Sí, don Chicho se había pasado de copas, él mismo terminó por darse cuenta, cuando cayó redondo en mitad del salón y no fue capaz de levantarse. Dos criados del Dr. O’Reilly lo ayudaron a ponerse de pie y lo condujeron hasta su mesa, sosteniéndolo uno de cada sobaco:
Va bene… va bene… Non è nechessario.
El baile había terminado, para entonces, y también la cena que marcaba el punto final de la fiesta de cumpleaños del Doctor.
Por aquí, caballero, lo depositaron en su silla los sirvientes, antes de retomar sus tareas.
El Sastre napolitano sentía sobre sí las miradas reprobatorias de los demás invitados. Diga que casi no quedaban damas, en ese momento. Una de las pocas era Irena, la dueña del Salón Adriático, que debió de haber hecho algún comentario malicioso a costa suya, porque sus compañeros de mesa, mirando a don Chicho, se largaron una carcajada. Don Chicho le hizo a Irena una inclinación de cabeza y la saludó a la distancia, como si él también participara de la broma. Entre dientes murmuró:
Zóccola! Va fancou’li ta muorti!
También los compañeros de mesa de don Chicho partieron, cada cual a su turno.
Le deseo mucha suerte mañana, don Chicho…
Don Chicho no sabía si se lo decían en serio o le tomaban el pelo. Se recostó en la silla y cerró los ojos, durante lo que a él le pareció un instante. Al volver a abrirlos, la mayoría de los invitados ya se había retirado, incluida esa perdida de Irena; sólo quedaba un puñado de caballeros jugando a las cartas, en una de las mesas del centro del salón. Los criados del Doctor habían apilado contra una pared la mayoría de las mesas y sillas y ahora barrían de punta a punta el piso de parquet, sobre el que habían tirado puñados de aserrín empapados en agua con creosota.
Dos cartas para mí.
Yo voy a quegguer trgges, s’il vous plâit…
El Gobernador ya se había ido, a esas alturas, e incluso el Doctor O’Reilly había abandonado el salón, dejándolo para uso exclusivo de los timberos.
¿Y el duelo, Sr. Pietralacqua?, preguntó Martínez Martínez, sin dejar de mirar sus cartas. ¿Se hace, al final?
Sus compañeros rieron, y hasta los criados, tan serios que parecían, no se molestaron en ocultar una sonrisa.
Sea prggudente, don Chichó, le rogó el Boticario, también en vena jocosa. ¡No lo vayamos a peggdegg!
El salón, que durante el baile había brillado con las luces de faroles y candelabros, ahora se encontraba en penumbras, iluminado por unas pocas bujías.
Cubro sus veinte pesos, Monsieur Lefèvre, y subo veinte más.
Pagguece Usted muy seguggo, Señogg Maggtinés.
Martínez Martínez, lo corrigió el Nortino.
Yo paso, por esta vez, dejó sus cartas boca abajo sobre la mesa Herr Hoffman.
Yo también, dijo Johanssen Padre.
Don Chicho se puso de pie, pesada, trabajosamente. El cuerpo le dolía, después de permanecer tanto tiempo en una postura desacostumbrada.
Dos pares y un tgguío, exclamó triunfante el Boticario, que ya se disponía a retirar la totalidad del bote, cuando Martínez Martínez, con rostro apenado, declaró:
Y yo que sólo tengo un… ¡Full-house!
Sacré bleu!
Ja, ja, rió para sus adentros don Chicho, mientras caminaba hacia la salida, Grandíssimo cornuto!
Antes de salir hizo una breve parada en el moderno gabinete sanitario que había en casa del Doctor, y probó el tan mentado inodoro de porcelana, recién importado de Inglaterra.
Bah… qué assurdità!, opinó don Chicho, que ni se molestó en accionar la palanca del depósito de agua. Que lo hicieran los sirvientes, para qué diablos estaban.
Don Chicho Pietralacqua cruzó el vestíbulo y salió al porche. Ya se sentía mejor. El aire frío de la madrugada terminó por despejarlo.
¡Eh, don Chicho!, lo tomó del brazo alguien que salía. Era Martínez Martínez, que rebosaba buen humor, habiéndose repuesto en las últimas jugadas del dinero que había perdido a manos de la Tabernera.
¿Va para su casa? Lo llevo, dijo, al tiempo que su carruaje se detenía en la entrada.
A Don Chicho le pareció que lo trataba con demasiada familiaridad.
No, tante grazie, le respondió.
¿Está seguro?
Maldito nativo, se pensaba que por haber hecho unos pesos poniendo a copular las vacas…
Tante grazie, repitió muy digno Don Chicho. Mi piache caminare.
Atrás venía el Boticario, colocándose el abrigo y el sombrero. Se lo veía malhumorado, y con razón, tras haber fracasado en una misma velada en el juego y el amor.
Qué remedio, caminaron juntos por el empedrado. La calle estaba vacía, para esa hora. Los mendigos y curiosos apostados frente a la casa del Doctor habían desaparecido, los soldados de la guardia también. Don Chicho soportó durante dos cuadras los lamentos del franchute, que al llegar a su botica exclamó consternado.
¡Peggo…! ¿Qué diablos…?
Uno de las ventanas de su casa tenía un vidrio roto, sin dudas por efectos de un piedrazo.
Hélène!, gritó desde la calle Monsieur Lefèvre. Hélène!
Su esposa se asomó en camisón y cofia de dormir.
Qu’est-ce qu’il s’est passé, bon sang?, preguntó el Boticario.
Oh, c’est rien!, le respondió alegremente su esposa. ¡Buenas noches, Señor Pietralacqua!
Bounanotte, signora…
¿Cómo le ha ido en la fiesta? ¿Lo ha pasado bien?
No tan bien como tú, lagarta, pensó don Chicho, que en cambió respondió:
Bene, Signora. Molto bene…
Y, tras hacer una breve reverencia, siguió su camino.
Bella figlia dell’amore… canturreó el Sastre napolitano, que en verdad la había pasado de maravillas en casa del Doctor: había bailado con las jóvenes más hermosas de la Colonia, había relatado sus hazañas bélicas a sus admirados vecinos, y había bebido los más exquisitos licores sin pagar un centavo.
El baile había terminado, para entonces, y también la cena que marcaba el punto final de la fiesta de cumpleaños del Doctor.
Por aquí, caballero, lo depositaron en su silla los sirvientes, antes de retomar sus tareas.
El Sastre napolitano sentía sobre sí las miradas reprobatorias de los demás invitados. Diga que casi no quedaban damas, en ese momento. Una de las pocas era Irena, la dueña del Salón Adriático, que debió de haber hecho algún comentario malicioso a costa suya, porque sus compañeros de mesa, mirando a don Chicho, se largaron una carcajada. Don Chicho le hizo a Irena una inclinación de cabeza y la saludó a la distancia, como si él también participara de la broma. Entre dientes murmuró:
Zóccola! Va fancou’li ta muorti!
También los compañeros de mesa de don Chicho partieron, cada cual a su turno.
Le deseo mucha suerte mañana, don Chicho…
Don Chicho no sabía si se lo decían en serio o le tomaban el pelo. Se recostó en la silla y cerró los ojos, durante lo que a él le pareció un instante. Al volver a abrirlos, la mayoría de los invitados ya se había retirado, incluida esa perdida de Irena; sólo quedaba un puñado de caballeros jugando a las cartas, en una de las mesas del centro del salón. Los criados del Doctor habían apilado contra una pared la mayoría de las mesas y sillas y ahora barrían de punta a punta el piso de parquet, sobre el que habían tirado puñados de aserrín empapados en agua con creosota.
Dos cartas para mí.
Yo voy a quegguer trgges, s’il vous plâit…
El Gobernador ya se había ido, a esas alturas, e incluso el Doctor O’Reilly había abandonado el salón, dejándolo para uso exclusivo de los timberos.
¿Y el duelo, Sr. Pietralacqua?, preguntó Martínez Martínez, sin dejar de mirar sus cartas. ¿Se hace, al final?
Sus compañeros rieron, y hasta los criados, tan serios que parecían, no se molestaron en ocultar una sonrisa.
Sea prggudente, don Chichó, le rogó el Boticario, también en vena jocosa. ¡No lo vayamos a peggdegg!
El salón, que durante el baile había brillado con las luces de faroles y candelabros, ahora se encontraba en penumbras, iluminado por unas pocas bujías.
Cubro sus veinte pesos, Monsieur Lefèvre, y subo veinte más.
Pagguece Usted muy seguggo, Señogg Maggtinés.
Martínez Martínez, lo corrigió el Nortino.
Yo paso, por esta vez, dejó sus cartas boca abajo sobre la mesa Herr Hoffman.
Yo también, dijo Johanssen Padre.
Don Chicho se puso de pie, pesada, trabajosamente. El cuerpo le dolía, después de permanecer tanto tiempo en una postura desacostumbrada.
Dos pares y un tgguío, exclamó triunfante el Boticario, que ya se disponía a retirar la totalidad del bote, cuando Martínez Martínez, con rostro apenado, declaró:
Y yo que sólo tengo un… ¡Full-house!
Sacré bleu!
Ja, ja, rió para sus adentros don Chicho, mientras caminaba hacia la salida, Grandíssimo cornuto!
Antes de salir hizo una breve parada en el moderno gabinete sanitario que había en casa del Doctor, y probó el tan mentado inodoro de porcelana, recién importado de Inglaterra.
Bah… qué assurdità!, opinó don Chicho, que ni se molestó en accionar la palanca del depósito de agua. Que lo hicieran los sirvientes, para qué diablos estaban.
Don Chicho Pietralacqua cruzó el vestíbulo y salió al porche. Ya se sentía mejor. El aire frío de la madrugada terminó por despejarlo.
¡Eh, don Chicho!, lo tomó del brazo alguien que salía. Era Martínez Martínez, que rebosaba buen humor, habiéndose repuesto en las últimas jugadas del dinero que había perdido a manos de la Tabernera.
¿Va para su casa? Lo llevo, dijo, al tiempo que su carruaje se detenía en la entrada.
A Don Chicho le pareció que lo trataba con demasiada familiaridad.
No, tante grazie, le respondió.
¿Está seguro?
Maldito nativo, se pensaba que por haber hecho unos pesos poniendo a copular las vacas…
Tante grazie, repitió muy digno Don Chicho. Mi piache caminare.
Atrás venía el Boticario, colocándose el abrigo y el sombrero. Se lo veía malhumorado, y con razón, tras haber fracasado en una misma velada en el juego y el amor.
Qué remedio, caminaron juntos por el empedrado. La calle estaba vacía, para esa hora. Los mendigos y curiosos apostados frente a la casa del Doctor habían desaparecido, los soldados de la guardia también. Don Chicho soportó durante dos cuadras los lamentos del franchute, que al llegar a su botica exclamó consternado.
¡Peggo…! ¿Qué diablos…?
Uno de las ventanas de su casa tenía un vidrio roto, sin dudas por efectos de un piedrazo.
Hélène!, gritó desde la calle Monsieur Lefèvre. Hélène!
Su esposa se asomó en camisón y cofia de dormir.
Qu’est-ce qu’il s’est passé, bon sang?, preguntó el Boticario.
Oh, c’est rien!, le respondió alegremente su esposa. ¡Buenas noches, Señor Pietralacqua!
Bounanotte, signora…
¿Cómo le ha ido en la fiesta? ¿Lo ha pasado bien?
No tan bien como tú, lagarta, pensó don Chicho, que en cambió respondió:
Bene, Signora. Molto bene…
Y, tras hacer una breve reverencia, siguió su camino.
Bella figlia dell’amore… canturreó el Sastre napolitano, que en verdad la había pasado de maravillas en casa del Doctor: había bailado con las jóvenes más hermosas de la Colonia, había relatado sus hazañas bélicas a sus admirados vecinos, y había bebido los más exquisitos licores sin pagar un centavo.
Vieni e senti del mio coure
il frequente palpitar…
Una noche a la que no le faltaron emociones. ¡Hasta había sido elegido padrino en un duelo!
Don Chicho bordeó la Plaza de Armas, el pastizal en cuyos extremos estaban emplazados los cañones que apuntaban hacia la bahía, ante el siempre latente peligro de una invasión. El viento soplaba del Este, trayendo su característico aroma a algas y a pescado podrido.
Ah! Così parlar d’amore… !
A don Chicho le hizo gracia que, al correrse la voz de que iba a haber un duelo, los invitados pensaran que el que iba a batirse era él. Algo que Don Chicho en ningún momento admitió, aunque tampoco se encargó de desmentir.
¿Qué hora debía ser? Al pasar bajo el farol más cercano Don Chicho sacó del bolsillo el reloj con leontina y levantó la tapa. ¡Las dos y cuarto de la mañana! Al amanecer, don Chicho debía presentarse en el lugar convenido, el terreno de atrás del Viejo Aserradero, para oficiar como padrino en el duelo de ese joven insubstancial. ¿Cómo demonios era que se llamaba? Un mozalbete húngaro o rumano al que don Chicho, sólo por pedido del Gobernador, había accedido a confeccionarle uno de sus magníficos trajes. Un jovenzuelo arrogante, que se paseó como un pavo real en la fiesta del Doctor, que hizo la corte y sacó a bailar a todas las damas, y luego, en una riña absurda, terminó retando a duelo a un oficial del Regimiento 53: un enfrentamiento en el que seguro lo iban a matar.
Qui-quiriquí… cantó un gallo en alguna parte, aunque el cielo aún no clareaba.
¡Bernardo!, dijo en voz alta don Chicho.
Al apellido no lo recordaba, pero lo tenía anotado en la letra de pago que el mozalbete le firmó, comprometiéndose a pagarle a razón de cinco pesos por mes, hasta completar la suma de treinta pesos, por el importe total del frac.
Don Chicho se había opuesto, al principio, a ese duelo insensato, aunque luego se lo pensó mejor. Ya que, en el caso de que el joven rumano o húngaro tuviera la desgracia de caer en el Campo del Honor, él (don Chicho) no iba a tener más que ir y presentar la letra de pago al Gobernador, quien había salido como garante del crédito. Eso significaba que iba a cobrar los treinta pesos de una sola vez, en vez de esperar seis largos y azarosos meses, en los que cualquier cosa podía pasar.
¿Y qué pasaría si…?
Ya liberado casi por completo de los efectos del alcohol, el cerebro de don Chicho trabajaba a toda velocidad.
Porque, ahora que lo pensaba, el Señor Gobernador, a la firma de ese tal Bernardo no la conocía. ¿Qué tal si don Chicho hacía pedazos la letra por los 30 miserables pesos y en su lugar confeccionaba otra por 60, que es lo que con toda justicia debió haber cobrado, antes de que ese maldito rumano se pusiera a regatear?
Don Chicho llevaba casi promediada la extensión de la plaza cuando un perro salió de entre los pastizales y se puso a caminar junto a él.
¿Y por qué no por 80?, barajaba osadamente las cifras en su mente el Sastre napolitano. ¿Y por qué no por 100?
El alumbrado público se hacía algo más escaso, en esa cuadra, dejando entre uno y otro farol amplias zonas sin iluminar. El viento seguía soplando.
No. Cien pesos era mucho. Pero, digamos, noventa y cinco…
Los pasos del perro se superponían con los suyos. Don Chicho no pudo evitar reírse en voz alta. ¡Noventa y cinco pesos, en dinero contante y sonante, por un traje cuya tela no le había costado ni siquiera cinco! Al precio de la confección ni lo contaba, porque al infeliz de Calixto lo tenía trabajando por menos que nada.
Má…, exclamó don Chicho, cuando sintió la lengua del perro hacer contacto con el dorso de su mano. Va vía, cane repugnante!
Don Chicho estiró el brazo para echar mano a su sable, y en ese momento se dio cuenta de que se lo había olvidado.
Uuuuhhuuuu… sopló algo más fuerte el viento.
Bueno, se dijo don Chicho, no es tan grave. El sable quedó en casa del Doctor, mañana lo paso a buscar.
Se sintió algo menos seguro, sin embargo, y comenzó a caminar más apurado.
Campane a festa, pace vittoriosa… trató de canturrear, para darse ánimos. Ritornato dal fronte i bersaglieri…
Uuuuhhuuuu…
Sus pasos resonaban sobre las lajas desparejas de la calle principal, pero no eran sus pasos solamente, sino también los de alguien más.
Cagnolino? Sei tu?
No, no eran los pasos del perro, esta vez, sino el ruido de unas botas, que marchaban cada vez más rápido. Don Chicho miró hacia atrás, sin distinguir nada, miró adelante otra vez. El frente de su sastrería estaba a menos de cien varas de distancia.
Madonna santa!
No eran imaginaciones suyas, dos hombres lo seguían. Don Chicho pudo verlos cuando pasaron debajo de un farol. Y no dos hombres cualquiera: dos soldados. Uno de ellos gritó:
¿Ónde vas, viejo cagáo?
***
El silencio era total, dentro de la sastrería. Las velas no ardían. La rueda de la Singer había dejado de girar. Ni siquiera se escuchaba el ronronear de la salamandra, ya que, por orden de don Chicho, en la primavera el fuego no se debía encender, por más que hiciera un frío que pelara. Una sabia decisión, que le permitía ahorrarse tres pesos a la semana en leña, y de paso evitar el humo que a la larga terminaba impregnando las telas y los trajes.
Detrás del mostrador, tirado sobre el piso, se ubicaba el jergón de Calixto, el aprendiz de sastre, que a pesar de lo mucho que había trabajado durante el día, y de lo poco que había dormido durante la semana, ahora apenas si podía conciliar el sueño. Calixto daba vueltas sobre su jergón de lana apelmazada, hablaba en sueños, se despertaba y, para calmar el chillido de sus tripas, se levantaba y bebía un vaso de agua. Era la única manera que tenía de engañar al estómago, luego de que don Chicho (en justo castigo por sus fechorías) también esta noche lo mandara a dormir sin cenar.
Ay…, se quejaba en voz alta Calixto, y no sólo por hambre, sino por la nueva paliza que ya se veía venir.
Y eso porque, en un osado intento, el joven aprendiz había logrado abrir la cerradura de la puerta de la despensa de Don Chicho, el lugar donde su patrón guardaba toda la comida y sus excelentes vinos. Calixto lo logró usando un cortaplumas y una ganzúa que había adquirido en el boliche El Diluvio, a cambio de un pequeño trabajo de costura que había realizado por su cuenta.
El mismo sujeto que se la vendió le dio instrucciones de cómo usarla, lo cual no era tan sencillo como parecía. A Calixto se le hacía agua la boca, nomás de pensar en los manjares que don Chicho tenía ahí adentro: queso parmesano, salchichones de diferentes clases, arenques en salmuera o pepinillos en frascos. Cosas que él mismo le veía comer, con excelente apetito, mientras él daba cuenta de sus mendrugos de pan duro y de su caldo aguado.
¡Al fin!, dijo Calixto cuando el mecanismo cedió y él pudo entrar al sancta sanctorum, sólo para encontrarse con que, al mueble donde tenía sus exquisiteces, don Chicho le había puesto un candado.
¡No!
Un candado de bronce de la Pacific Railways que resultó invulnerable para su recién adquirida herramienta, y que tampoco mostró la menor intención de abrirse cuando Calixto probó con una horquilla de pelo y con un alambre. El sudor le corría por la frente, al joven Aprendiz; el estómago le chillaba con renovados bríos al sentir el aroma de las deliciosas provisiones filtrarse por las rendijas mientras él se afanaba por vulnerar el mecanismo.
Para nada. A Calixto no le quedó más que volver a su acostarse, con una preocupación nueva: la ganzúa le había servido para abrir la puerta, pero no para cerrarla. Cuando don Chicho volviera iba a darse cuenta de que él estuvo allí, e iba a administrarle una buena ración de palos. O, peor aún, a darle tantos azotes con el rebenque que probablemente lo matara.
Calixto se bebió otro vaso de agua, volvió a acostarse, y cuando al fin sintió que se dormía, tuvo que levantarse a orinar. ¿Qué podía hacer? Hacía nueve años que estaba al servicio de Don Chicho. Los cinco primeros, como aprendiz simple, sin goce de sueldo, y luego como sastre de segunda categoría, con una exigua paga que una vez por mes pasaba a retirar íntegra a su madre, una viuda a cargo de dos niños pequeños y del abuelo de Calixto, que había quedado tullido al caer de un caballo. La familia vivía en un puesto en una estancia ganadera, al norte del Cabo Negro, el lugar donde Calixto había nacido y vivido hasta los diez años. Muchos por allí aún envidiaban su suerte, y su madre se lo repetía, cada vez que bajaba a Punta Arenas a visitarlo: más de uno quisiera estar como tú, le decía, ahí en el pueblo, trabajando puertas adentro, calentito, y de paso aprendiendo un oficio, en vez de pasar por las dificultades que debían enfrentar los otros muchachos de su edad, que dormían a la intemperie durante los arreos y se jugaban la vida en las duras tareas rurales.
¡Oh, mamá…!, se hizo un ovillo en su jergón Calixto, que a pesar del hambre y del miedo pudo por un momento llegar a adormilarse, hasta que unos gritos lo hicieron saltar por el aire.
¡Calisto! ¡Calisto!
Unos golpes en la puerta trasera. Golpes desesperados.
Appri la porta, Calisto! Appri, qui mi amásano!
Calixto descolgó la llave del clavo (a esa sí la tenía) y se apuró a abrir.
¡Ah!, se abalanzó dentro de la casa Don Chicho, al tiempo que ordenaba:
Ferma la porta! Férmala, súbito!
Calixto le obedeció sin hacérselo repetir, echó llave y puso el palo de trabar.
Ah! Ah…!, resollaba don Chicho, que tomó asiento en la única silla que había en la cocina y se llevó la mano al pecho, como si fuera a sufrir un ataque al corazón.
Dúe hombre, explicó, dietro mío… Dúe soldati…
Calixto miró por la pequeña ventana que daba al fondo. La oscuridad hizo que el vidrio le devolviera su rostro reflejado.
No se ve nada, dijo.
Stronzzo!, respondió ofuscado el Sr. Pietralacqua. Casi me mátano!
Menos preocupado por el ataque de los bandidos, lo que aterraba a Calixto era que su patrón descubriera que la puerta de la alacena estaba sin llave. ¿Qué opción le quedaba? Ganar la puerta y salir corriendo, tal vez, y conseguir trabajo como leñador en el monte, o ir al puerto y enrolarse en un barco pirata.
¿Un poco de agua, don Chicho?
Non tengo sede, imbéchile!, le respondió don Chicho.
Aunque, pensándolo mejor, sí podía calmar los nervios con un vasito de vino. Don Chicho se puso de pie, caminó hacia la despensa…
¡Aquí vamos!, pensó Calixto.
Cuando estaba por poner la mano en el picaporte, don Chicho se detuvo. Tanteó sus bolsillos, en busca del manojo de llaves.
Achidente!
Debió de haberse caído, cuando trataba de entrar apurado.
¿Y ahora?
No quedaba más que salir a buscarlas, a riesgo de que los bandidos, aún agazapados en las sombras, llegaran a atacarlo.
Vái tú, le dijo a Calixto.
¿Yo? Pero si…
Vai, vai, lo alentó con un gesto de la mano el Sr. Pietralacqua. Ío mi quedo cuí, cobriendo la retaguardia.
La llama del farol a querosén iluminaba de manera más bien pobre el camino de tierra apisonada del patio trasero.
¡No se ve nada!, dijo Calixto.
Guarda, guarda bene, decía desde adentro don Chicho, que al final, con muchas precauciones, salió a buscar también él, empuñando como un garrote el palo que usaban para trabar la puerta.
É cherto, non se ve un catzzo, tuvo que reconocer don Chicho.
A lo mejor mañana, cuando salga el sol…
State zitto!
***
Don Chicho tuvo que conformarse con el vaso de agua nomás. Lo tomó cerrando los ojos, como si se tratara de una medicina repugnante.
Ah… finalmente…
Después de que el bueno para nada de Calixto lo ayudara a quitarse las botas y el uniforme de la Brigada Cívica, y lo asistiera a ponerse su ropa de dormir, don Chicho cerró la puerta de su cuarto y se acostó sobre su suave y bien mullido colchón.
Porca miseria…
No iba a serle tan fácil conciliar el sueño. Su incidente con los soldados-ladrones aún lo atormentaba. Malditos cobardes. De haber tenido su sable…
Tic-tic-tic-tic…
No se escuchaba ningún ruido, fuera del del pequeño reloj, pero don Chicho temía que aún estuvieran ahí afuera merodeando. ¿Qué tal si encontraban las llaves? Aunque las puertas de la sastrería tuvieran buenas trabas, tal vez intentaran entrar.
Manacchia la marosca!, exclamó don Chicho, incorporándose de pronto en el lecho. Con todo ese jaleo, había olvidado por completo el asunto del duelo. Buscó a tientas la caja de fósforos, prendió uno y lo acercó a su reloj, que había quedado con la tapa abierta, sobre la mesa de noche.
Porca miseria!
Eran pasadas las tres. Es decir, faltaba una hora y media, dos horas como mucho para el amanecer. Don Chicho apagó el fósforo, y volvió a dejar caer su cabeza en la almohada, pensando en lo que iba a hacer.
Tic-tic-tic-tic…
Tenía dos opciones:
La primera: pedirle a Calixto que se quedara despierto, reloj en mano, y lo despertara en una hora, para vestirse y ponerse en camino hacia el Campo del Honor; a pie, cuando todavía fuera de noche, desarmado y, por lo tanto, expuesto al ataque de cualquier malandrín tuviera ganas de cortarle el cuello; soportando además la incomodidad de una larga caminata, y la cruda helada que, aún en esa época del año, caía cada noche en esta tierra maldita.
La segunda: no ir.
Salomónicamente, don Chicho se inclinó por esta última opción, y tras dar por concluido el tema, se tendió sobre su lecho y se puso a rememorar los buenos momentos que había pasado durante la fiesta del Doctor. Su baile con las bellezas de la Colonia; el roce de la tela de sus vestidos, su aroma, su pelo, la textura de su piel…
Ah…
El calor de sus cuerpos, que se movían grácilmente entre sus manos de guerrero…
En su cabeza sonaba nuevamente la música de Strauss; en la oscuridad de su cuarto se fue haciendo la luz.
Don Chicho…
¿De quién era esa voz?
Don Chicho…
Era la voz de Judith, la judía, que abría la puerta y entraba en su habitación, muy lentamente, como si temiera molestarlo.
Oh, don Chicho…
Oh, Chudíte, susurró don Chicho, que veía a la bella hebrea despojarse de su vestido, sin dejar de mirarlo con sus ojos cargados de deseo.
Oh, Chicho… mi amor… mi rey…
Vieni cuí, Betsabéa… Vieni con il rey Davíde…
Oh, don Chicho…
Alguien más hacía su aparición, desde las sombras, y se acercaba a su cama por el otro costado: era la Limeña, la sobrina del Gobernador.
Chicho, mi valiente guerrero…
Signorina Carlota, corrió a un lado la sábana y las mantas don Chicho,
al tiempo que empuñaba el único sable que en ese momento le hacía falta. Carlota, ven aquí…
Las dos ninfas se tendieron junto a él, una de cada lado, al tiempo que una tercera abría la puerta y le decía:
Ay, don Chicho… ¿Y yo?
Era Elisa, la hija del Doctor O’Reilly, una joven más bien esmirriada, de rostro anguloso, con más pecas que huevo de perdiz.
Don Chicho… No se olvide de mí...Por favor…
Vieni, vieni anque tú, le dijo generosamente el Sastre napolitano.
Ah… ah… ah…
Don Chicho era el Vesubio en erupción. Su corazón de gladiador bombeaba con más y más ímpetu su ardiente sangre meridional. Las tres bellezas de Punta Arenas -la morena, la pelirroja y la rubia- se turnaban para acariciarlo y besar su varonil mostacho.
Oh, don Chicho… don Chicho...
Y una cuarta trató de sumarse al lote: Irena, la Tabernera, la que tan mal lo había tratado durante el baile.
¿Por qué me has olvidado, don Chicho?
¡Fuera de aquí, gallina vieja!, la rechazó don Chicho. ¡Lárgate, vieja bruja!
Oh, don Chicho, tuvo que irse llorando amargamente la ingrata.
¡PLAM!, se escuchó el portazo cuando Irena salió.
El ruido sonó tan real que don Chicho, interrumpido en sus ensueños, se incorporó en el lecho de un salto.
Cosa è sucesso? Calisto!
Una madera chirrió, al otro lado del tabique.
¿Calisto?
Unos pasos se dejaron oír, después un carraspeo.
¿Sí, don Chicho?
Su voz sonaba extraña.
Cosa fái? Stái despierto?
No, don Chicho.
E cuesto ruido?
Calixto trató de articular lo mejor que pudo su respuesta, tanto como se lo permitió su boca llena de un trozo de salame que, en su desesperación, había empezado a engullir con todo y piolín.
No-no escuché nada, don Chicho.
Don Chicho resopló fastidiado.
Vá dormire, le ordenó. Vái, vái.
Sí, don Chicho.
Cattzo di mínquia…
La casa volvió a quedar en silencio. Don Chicho se acostó otra vez, aunque el momento de pasión se había perdido. Las tres sirenas se alejaban, sin que él fuera capaz de retenerlas.
Ragazze…, les rogó. Torna, torna con don Chicho…
No hubo caso. Eolo soplaba con más fuerza y la barca de Ulises se hundía en las negras aguas del Egeo…
Ragazze…
La luz del amanecer ya se insinuaba en la ventana de su habitación. Don Chicho volvió a taparse, resignado a su suerte, cuando una voz suave y dulce susurró:
Don Chicho, aquí estoy…
No se trataba de una de las invitadas a la fiesta, esta vez, sino de una visitante completamente inesperada: la hija de Flora, la lavandera, con su carita dulce y sus largas trenzas negras.
¡Lalita!
Una muchacha que, por su origen humilde, no había sido invitada al baile de los elegantes del pueblo, aunque el espíritu republicano de don Chicho la hacía entrar de todos modos, de su brazo, vestida como una princesa.
Oh, don Chicho… Te amo, don Chicho…
Anqu’ío, Lalita, exclamó don Chicho, que sintió como recobraba sus bríos otra vez.
Llévame otra vez a casa, don Chicho. Hazme tuya…
Oh, Lalita, le respondió el apasionado Sastre, y la punta de su lengua hizo tres viajes hasta la bóveda de su paladar, formando las tres mágicas sílabas: La. Li. Ta...
Afuera relinchó un caballo, y como tres cañonazos estallaron tres golpes en la puerta.
¡PUM-PUM-PUM!
Don Chicho saltó como un resorte. El pompón de su gorro de dormir describió un semicírculo y golpeó contra su cara.
¡Abre la puerta, desgraciado!, dijo una voz que le resultó familiar. Una voz de mujer, con un ligero acento eslavo.
¡PUM-PUM-PUM!
¡Abre, delincuente, o la tiro abajo!
Don Chicho se calzó las pantuflas y salió al pasillo.
Calisto! Calisto!
Calixto brillaba por su ausencia.
¡PUM-PUM-PUM!
¡Abre de una maldita vez!
Don Chicho quitó la traba y entornó la puerta, para ver quién era su inoportuna visitante. Casi se cae de espalda, al ver que se trataba nada menos que de la Tabernera.
Ma… Cosa fai…
No sabía si estaba despierto o soñaba todavía.
Signora Suker!, exclamó.
Irena ya no tenía puesto el despampanante vestido azul, ni la cabellera rubia que había lucido en la fiesta, sino su vestido negro y su pelo gris habitual.
¡Miserable!, irrumpió dentro de la cocina la Tabernera, seguida del pequeño indio con frac y con galera que siempre la acompañaba. ¿Qué pasó con Bernardo? ¿Dónde está?
Ma… Ma… balbuceó don Chicho, el torso algo inclinado hacia adelante, para ocultar el bulto que, a pesar del miedo, aún le alegraba el camisón.
¡Tú lo metiste en este lío!
¡No!
¡Te conozco! ¡Tú lo hiciste pelearse con esos militares! Y ahora…
Estaba fuera de sí. Sus ojos echaban fuego.
No, Signora Suker… Li asicuro que…
¡Jeremy!
El indio tomó a Don Chicho del cuello y lo empujó contra la pared.
Me dirás ya mismo donde tendrá lugar el duelo, o te juro que…
Sí, sí, respondió, don Chicho.
O, mejor aún, te vendrás con nosotros.
¡No!
Demasiado tarde. El indio le propinó al Sastre un empellón que lo hizo bajar los dos escalones de madera de una vez.
Pero… Pero…
Jeremy lo arrastró hasta el frente de la sastrería, donde estaba una carreta con ruedas de madera, con el caballo atado al palenque.
Li prego, Signora Suker. Déqueme cambiare, al meno…
No, tú te vienes así. Y ruega porque lleguemos a tiempo, que si no…
Don Chicho dejó caer su mandíbula, cuando la vio sacar el Winchester de abajo del pescante.
Te lo juro, maldito bastardo italiano… Lo que le pase a Bernardo, te pasará a ti también.
.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2019.
Ah… finalmente…
Después de que el bueno para nada de Calixto lo ayudara a quitarse las botas y el uniforme de la Brigada Cívica, y lo asistiera a ponerse su ropa de dormir, don Chicho cerró la puerta de su cuarto y se acostó sobre su suave y bien mullido colchón.
Porca miseria…
No iba a serle tan fácil conciliar el sueño. Su incidente con los soldados-ladrones aún lo atormentaba. Malditos cobardes. De haber tenido su sable…
Tic-tic-tic-tic…
No se escuchaba ningún ruido, fuera del del pequeño reloj, pero don Chicho temía que aún estuvieran ahí afuera merodeando. ¿Qué tal si encontraban las llaves? Aunque las puertas de la sastrería tuvieran buenas trabas, tal vez intentaran entrar.
Manacchia la marosca!, exclamó don Chicho, incorporándose de pronto en el lecho. Con todo ese jaleo, había olvidado por completo el asunto del duelo. Buscó a tientas la caja de fósforos, prendió uno y lo acercó a su reloj, que había quedado con la tapa abierta, sobre la mesa de noche.
Porca miseria!
Eran pasadas las tres. Es decir, faltaba una hora y media, dos horas como mucho para el amanecer. Don Chicho apagó el fósforo, y volvió a dejar caer su cabeza en la almohada, pensando en lo que iba a hacer.
Tic-tic-tic-tic…
Tenía dos opciones:
La primera: pedirle a Calixto que se quedara despierto, reloj en mano, y lo despertara en una hora, para vestirse y ponerse en camino hacia el Campo del Honor; a pie, cuando todavía fuera de noche, desarmado y, por lo tanto, expuesto al ataque de cualquier malandrín tuviera ganas de cortarle el cuello; soportando además la incomodidad de una larga caminata, y la cruda helada que, aún en esa época del año, caía cada noche en esta tierra maldita.
La segunda: no ir.
Salomónicamente, don Chicho se inclinó por esta última opción, y tras dar por concluido el tema, se tendió sobre su lecho y se puso a rememorar los buenos momentos que había pasado durante la fiesta del Doctor. Su baile con las bellezas de la Colonia; el roce de la tela de sus vestidos, su aroma, su pelo, la textura de su piel…
Ah…
El calor de sus cuerpos, que se movían grácilmente entre sus manos de guerrero…
En su cabeza sonaba nuevamente la música de Strauss; en la oscuridad de su cuarto se fue haciendo la luz.
Don Chicho…
¿De quién era esa voz?
Don Chicho…
Era la voz de Judith, la judía, que abría la puerta y entraba en su habitación, muy lentamente, como si temiera molestarlo.
Oh, don Chicho…
Oh, Chudíte, susurró don Chicho, que veía a la bella hebrea despojarse de su vestido, sin dejar de mirarlo con sus ojos cargados de deseo.
Oh, Chicho… mi amor… mi rey…
Vieni cuí, Betsabéa… Vieni con il rey Davíde…
Oh, don Chicho…
Alguien más hacía su aparición, desde las sombras, y se acercaba a su cama por el otro costado: era la Limeña, la sobrina del Gobernador.
Chicho, mi valiente guerrero…
Signorina Carlota, corrió a un lado la sábana y las mantas don Chicho,
al tiempo que empuñaba el único sable que en ese momento le hacía falta. Carlota, ven aquí…
Las dos ninfas se tendieron junto a él, una de cada lado, al tiempo que una tercera abría la puerta y le decía:
Ay, don Chicho… ¿Y yo?
Era Elisa, la hija del Doctor O’Reilly, una joven más bien esmirriada, de rostro anguloso, con más pecas que huevo de perdiz.
Don Chicho… No se olvide de mí...Por favor…
Vieni, vieni anque tú, le dijo generosamente el Sastre napolitano.
Ah… ah… ah…
Don Chicho era el Vesubio en erupción. Su corazón de gladiador bombeaba con más y más ímpetu su ardiente sangre meridional. Las tres bellezas de Punta Arenas -la morena, la pelirroja y la rubia- se turnaban para acariciarlo y besar su varonil mostacho.
Oh, don Chicho… don Chicho...
Y una cuarta trató de sumarse al lote: Irena, la Tabernera, la que tan mal lo había tratado durante el baile.
¿Por qué me has olvidado, don Chicho?
¡Fuera de aquí, gallina vieja!, la rechazó don Chicho. ¡Lárgate, vieja bruja!
Oh, don Chicho, tuvo que irse llorando amargamente la ingrata.
¡PLAM!, se escuchó el portazo cuando Irena salió.
El ruido sonó tan real que don Chicho, interrumpido en sus ensueños, se incorporó en el lecho de un salto.
Cosa è sucesso? Calisto!
Una madera chirrió, al otro lado del tabique.
¿Calisto?
Unos pasos se dejaron oír, después un carraspeo.
¿Sí, don Chicho?
Su voz sonaba extraña.
Cosa fái? Stái despierto?
No, don Chicho.
E cuesto ruido?
Calixto trató de articular lo mejor que pudo su respuesta, tanto como se lo permitió su boca llena de un trozo de salame que, en su desesperación, había empezado a engullir con todo y piolín.
No-no escuché nada, don Chicho.
Don Chicho resopló fastidiado.
Vá dormire, le ordenó. Vái, vái.
Sí, don Chicho.
Cattzo di mínquia…
La casa volvió a quedar en silencio. Don Chicho se acostó otra vez, aunque el momento de pasión se había perdido. Las tres sirenas se alejaban, sin que él fuera capaz de retenerlas.
Ragazze…, les rogó. Torna, torna con don Chicho…
No hubo caso. Eolo soplaba con más fuerza y la barca de Ulises se hundía en las negras aguas del Egeo…
Ragazze…
La luz del amanecer ya se insinuaba en la ventana de su habitación. Don Chicho volvió a taparse, resignado a su suerte, cuando una voz suave y dulce susurró:
Don Chicho, aquí estoy…
No se trataba de una de las invitadas a la fiesta, esta vez, sino de una visitante completamente inesperada: la hija de Flora, la lavandera, con su carita dulce y sus largas trenzas negras.
¡Lalita!
Una muchacha que, por su origen humilde, no había sido invitada al baile de los elegantes del pueblo, aunque el espíritu republicano de don Chicho la hacía entrar de todos modos, de su brazo, vestida como una princesa.
Oh, don Chicho… Te amo, don Chicho…
Anqu’ío, Lalita, exclamó don Chicho, que sintió como recobraba sus bríos otra vez.
Llévame otra vez a casa, don Chicho. Hazme tuya…
Oh, Lalita, le respondió el apasionado Sastre, y la punta de su lengua hizo tres viajes hasta la bóveda de su paladar, formando las tres mágicas sílabas: La. Li. Ta...
Afuera relinchó un caballo, y como tres cañonazos estallaron tres golpes en la puerta.
¡PUM-PUM-PUM!
Don Chicho saltó como un resorte. El pompón de su gorro de dormir describió un semicírculo y golpeó contra su cara.
¡Abre la puerta, desgraciado!, dijo una voz que le resultó familiar. Una voz de mujer, con un ligero acento eslavo.
¡PUM-PUM-PUM!
¡Abre, delincuente, o la tiro abajo!
Don Chicho se calzó las pantuflas y salió al pasillo.
Calisto! Calisto!
Calixto brillaba por su ausencia.
¡PUM-PUM-PUM!
¡Abre de una maldita vez!
Don Chicho quitó la traba y entornó la puerta, para ver quién era su inoportuna visitante. Casi se cae de espalda, al ver que se trataba nada menos que de la Tabernera.
Ma… Cosa fai…
No sabía si estaba despierto o soñaba todavía.
Signora Suker!, exclamó.
Irena ya no tenía puesto el despampanante vestido azul, ni la cabellera rubia que había lucido en la fiesta, sino su vestido negro y su pelo gris habitual.
¡Miserable!, irrumpió dentro de la cocina la Tabernera, seguida del pequeño indio con frac y con galera que siempre la acompañaba. ¿Qué pasó con Bernardo? ¿Dónde está?
Ma… Ma… balbuceó don Chicho, el torso algo inclinado hacia adelante, para ocultar el bulto que, a pesar del miedo, aún le alegraba el camisón.
¡Tú lo metiste en este lío!
¡No!
¡Te conozco! ¡Tú lo hiciste pelearse con esos militares! Y ahora…
Estaba fuera de sí. Sus ojos echaban fuego.
No, Signora Suker… Li asicuro que…
¡Jeremy!
El indio tomó a Don Chicho del cuello y lo empujó contra la pared.
Me dirás ya mismo donde tendrá lugar el duelo, o te juro que…
Sí, sí, respondió, don Chicho.
O, mejor aún, te vendrás con nosotros.
¡No!
Demasiado tarde. El indio le propinó al Sastre un empellón que lo hizo bajar los dos escalones de madera de una vez.
Pero… Pero…
Jeremy lo arrastró hasta el frente de la sastrería, donde estaba una carreta con ruedas de madera, con el caballo atado al palenque.
Li prego, Signora Suker. Déqueme cambiare, al meno…
No, tú te vienes así. Y ruega porque lleguemos a tiempo, que si no…
Don Chicho dejó caer su mandíbula, cuando la vio sacar el Winchester de abajo del pescante.
Te lo juro, maldito bastardo italiano… Lo que le pase a Bernardo, te pasará a ti también.
.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2019.
A continuación...
CAPÍTULO 63: UN MAESTRO MUY PARTICULAR
Puede dejarnos su comentario en Facebook
https://www.facebook.com/ditataroitberg