Capítulo 63 - Un maestro muy particular

Los jóvenes oficiales se retiraron de la fiesta más bien temprano, poco antes de las doce, por orden del Mayor García Lacroix, que no quería que la afición a la champaña de los muchachos y su excesiva inclinación a la pendencia fueran a ocasionar algún problema con algún otro de los invitados. 
A la orden, mi Mayor, dijeron los jóvenes, sin lamentar demasiado el tener que abandonar el salón, en primer lugar, porque la mayoría de las muchachas ya se había retirado para entonces, y en segundo, porque ya se habían metido en más problemas de los que el Mayor se podía imaginar. 
Tengan Ustedes muy buenas noches, señores, se despidió de ellos el Dr. O’Reilly, fingiendo no notar las botellas que se llevaban escondidas bajo las chaquetas. Les agradezco haber honrado mi fiesta con su presencia. 
Gracias a Usted, Doctor, le dieron la mano a su turno el Alférez Victorica, los Subtenientes Montoya y Benítez, y el Tenientes Santini y, por último, el Teniente Arias Aldao, el Flaco de Ojos Saltones que era quien había retado a duelo a Bernardo.
Viejo imbécil, meneó la cabeza Benítez, una vez que salieron a la calle. 
Cuidado con hablar así de mi suegro, dijo Santini, un moreno bajito y vivaracho, que era el que llevaba la voz cantante.
¿De tu suegro? Si ni te miró, la flacuchenta. 
¡Y a ti seguro que sí! 
Aún había varios carruajes alineados a lo largo de la cuadra, aunque ellos siguieron a pie, en dirección opuesta a la que habían tomado Bernardo y el Cebolla. 
Ah… se desabrochó el botón superior de la chaqueta y aspiró el aire de la madrugada Montoya. 
Santini fue el primero en extraer su botella de Veuve Clicquot del interior de su casaca. 
¡Cuidado!, chilló el Alférez Victorica, el más joven de todos, cuando Santini la descorchó, apuntándole a la cara. ¡Casi me sacas un ojo, idiota! 
¿Qué dijiste?, le respondió el Teniente, luego de beberse el primer trago. ¿Cómo llamaste a tu superior? 
Se escuchó el restallar de un látigo y los cascos de un tiro de caballos. Los oficiales se hicieron a un lado, de mala gana, para dejar paso a un coche. 
¿Y este quién es? 
Algún viejo de porra.
Montoya recogió un guijarro y lo arrojó hacia el carruaje, sin apuntar a ningún lugar en particular. Él mismo se sorprendió cuando la piedra, tras describir una parábola, impactó en el sombrero del cochero, arrancándoselo de la cabeza. 
Ooooohhhh… Ooooohhhh… 
Se armó una pequeña bronca. El cochero detuvo los caballos y saltó del pescante, látigo en mano, dispuesto a castigar al culpable. Los soldados lo rodearon, dispuestos a darle una paliza. 
¡Malditas ratas! Vengan, vengan aquí. 
¿Por qué nos acusas? ¿Cómo sabes que fuimos nosotros? 
El dueño del coche abrió la puerta y bajó. Tratando de calmar las aguas le dijo a su cochero: 
Humberto, sigamos el viaje, por favor. 
Eso. Será mejor que te largues. 
Se asomaban las cabezas detrás de las ventanas. Al otro lado de una cerca, unos perros se pusieron a ladrar.

***

A unas quince cuadras de allí, en el otro extremo del pueblo, Bernardo y el Loco Cebolla se acercaban a la bajada del Arroyo Carbón. 
Vamos. Por aquí. 
El arroyo marcaba el límite de Punta Arenas, por aquellos tiempos. Era el sector donde se amontonaba el pobrerío del pueblo: hacheros, pescadores, marisqueros, lavanderas, prostitutas, soldados de los escalafones más bajos y presidiarios que por su buena conducta tenían permitido pasar la noche fuera del Penal. 
Las chozas de madera se sucedían, escalonadas, entre los tocones de aquella tierra pelada que había sido, hasta hacía poco, la ladera de un nutrido bosque. 
Cuidado aquí, dijo el Loco, que a pesar de la oscuridad se movía con toda soltura por aquel terreno agreste. Bernardo lo seguía unos pasos más atrás, guiándose por el oído más que por la vista: por el rumor de las aguas del arroyo, que se encontraba cada vez más cerca, y por sonido metálico de los sables, que cada tanto se entrechocaban dentro de la bolsa del Cebolla. 
Cruzaron por el puente de madera, tras dejar atrás la garita de vigilancia, en la que el soldado de guardia dormía el sueño de los justos. Un puesto de control que no tenía mucha razón de ser, ya que a los presidiarios de la Colonia ni se les ocurría escapar: el desierto del Territorio Norte era demasiado extenso y hostil, y casi todos los que habían intentado atravesarlo habían muerto de hambre o de frío, cuando no lanceados por los salvajes. Y los pocos -muy pocos- que habían logrado llegar al fuerte de Isla Pavón, el primer poblado del lado argentino, habían sido puestos de inmediato bajo custodia por el Gobernador, que a pesar de su enemistad con su par chileno les devolvía a los fugitivos atados de pies y manos, en el primer buque que bajara para el Estrecho. 
¿Falta mucho?, preguntó Bernardo. 
¿Por qué? ¿Ya te cansaste? 
No. Pero al amanecer debo estar en… 
También del otro lado del río había algunas casuchas, bastantes más dispersas. Una de ellas estaba iluminada por una fogata que alguien había encendido en el frente. Un rancho de tablas claveteadas, con más agujeros que un colador, y un techo de chapas sostenidas por piedras. 
Es aquella, la señaló el Cebolla, muy orgulloso, como si le mostrara el Palacio Belvedere. 
Media docena de hombres se hallaban reunidos alrededor del fuego. Hombres altos, de pelo largo y negro, mitad desnudos y mitad envueltos en pieles. Indios. 
Parece que tenemos visitas, dijo el Cebolla.

***

La disputa no pasó a mayores. El propietario del coche, un ganadero austríaco que volvía del baile del Doctor, convenció a su cochero de bajar el látigo, y repartió unos pesos entre los oficiales, por la molestia de haber sido acusados injustamente. 
Ya te ajustaremos las cuentas, a ti, prometió el Subteniente Montoya, y el cochero le respondió con una figa desde el pescante. 
Humberto… trató de serenarlo su patrón. Sigamos adelante. 
Los oficiales dejaron atrás los faroles de la Calle Principal y doblaron por el sendero que conducía al cuartel. La noche era oscura. La única luz a la vista era la del fanal ubicado en la torreta del fuerte, una luz roja que servía de baliza a los buques que pasaban por el Estrecho. 
Los jóvenes bajaron por el sendero que conducía al portón de entrada, más precisamente, a la pequeña barraca que servía de dormitorio a los oficiales. El Teniente Santini se detuvo a orinar contra la empalizada de estacas. Sus compañeros lo imitaron, todos menos Arias Aldao, que se había quedado un par de pasos más. 
Y a ti, ¿qué te pasa que vienes tan callado?, le preguntó Santini, ¿no tendrás miedo de ese petimetre?
¿Miedo, yo?, se ofendió el Flaco de Ojos Saltones. No digas estupideces.
Y no, no podía decirse que le tuviera miedo al tal Bernardo, pero sí que había quedado algo desconcertado por su último intercambio de palabras, cuando se cruzaron en el vestíbulo. Ya no le dio la impresión de que el tal Bernardo fuera el pollo mojado que le había parecido en un principio. Demasiado suelto de cuerpo, lo encontró, y hasta sonriente. Algo extraño, para alguien que estaba a punto de morir. 
¿Qué diablos se estaría tramando? ¿Es que acaso planeaba huir?

***

Los tehuelches se alarmaron al ver al Cebolla con la cabeza y el brazo vendado. 
Ah, esto no es nada, dijo el Loco, son cosas del Doctor… 
Tomó asiento sobre una cabeza de vaca, junto al indio más viejo, ni más ni menos que el Cacique Morocho, jefe de la federación de tribus que se extendía desde la bahía San Gregorio al Río Santa Cruz. 
Es un honor tenerlo en mi rancho, Coronel, le dijo el Cebolla. 
Un indio más joven le tradujo al Cacique las palabras del Loco. El Cacique aprobó con un gesto. Señalando con el mentón a Bernardo, preguntó en su lengua algo que debía querer decir: 
¿Y este? 
Debía de llamarle la atención su traje nuevo, y la galera de seda que el joven acababa de quitarse. Los perros daban vueltas alrededor del fuego, se acomodaban en el piso, se volvían a levantar. Perros grandes y pequeños, con apariencia de galgos, sobre todo por lo flacos. Uno de ellos se puso a olisquear el saco de arpillera del Cebolla. 
Tiene buen olfato, dijo el Cebolla, que sacó de adentro alguno de los recuerdos que se había traído de la fiesta del Doctor: una pata de pollo, un par de lonjas de pescado rebozado y varios panes que fue arrojando al voleo. Los tehuelches se reían al ver a los perros disputarse cada trozo que caía, o atraparlos al vuelo, antes de que tocaran el suelo. 
Y para ustedes, tengo un bocado aún mejor, le dijo el Cebolla a los tehuelches, y sacó del fondo de la bolsa algo envuelto en una servilleta: un enorme trozo del pastel de cumpleaños del Doctor O’Reilly. 
¡Oh!, exclamaron los indios, que se volvían locos por los dulces, y en un santiamén se repartieron el aplastado pero apetitoso pastel, dejándole la parte más grande al Coronel. 
Muy bueno… Muy bueno pastel… 
Uno de los indios más jóvenes le pasó la lengua a la hoja de uno de los sables, en la que había quedado pegada parte de la crema. 
¿Por qué lo llamas Coronel?, preguntó en un aparte Bernardo, que se había sentado al otro extremo de la fogata, sobre una piedra a la que había cuidado de sacudir bien el polvo, para no ensuciar su pantalón. 
Porque lo es, dijo el Cebolla. El Cacique es Coronel del Ejército Chileno, y su hijo, Luisito -lo señaló- es Capitán del Ejército Argentino. 
¿Cómo puede ser?, preguntó Bernardo, que sabía que los dos países vivían casi en estado de guerra, por las disputas fronterizas que tenían precisamente por esa región. ¿Son enemigos? 
¡Qué va!, dijo el Cebolla. Cada uno le jura lealtad a un gobierno distinto, y así le sacan dinero y raciones a los dos. ¡Ellos sí entienden lo que es el patriotismo! 
Los indios rieron, aún los que no hablaban español, porque sabían que el Cebolla se la pasaba haciendo chistes y ese seguro era uno. 
¿Y aguardiente? ¿No has traído?, preguntó Luisito. 
No, dijo el Cebolla. 
¿Vino? ¿Guachacay? 
Nada. Lo lamento. 
Morocho y sus guerreros estaban acampando allí antes de entrar a Punta Arenas, adonde iban a intercambiar sus pieles de guanaco y plumas de avestruz (dos artículos muy apreciados por los blancos) por yerba, harina, azúcar y otros vicios a los que se habían aficionado en los últimos años, al punto de no poder vivir sin ellos. En el pueblo podían conseguir lo que fuera, excepto licor, ya que el Gobernador había prohibido venderles alcohol a los nativos, aplicando fuertes multas a los mercachifles que lo hicieran. Una medida que el Cacique Morocho aprobaba, dado el efecto devastador que el alcohol tenía en su gente. 
Gobernador García, mucho buen hombre, declaró. Bueno con tehuelches. 
Lo que no entendía el Cacique era el asunto del duelo. Se lo preguntó a Bernardo, por medio del lenguaraz. ¿Para qué darle al milico la oportunidad de matarlo, cuando podía pegarle un tiro desde lejos, apenas lo viera venir? 
Oh, no, respondió Bernardo. Eso sería justo. 
¿Justo?, se asombró el Cacique. ¿Cómo podía esperar justicia de un blanco, más encima de un milico? 
Viendo a Bernardo vestido de manera tan elegante los indios dieron por sentado que tenía dinero, y ahí nomás trataron de cerrar un trato con él. ¿Le gustaría algún lazo de cuero trenzado? No iba a encontrar uno mejor en toda Punta Arenas, ahí no había nadie que los hiciera tan bien. ¿Un caballo? Tenían los mejores caballos de la región. ¿Un perro? Mira qué perro, le dijo el Capitán Luisito, enseñándole a uno de los galgos. Muy mejor perro. Muy mejor. Puede correr y agarrar avestruz él solo. Puede morderle los garrones al milico en el duelo. Mira. Mira qué dientes. 
Bernardo tuvo que admitir que era un perro excelente, pero volvió a repetir que no tenía dinero. Ni un centavo. 
¿Y un winches? ¿Quieres un winches? 
¿Un qué? 
De entre unos cueros de guanacos extrajo un arma que a Bernardo le resultó familiar. Un fusil a repetición, nuevo flamante. 
¿Y esto?
No era el modelo más común de Winchester, un Winchester 73, el que más se veía por aquellos lares, sino uno más largo y pesado: un Winchester Centennial, igual al que Irena tenía bajo el mostrador del Adriático. 
¿De dónde lo sacaste? 
Hombre rojo vendió, respondió Luisito. 
¿Hombre rojo? 
Hombre rojo. Hombre rojo grande. 
Ah… dijo Bernardo, que sabía exactamente de quién se trataba, y de qué manera había terminado aquel trato. 
Este rifle no funciona, le dijo Bernardo. El hombre rojo les vendió rifles fallados. 
¿Fallados?
Rifles no bum-bum, dijo Bernardo. 
Oh, sí, winches de Hombre Rojo sí funciona, sí bum-bum, dijo Luisito. Balas de Hombre Rojo no bum-bum. Un bala bien, dos mal. Un bala bien, dos mal… 
Ah… Y por eso lo mataron… 
¿A Hombre Rojo? No. Nosotros no matamos, aseguró Luisito. 
¿Y entonces?
Bueno, basta de palabrería, dijo el Cebolla, y alcazándole a Bernardo uno de los sables, le dijo: hagamos lo que vinimos a hacer.

***

Otra fogata, no tan grande, fue la que armaron los Cinco Jóvenes Oficiales, que decidieron no entrar a dormir al cuartel. Por lo poco que faltaba para el amanecer no valía la pena arriesgarse a que los soldados de guardia los pescaran y los denunciaran con el Mayor. 
¡Arroja otra rama, que ya se está por apagar!
¿De dónde quieres que la saque? 
Los oficiales se alejaron un par de centenares del pasos por la playa y buscaron un lugar reparado por los arbustos. No les fue fácil encender el fuego, dado el viento y la dificultad de conseguir madera seca en las inmediaciones. 
Mirá, aquí encontré un cajón. 
Ponlo de una vez.
Sentados en la arena los jóvenes se pasaban la botella y el cigarrillo que compartían por turnos, y también por turnos se levantaban y cruzaban espadas con Arias Aldao, que iba de ese modo preparándose para el duelo. 
Clank, clank… 
Las hojas de acero de los sables devolvían el color cambiante de las llamas.
Espera, espera… ¡No tan rápido!
Algunos aguantaban más, otros menos, pero nadie resistía demasiado al Flaco de Ojos Saltones, que era por lejos el mejor del grupo. No por nada había sido él, de los cinco, el que había retado a duelo al estúpido húngaro, a quien los cinco detestaron por igual, desde que puso el pie en el baile en casa del Doctor. 
¡Cuidado!, gritó Montoya, cuando el filo del Teniente Arias Aldao le pasó a una pulgada de la nariz. ¿Acaso quieres matarme? 
Santini era, de los otros cuatro, el que más le aguantaba, aunque terminaba vencido también. 
¡Demonios! 
Ya habían llegado a la última botella, un excelente borgoña que el Subteniente Benítez, en su desazón, ponía boca abajo y sacudía, esperando sacarle aún otra gota. 
¿Y? ¿Nadie más?, exclamó Arias Aldao, exultante, con el rostro sudado a pesar del viento frío. 
No, ya basta. Descansa un poco. 
Pues la verdad, yo creo… dijo el Alférez Victorica, y por la pausa que hizo, todos se dieron cuenta de que iba a decir una estupidez. 
…creo que deberíamos pensarlo, pues. 
Con un suspiro, Benítez arrojó la última botella, que cayó muda sobre la arena. 
¿Pensarlo? ¿Pensar qué?, preguntó Santini, sacando un nuevo cigarrillo del bolsillo de su chaqueta. Esos, por suerte, aún no se habían terminado. 
Y… 
Victorica señaló a Arias Aldao, estirando los labios. 
Es demasiáo güeno, el flaco este, pa trenzarse con ese pobre gringo. 
¿Y con eso? 
Victorica le pidió a Santini el cigarrillo con un gesto, le dijo: 
Que tal vez, con dejarle un par de marcas… No hace falta que lo mate, digo yo.

***

Apa, apa, apa… meneaba la cabeza el Cebolla, mientras cruzaba aceros con Bernardo, al otro lado del río. ¿Eso es todo lo que tienes?
Ni siquiera se molestaba en atacar. Dejaba que Bernardo lo hiciera, y le paraba con facilidad todos los tiros. 
Será mejor que ni te presentes. Ese milico te tajeará como una pechuga de pavo. 
Los tehuelches asistían, divertidos, a las monerías del Cebolla. El Cacique ya no tenía puesto su gorro de piel de guanaco, sino la flamante galera que Bernardo le acababa de regalar. Los perros daban vueltas, alrededor de la hoguera, alborotados por el ruido. 
Ah… bostezó aparatosamente el Cebolla. ¡Me aburro! Creo que voy a dormir. 
Inclinó la cabeza y fingió ponerse a roncar, mientras seguía parando los tiros del sable de Bernardo, que no se esforzaba a fondo. ¿Cómo hacerlo, si estaban usando sables de verdad? El maestro con el que había aprendido le hacía usar sables de la misma forma y peso que los convencionales, pero sin filo, y con la punta cubierta por un trozo de fieltro -amén de gruesos protectores para el pecho, las piernas, los brazos y las partes nobles. 
Quien quiera que te haya enseñado, te ha robado tu dinero. 
¿Ah, sí? ¿Quieres que lo haga de verdad? Luego no te quejes.
Bernardo atacó con más ímpetu. Intentó por uno y otro frente, e hizo un par de fingimientos que el Loco no se creyó. 
¿Dónde aprendiste a manejar el sable así, Cebolla? 
¿Y a ti qué te importa? Menos pregunta el diablo y perdona. 
Los aceros chocaban, cada vez con más estruendo. A pesar de ser casi un palmo más alto, Bernardo no lograba sacarle ventaja. 
Te estás cansando, le advirtió el Cebolla. Haces todo el esfuerzo, y yo estoy fresco como una lechuga. 
¿Ah, sí?
Aquí no estás en uno de esos tontos torneos, donde luchas por los puntos. Aquí sólo hay un punto en disputa, joven idiota. Sólo hay una oportunidad. 
Picado en su orgullo, Bernardo hizo un ataque en dos tiempos que el Cebolla contuvo sin siquiera despeinarse. No sólo eso: después de trabar el sable de Bernardo por el contrafilo, el Loco dio dos pasos al frente y en una arriesgada maniobra tomó la empuñadura del sable de Bernardo y se lo arrancó de las manos. 
¡Juá, juá, juá!, estallaron en risotadas los tehuelches, al ver al joven de pronto desarmado. 
Pero… protestó sorprendido Bernardo. ¡Eso no vale!

***

¿Qué no lo mate? ¿Qué diablos estás diciendo? 
El que protestaba no era Arias Aldao, quien, a decir verdad, había contemplado esa posibilidad, sino el Teniente Santini. 
Y sí, insistió Victorica. Digo yo… que sólo lo lastime. Que sea un duelo… ¿cómo se dice? A primera sangre. 
Un duelo a primera sangre no es un duelo, dijo Santini, es una fantochada. Me niego a participar en algo así. 
Es que… si llega a enterarse el Mayor… 
¿Y por qué se va a enterar? ¿Tú se lo vas a decir? 
No, claro que no. 
Los demás aprobaron, menos el propio Arias Aldao, que dijo: 
Bueno, si el sujeto se disculpa… 
Ya es demasiado tarde para disculpas, lo cortó Santini. Si tienes tanto miedo, será mejor que no te presentes. 
Escucha… Arias Aldao arrojó su sable sobre la arena y se acercó a él. Lo tomó de las solapas. 
Es la segunda vez que me dices lo mismo. No permitiré que… 
Los otros oficiales trataron de separarlos. Santini sonrió. 
Sería mejor que te la tomes con quien te ha ofendido, no conmigo. 
Arias Aldao se estremecía de furia, sus ojos verdes más saltones que nunca. Tenía el puño bien crispado, listo para estrellárselo en la cara. 
Si soportas que un monigote como ese te dé una bofetada, frente a todo el mundo, le dijo lo más tranquilo Santini, y nos insulte a todos nosotros…
Arias Aldao se vio obligado a soltarlo, a pesar suyo. 
Santini se alisó las solapas arrugadas de su chaqueta con el dorso de la mano. 
Si tú no eres capaz de defender este uniforme, insistió, dejarás que sea yo quien lo haga. Aunque no sepa usar el sable tan bien como tú, te aseguro que… 
Está bien, está bien… lo cortó Arias Aldao. Lo haré.

***

Bernardo avanzó, con más rabia que nunca, dispuesto a terminar con el juego, ante un Cebolla que ahora retrocedía. 
Apa, apa, apa… Se ha enfadado, el señorito…
Uno de los perros chilló cuando el zapato de Bernardo le aplastó la cola. En uno de los aprontes los sables se trabaron en la empuñadura. Bernardo le propinó un empujón al Cebolla, que en movimiento de muñeca inesperado envolvió la hoja de su sable y… 
¡Ah!, chilló Bernardo, cuando la punta afilada del alfanje le hizo un tajo limpio en el muslo. 
Ja, ja, ja, festejaron los tehuelches. 
¡Maldito demente!, ¿qué diablos haces? 
¿Qué sucede?, abrió los brazos el Cebolla. ¿Eso tampoco vale? 
No era una herida muy profunda, pero dolía como el diablo. Un mancha de sangre se extendió por la parte baja de su pantalón de tweed.
Ven, ven aquí, lo llamó el Cebolla. Aún no he terminado contigo. 
Olvidando el dolor, Bernardo hizo otro ataque, realizó un avance y otro más, cambió de frente y tiró un degagé que el Loco esquivó con lo justo, para devolverle un sablazo directo a la cara. 
Ja, ja, ja…, volvieron a reír los hombres de Morocho.
Bernardo se tomó la mandíbula, con la mano que le quedaba libre, y la retiró cubierta de sangre. 
¡Maldita sea, Cebolla! ¿Acaso quieres matarme? 
Mejor yo que él, dijo el alegremente su instructor. 
Recién entonces Bernardo lo entendió: estaba lidiando con un loco, un desequilibrado mental, para quien todo era una broma. Su herida seguía sangrando. Su frac ya estaba hecho un desastre. Apretando los dientes, Bernardo avanzó otra vez, efectuando tiros cada vez más arriesgados. 
Maldito demente. Desquiciado… 
¿Por qué te enfadas?, respondió el Cebolla. A las mujeres les gustan las cicatrices. Te haré una del otro lado, para que haga juego. 
Ya estaban un poco cansados, los dos, tal vez más el Cebolla. Después de un bloqueo quedaron trabados, como hacía un momento, sólo que esta vez Bernardo fue más rápido. Envolvió con un golpe de muñeca el sable de su oponente y tiró una estocada a fondo. 
Ougg… abrió bien grandes los ojos el Cebolla, cuando la punta del szabla polaco de Bernardo perforó su ropa y se hundió en su barriga. 
¡Ohh!, exclamaron a una los salvajes. 
El Loco dejó caer el sable, y después de vacilar un momento, se desplomó. 
¡Cebolla!

***

El cielo estrellado del Sur se había cubierto por completo, el viento traía un presagio de lluvia. No debía de faltar mucho para el amanecer. Los soldados caminaron por la playa en dirección Norte, evitando pasar por el poblado, donde alguien podía verlos o pedirles explicaciones. El mar era una gran mancha negra en la que una solitaria lucecita subía y bajaba; seguro el candil de alguno de los cúters fondeados en la rada, en el que sus tripulantes esperaban el amanecer para lanzarse a la mar. Los cormoranes chillaban sobre los tablones del muelle, presintiendo la llegada del día.

***


Negro… De color bien negro… murmuraba en sueños Nazario, unas diez millas más al sur, por el camino que iba a la Estancia Logroño. Como cada domingo a la madrugada, su alazán malacara lo llevaba al paso para la querencia. Una maravilla de pingo, el mejor que había tenido jamás. 

Negro, sí. El más negro que háiga… 
Un caballo proveniente de una de las tropillas del Cacique Morocho, el mejor criador de la región. Un potro domado a la manera de los indios, sin recibir un solo azote. Nazario se había cansado de ganar carreras con él, y ahí estaba el problema: ya era demasiado conocido. Nadie quería correr contra su alazán. No había nadie que hiciera una apuesta contra su Malacara. 
¿Qué remedio le quedaba? ¿Venderlo? Ni por cien pesos lo hubiera largado. Le había tomado cariño. 
¿Qué es lo que quieggue pintagg?, le había preguntado el boticario. 
Eh… pues… un gato, dijo Nazario, que tampoco podía dejar que la bola se corriera. Si llegaba a taparle la estrella blanca de la cara, y lo hacía correr por un amigo… 
¿Un gato?, preguntó divertida la mujer del boticario, una gordita de ojos hechiceros que encandilaron al humilde gaucho. ¡Qué grggacioso! ¿Pogg qué quiere pintagg un gato? 
Bueno, pues… 
Nazario rozó su mano, cuando le dio los veinticinco centavos que costaba el frasco de anilina, y no dejó de pensar en ella en el resto de la noche, incluso mientras estaba con una de las chicas, en la pieza anexa del Salón Adriático. 
Cloc, cloc, cloc, avanzaba el Malacara por la huella, y meciéndose sobre su lomo Nazario revivió de manera más o menos inconexa los hechos sobresalientes de la noche. Su partida de truco en el boliche de Irena, y luego su paso por el Diluvio, donde casi se agarra a las cuchilladas… 
Cloc, cloc, cloc… 
No. Eso no fue en el Diluvio. Eso fue frente a la casa del Dotor. Cuando le dijo al Gringuito que… 
Nazario abrió los ojos, de pronto, y recordó todo lo que había pasado. El cielo comenzaba a clarear, apenas, al otro lado del Estrecho. 
¡Malaya!, exclamó el gaucho, que hizo girar su Malacara y sin pensarlo dos veces arrancó al galope para el Norte.

***

Apa, apa, apa… murmuraba el Cebolla, mientras dos de sus amigos tehuelches lo cargaban adentro del rancho, sosteniéndolo uno de los pies y otro de los hombros. 
¡Cebolla!, entró detrás de él Bernardo. Perdóname, Cebolla… 
Lo depositaron muy despacio sobre el jergón maloliente que le servía de cama. 
Está bien…, dijo el Cebolla. Fue sólo un raspón… 
Morocho también entró, bloqueando por un momento la luz que llegaba desde afuera. Dio un par de órdenes en su idioma. Uno de los indios le abrió la camisa al Cebolla y le cortó la camiseta con un facón. Oscura sangre manaba de su vientre. 
Debemos llevarte con el Doctor O’Reilly, dijo Bernardo. Iré a buscarlo. 
No…, dijo el Cebolla. No hace falta… 
Se palpó él mismo la ubicación de su herida, dijo: 
No creo que haya tocado un órgano vital. Tal vez el intestino, un poco… 
Uno de los tehuelches, que masticaba desde hacía un momento unas hojas que había sacado de una alforja, escupió el contenido sobre su mano y lo colocó sobre la herida del Cebolla. Bernardo estuvo a punto de impedirlo, pero el Loco le dijo: 
Déjalo… Estos salvajes son más listos de lo que parece. Apa, apa, apa… Sí que duele… 
Bernardo tomó asiento en el espacio quedaba entre el jergón y la pared. Le acarició al Cebolla las sienes con las yemas de los dedos, como recordaba que su mamá hacía con él, de pequeño, cuando quería mitigarle algún dolor. 
Está bien, está bien… le dijo el Cebolla. Descansa, descansa un poco. Creo que ya estás preparado para el duelo… Podrás hacerlo bien. 
¿Tú crees? 
Terminado que hubo con el Cebolla, el Curandero le hizo señas a Bernardo de que se echara también. Se sacó de la boca la hierba masticada y se la aplicó en la herida del mentón. Bernardo lo dejó hacer, estaba demasiado cansado. Ahora que el susto pasaba y se aplacaban sus latidos, se daba cuenta de que estaba agotado, física y espiritualmente. De a poco se adormeció, mientras veía como el indio le aplicaba también su curiosa medicina en la herida de la pierna, y en otro tajo que tenía cerca de la tetilla izquierda, que no recordaba en qué momento se había hecho. 
Sí. Ya estás listo, repitió el Cebolla, y eso fue lo último que Bernardo alcanzó a escuchar, antes de quedarse dormido.


© Emilio Di Tata Roitberg, 2019.
 

A continuación...

CAPÍTULO 64: A ORILLAS DEL RÍO

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Esta es una historia de ficción, cualquier semejanza con hechos reales o con personas vivas o muertas es mera coincidencia. Los nombres y apellidos de los personajes fueron tomados al azar y de manera separada y no guardan ninguna relación con personas reales de tiempos pasados o presentes.
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