Capítulo 61 - Una noche inolvidable

Se sentía un idiota, y realmente lo era, por haber llegado a pensar que Irena lo quería, que lo necesitaba, que estaba loca por él. A Bernardo le hervía la sangre de sólo pensar que lo había ignorado durante toda la noche; que no lo había mirado, ni siquiera una vez, mientras coqueteaba y reía con todos los demás.
¡Grandísima canalla! ¡Sinvergüenza! ¡Es verdad lo que dicen de ella, y aún se quedan cortos!
Sólo por eso volvió a entrar al salón: para decírselo en lo cara, para cantarle las cuatro verdades que tenía atravesada en la garganta.
Maldita mentirosa…
Cruzó apurado el vestíbulo, esquivando a los invitados que ya se retiraban. Los cuales, mientras esperaban la llegada de sus carruajes, recibían de mano de los criados sus galeras y bastones, y las damas sus capas y sombreros con plumas de avestruz.
¡Hablando del Rey de Roma!
Bernardo estuvo a punto de seguir de largo. Tan furioso estaba que no reparó en la Esposa del Gobernador, y en su sobrina Carlota, la belleza Limeña.
Creímos que se había marchado sin despedirse, dijo la Sra. García Lacroix, ¡No podía ser tan ingrato!
¡No!, trató de explicarse de Bernardo. Yo…
Atrás venía Gerarda, llevando en brazos al hijo más pequeño del Mayor, ya dormido, mientras tironeaba el brazo del más grande, que se resistía a caminar. A los dos niños del medio, en cambio, los conducía a fuerza de promesas y amenazas.
Camina, César Augusto, y te daré un dulce cuando llegues a la casa. Y tú, Marco Aurelio, cómo vuelvas a escaparte…
¿A qué no sabe cuál fue el tema de conversación en nuestra mesa?, preguntó alegremente la Gobernadora.
Pues… no lo sé, respondió sonriendo Bernardo.
¡Usted!, dijo la Sra. Manuelita, y se largó una sonora carcajada. ¡Cuéntale, Carlota!
La cena en casa del Dr. O’Reilly llegaba a su fin. Los criados retiraban los platos de la última entrada y barrían con un pequeño cepillo las migas del mantel. La mayor parte de las damas ya se había retirado, para entonces, y los caballeros que aún permanecían charlaban de pie en los rincones, o se aprestaban a jugar al bridge.
Bueno…, dijo Carlota, que parecía tan entusiasmada como su tía, aunque no se atrevía a expresarlo de modo tan enfático. Mi tío estuvo hablando con el Sr. Domínguez…
Es el maestro que está a cargo de la escuela, explicó la Sra. Manuelita. Carlota da clases allí, a los cabros más pequeños…
¡Muchacho del demonio!, gritó Gerarda, cuando el hijo mayor de la Señora Manuelita se soltó de su brazo y entró corriendo otra vez al salón, arrastrando con el ejemplo a sus hermanos.
¡Regresen al tiro! ¡Julio César! ¡César Augusto!
El caso es que… dijo Carlota, que no se atrevía a mirarlo a los ojos todavía, después de lo que habían pasado juntos en el jardín.
¡Vamos, díselo de una vez!
El caso es que mi tío y el Sr. Domínguez contemplaron la posibilidad de contratar a un maestro de francés…
¿Y a qué no sabe en quién pensamos para esa posición?, preguntó la Sra. Manuelita. ¡En Usted!
¿En mí?, dijo Bernardo, que con el rabillo del ojo vio cómo Irena aparecía por pasillo que daba al retrete y caminaba otra vez hacia el centro del salón, con su vestido de seda y su abanico de plumas, dándose más aires que la Emperatriz Sissí.
Nadie en la Colonia lo habla tan bien como usted, siguió la Sra. Manuelita, excepto tal vez Monsieur Lefèvre, quien ya está muy ocupado en la botica.
Y además, tiene un acento marsellés deplorable, agregó Carlota.
Eso es verdad, dijo la Gobernadora. ¡Hasta yo me doy cuenta!
Claro, claro, decía Bernardo, sin perder de vista a Irena, que ocupaba otra vez su lugar entre su séquito de admiradores. ¡Vieja ridícula! ¿Quién diablos se creerá que es?
Todavía no hay nada seguro, dijo Carlota, pero si a usted le interesa…
Sí, desde luego, me interesa, dijo Bernardo.
Entre ser el criado, prácticamente sirviente de Irena en esa sucia taberna, aguantando sus gritos y desplantes, y la charla tediosa de los borrachos, y tener un trabajo decente, entre gente respetable…
¡Ña Manuela!, volvió a aparecer en el vestíbulo Gerarda, sin haber podido atrapar a los críos más grandes, y con el más pequeño aún en cuestas, llorando a todo pulmón. ¡Yo no puedo con tanto mocoso! ¡Tengo dos brazoj nomáj!
La Sra. García Lacroix acudió en su ayuda. Al quedar sola con Bernardo, Carlota recuperó su timidez inicial.
Aún no hay nada decidido. Tendría que hablarlo con mi tío.
Lo haré, dijo Bernardo. Aunque…
La Limeña se lo quedó mirando, con esos ojos moros que lo encandilaban.
A decir verdad…, trató de mostrarse jocoso Bernardo, me intimida entrevistarme con su tío.
¿Por qué?, se rió francamente ella. Es el hombre más bueno del mundo, sólo hay que saberlo llevar.
Creo que no le caigo muy simpático, insistió Bernardo.
No se preocupe, dijo Carlota, yo lo acompañaré.
Después de amenizar la velada durante varias horas, la orquesta había dejado de tocar. Los músicos se pasaban un pañuelo por la frente y hablaban entre ellos, guardaban sus instrumentos y aceptaban el refrigerio que los criados del Doctor les servían. El propio Doctor O’Reilly se había acercado a felicitar al Director, y a darles la mano a los músicos uno por uno.
¡Allá está!, dijo Carlota, que al fin había ubicado a su tío entre los demás invitados del salón, aunque luego de una pausa agregó:
Pensándolo mejor…
¿Pasa algo?
Si no le molesta, dijo la muchacha, esperemos a que termine de hablar con esos sujetos. Prefiero no tener que saludarlos.
Bernardo vio de quiénes se trataba: eran dos de los oficiales del Regimiento 53. Uno de ellos el Flaco de Ojos Saltones.
¡Ah! Ya veo.
Estaban de pie, frente al Mayor, junto a una de las columnas centrales. El Gobernador parecía estar reprendiéndolos y los oficiales, con la vista baja, parecían responderle:
Sí, Mayor. Sí, Mayor…
Alguien planeó un duelo para mañana, dijo en tono confidencial Carlota, y mi tío cree que esos dos tienen algo que ver.
¿Ah, sí?, tragó saliva Bernardo. ¿Y por qué lo cree?
Porque son unos pendencieros, sobre todo ese, el más alto. Ya mató a un hombre en un duelo, antes de llegar aquí.
Bernardo sintió una corriente helada recorrerle el espinazo, de la nuca al hueso dulce.
¿E-está segura?
Por supuesto. Era un compañero suyo, en su regimiento anterior. Por eso lo trasladaron.

***

Sí, la noticia del duelo había corrido por todo el salón. La natural indiscreción de Don Chicho, sumada a la cantidad de vino que había trasegado, terminó haciendo que las palabras susurradas en el jardín fueran repetidas por todos, desde los cocheros que aguardaban en la puerta a los pinches en la cocina.
¡Bravo, don Chicho!, se acercaban todos a felicitar al valiente sastre napolitano.
Grazie, tante grazie…, aceptaba complacido los elogios don Doménico Pietralacqua.
¿A qué hora se baten? ¿Podemos ir a ver?
¡Shhh! ¡Cuesto é un secreto! ¡Nadie lo debe sappere!
Era inevitable que la información llegara a oídos del Gobernador, que de inmediato decidió tomar cartas en el asunto.
Escúchenme bien, par de sabandijas… Tú, sobre todo…
Con todo respeto, Mayor, se atrevió a interrumpirlo el Flaco de Ojos Saltones, no le puedo permitir…
¿Cómo dices?, echó fuego por los ojos el Mayor García Lacroix, ¿Permitir, dijiste? Atrévete a desobedecerme, grandísimo granuja, y te daré una estaqueada que no olvidarás por el resto de tu vida, si es que sobrevives.
Pero…
¡Una estaqueada, sí, como a un miserable presidiario!
Con el debido respeto, Mayor, le recuerdo que soy un oficial…
Y yo te recuerdo que tengo poder para aplicarte el castigo que se me antoje, incluso el fusilamiento. ¿Crees que no lo haré?
El Flaco de Ojos Saltones lo escuchaba en posición de firme, ahogándose de indignación.
Si me disculpa, Mayor, intervino el otro oficial, que era algo más bajo y tenía los ojos menos protuberantes, el Teniente Arias Aldao recibió una cobarde afrenta, y como corresponde a un miembro de nuestro Glorioso Ejército…
Por amor de Dios, lo cortó el Gobernador, si no es más que un charlatán inofensivo, y además un viejo…
¿Un viejo?, preguntaron extrañados los dos al mismo tiempo.
El Mayor señaló con el mentón a Don Chicho, que a duras penas había conseguido ponerse de pie, y parado frente a los músicos los incitaba a que lo acompañaran en una canción patriótica.

¡Campane a festa, pace vittoriosa,
ritornato dal fronte i bersaglieri…!

¡Tocate! ¡Tocate!, reclamaba el Sastre.

¡Tra l’altre mamme intrepida e ansiosa,
la sposa attende ancor con il suo piccin…!

Nadie le llevó el apunte. Terminada su faena, el clarinetista desarmaba su clarinete, los violinistas guardaban los violines en sus respectivos estuches…
¡Imperialisti! ¡Borghesi!, los insultó don Chicho, Va fangou!
Y refrendando sus dichos les hizo un corte de manga tan violento que perdió el equilibrio y se cayó.
Ah… dijo el Oficial de los ojos menos saltones, comprendiendo de pronto el malentendido. Sí, creo que tiene razón, Mayor.
Es verdad, le siguió la corriente el Teniente Arias Aldao. Quédese tranquilo, Mayor. No haré nada que pueda lastimar a ese hombre.
¿Tengo su palabra de caballeros, señores?
Por supuesto, Mayor.

***

Fueron pocas las damas que se quedaron, después de terminada la cena. Una de ellas era Irena, que subida al Olimpo del triunfo social, no mostraba el menor apuro por retirarse. ¿Qué necesidad había? La media docena de caballeros que la rodeaban no perdían oportunidad de festejarla, e incluso de adelantarse a sus caprichos.
¿Otra copita de jerez, mi querida Señora Suker?
Si me lo ofrece de esa manera, Señor Martínez, cómo negarme.
Martínez Martínez, la corrigió el hacendado nortino.
¡Uf! Mejor sirva de una vez.
¿Y qué me dicen de nuestrggo amigo don Chichó?, preguntó el boticario, ¿Se batiggá a duelo finalmente? Yo no lo veo en las mejoggues condiciones…
Es un hombre muy valiente, comentó Herr Hoffmann. No creo que falte a la defensa de su honor.
Un soldado con experiencia, además, dijo Johansenn Padre. Participó en varias campañas del Risorgimento Italiano, según dicen.
¿Quién lo dice?, casi se atoró con el humo de su cigarrillo Irena. Él mismo.
Tiene muchas medallas, y el sable de los Camisas Rojas que usó en el desembarco de Sicilia.
Bah, esas chucherías se consiguen por dos cuartos en cualquier baratijo de Nápoles, dijo Irena, incluido el sable.
Es verdad, dijo Martínez Martínez. Yo mismo, cuando hice mi viaje a Europa…
¿Está trggatando a don Chicho de embusteggo?, preguntó el farmacéutico.
¡Dios no permita!, dijo haciendo aspavientos el hacendado nortino. ¡No quiero que me rete a duelo a mí también!
La observación despertó la hilaridad de la concurrencia. Sin embargo, Irena no se tragaba lo del duelo de don Chicho. Algo raro había en ese asunto. Particularmente, le extrañaba la breve entrevista que el Sastre había tenido con Bernardo, algo que el boticario notó también:
¿Y qué tanto habggá estado cuchicheando don Chichó con su pequeño amigo, Señogga Sukegg?
¿Mi pequeño amigo? ¿Qué diablos quiere decir?
Bueno, es lo que todos…
Ese es un joven al que cristianamente le di alojamiento en mi casa, cuando lo bajaron medio muerto de un barco, y que muy pronto seguirá su camino, lo corrigió Irena.
Le rgguego me disculpe, dijo el farmacéutico galo, no he quegguido ofendeggla…
Será mejor que cuide sus palabras, entonces, o al próximo tenedor se lo clavaré en la maldita lengua.
Caballeros... Señora…, trató de cambiar de tema Martínez Martínez, haciendo aparecer como por arte de magia un mazo de cartas. ¿Qué tal una pequeña partida de brigde?
A mí me parece muy bien, dijo Johanssen Padre, y Herr Hoffmann estuvo de acuerdo.
Personalmente, encuentro el brigde sumamente aburrido, dijo Irena. ¿Por qué no mejor un par de manos de póker?
¿De póker? ¿Aquí adentro, con el Gobernador presente?
Será por unos centavos, solamente. ¡No pensaran aprovecharse de una pobre viuda!
¿Una pobre viuda, usted? Ja, ja, ja…
¡Si es por mí, mañana mismo dejaría de serlo!, dijo Johanssen Padre.
¿Pobre, o viuda?
¡Las dos cosas!
Se armaron las parejas y se repartieron las cartas. Corría el licor. El humo subía de los ceniceros.
Eh, tú, le dijo Irena a Johanssen Hijo, un muchacho de más o menos la edad de Bernardo, que la miraba con ojos embobados desde que llegó, pero no se atrevía a hablarle. ¿Quisieras hacerme un favor?
Sí, Señora Suker. Lo que Usted ordene.
¿Cómo era que te llamabas?
Lars.
Ve y siéntate en la mesa de ese italiano farsante, y habla con sus compañeros. Averigua lo que realmente pasó. Luego vienes y me cuentas.
Por supuesto, Señora Suker. Con todo gusto.

***

No tenga miedo, le dijo Carlota, todo irá bien…
Lo decía por su entrevista con el Gobernador. Bernardo estuvo a punto de sonreír.
¿Usted cree?
Por supuesto, sonrió ella a su vez.
Los jóvenes oficiales habían vuelto a su mesa, desde donde miraban a Bernardo, con una mezcla de burla y desafío. Su cercanía con la Limeña debía agradarles menos todavía.
¿Le queda alguno de esos cigarrillos?, preguntó Bernardo.
Pues…
Se suponía que una delicada joven como ella no debía fumar, mucho menos la sobrina del Gobernador.
Espere un momento, dijo Carlota, que no podía abrir la cigarrera y ofrecérsela allí, a la vista de todo el mundo, así que la sacó discretamente del bolsillo de su vestido y se la pasó completa, oculta en la palma de su mano.
Quédesela. Me la devolverá más tarde.
Ninguno de los dos llevaba guantes, para ese momento. La piel de sus manos se rozó por un instante.
Sí, sonrió Bernardo. Lo haré.

***

La entrevista con el Gobernador fue breve. El Mayor García Lacroix fue directo al grano: tantas horas de trabajo por semana, tanto dinero. No era gran cosa, desde luego, pero en su situación, qué podía pretender.
Piénselo detenidamente, y si las condiciones le convienen…
Era evidente que el Mayor no estaba del todo feliz con el asunto. Ni siquiera le hubiera ofrecido el puesto, si su esposa no hubiera insistido.
Me siento muy honrado por el ofrecimiento, Mayor. Le agradezco profundamente que haya pensado en mí.
Se sabía, el Mayor García Lacroix gobernaba con puño de hierro la Colonia de Punta Arenas, y la Señora Manuelita (de forma mucho más sutil) lo gobernaba a él.
Bien, dijo el Mayor. Me alegro de que estemos de acuerdo.
Carlota ya había partido, para ese momento, y varios de los invitados que quedaban en la sala observaban a Bernardo, mientras hablaba con el Gobernador. Es especial los jóvenes oficiales del 53, que seguían empinando el codo a expensas del Doctor.
Yo voy a queggeg dos cartas, dijo el boticario, en la mesa central, en la que las apuestas comenzaban a subir.
Yo sólo una, dijo Irena.
Los criados iban y venían con las bandejas, cargadas ahora exclusivamente con vasos y botellas.
Yo paso, esta vez, dijo Herr Hoffmann. Ya he perdido demasiado.
Espeggo que no tenga tanta sueggte esta vez, Señogga Suker, dijo el boticario.
Oh, mi suerte en el juego es espantosa, dijo Irena, y echándole una mirada al Doctor O’Reilly, que charlaba en otra mesa, agregó:
Me la reservo para otros ámbitos…
Sólo voy a ponerle una condición, dijo el Mayor García Lacroix, y es que abandone mañana mismo ese antro de perdición, y también a esa mujer con la que vive de manera irregular.
El Mayor se interrumpió, como chocado por sus propias palabras. Era un hombre de ideas liberales, o eso quería creer. Sin embargo, todo tenía su límite.
Nada me gustaría más, Mayor, dijo humildemente Bernardo, pero el caso es que no tengo donde ir. Casi no conozco a nadie en el pueblo…
Venga, hablaremos con el Sr. Moisés, dijo el Gobernador. Creo que podremos encontrar una solución.
En menos de lo que canta un gallo estuvo todo arreglado. En Punta Arenas no había hoteles, pero los padres de Judith tenían unas pequeñas habitaciones, en la parte trasera del almacén, que alquilaban a gente que estaba de paso por el pueblo. Ocho pesos por semana, con pensión completa.
¡Así que habla Usted ídish!, se sorprendió Móishele.
Un poco, dijo Bernardo. En Temeschwar tenía varios amigos que…
¡Mi abuelo estará encantado! Casi no tiene con quien conversar.
En el vestíbulo, Bernardo volvió a toparse con los oficiales del 53.
Espero que nuestro encuentro siga según lo acordado, dijo el Teniente Arias Aldao.
Por supuesto, dijo Bernardo, mientras recibía su galera y bastón. Al lado suyo vio pasar, fugaz como una sombra, al Loco Cebolla, cargando una bolsa de arpillera a la espalda.
Sólo falta ultimar un detalle, dijo su compañero, el oficial más pequeño y moreno: los cuatro pesos para el enterrador.
¿Cómo dice?
Un paisano va a cavar la tumba, junto al campo del honor. Hay que abandonar el lugar lo más rápido posible, y el hoyo ya debe estar terminado antes del encuentro.
Así que, vamos… entregue su parte. Son dos pesos.
Hablaban en voz baja y en tono cordial. Nadie que los viera podía sospechar lo que tramaban.
Oh, dijo Bernardo, el caso es que…
Palpó los bolsillos de su elegante traje, en un gesto fútil, ya que sabía que no tenía dos pesos. Ni uno. Lo que sí tenía era la pitillera de Carlota, la que debía devolverle más tarde.
Pensándolo bien, voy dejar que al hoyo lo pague sólo Usted, Teniente, dijo. Después de todo, será Usted quien lo ocupe.
El Teniente Arias Aldao apretó las mandíbulas, los ojos verdes más saltones que nunca.
Oye, que había sido agarrado, el Gringo, dijo uno de sus compañeros.
No se preocupe, dijo el Teniente Arias Aldao, yo los pagaré por Usted. Será mi regalo de despedida.
Ya que estamos de acuerdo, caballeros… Bernardo se tocó el borde del sombrero con la empuñadura del bastón: À bientôt!
Bajó los tres escalones del porche de entrada y caminó por el empedrado de la calle principal.
Ah… respiró profundamente el aire fresco y diáfano Bernardo.
Pasó junto los coches alineados a lo largo de la cuadra, con los cocheros dormitando sobre el pescante, y frente al palenque en el que estaban atados los caballos. Él ya no tenía cabalgadura, así que no le quedaba más remedio que caminar.
¡Acuérdese de las copas que nos invitó, Gringo!, le dijo uno de los soldados apostados en la esquina.
Por supuesto, Cabo, sonrió Bernardo.
El mar estaba cerca, a unas doscientas varas. Aunque no podía verlo, Bernardo escuchaba el rumor de las olas partiendo contra la playa. El cielo estrellado del Sur, que había contemplado un par de horas antes con Carlota, ahora aparecía velado por las nubes. Bernardo se sentía confiado, de a momentos, y de a momentos no.
Dios mío, murmuró. Ayúdame a salir de esta…
Ja, ja ja… escuchó una voz a sus espaldas. ¡Vas a morir!
Alguien salió de entre las sombras y comenzó a caminar junto a él.
¡Vas a morir! ¡Vas a morir! Apa, apa, apa…
¡Vete al demonio!, dijo Bernardo.

***

Señora Suker…
Lars se acercó discretamente y le dijo a Irena, que estaba así de cerca de formar una Escalera Real.
Parece que lo del duelo no es como andaban diciendo, Señora Suker.
¿Ah, sí? Una carta para mí, por favor.
No es don Chicho el que se va a batir, él es tan solo uno de los padrinos. El que se va a batir a duelo con el milico es, según dicen, ese joven húngaro que trabaja para Usted…
Vaya, vaya… dijo Irena, no del todo sorprendida.
Secrggetos en ggueunión, mala educación, dijo el franchute.
¿Y, señora Suker? ¿Va a jugar o no?
Sí, enseguida,dijo Irena, que algo había sospechado. Porque, pese a lo que Bernardo creía, lo había estaba observando durante toda la noche. Había visto el rostro desencajado que había tenido durante la cena, sus cuchicheos con la bella joven morena, su entrevista con el fanfarrón de don Chicho, y luego con los milicos en el hall.
Muchas gracias, querido, le pasó la mano por el rostro al muchacho Irena. Eres un encanto.
Lars se puso rojo hasta las orejas.
Sólo espero que, al crecer, no te parezcas a sujetos como estos.
¡Ja, ja! ¡Qué aprecio nos tiene, Señora Suker!, dijo Martínez Martínez.
Esta será mi última mano, caballeros, dijo Irena. Cubro sus diez pesos, y subo diez más…
¡No me haggá caegg en la trggampa esta vez, Señogga Sukegg!

***

El Loco Cebolla no sea apartaba de su lado, cargando su tosca bolsa de arpillera, en la tintineaban unos objetos metálicos. ¿Es que acaso se había robado la platería?
¡Vas a morir! ¡Vas a morir, ja, ja, ja…!
¿Por qué no te largas?, le dijo Bernardo. Déjame en paz.
Apa, apa, apa… dijo el Cebolla. Eres un sujeto extraño.
¡Y tú lo dices!
Bernardo sacó la pitillera y extrajo uno de los cigarrillos. Se lo puso en la boca. Se palpó los demás bolsillos, inútilmente.
¿No tendrás lumbre, por casualidad?
No, dijo el Cebolla, tengo algo mejor, y abrió la bolsa delante de él.
Mira.
Un perro ladró, detrás de una cerca de estacas. A la luz del farol a parafina Bernardo vio al Cebolla sacar algo de adentro de su bolsa.
¿Y eso?
Eran dos espadas, o mejor dicho, dos sables. Un estupendo sable de caballería polaco, con empuñadura filigranada, y lo que parecía un alfanje turco, algo más corto, pero igual de afilado y brillante.
Son de la colección del Doctor, dijo el Cebolla. Luego se los devolvemos.
¡Son estupendos!, dijo Bernardo.
Desde luego, dijo el Cebolla. ¿Con qué pensabas batirte? ¿Con la espada de juguete del napolitano?
Pues… sí, dijo Bernardo.
Vamos un rato a tirarnos unos mandobles, dijo el Loco. Puedo enseñarte una cosa o dos.
¿Tú?
Apa, apa, apa… No te lo mereces, pero te ayudaré. Ven, vamos a mi casa.
¿Dónde vives?
Ven y lo verás.

***


El propio Doctor O’Reilly la escoltó hasta la salida, un honor del que pocos invitados se podían jactar.
Lamento no poder acompañarla hasta su casa, Señora Suker, pero le dejo mi carruaje a su disposición.
No esperaba menos de usted, Doctor.
Irena lo tomó de las manos, le dijo.
Espero que pronto volvamos a vernos, William. Muy pronto…
Sí, Irena… Yo también…
El cochero hizo restallar su látigo. La berlina se puso en movimiento.
Ah…
Irena se dejó caer sobre el respaldo del asiento, que era aún más mullido que el del carrindango del Vasco Mendieta. Había sido una noche inolvidable, aunque estaba lejos de terminar. Al menos para ella.
Cloc, cloc, cloc… sonaban los cascos sobre el empedrado. Acercándose a la Plaza de Armas, Irena dijo:
¡Cochero!
El cochero iba medio dormido. Fue necesario que lo tocara en el hombro.
¡Pare un momento ahí en la esquina!
¡Oh…! ¡Oh…!
Los caballos aminoraron la marcha y al fin se detuvieron, justo frente a la botica. Irena se metió dos dedos en la boca y sopló:
Fuiuuuuú…
No hubo respuesta. La botica estaba cerrada a esa hora, por supuesto, y las luces estaban todas apagadas, incluso las de la casa. Otro silbido más:
Fiuuuuuuu…
Un perro se largó a ladrar, y luego otro más. Irena no podía quedarse allí toda la noche. Puso el pie en el estribo y bajó. Buscó en la acera un guijarro y, tras encontrarlo, lo arrojó contra una de las ventanas del piso superior, de forma no tan delicada como hubiera deseado.
¡Crash!, estalló uno de los vidrios. Los perros redoblaron sus ladridos. Detrás del vidrio roto de la ventana se asomó una cabeza. No la de Monsieur Lefèvre, que aún seguía en la fiesta, tratando de recuperar algo del dinero que había perdido a la baraja, ni la de Madame Lefèvre, pobre santa, con sus eternas jaquecas, sino una cabeza morena, de pelos chuzos y largos.
¡Baja enseguida, Jeremy!, dijo Irena. ¡Bernardo está en problemas!
¡Bernie!, exclamó el yagán. ¡Ya mismo, Miss Irena! Right away!
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© Emilio Di Tata Roitberg, 2019.

 

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