Capítulo 60 - Un galán en apuros

Todos coincidían en que Irena era la reina de la fiesta, esa noche, en casa del Doctor O’Reilly. Lo fue desde el momento en que entró, cuando casi terminaba el baile, y lo era ahora, sentada en una de las mesas centrales, rodeada de varios de los caballeros más distinguidos del pueblo: don Martínez Martínez, el estanciero nortino; Herr Hoffmann, el tendero suizo; los dinamarqueses Johanssen, padre e hijo, armadores navales; y el viejo baboso de Monsieur Lefèvre, el boticario, que de a poco había ido corriendo su silla hasta dejarla pegada a la de Irena, y ahora le acariciaba la pierna por debajo de la mesa. 
Terminado el baile, la orquesta se despachaba con piezas menos estridentes, ideales para acompañar la degustación: canzonettas de Verdi, lieders de Schumann, la Pequeña Serenata de Mozart… Los mozos ya retiraban los platos pequeños, con los restos de los entremeses, y colocaban en su lugar otros más grandes, para la siguiente entrada.
Y dígame, Monsieur Lefèvre…, sonrió Irena, mientras elegía entre la platería el cubierto que iba a usar a continuación... ¿Cómo es que Usted ha venido solo aquí esta noche? ¿Y su señora esposa?
Pogg desggracia, éia no ha podido venigg, dijo el boticario, a medida que deslizaba su manaza entre los vuelos del vestido de Irena. Suffgre de una teggible jaqueca, y debe guaggdag ggreposo…
¡La pobre!, dijo Irena. ¿No ha probado con una tisana de manzanilla? ¿O con alguna de las pastillas que Usted tiene en su botica?
Pogg supuesto, dijo Monsieur Lefèvre, peggo nada pagguece funcionagg.
Irena terminó decidiéndose por el tenedor de pescado, y de manera discreta lo dirigió hacia un punto determinado, por debajo del mantel.
Oh là là…!, exclamó el representante de la ciencia farmacéutica, cuando sintió las puntas de hierro hundirse en el dorso peludo de su mano. Sacré bleu!
Sus compañeros de mesa lo miraron extrañados.
¿Qué le pasa? ¿Se siente mal?
No… un pequeño calambggre…, dijo el franchute, quien volvió a alejar su silla, por temor a otro pinchazo.
Si me permite, Frau Suker… dijo el tendero suizo, que volvió a llenar la copa de Irena, aún antes de que se hubiera vaciado.
¡Muchas gracias, Herr Hoffmann!, sonrió de un modo encantador Irena. Es Usted tan amable…
Por favor…, agradeció el cumplido con una inclinación de cabeza el suizo, ignorando las miradas cargadas de encono que le dirigían, desde otro lado de la mesa, Martínez Martínez y los dinamarqueses Johanssen, el hijo y el padre.
Estoy aquí para servirle, Frau Suker…
¡Sí será descaráa!, comentaban dos señoras en una mesa cercana.
Vieja descocada… ¿Quién se creerá que es?
Sí, la humilde Tabernera del Salón Adriático se había convertido en la estrella de la fiesta, eclipsando a muchachas de la mitad de su edad, como Carlota y Judith. Irena bromeaba con todos, reía con todos, aunque sólo parecía tener ojos para el Doctor, quien, a su vez, todo el tiempo la miraba a ella.
¿Y cómo es que su esposa no la echa a patadas?
¿A Irena? Sabe demasiado.

***

Es una zorra, una golfa, rumiaba entretanto su bronca Bernardo, a varias mesas de distancia, viéndola tan alegre y desenvuelta. ¿Cómo puede estar tan contenta, cuando a mí…?
Tenía ganas de caminar hasta su mesa y gritárselo en la cara. Decirle que no tenía corazón, que lo había engañado, que por culpa de ella lo iban a matar… O de arrojarse a sus pies, de inclinar la cabeza sobre su pecho y pedirle que lo consolara.
¿Y dónde queda ese lugar?, le preguntó a Bernardo la señora del Fiscal, una de las damas que sentadas a su mesa, que seguía tirándole de la lengua, a pesar de las pocas ganas de hablar del joven.
¿Qué?, respondió de Bernardo, que no recordaba lo que aquella dama le había preguntado.
La ciudad de donde Usted viene. Jamás la escuché nombrar.
Yo tampoco, dijo su marido.
Ah… Pues…
Don Chicho, por su parte, había ido a parlamentar con los representantes del rival de Bernardo. Quién sabe, tal vez todavía hubiera esperanza de parar esta locura, antes de que fuera demasiado tarde.
Temeschwar es una ciudad del Este de Europa, dijo Bernardo. Queda en la región autónoma del Banato, entre Valaquia y Transilvania…
Sus compañeros de mesa no tenían idea de lo que estaba hablando.
Eso suena a chino, dijo un hombre sentado frente a él, un viejito de bigotes llovidos, parecido a un perro de aguas.
Es parte del Imperio Austrohúngaro, aclaró Bernardo.
¡Ah! dijo la Esposa del Fiscal. Entonces, Usted es húngaro…
Don Chicho se había negado, al principio, al ser padrino de su duelo, argumentando que los duelos era un vestigio de los antiguos privilegios de la nobleza. Privilegios a los que él, ferviente republicano, garibaldino y carbonario, se oponía de manera tajante.
Cuesto non posso permirtirlo, le había respondido el Sastre, y si Osté insiste con cuesta intenzione, deberé informare a las autoridade…
Sí es por las cuotas que aún le debo por el traje, le respondió Bernardo, le recuerdo que el Gobernador salió como fiador de mi crédito.
Ah, en cuesto caso… se mostró algo más comprensivo don Chicho. ¿E cuál arma maneca meliore Osté? ¿La pistola o il sable?
No, Señora, dijo Bernardo. No soy húngaro.
Austríaco, entonces…
Bueno, tampoco, dijo Bernardo, que con el corazón en un hilo vio cómo don Chicho se dirigía a la mesa de los jóvenes oficiales, y solicitaba un encuentro con los representantes del militar que lo había desafiado. Algo divertidos, como si el asunto se tratara de una broma, dos de los camaradas del Flaco de Ojos Saltones se pusieron de pie y junto a don Chicho salieron al jardín.
¿Y no sería mejor esperar a que nombre al otro padrino?, le había preguntado Bernardo. Después de todo, son dos por cada parte…
No é nechessario, le había respondido Don Chicho. Con mé, alcanza e soppra. ¡Déjelo tutto por la mía conta!
Bien, dijo Bernardo. Confío en Usted.
En el fondo, tenía la esperanza de que el Sastre, como hombre experimentado que era, llegara a un arreglo amigable. Muchas veces la función de un padrino era la de poner paños fríos a una disputa que había llegado demasiado lejos, lograr un entendimiento que salvara el honor de las dos partes.
Entonces, no entiendo nada, dijo la Esposa del Fiscal.
Bueno, la verdad, yo tampoco lo entiendo, dijo Bernardo, sin dejar de mirar cómo don Chicho discutía con los oficiales. No podía escuchar lo que decían, y a causa del reflejo en los cristales, apenas si se distinguían las figuras a la distancia. Aún así, Bernardo podía ver cómo Don Chicho se plantaba firme frente a los dos oficiales, sin importar que fueran más altos que él; sacaba pecho, señalaba a un lado y a otro, y hasta levantaba un puño de manera amenazante.
¡Bravo, don Chicho!, murmuró Bernardo, cuando lo vio finalmente ponerse de acuerdo con los jóvenes, darles la mano y (como los caballeros que eran) entrar otra vez al salón en los términos más cordiales.
Para mí no es más que un judío, murmuró el Viejito con Bigotes como Perro de Aguas, señalando con un golpe de cabeza a Bernardo.
¡O un gitano!, se hizo cruces la señora que estaba a su lado.
Los oficiales tomaron asiento, otra vez, junto al Flaco de Ojos Saltones, y don Chicho caminó, digno como un emperador romano, a la mesa en la que estaba Bernardo.
¿Y?, preguntó éste, incapaz de ocultar su ansiedad.
Don Chicho lo tranquilizó con un gesto.
Tutto arreglado, le dijo el sastre. ¡Il súo honore está a salvo!
¿De verdad?
El duelo tendrá lugare a la oricha dil Río Carbón, cuesto amenecere, dijo don Chicho. Un combate a espada, como Osté lo prefirió.

***

La casa del Doctor O’Reilly era única en el pueblo. No sólo por el diseño victoriano, con el pórtico con columnas de fundición, y el mirador que parecía la cúspide de una parroquia anglicana; no sólo por el amplio salón decorado con candelabros, o por el patio con glorieta y columpios; también era única por un adelanto que resultaba insólito por aquellos tiempos, y que no era otra cosa que un retrete, un gabinete cerrado que estaba ubicado -no en el fondo del patio, como las habituales letrinas- sino dentro de la casa, al final de un pasillo cubierto por una alfombra con rombos verdes y dorados.
Los asistentes a la fiesta se turnaban para usarlo, aún cuando no tuvieran una necesidad imperiosa de hacerlo, sólo para ver ese chisme moderno del que tanto hablaban.
Ya son muy comunes en muchos hogares de Londres y Mánchester, explicaba el Dr. O’Reilly al Gobernador, cuya mesa era vecina a la suya, y sus sillas estaban tan cerca que casi se chocaban. Es un progreso extraordinario, que en el futuro ayudará a eliminar las epidemias de cólera y fiebre amarilla. Los agentes patógenos que se transmiten por las heces…
Querido, esos no son temas para hablar en la mesa, lo reconvino su esposa, y el Doctor, ruborizado, tuvo que reconocer que era verdad.
Sin embargo, el Mayor García Lacroix parecía interesado. Era un decidido partidario del Progreso, y no dejaba pasar la oportunidad de aplicar los nuevos adelantos de la ciencia y la técnica en la región que gobernaba. En los dos años que llevaba a cargo de la Colonia, había logrado notables mejoras, como la imposición del nuevo trazado urbano, con espaciosas calles a noventa grados, bordeadas de veredas de ripio apisonado; había hecho instalar una serie de faroles de parafina a lo largo de Calle Principal, para hacer más seguro el tránsito de los habitantes de Punta Arenas por la noche; y había inaugurado la Plaza de Armas, un solar donde se ubicaría un parque que sería el lugar de esparcimiento preferido del pueblo, similar al Parque del Retiro de Madrid o al Central Park de Nueva York.
Si no le molesta, me gustaría conocerlo, dijo el Mayor.
Claro que, según sus críticos (al frente de los cuales se encontraba el Padre Tadeusz) los tan mentados avances propiciados por el Mayor García Lacroix habían traído más problemas que soluciones. El nuevo trazado urbano sólo había servido para abrir desproporcionadas avenidas de barro, imposibles de cruzar en los días de lluvia; los faroles de parafina de la Calle Principal echaban más humo que luz; y la tan cacareada Plaza de Armas no era, por el momento, más que un potrero lleno de malezas, preferido sólo por las cabras y las vacas.
Permítame que se lo enseñe, dijo el Dr. O’Reilly, que se puso de pie y lo guió hasta el lugar.
SWOSHHHH… se sintió desde el pasillo el paso de un turbión de agua. Poco después ,la puerta se abrió.
Oh, dijo la Esposa del Fiscal, que no sabía que había alguien afuera esperando. ¡Nada menos que el Gobernador Militar, acompañado del dueño de casa!
Le ruego me disculpe, Señora Pérez Soto, dijo el Dr. O’Reilly.
El Mayor no dijo nada, tan entusiasmado estaba por lo que se encontraba a punto de presenciar.
Mire, dijo el Doctor, cuando al fin entraron al pequeño gabinete, que tenía un pedestal de porcelana decorada con motivos campestres, sobre el cual había un recipiente de hierro fundido, con la inscripción: THOMAS CRAPPER – MARLBORO – LONDON.
Extraordinario, dijo el Mayor García Lacroix. Había leído sobre este artefacto, pero es la primera vez que lo veo.
Lo compré por catálogo, dijo el Doctor. En un folleto venían las instrucciones para ensamblarlo.
¿Y cómo es que no sale el olor para afuera?
Tiene un caño en forma de U en la parte de atrás, que queda lleno con agua limpia. Eso impide la salida de los gases de los detritos.
¡Extraordinario!
Tal y como el Doctor decía, el único olor que se sentía en el gabinete era el aroma de unas flores silvestres, colocadas en un florero sobre una repisa, al lado de una jarra enlozada y una jofaina.
El problema es procurar la cantidad suficiente de agua, dijo el Doctor O’Reilly. El día que tengamos un sistema de abastecimiento similar al que hay en Valparaíso o Buenos Aires…
Ya lo tendremos, dijo el Mayor García Lacroix. Se lo aseguro.
¿Quiere probarlo, Mayor?
No todos en la fiesta se mostraban tan entusiasmados con el nuevo invento. En primer lugar las damas, seres angelicales, que preferían aguantarse toda la noche, antes de dejar que alguien las viera caminar hasta un lugar excusado; y muchos de los caballeros, que temían que ese invento de gringos pusiera en duda su hombría, por lo que preferían seguir haciendo uso de la tradicional y bien acondicionada letrina en el fondo del patio; o ir con sus urgencias directamente a los arbustos, como era el caso del Loco Cebolla, que acuclillado entre las matas de calafate vio como la puerta del fondo se abría, y tres hombres salían a parlamentar. Tres hombres no, tres guerreros, como lo mostraba el uniforme azul de los más jóvenes, y la chaqueta carmesí del veterano, que no era otro que don Chicho Pietralacqua.
Apa, apa, apa…, musitó el Cebolla, que se hizo más chiquito y aguzó el oído, dispuesto a no perderse una palabra.

***

Hay que ver las cosas que una debe aguantar, dijo la esposa del Fiscal, volviendo a ocupar la silla al lado de Bernardo. Hay gente que carece por completo del sentido del tacto.
Se dirigía a todos, y nadie en particular.
¿Por qué, querida?, le preguntó su marido, mientras limpiaba con un trozo de pan el resto de comida que había quedado pegado en su plato, antes de comérselo también. ¿Qué sucede?
Nada, luego te contaré.
Un mozo dejó sobre la mesa una sopera de cerámica, y otro procedió a llenar con un cucharón el plato de cada invitado con un consomé de carne de res. El Fiscal se puso tomarlo de inmediato, dando sonoros sorbos a cada cucharada.
Querido… lo amonestó delicadamente su mujer.
¿Qué tiene?, dijo él. En algunos países es señal de cortesía hacer ruido cuando se toma la sopa.
En este no, le retrucó su esposa.
A pesar de la angustia que le atenazaba la garganta, Bernardo tuvo que admitir que el consomé olía muy bien. Esperó a que el mozo terminara de servir a los demás invitados antes de decidirse a tomar la cuchara él también.
Después de todo, si debía batirse a duelo, tenía que reponer las fuerzas.
Y dígame, joven… , se encaró otra vez con Bernardo la Esposa del Fiscal, ¿qué le parece nuestro pueblo? A alguien como Usted, que conoce las grandes capitales, Punta Arenas debe resultarle la mar de aburrido.
Bueno, dijo Bernardo, para serle sincero… (casi se vio obligado a sonreír) …no he tenido muchas oportunidades de aburrirme, desde que llegué aquí.
¿De verdad?
Mmm… Esto está delicioso, dijo el Fiscal, sorbiendo a más y mejor.
Bernardo era de la misma opinión, y a medida que tomaba una cucharada tras otra, notaba como el brebaje le iba devolviendo el alma al cuerpo, y su mente de a poco se aclaraba.
A nosotros nos gustaría poder viajar alguna vez al Viejo Continente, dijo la Señora, aunque por desgracia, con nuestros ingresos…
Claro, claro… respondía de manera automática Bernardo, que prestaba cada vez menos atención a su cháchara. Su pensamiento volaba a otra época, a otro lugar.
Después de todo, ¿qué tanto tenía que temer? Un duelo no era algo para lo que no estuviera preparado. Años atrás, cuando cursaba el último curso en el liceo, había tenido por compañero a un bravucón berlinés, hijo de un junker prusiano, cuyo pasatiempo favorito era molestar y retar a duelo a sus camaradas. Duelos que invariablemente ganaba, dado su manejo extraordinario de la espada.
En garde!
En el año que pasó en Temeschwar, el Berlinés mató a uno de sus compañeros, e hirió gravemente a otros dos.
Prêt!
Los jóvenes del Liceo le temían. Y a muchos (incluido Bernardo), se les helaba la sangre cuando lo veían pasearse por el patio, mirando a los demás de manera altiva, como si eligiera a la próxima víctima.
Allez!
El peligro de un eventual enfrentamiento llevó a que Bernardo, junto a su mejor amigo en ese entonces, tomaran clases con un maestro de esgrima, quien les enseñó todo lo que un caballero debía saber para batirse en el campo del honor. Y el bueno de Nikola (que antes de entrar al servicio de la familia de Bernardo había participado en las Revoluciones Liberales del ‘48), le enseñó varios trucos que un caballero tal vez no usaría, pero que podían resultar decisivos a la hora de un combate.
El primero, no tener miedo. Y si lo tenía, no aparentarlo.
¿No es cierto?, le preguntó la Señora del Fiscal, y Bernardo, sin tener la menor idea de lo que estaban hablando, le respondió:
Sí, Señora. Por supuesto.
Tras levantar la cabeza, se puso a mirar fijamente al Oficial De Ojos Saltones, que reía y bromeaba con sus camaradas, al otro lado del salón.
JUICCC… se puso a tomar a sorbos su consomé Bernardo, haciendo el mismo o más ruido que el Fiscal.
¿Lo ves?, se alegró éste, y señalándolo con la cuchara le dijo a su esposa:
Mira a este elegante joven. ¡Lo bebe igual que yo!
La Señora no sabía qué pensar.
Eso no tiene nada de raro, dijo Bernardo. Nuestro amado Emperador, el gran Francisco José, mete tanto ruido al beber la sopa que deja sorda a toda la Corte Imperial.
¿De verdad?, preguntó cándidamente la Esposa del Fiscal.
Y el Káiser Guillermo, cuando cena con Bismark, hace tal barullo que la guardia del Palacio de Postdam se ve obligada a tirar los veintiún cañonazos que marca el protocolo… JUICCC…
Bernardo seguía sorbiendo a todo vapor, y mirando de manera desafiante a su contrincante, quien en cierto momento lo advirtió.
¡Me toma Usted el pelo!, dijo la Esposa del Fiscal, y todos en la mesa se largaron una carcajada, incluida la propia Señora, y también Bernardo, que ahora encontraba al Flaco de Ojos Saltones menos seguro que antes.

***

Al consomé de carne de res siguió el pavo a la cazadora, servido junto a una guarnición de papas horneadas con tomillo y orégano.
Ah, yo ya no doy más…
¡Pero si aún falta el postre!
Cuesto me fache ricordar, decía don Chicho, entre una y otra dentellada, la chena en el palazzo dil Prínchipe Fabrizio di Salina…
Dio otro trago a su copa, y aún con la boca llena continuó:
Cuando siamo arrivato con li altri ofichiale del essérchito, junto al caro Giuseppe…
Don Chicho, lo interrumpió uno de sus compañeros de mesa, ¿qué era lo que tanto hablaba con esos jóvenes hace un rato?
Todos lo habían visto salir al jardín, un rato antes, y discutir de manera vehemente con los oficiales.
Ah! Cuesta é una cuestiones della que non posso parlare, dijo el Sastre.
Uno de los que estaba sentado al otro lado de la mesa le hizo una seña al que estaba sentado al lado de don Chicho, que le volvió a llenar al Sastre la copa hasta el borde.
Tante grazie, dijo don Chicho, y ahí nomás se tomó otro trago. Le cuestione del honore sonno sagrate…
¿Del honor? ¿Qué quiere decir?
El Sastre jugaba al misterio, pero a fuerza de vino y preguntas le fueron sacando información.
¿Un duelo? ¡No me diga!
State zitto!, lo cortó Don Chicho, con la voz pastosa.
Y usted, Don Chicho… le preguntó una señora, ¿qué va a hacer si…?
Ió, mia cara Signora!, la interrumpió el Sastre, Ió sapré defender sempre l’honore…
Uno de los mozos, que retiraba con gesto impasible los platos y cubiertos de la entrada anterior, le dijo a uno de sus compañeros, cuando iban rumbo a la cocina.
Oye, parece que va a haber un duelo mañana…
Avanti! Sempre avanti!
¿De verdad?
Al amanecer. Y será a muerte.
¿Quién se pelea?
Don Chicho, el sastre…
La voz fue corriendo por todo el salón.
¿El Sastre? ¿Estás seguro?
¡Pero sí! ¿No ves que ya se vino con el sable?
Era imponente ver la sangre fría de Don Chicho, como enfrentaba el peligro sin la menor vacilación.
¿Con quién es el asunto?
Con un milico. Uno de los oficiales del 53.
Y al verlo tan decidido, bebiendo y riendo como si nada, todos coincidieron en decir:
Realmente, ese hombre es un valiente…

***

Apa, apa, apa…
El Loco Cebolla volvió del jardín, y aprovechando una pausa entre una pieza y otra, se paró en un claro del salón y comenzó a recitar:

“Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte,
contemplando…”

¿Qué diablos le pasa al Loco? Se va a llevar otra tunda.

“Cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte,
tan callando...”

La verdad, tiene muy buena dicción.

“Cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor”

Será mejor que lo hagan callar, o va a arruinar la fiesta.

“Cómo, a nuestro parecer,
todo tiempo pasado,
fue mejor”

El Director de la Orquesta se había quedado con la batuta en el aire, sin saber si arrancar con la próxima pieza o no. No contaba con ese recital de poesía, a cargo de ese tipo vestido con harapos. Nadie le había avisado.
¡Todo esto es culpa tuya, William!, amonestó por lo bajo a su marido la Sra. O’Reilly, pero el Doctor ni siquiera la escuchó, tan deleitado estaba por la intervención de su protegido.

“Nuestras vidas son los ríos,
que van a dar a la mar,
que es el morir...”

¡Bravo, bravo!, lo interrumpió haciendo palmas el Mayordomo, al tiempo que le hacía al Director de Orquesta un gesto para que prosiguiera con la música. ¡Bravo, Cebolla!, lo seguía aplaudiendo, mientras lo sacaba a empujones a un costado.
¡Eh! ¡Aún no terminé!, protestó el Loco.
Los músicos ejecutaron los primeros compases de la Habanera de Carmen. Algunos invitados aplaudieron al Cebolla, otros no.
Es un caradura, dijo la Esposa del Fiscal. Deberían echarlo a patadas.
Ciertamente, dijo Bernardo, algo menos decidido que hace un rato, pues le pareció que el Loco, al decir “muerte” y “morir”, lo había mirado a él. No le pareció: realmente lo había mirado. ¡Maldito demente!
Diablos, murmuró Bernardo, que sentía cómo la confianza que había logrado reunir poco a poco lo abandonaba.
¿Qué podía hacer? No tenía nadie a quien pedirle ayuda. Irena estaba en su mundo, rodeada de su media docena de galanes, y con Jeremy no podía contar, porque era sábado. Los sábados eran, indefectiblemente, los días en los que Jeremy desaparecía. O mejor dicho, las noches. Ya al caer la tarde se lo veía marchar, con rumbo desconocido, a ver a la novia que tenía en algún lugar del pueblo. ¿Quién era esa novia? Nadie lo sabía. Tal vez alguna otra india, o la mujer de algún leñador, una desatendida esposa que reservaba esa noche de la semana para el fogoso yagán.
Dios mío, qué voy a hacer…

***

Si me disculpan, caballeros, dijo Irena, tras limpiarse las comisuras de la boca con la servilleta, debo ir a hacer algo que nadie puede hacer por mí.
Peggmitamé, Señogga Sukegg, se puso de pie y le corrió la silla Monsieur Lefèvre, que aún no escarmentaba.
Muchas Gracias, dijo Irena.
Si hay algo más que pueda hacegg pogg Usted… murmuró en su oído el Boticario, Sólo tiene que hacéggmelo sabegg…
Eso será todo, por el momento, sonrió Irena, que con su pequeño abanico caminó hacia el pasillo cubierto por la alfombra con rombos verdes y dorados. Al otro lado del salón, Bernardo se sacó la servilleta y se puso de pie. Sin fijarse en Carlota, sin mirar a nadie más, caminó esquivando las mesas y a los camareros, que iban y venían con las bandejas.
¡Grandísima farsante! Ahora me va a escuchar…
Señor, lo interceptó a medio camino uno de los criados del Doctor. Si me disculpa.
Sí, dijo Bernardo.
¿Usted es el invitado que llegó en un alazán malacara?
¿Malacara?
Un caballo negro, con una mancha blanca en la cabeza…
Ah, sí, dijo Bernardo.
Hay un gaucho ahí afuera que se lo quiere llevar. Dice que es de él.

***

Bernardo llegó en el momento justo. Aún cayéndose de borracho, Nazario había echado mano al facón, y ahora enfrentaba al mismo tiempo a dos de los criados del Doctor y a dos soldados de la guardia, que habían desenvainado sus sables.
¡Sofrenate, sotreta! ¡Estás arrestáu!
¡Vengan! ¡Vengan a buscarme!
Bernardo bajó de un salto los tres escalones del porche y se puso en medio.
Señores, por favor. Nazario, soy yo…
Bernardo trató de explicar la situación. Al fin logró que todos bajaran las armas.
¡Desacatáu!, dijo un milico al que Bernardo conocía, uno de los clientes del Adriático. Vas a aprender a…
Por favor, Cabo Contreras, dijo Bernardo. Es un malentendido. Se lo ruego, olvidemos este incidente…
El Cabo Contreras vaciló. Por un momento, todo dependía de él.
Se lo pido como un favor personal, Cabo, insistió Bernardo. Si se da una vuelta el lunes por el Adriático, le invitaré una ronda a Usted y a sus amigos…
Ni él sabía si iba a estar vivo el lunes, pero qué más daba.
Está bien, dijo el Cabo Contreras. Que se largue.
¡Milicos de porra!, dijo el Gaucho, amagando a sacar otra vez el facón.
Está bien, Nazario, se lo llevó a un costado Bernardo, antes de que pudiera agregar algo más. Escucha, le dijo, bajando la voz, necesito tu ayuda…
No era lo ideal, pero qué opción tenía. Después de todo, ese hombre era un verdadero gaucho.
¿Cuando?
Mañana. Es decir… Dentro de un par de horas, a orillas del Río Carbón.
Cuente conmigo, dijo Nazario, los ojitos entrecerrados, y el aliento apestando a alcohol. Cuente conmigo, don Gringo. Ahí estaré.
La música se escuchaba desde la puerta, casi tan clara como si estuvieran en el salón. Algunos de los invitados ya comenzaban a retirarse, aún antes de que sirvieran el postre. Eran los que habían venido de más lejos, o los que tenían que llevar de vuelta a algún anciano, a quien se le hacía difícil quedarse despierto hasta muy tarde.
Muchas gracias, Nazario.
Pa servirle…
Los carruajes se alejaban al paso por la calle principal. Los cascos resonaban sobre el empedrado.
Cloc-cloc-cloc…
La luz de los faroles de parafina relucían sobre las crines y los pelajes. Las luces en las vidrieras de las casas de comercio, en cambio, estaban todas apagadas. Las de la ferretería del Vasco Mendieta, las de la tienda de Herr Hoffmann, las de la sastrería de don Chicho, y las de la botica de Monsieur Lefèvre, ubicada en la esquina opuesta de la Plaza de Armas.
Oh, oh, oh…
La luz de un candil se filtraba, sin embargo, por los cristales de una de las ventanas del piso superior de la farmacia.
Oh, oh, oh…
Era la ventana del dormitorio principal, en el que Madame Lefèvre (a Dios gracias, ya repuesta de su jaqueca) gemía y suspiraba, mientras los muelles de la cama, traída especialmente de Marsella, hacían: Cuiqui-cuiqui-cuiqui-cuiqui…, meciéndose a un ritmo acompasado, como si aún estuviera en la bodega del barco.
Oh là là…, se mordía los labios y elevaba sus suspiros al cielo la mujer del boticario. Mon Dieu!
Sobre una silla estilo Segundo Imperio descansaba un sombrero bombín, y un bastón de madera de cóihue, como sólo había uno en el pueblo.
Cuiqui-cuiqui-cuiqui-cuiqui…
No sólo la cama: la habitación, la casa entera se balanceaba.
Oh Yeremí!, gemía y le clavaba las uñas en la espalda Madame Lefèvre… Mi heggmoso salvaje…!
Mon amour… !

© Emilio Di Tata Roitberg, 2019.
 

A continuación...

CAPÍTULO 61: UNA NOCHE INOLVIDABLE

 

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