitía imitar igual de bien el graznido de los forasteros, a exclamar Oh là là! y Nom de Dieu! con un acento tan impecable que cualquiera lo hubiera tomado por un lechuguino del Boulevard Saint-Germain.
¿Y cómo es que ustedes soportan la tiranía de ese de ese fanático religioso?, le preguntó un día uno de los sabios, un hombre regordete y de amplia barba, que antes de entrar a la Academie de Sciences había tomado parte activa en los levantamientos de la Comuna de París. ¡Deberían expulsarlo a él y su familia, y tomar ustedes el control del lugar! ¡Expropiar el almacén y hacerse cargo de los medios de producción!
Oh, là là!, frunció los labios y levantó la ceja Jeremy, que a esta altura tenía demasiado incorporado el sistema de clases inglés como para siquiera considerar una medida tan radical. Cierto es que le hubiera gustado vivir en la casa grande de la Misión, pero no para compartirla con los otros yaganes; ni con los blancos, llegado el caso. Tal vez con Miss Catherine, eso sí...
Piénsalo, Yeremí. ¡Tú podrías ser el líder! Podrías poner fin al dominio de ese inglés canalla…
Oh, no, Míster Hawkins no canalla. Míster Hawkins très bien.
Sin embargo, él mismo debía reconocer que, desde que se hallaba lejos de su tutor, su vida no había hecho más que mejorar. Esas últimas semanas habían sido verdadero respiro. Nada que hacer en todo el día, comida gratis, tabaco, una copita de Cointreau…
Todo transcurrió sin novedades, hasta que la silueta de un cúter hizo su aparición en el horizonte.

***

A Jeremy se le heló la sangre. Era él. El Hombre Perro.
¡Buenos días, Capitán! Permiso para subir a bordo…
Jeremy no podía asegurar que los dos rufianes que estaban con él fueran los mismos, pero él sí. Su pelo se había vuelto blanco, y sus pocos dientes habían desaparecido, pero sin duda se trataba del mismo: del Diablo en persona.
Con la cortesía que era debida en esos parajes, los franceses los invitaron a subir. El Jefe de la expedición advirtió el temblor de Jeremy, que parecía a punto de desmayarse.
¿Y este sucio nativo?, sonrió con desprecio el Hombre Perro. ¿Cómo es que lo dejan subir con ustedes? Créanme, les robara todo lo pueda, y les cortará el cuello cuando estén durmiendo.
El sujeto dio un sorbo a su taza de té y agregó:
Y estos que se visten con ropas de cristianos son los peores de todos. Si fuera por mí…
El Jefe de los franceses llevó a un costado a Jeremy y le preguntó:
¿Conoces a estos hombres, Yeremí?
Jeremy bajó la cabeza y no respondió.
¿Al más viejo, al menos?
Jeremy hizo señas con la cabeza de que sí.
¿Quienes son?
Wreckers, dijo Jeremy.
Es decir, raqueros, lo que en esas latitudes era lo mismo que decir piratas.
No temas, no te harán daño, dijo el Jefe de la expedición.
El Hombre Perro sonreía, sin dejar de mirar a su alrededor. Sin duda, esos malditos idiotas tenían allí muchas cosas de valor, pero iba a ser difícil tomarlos por sorpresa. Incluso el científico regordete, que tanto criticaba la propiedad privada, no parecía muy dispuesto a dejar que le expropiaran la suya: por encima de su ajustado cinturón se asomaba culata de su Chamelot-Delvigne, listo para defender el telescopio o el resto del instrumental.
Así es, señores, dijo el Hombre Perro, conozco este archipiélago como el bolsillo de mi chaleco. He naufrago más veces de las que quisiera recordar. He recorrido todos y cada uno de los canales, hasta los que no figuran en sus mapas.
¿De verdad? Tal vez sus datos puedan resultarnos útiles, dijo uno de los franceses.
¡Puede apostar su trasero a que sí!

***

Así fue como el Hombre Perro (que no consideraba importante presentarse con su nombre, prefiriendo que lo llamaran Skipper), pasó tres días con los sabios franceses. Fumando, bebiendo y hablando hasta por los codos, a veces en la cabina del Cherbourg, a veces en las tiendas que aquellos habían montado en tierra firme. A pesar de su trato cordial, los franceses no se descuidaban ni un momento, e incluso siempre había uno montando guardia por las noches en la cubierta. Se alegraron cuando el viejo anunció que debía seguir su camino.
Fue un gusto tenerlos con nosotros, Skipper, dijo el Jefe de la expedición, que les regaló un par de botellas de vino de Burdeos y unas latas de bizcochos.
Se despidieron con grandes muestras de afecto. Antes de bajar a su chinchorro el Hombre Perro miró a Jeremy y le dijo en su lengua:
Taimén, kaiuala (adiós, muchacho).
Todos suspiraron aliviado cuando vieron el cúter del viejo malandrín levar anclas y largarse de una vez.
Ya estaban en verano. La noche no caía sino hasta pasadas las once. Los franceses cenaron y charlaron hasta tarde, alegres de que el peligro hubiera quedado atrás. Pasada la medianoche, Jeremy (que sólo había fingido dormir), se levantó y caminó, tratando de no hacer ruido. Abrió la puerta de la cabina y salió a cubierta. El Cherbourg se balanceaba, suavemente, al ritmo del oleaje, reparado como estaba en esa caleta de los fuertes vientos de la zona. La luna brillaba entre las delgadas nubes. De ratos estaba oscuro y de a ratos todo se iluminaba con una luz fantasmal. Un pequeño bote a remos se acercó por estribor. Era difícil verlo, porque no llevaban ni un candil, pero Jeremy sabía de quiénes se trataba: del Hombre Perro y sus compinches. Cuando ya estaban casi encima, Jeremy descolgó la escala de cuerdas y esperó.
Minutos después, un disparó hizo añicos la quietud de la noche. Los franceses se levantaron asustados de sus literas.
Sacré-bleu!

***

Ya no había hogueras que se encendieran, a lo largo del Canal de Beagle, cuando algún barco sospechoso se acercaba. Tal vez por eso la llegada de los tres buques de guerra tomó por sorpresa a los habitantes de la Misión Anglicana de Ushuaia.
Las embarcaciones fondearon en la bahía, y pronto un chinchorro se descolgó de la nave insignia. Míster Hawkins, sus hijos y los yaganes de la Misión se acercaron al pequeño muelle de madera, algo atemorizados. Se trataba de miembros de la Marina Argentina, quienes informaron al Reverendo que, por el reciente tratado de límites, suscrito por las Repúblicas Hermanas, la bahía de Ushuaia y todos sus alrededores pasaban desde ahora a formar parte del territorio argentino.
¡Vaya!, dijo Míster Hawkins, que se calzó los lentes para leer la declaración. Un documento al que no habría tomado en serio, de no estar rubricado por su Excelencia Lord Somerset, el representante del Foreign Office.
¡Vaya!, repitió, tratando de ocultar su decepción el Pastor. En ese caso…
Él mismo arrió el pabellón tricolor del Reino Unido, que flameaba desde hacía años en el mástil de la Misión, e izó en su lugar la bandera celeste y blanca. Felicitó lo más calurosamente que pudo al recién designado Gobernador, al Maestro de escuela (encargado de dictar a los niños clases de español), y a varios de los funcionarios de la nueva administración.
Después de tomar el té, el Gobernador Militar -que traía expresas instrucciones del Presidente de la República- pidió entrevistarse a solas con Míster Hawkins. Una reunión que no llegó a durar más de media hora. Al terminar, Míster Hawkins anunció que a partir de este momento se declaraba un fiel y leal ciudadano argentino, y donaba a la recién creada Subprefectura de Ushuaia la totalidad de las instalaciones de la Misión, incluida su casa, el almacén, el aserradero y el poblado formado por las viviendas de los indígenas.
Oh… dijeron todos a una los yaganes, los misioneros y demás habitantes del lugar. ¡Reginald! ¡No es posible!, exclamó la Sra. Hawkins.
Y, en recompensa por este generoso donativo, dijo el flamante Gobernador, el pueblo de la Nación Argentina le hacía entrega al Señor Reginald Hawkins, a título personal, de una parcela de tierra de 180 mil hectáreas, en el sector oriental de la isla.
Tras soltar un suspiro, la Sra. Hawkins se desmayó.
No era para menos. Se trataba de una extensión de tierra inmensa, en la que había ríos, montañas y varias millas de costa de mar, ademas de planicies en las que se podían criar miles y miles de cabezas de ganado. Nada mal, para un muchacho que había salido con lo puesto, treinta años atrás, de un miserable pueblito del condado de Berkshire.
Por el momento, todo seguiría como estaba. Tenían un plazo de dos años para organizar el traslado de la Misión. La vida en Ushuaia continuó más o menos como antes. Una mañana de enero, apenas pasado el año nuevo, un buque hizo su entrada en la bahía. Era el Cherbourg. Jeremy bajó entre los primeros. Saltó al muelle y corrió hacia la parroquia. No le llamó la atención que hubiera otra bandera flameando en el mástil, ni ver soldados con sus vistosos uniformes, eran meros detalles. Corrió hasta la capilla y se tiró a los pies del Reverendo, que en ese momento discutía con los carpinteros los detalles de las nuevas barracas.
¡Míster Hawkins! ¡Míster Hawkins! ¡Lo hice!
Cielos Santos, Jeremy. ¿Qué fue lo que hiciste?
¡Lo hice, Míster Hawkins! ¡He vencido al Diablo!

***

Escucha, muchacho… lo tomó del brazo esa tarde el Hombre Perro, en el breve instante en que quedaron a solas. Te diré lo que vas a hacer, y será mejor que me hagas caso…
Sí, dijo Jeremy.
El Hombre Perro sonrió. Reconocía a un indio con miedo cuando lo veía, y este era un indio aterrado. Debía de conocerlo, sin dudas. Sería uno de los que por casualidad había sobrevivido a alguna de sus matanzas.
Escucha bien, sucio salvaje. Esta noche, luego de que nos vayamos…
Jeremy no tuvo el valor para negarse. No podía hacerlo. Era el mismísimo Diablo.
Y no vayas abrir la boca, ¿me entiendes? No te atrevas a hacerme traición, porque iré a la Misión y los mataré a todos, uno por uno: a ti, al viejo imbécil del Pastor, y a todos y cada uno de esos inddios repugnantes…
Jeremy no tuvo opción. Tuvo que hacer lo que Satán decía, echar la escala por la borda y esperar.
Tú me das fuerza en la batalla, recordó Jeremy el salmo 18, cuando sintió que el primero de los raqueros trepaba la escalera de palos y cuerdas.
Tú pusiste mis enemigos a mis pies…
El cielo jugó a su favor. La luna, que hasta este momento brillaba con todo su fulgor, se ocultó de pronto tras unas nubes. Esto confundió al rufián que ya se asomaba por la borda, pero no a Jeremy, que como buen yagán tenía una vista privilegiada para la oscuridad. Con una de las manos tomó la mano del sujeto, para ayudarlo a subir, y con la otra le cortó la garganta de un tajo.
¡Jorge! ¡Jorge!, dijo en voz baja alguien desde abajo.
Aquí estoy, contestó Jeremy en español, imitando la voz del finado.
La oscuridad seguía. El segundo bandido resultó aún más fácil. Un navajazo justo y preciso lo dejó boqueando en un rincón. Llegaba la parte más difícil. Jeremy preparó el fusil que había sacado de la cabina, uno de los Chassepot que los franceses habían traído entre su equipaje. Un excelente fusil a cerrojo, pero de un solo tiro. Sólo tenía una oportunidad.
¡Miguel!, ¡Miguel!, gritó el Hombre Perro desde abajo.
Jeremy apuntó, pero no se animó a jalar del gatillo. Las manos le temblaban.
¡Miguel!
No fue capaz de contestar. El Hombre Perro debió darse cuenta. No era fácil engañar al Diablo.
Se escuchó el bogar de los remos. El Hombre Perro se alejaba. Jeremy tragó saliva. No podía dejarlo ir. No podía.
De pronto, las nubes se abrieron otra vez, y el viejo pirata apareció ante sus ojos. No se había alejado más que un par de brazas del casco. Al verse descubierto, dejó de remar. La luna le daba casi de frente. Sin dejar de mirar a Jeremy, abrió los brazos y sonrió.
¡Aquí me tienes, salvaje! ¿Qué esperas?
Volvían a encontrarse, en similares circunstancias, sólo que esta vez era Kawilij el que estaba del lado correcto del palo brillante.
¡Aquí estoy, cobarde!
Jeremy lo tenía en la mira. Era fácil, muy fácil… Sin embargo, no podía hacerlo.
Juá, juá, juá, rió el Hombre Perro, con la misma risa con que había reído años atrás, cuando mató cobardemente a Okoko. El pirata bajó la mano hacia su revolver, muy despacio. Jeremy tembló, con el dedo aún en el gatillo. No podía hacerlo. No podía. Alguien detrás suyo gritó:
Yeremí! Qu'est ce que tu fais?
El estampido sonó, en mitad de la noche. El Hombre Perro vaciló en el interior del bote y finalmente cayó.

***


¿Qué tu has vencido al Diablo?, preguntó Míster Hawkins. ¿Qué es lo que quieres decir?
Los científicos se encargaron de tirar los cadáveres por la borda, y de limpiar la sangre de la cubierta arrojando cubos de agua.
Será mejor que no cuentes nada de esto, Jeremy, le advirtieron. No sé si las autoridades de tu país serán tan comprensivas…
El Eclipse de Venus pudo medirse, finalmente, gracias a que esa noche el cielo estaba despejado. Los científicos estaban exultantes.
Explícate, Jeremy, insistió Míster Hawkins. ¿Qué quieres decir con eso?
Había menos yaganes en la Misión, muchos menos, y no porque se hubieran trasladado al nuevo predio. Además de la bandera celeste y blanca, el barco había traído una epidemia de sarampión. Una enfermedad casi inocua para los blancos, pero que había costado las vidas de 43 de los 85 yaganes que vivían en la Misión, entre ellas la de Lucy, que estaba embarazada de seis meses.
Lo lamento mucho, Jeremy. De verdad lo siento, lo tomó de las manos la Señora Hawkins.
Jeremy no participó del traslado. Sin avisar al Reverendo, volvió a subirse al Cherbourg, y les pidió a sus amigos que lo sacaran de allí. A cualquier lado, adonde sea.
¿Estás seguro? Nosotros vamos a recorrer las islas del Pacífico, pero antes debemos pasar por Punta Arenas.
Yes, Punta Arenas. Très bien.
Llegó con lo puesto a la Colonia, que con sus mil almas le pareció una enorme ciudad. Caminó por su única calle empedrada, vio casas y más casas.
Llegar a tí, Jerusalem…
No tardó en gastarse los pocos francos que le habían regalado sus amigos en un boliche de mala muerte cercano al puerto, que tenía el ostentoso nombre de Salón Adriático. La dueña era una mujer flaca, irritable, que se puso echa un basilisco cuando Jeremy le confesó que no tenía con qué pagarle los últimos tragos.
¿Es que me has tomado el pelo, maldito nativo?
No, Miss Irena…
La misma Irena que luego le había dado trabajo en su boliche, y que
ahora estaba parada junto a él, en el interior del galpón abandonado, gritándole al oído:
¡Ahora, Jeremy! ¡Dispara!
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© Emilio Di Tata Roitberg, 2019.

A continuación...

CAPÍTULO 66: EL DUELO

 

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Los datos históricos de este capítulo, sobre la vida de los yaganes y la misión anglicana, han sido tomados del libro El Último confín, escrito por el pionero anglo-argentino Esteban Lucas Bridges (1874-1949) y de La Australia Argentina, del periodista Roberto J. Payró. Las variaciones sobre la historia original son un recurso del autor.