Capítulo 64 - A orillas del río

En seis días Dios hizo el mundo y al séptimo día descansó, pero Flora no descansaba jamás, ni siquiera los domingos, y aún antes del amanecer ya estaba en plena faena. Con un palo iba sacando la ropa que había dejado en remojo la noche anterior, y luego de escurrirla la depositaba en su tosca carretilla de madera. 
Diablos… Maldita sea…
Ya había dado cuenta de su desayuno, que ese domingo consistió en un resto de guachacay, el aguardiente local, que milagrosamente había sobrevivido en el fondo de la botella.
Ah… , suspiró la Lavandera, que se había despertado con el mismo dolor de cabeza y el mismo temblequeo de manos de todas las mañanas.
El líquido bajó como un baldazo de fuego por su garganta, quitándole la vida y devolviéndosela casi de inmediato.
Su vivienda no tenía ventanas, pero la luz del nuevo día se colaba por las numerosas rendijas. 
Ah…
El recinto apestaba a humedad y a lejía, aunque ella, desde luego, ya estaba acostumbrada.
Lalita dormía en su jergón, abrazada a su hermanito. Su pelo negro caía como cascada hacia un costado del camastro, casi hasta tocar el piso; su cuerpo largo y espigado subía y bajaba debajo de la manta. Flora se detuvo un momento a contemplarla. El perfil de la jovencita se delineaba en la penumbra: sus cejas tupidas, su nariz pequeña, la curva de sus labios. Flora estuvo tentada a hincarse de rodillas ante ella y suplicarle:
Perdón, hija mía… Perdón, mi niña…
Lo que le dijo, en cambio, cuando terminó de cargar la carretilla, fue:
¡Eh, tú, levántate! Pon la traba en la puerta, que ya debo salir.
¿Qué?, dijo Lalita, arrancada de sus sueños. Sí, madre…
¡Levántate, mocosa floja! ¿Piensas que tengo todo el día?
Sí, madre.
Y no abras a nadie… ¿Me oíste?
No, mamá.
Lalita sostuvo la puerta mientras su madre salía con la carretilla, que escurría agua por las juntas, formando pequeños charcos que la chica, todavía descalza, se cuidaba de pisar.
¡Trábala bien!
Sí, mamá, dijo Lalita, que tras una pausa agregó: Si quiere, puedo ir más ratito al río a buscar la carretilla…
A Flora se le hizo un nudo en la garganta. ¡Era tan buena!
¿Crees que no soy capaz de subir la cuesta con la carretilla yo sola?
No, mamá…
¿Acaso no lo hago todos los malditos días?
¡No! Quiero decir… Yo sólo lo dije para que Usted…
Vuelve acostarte, ¿quieres? ¡Vuelve a dormir! ¡Para eso sirves!
Sí, mamá.
Y no abras a nadie. No respondas, siquiera. Que si no…
No, mamá…
¡Una buena tunda! Eso es lo que te espera…
La rueda no del todo circular rebotaba sobre las piedras y montículos del sendero. La pendiente era demasiado pronunciada en algunos trechos. Flora debía sujetar los barrales, que se le escapaban de las manos…
Malditos… Malditos todos, murmuraba, dirigiéndose a los que seguían aún calentitos en sus camas, mientras ella…
Debía hacerlo, no tenía alternativa. Era la única manera de lograr una buena ubicación en la parte buena del arroyo, en la curva donde se formaba el piletón, antes de que otras lavanderas vinieran y se lo ocuparan.
Desgraciados…
No todos dormían, sin embargo. Ya se veía salir el humo de otros ranchos, por el tubo de lata que servía de chimenea. Al igual que ella, un hombre también salía de su casa: un sujeto rechoncho y barbudo, llevando al hombro un hacha de largo astil.
Buen día, señora.
Flora le contestó con un gruñido. Sospechaba de todos sus vecinos, que ya le habían robado dos veces, mientras ella se ausentaba. Eran todos un hato de borrachos y rufianes, en especial los leñadores.
Güen día, Ña Florita…
Y ahora era otra lavandera, una de las que le disputaba los clientes, la que salía de su choza y se ponía a caminar a su lado.
¿Va pa’l río, pues?
No llevaba una carretilla, como ella, sino sólo un canasto, ya que vivía más cerca del arroyo y podía darse el lujo de hacer varios viajes. Flora apuró el paso, aún cuando le flaqueaban las piernas, y sus manos cubiertas de sabañones apenas podían sostener los barrales.
Se ha levantáo vientito, ¿ah?, dijo la Otra Lavandera.
Sí, dijo Flora, que maldita la gana que tenía de charlar, aunque era mejor darle conversación, no sea que se le fuera a adelantar.
¿Cómo va su guagüita, Ña Flora? ¿Está malito toavía?
No, le respondió secamente Flora. Ya está mejor.
El mar se extendía, allá abajo, encrespado de espuma. Un par de barquichuelos se mecían como corchos en el oleaje.
¡Qué güeno!, dijo su parlanchina vecina, que no podía estarse callada un momento. ¿Y su niña?
¿Mi niña?
Flora dejó caer las patas de su carretilla y se plantó ante la sorprendida mujer, que pensó que la iba a golpear.
¿Por qué lo preguntas? ¿Qué es lo que te han contáo?
¡Nada, Ña Florita!, dijo la Otra Lavandera. ¿Por qué se enfada, pues?
El viento arreciaba, haciendo tambalear las casuchas de madera y las matas de calafate. Ya faltaba poco para que doblaran por la bajada del piletón, como se conocía al sendero abierto entre las malezas por las pisadas de las humildes lavanderas.
¿Y esos cabaiéros?, preguntó la Vecina, y recién entonces Flora reparó en ellos. Eran cuatro -no, cinco-, cinco los soldados que subían, por el mismo camino por el que ellas bajaban. Ya habían dejado atrás el galpón del Viejo Aserradero, y ahora se acercaban a uno de los ranchos.
Mire nomás…, dijo la Otra Lavandera.
No se trataba, ahora lo veían, de los milicos desastrados que solían verse de ordinario por allí, soldados rasos o suboficiales, de uniformes deshilachados y botas chuecas, sino de cinco oficiales del Regimiento de Artilleros, muy jóvenes todos, vistiendo sus uniformes de gala, cada uno con su sable.
¿Qué andarán haciendo estos cabros por aquí?
Nada bueno, dijo Flora.
Tampoco a los oficiales pareció hacerles mucha gracia ver a las dos mujeres. Uno de ellos, el más bajito y moreno, se apartó del grupo y se acercó a un rancho a la vera del camino, y golpeó la pared con los nudillos.
¡Mire!, exclamó en voz baja la Otra Lavandera. ¡Van onde el Peláo Soto!
No daba la impresión de que fueran a llevárselo detenido. Todos ellos tenían, a pesar de sus elegantes atuendos, un aspecto más bien lastimoso: la barba crecida, el pelo revuelto, y las chaquetas arrugadas y con briznas de pasto.
Pssss… espera a que pasen estas viejas, dijo uno de ellos, un flaco muy alto, con ojos de sapo, pero su compañero no le hizo caso y golpeó otra vez.
Buen día, señoras, se hicieron a un lado los milicos, cuando las mujeres pasaron junto a ellos.
Güen día, cabaiéros, respondió la Otra Lavandera.
Flora simplemente los miró y no dijo nada.
Ya casi terminaban de pasar, cuando la puerta del rancho se abrió y apareció la cabeza del Pelado Soto, grande como un huevo de avestruz.
Oye, ¿quieres ganarte dos pesos?, preguntó el oficial moreno.
Las Lavanderas acortaron el paso, para enterarse de qué iba el asunto.
¿Qué hay que hacer?, preguntó el Pelado Soto.
¿Tienes una pala?

***

En sus sueños Bernardo ya no estaba en ese confín desértico del Fin del Mundo, sino otra vez en la luminosa y colorida Temeschwar, más precisamente en el Parque de las Rosas. Era un niño otra vez, y se soltaba de la mano de Nikola para ir a correr detrás de las palomas que picoteaban junto a la fuente. Un vendedor de almendras quemadas y manzanas con azúcar pasaba haciendo sonar la campanilla de su carro.
¿Me das un kreuzer, Nikola?
Y Nikola, que normalmente le hubiera preguntado: ¿Un kreuzer? ¿Para qué lo quiere?, esta vez metía la mano en el bolsillo y sin fijarse le daba una moneda de medio gulden.
No parecía el Nikola de todos los días. Tenía puesto su traje de domingo y estaba afeitado al ras; los pelos blancos de su barba asomaban como pequeñas agujas. Volvían del hospital, en donde el médico había hablado a solas con Nikola, mientras él se entretenía subiendo y bajando por la enorme escalera.
¿Cuándo veremos a papá?, preguntó Bernardo, mientras saboreaba las almendras cubiertas con caramelo.
Pues, verá, niño Bernardo… , dijo Nikola. El caso es que…
Bernardo abrió los ojos. Ya no se encontraba en el Parque de las Rosas, sino en un lugar oscuro, una choza llena de agujeros, en la que el viento entraba a su antojo. De golpe lo recordó todo: la fiesta en casa del Doctor, su charla con Carlota, la pelea con los oficiales, la caminata hasta el rancho del Cebolla, los tehuelches…
Estaba atravesado en el extremo de un jergón, con la cabeza apoyada en la pared y los pies tocando el suelo. Una piel muy fina y abrigada lo cubría. Los indios debieron de echársela encima mientras dormía.
Bernardo se incorporó, a medias. Amanecía. La puerta estaba abierta y través del umbral se veía al uno de los tehuelches, en cuclillas, delante de una pequeña hoguera, sobre la que se calentaba un caldero. Era el Brujo o Curandero, el mismo que…
¡Cebolla!, exclamó Bernardo.
El Loco Cebolla estaba ahí, al lado suyo, con los ojos entreabiertos y la boca crispada. Bernardo saltó del camastro y se inclinó junto a él. Estiró la mano hasta su rostro, completamente inmóvil.
¡Cebolla!
El Loco parpadeó, apenas, y sin voltear la cabeza lo miró, con ojos vidriosos…
¡Cebolla!
El Cebolla comenzó a tiritar. Sobre la panza aún tenía puesto el emplasto que el Curandero le había colocado, el cual parecía haber dado resultado: el sangrado se había detenido.
Recién entonces Bernardo recordó que él también estaba herido, y se llevó la mano al lado izquierdo de la cara, donde tenía el tajo más grande.
¡Vaya! Esto sí que…
Aunque aún sentía cierta sensibilidad, la herida ni siquiera le dolía. Lo mismo para el corte que tenía en el pecho, y el que tenía en la pierna. Claro que las de él eran heridas superficiales…
¡Perdón, Cebolla!
Alguien le apoyó la mano en el hombro. Era el Curandero, que le hizo a Bernardo un gesto de que lo siguiera.
Hacía frío afuera. El indio lo invitó a tomar asiento frente al fuego, sobre un cráneo pelado de vaca.
Inúa Cebolla, ketuán Akshém, le dijo, señalando hacia la casa.
Era el único del grupo que no hablaba una palabra de español, y el único que estaba despierto. Morocho, Luisito y los demás tehuelches dormían, envueltos en sus pieles, al amparo de un biombo hecho de ramas y cueros, al que habían colocado del lado que soplaba el viento. Sus numerosos perros se había echado ovillados entre ellos, para compartir su calor.
Ache keténk, má lamú.
El Curandero le pasó un mate, una bebida que Bernardo había visto a otros tomar, pero que hasta entonces él jamás había probado.
Ache keténk, repitió el indio, que acababa de cebarlo con el agua que tenía en el caldero, y ahora le indicaba con un gesto que lo bebiera. Ache keténk.
Bernardo arrimó sus labios a la bombilla pringosa, no sin cierta repugnancia, y chupó hasta sentir que la infusión le llegaba a la boca.
El Brujo lo miró, como para saber su opinión. Bernardo hizo un gesto afirmativo y dijo:
Ache keténk.

***

Cara Signora, li prego… suplicaba Don Chicho, al que habían arrancado de la forma más ignominiosa de sus sueños, y arrojado como un saco de papas sobre la vieja carreta, sin darle tiempo siquiera a cambiarse. El viento magallánico aventaba el pompón de su gorro de dormir a un lado y a otro, y se colaba indiscreto por debajo de su camisón, encogiendo aún más las partes de su cuerpo que ya iban de suyo contraídas por el miedo. ¡Como que lo tenía al lado al indio con galera, que plácidamente cargaba en la recámara del fusil las balas que sacaba del bolsillo, balas puntudas y relucientes, gruesas como dedos!
¡Arre!, decía Irena, que era la que llevaba las riendas, exigiendo al máximo a la yegüita de don Miguel. ¡Arre, maldita sea!
La tosca carreta de un solo eje, sin muelles ni ballestas, iba dando tumbos sobre el empedrado de la Calle Principal, haciendo rodar como una sandía al aterrado don Chicho, que rebotaba malamente contra los tablones de los costados.
Cuesto è inaudito!, gritaba indignado el Sastre napolitano. Cuesto è un rapto! Presentaré la mía queja al Gobernadore!
Cierra el pico, farsante, le gritó Irena. Ahora, nos llevarás adonde tendrá lugar el duelo, o si no…
Para su alivio, el empedrado de la Calle Principal ya llegaba a su fin. Las enormes ruedas ensunchadas de la carreta comenzaron a deslizarse con mucha más suavidad el huellón, que no estaba ni tan mojado ni tan seco.
È por allí, señaló don Chicho un punto a la distancia, cuando al fin pudo estabilizarse. Por il camino que sube al Vecchio Aserradero.
Irena tomó por la encrucijada que conducía hacia la parte alta de la ladera, que la yegüita no podía subir tan rápido como ella hubiera deseado.
Ma, advirtió Don Chicho, li prevengo que ió non pienso partichipare in ninguna attività ilegale…
¡Que te calles, maldita sea!
Se escuchó un galope, cada vez más cerca. Jeremy y don Chicho se dieron vuelta a mirar. Era un gaucho, montado sobre un magnífico potro negro, con estupendos aperos, que venía al galope tendido desde el sur, y antes de que pudieran darse cuenta ya los había pasado y dejado atrás.

***

El enorme galpón, en el que había funcionado el primer aserradero de la Colonia (propiedad del Viejo Papanópulos y luego del Señor Mendieta) se encontraba abandonado desde hacía ya un par de años. Parte de su estructura había sido desmantelada y sus chapas y tablones usados para construir algunos de los ranchitos cercanos. El playón adyacente, entre el galpón y el barranco que bordeaba el arroyo, era el sitio ideal para llevar a cabo el duelo: un lugar no muy alejado del pueblo, y a la vez resguardado de las miradas indiscretas.
Por aquí, señaló el sitio exacto el Teniente Santini.
¿Aquí?, preguntó el Pelado Soto.
Sí, se ofuscó el joven oficial. ¿Qué tiene de malo?
Y…, se rascó la pelada el Pelado, un antiguo presidiario, que una vez cumplida su condena se había quedado a vivir en la Colonia.
Aquí era ónde apilaban los rollizos, pachoncito. Está harto apisonáa la tierra…
Entonces, más allá.
Es que allí es lo mismo, pues…
Escucha, viejo mamarracho, intervino el Subteniente Benítez, si no eres capaz de hacer un simple hoyo, será mejor que busquemos a otro.
Sí, agregó el Alférez Victorica. Lárgate y ya.
Por mí… dijo el Pelado Soto, echándose la pala al hombro.
Se daba cuenta de que les corría prisa, y de que estaban haciendo algo ilegal. Si pretendían arreglarlo con dos pesos…
Está bien, intervino el Teniente Arias Aldao, que tenía más ganas que ninguno de terminar con ese maldito asunto. Te daremos cinco pesos.
¿Cinco?
Era una suma para nada despreciable: lo que ganaba en una semana completa de trabajo.
¿Qué? ¿Aún te parece poco?
¡No! Sólo que…
El Pelado paseó su mirada por los Cinco Oficiales, ninguno de los cuales le inspiraba demasiada confianza. Menos que ninguno ese moreno bajito, que era el que parecía ser el capanga. Era muy fácil decir que sí a todo, y una vez que el pozo estuviera cavado…
Lo que yo quiero saber, compadre, se atrevió a decir, es con quién de Ustées estoy chatando, pues.
Conmigo, dijo Arias Aldao, que sacó el billete de cinco pesos del bolsillo y se lo mostró.
Era el que tenía más cara de loco de todos, pero, al mismo tiempo, el que parecía más confiable.
De acuerdo entonces, dijo el Pelado Soto, y ahí nomás comenzó a cavar.
Chac, chac, chac… se escuchaban las paladas.
Los Cinco se pasaban el penúltimo cigarrillo, mientras miraban al Pelado cavar la fosa, o miraban al arroyo, que corría allá abajo del barranco.
Tanto barullo, dijo el Subteniente Mayorga, y tal vez el gringo este ni se aparezca.
Sí, dijo el Teniente Santini, vendrá.
Tiró el resto del cigarrillo a un costado y agregó:
Y si no viene, iremos a buscarlo y lo mataremos como el gusano que es.

***

Las lavanderas estaban alborotadas. De una a otra se pasaban la información, mientras remojaban la ropa en el piletón o la refregaban contra las rocas.
¡Nosotras también los vimos!, dijo la vecina de Flora. Pasaron a llevarlo al Peláo Soto.
¿Y qué es lo que querrán con ese viejo malandrín?
Otras dos, que venían con sus canastos al hombro, llegaron con las últimas novedades.
¡Están allá, atrasito ’el galpón!
¿Y si vamos a ver?
No era lejos. Si seguían por la curva del río, y se arrimaban al Aserradero por la parte de atrás…
¿Y qué hacemos con la ropa?
Es sólo un momento. Nadie la tocará.
Venga Usté también, Ña Florita.
¿Yo?
A decir verdad, a ella también le había picado la curiosidad.
Vayan, vayan que yo vigilo tóo, dijo la Abuela Clota, la más vieja del lote, a la que no le daba las tabas para andar trepando lomas ni andar haciendo tonteras de muchacha.
Las Lavanderas se abrieron paso por un camino escarpado, recolectando abrojos en sus largos pollerones. Cruzaron un tramo por encima del río, saltando de una roca a otra.
Cuidáo, que está patinoso.
A pesar de todos sus problemas, Flora también sintió por un momento el entusiasmo de estar haciendo una travesura, como si fuera una cabra chica otra vez.
Agárrese ’e mi mano, Ña Florita. No se vaya a caer.
El arroyo corría caudaloso por aquella parte. Era donde en otros tiempos estaba el molino que hacía funcionar las sierras del aserradero. Parte de la estructura aún se conservaba: un rejuntado de hierros oxidados y tablas negras y astilladas.
¡Miren! Ahí están.
Las Lavanderas se asomaron con cuidado. En efecto, en la pampita de al lado del galpón estaban los Jóvenes Oficiales, pasándose un cigarrillo, mientras el Pelado Soto seguía hundiendo la pala y echando la tierra a un costado.
¿Y ese?
Alguien más se sumaba al grupo, un muchacho tan joven como ellos, envuelto en un quillango de guanaco.
¿Será un indio?
¡No digas tonterías!
Es que no veo muy bien de acá.
Ya era pleno día. Las mujeres se asomaron un poco más.
¡Lo conozco!, dijo Flora. Es el mozo del Adriático, el muchacho de Irena.
Los Cinco Oficiales habían formado un semicirculo delante de él.
¡Es un duelo!, dijo una de las Lavanderas. Por eso están cavando la fosa.
Claro, pa salir disparando, una vez que caiga el fináo.
Y el finado no podía ser otro que el mozo del Adriático, que de forma suicida se había ido a meter dentro de la boca del lobo.
¿Y él solo se va a trenzar con los cinco?

***


Eso mismo debió de haber pensado Bernardo, cuando los tuvo enfrente.
Bueno, bueno, bueno… dijo el Moreno vivaracho. ¡Pensé que ya no ibas a venir!
¿Y esa capa?, preguntó Montoya. ¿Ya llegó el Carnaval?
Todos lo miraban, todos reían. No, todos no.
El Flaco de Ojos Saltones era él único que no participaba del ambiente festivo. Se acercó a Bernardo y le ofreció un cigarrillo, el último que le quedaba.
Te lo guardamos para ti, gritó desde atrás el Moreno. ¡Tú último deseo!
Diablos, pensó Bernardo, que desde el primer momento se había dado cuenta de que elegir a Don Chicho como padrino del duelo había sido como pegarse un balazo en el pie. Pero Nazario…
Chac, chac, chac, seguía con la pala el sujeto al que habían contratado, un pelado al que el nivel del suelo ya le llegaba a las rodillas.
Si no le importa, fumaré uno de los míos, dijo Bernardo, y sacó del bolsillo la pitillera que Carlota le había prestado. Tome uno, le dijo al Flaco de Ojos Saltones, que lo miró desconfiado. Pruébelo. Le gustará.
Arias Aldao decidió arriesgarse. Estiró la mano y tomó uno de los tres que quedaban.
Chac, chac, chac…
Encendió un fósforo y le ofreció fuego a Bernardo, antes de encender el suyo.
Chac, chac, chac…
Es verdad, es un tabaco excelente, reconoció Arias Aldao.
BUUUUU… sonó la bocina de un barco a la distancia. Alguno de los paquebotes que cruzaban el Estrecho, similar al que un par de meses atrás habría traído a Bernardo a este lugar, donde tal vez iba a morir.
El Pelado casi había terminado. La fosa ya tenía unos tres pies de profundidad.
Güeno, me parece que…
Allanó con la pala uno de los bordes, sólo por el afán de hacer un trabajo bien hecho. Luego usó la pala para subirse y salir a la superficie.
Sí, va a caber justo, dijo Santini, midiendo con la vista a Bernardo, y los otros volvieron a reírse.
Aquí tienes, dijo Arias Aldao, tendiéndole al Pelado el prometido billete. El hombre se sacó la gorra e inclinó la cabeza.
Mushas gracia, pachoncito.
Su pelada brillaba de sudor. Su camisa estaba empapada.
Bien, creo que ya estamos listos, dijo Arias Aldao.
Sí, dijo Bernardo.
El galope de un caballo se escuchó a la distancia. Todos volvieron la vista hacia el lado del galpón.
¡Nazario!, exclamó Bernardo, que ahí nomás sintió que le volvía el alma al cuerpo. ¡Llegaste!
El Gaucho desmontó de un salto y ató su pingo en las ramas de un arbusto.
Aquí estoy, mi amigo, le dijo.
¿Y esto?, se ofendió el Teniente Santini. Un duelo es un asunto de caballeros, no cosa de gauchos.
Nazario no se dio por aludido. Agitado como estaba, se acercó a Bernardo y le dijo algo al oído. Bernardo lo escuchó atentamente, sin dejar de mirar a Arias Aldao.
¿Entiende?
Sí…
¿Y? ¿Vinimos aquí a charlar?, se impacientó el Teniente Santini.
Nazario dio sus últimas directivas. Antes de separarse de él, Bernardo le pasó la cigarrera de Carlota, y se quitó el quillango que el Cacique Morocho le había regalado.
¡Oye!, exclamaron los oficiales, cuando vieron el frac que el joven había usado la noche anterior, ahora lleno de tajos y cubierto de sangre. Arias Aldao abrió aún más grandes sus ojos saltones al ver el sable que se había traído, un szabla de caballería polaco, de hoja reluciente y empuñadura dorada.
¡La pu...nta!, sonrió el Pelado Soto, que se había quedado con la pala a un costado, listo para tapar con tierra al primero que cayera.
No había quién dirigiera el duelo, pero los dos sabían lo que debían hacer.
Clínk, sonaron las hojas al tocarse en el saludo, y luego dieron los dos un par de pasos atrás.
En garde!
Bernardo y Arias Aldao se prepararon.
Prêt!
Se miraron a los ojos, listos para atacar.
¡Ay!, suspiraron desde su escondite las Lavanderas, al ver a dos jóvenes tan guapos, uno de los cuales pronto iría a parar a un hoyo en la tierra.
Será por ti, Cebolla, murmuró Bernardo. Será por ti, Nikola.
BUUUUU… volvió a sonar la bocina del barco a la distancia.
Allez!
.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2019.

 

A continuación...

CAPÍTULO 65: UNA TARDE, UN DISPARO

 

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