Capítulo 59 - El arresto del magnate

La llegada del Gobernador causó inquietud en la fiesta de cumpleaños del Dr. O'Reilly. La música se detuvo, las parejas dejaron de bailar. 
¡El Mayor Francisco García Lacroix!, anunció el criado.
¡Oh, ahí está mi Pancho!, exclamó lo más contenta su esposa, la Señora Manuelita, que no se daba cuenta de nada.
Y es que el Gobernador, pese a ser uno de los invitados de honor -de hecho, se había presentado en la fiesta con su uniforme de gala- no venía solo, sino acompañado del Sargento Valeriano Aranda, uno de sus subalternos de confianza, y de dos soldados que marchaban con sendas carabinas a la espalda.
PAM-PAM, PAM-PAM…, resonaban los cuatro pares de botas sobre el parquet.
Los invitados se hacían a un lado. Los camareros se detenían a mirar. No volaba una mosca en todo el salón. Todos observaban asustados y expectantes la marcha del desfile de uniformados a través del salón. 
Todos, menos el Vasco Mendieta, que con sus escasos seis palmos de altura se mantenía erguido, sacando pecho, dispuesto a resistir. Sus ojos se mantenían fijos en los ojos del Gobernador, que su vez lo miraba a él.
PAM-PAM, PAM-PAM…
Los dos hombres más poderosos de la Colonia, finalmente, se encontraban cara a cara. Nadie decía una palabra. Sólo el Loco Cebolla exclamó:
¡Apa, apa, apa!, frotándose las manos y sonriendo, como si asistiera a una función teatral.
¡Cállate, imbécil!, lo amonestó desde atrás la mujer del Fiscal.
Los militares llegaron hasta donde estaba el millonario y, a una seña del Mayor García Lacroix, se detuvieron. Todos serios, todos resueltos, tal vez un poco menos el Sargento Aranda, que en vano le había aconsejado al Mayor que manejara el asunto con algo más de prudencia. ¿Había necesidad de exponer a un hombre del poder y los recursos del Sr. Mendieta frente a los habitantes más destacados de la Colonia, mucho de los cuales habían tenido o aún tenían negocios con él?
El Vasco está como chancho con los políticos de la Capital, le había dicho un rato antes el Sargento Aranda, cuando venían camino de la casa del Doctor. Puede pagar a los mejores abogados, mi Mayor, y, si Usted me disculpa, también a los jueces…
No esta vez, le respondió el Gobernador, mientras marchaban al trote lento por la Calle Principal, dando tiempo a los espías del Vasco a que corrieran a avisarle. Así, si el malandrín quería irse a su casa, y evitar la pública humillación que acarrearía su detención en plena fiesta, él, de puro generoso, estaba dispuesto a permitirlo.
Debería estar contento, Sargento, dijo el Mayor García Lacroix. Después de todo, fue usted el que destapó el estofado.
Eso era verdad. Había sido el Sargento Aranda el que había descubierto la conexión entre los dos cadáveres que habían aparecido esa semana en el hospital portuario: el de Rudecindo Láinez, el humilde puestero de la Estancia Logroño, y el del joven grumete de la Mandrágora, el buque del escocés Fitzroy Mac Grelag, el raquero que asolaba las aguas de los canales del Sur, desde el Estrecho de Magallanes al Canal de Beagle.
Y no es que la muerte de esos dos pobres diablos le importara a nadie. Lo que sí importaba era la pérdida de naves y de cargamentos, con el consiguiente perjuicio económico que eso ocasionaba a compañías de seguro y armadores navales; los cuales transmitían sus quejas al Gobierno Nacional, por medio de sus respectivas embajadas.
¿Se da cuenta, Sargento? Nuestra soberanía aún no es reconocida por las grandes potencias, más que de manera provisoria. Si no podemos garantizar el tráfico de naves y mercancías, libre del ataque de esos malditos piratas…
Sí, mi Mayor…
Piratas que no actuarían con tanta soltura, de no tener quien les comprara lo robado…
El Sargento Aranda ya no se atrevió a poner objeciones, viendo avanzar tan decidido al Gobernador, como un halcón que se lanza en picada sobre su presa.
Señor Baltasar Mendieta, queda usted detenido por conspiración y robo agravado, y como partícipe necesario en el asesinato de…
¿Ah, sí?, se rió el Vasco mirando a su alrededor, como si pusiera a los demás invitados como testigos de semejante descaro.
¡Sargento, proceda!
Sí, mi Mayor.
A una orden del Sargento Aranda, los soldados tomaron al Vasco Mendieta, uno de cada brazo.
Es el peor error que ha cometido en su vida, Mayor, dijo el Sr. Mendieta, casi sonriendo. Se arrepentirá.
¡Oh, Baltasar!, no pudo contenerse Judith, que se había echado a llorar.
No te preocupes querida, le dijo el Vasco. Son sólo calumnias. Estaré de vuelta antes de lo que te imaginas.
El Sr. Mendieta fue conducido fuera del salón, ante la mirada impávida de los invitados. El Mayor García Lacroix caminó, ahora sí, hasta la mesa que le tenían reservada, junto a su esposa, sus pequeños hijos y su sobrina Carlota. Mirando a los comensales de las otras mesas dijo, casi en tono de broma:
Señoras, Caballeros… Espero que este pequeño incidente no haya arruinado su apetito…
Nadie se mostró con ánimos de responderle. Y hasta su esposa, siempre tan comprensiva, se atrevió en voz baja a recriminarle:
Oye, Pancho, esta vez se ta ha ío la mano…
No te preocupes por ese sujeto, se puso la servilleta sobre los pantalones el Mayor García Lacroix. No se podrá soltar del lazo esta vez.
¡Oy, oy, oy…! se inclinaba hacia atrás y hacia adelante reb Yehuda Moshkover, mesándose la larga barba blanca.

***

El Gobernador tenía razones para ser optimista. Todos los miembros de la banda de Mac Grelag habían sido atrapados, y ya habían confesado su participación en el ataque al Koning der Nederlanden, y el subsiguiente desembarco del cargamento en el muelle privado de la Estancia Logroño.
¿Y? ¿No tienes nada que declarar?
Todos habían admitido sus crímenes, menos el propio Mac Grelag, que soportaba desde hacía horas el castigo al que lo sometían los soldados a las órdenes del Capitán Serafín Benigno. Palos, azotes, cepo colombiano y, por último, la inmersión de su cabeza en el bebedero de los caballos, por períodos de tiempo cada vez más prolongados.
¿Nada? ¿Estás seguro?
¡Vete al diablo!
Castigos que eran aplicados en la caballeriza anexa al cuartel, delante de los equinos del regimiento, los cuales, acostumbrados a los métodos del Capitán Benigno, seguían masticando lo más tranquilos su forraje.
¡Denle más!, era la orden repetida del Capitán, orden que sus subalternos acataban sin rechistar. ¡Denle más!
Después de nueva remojada, los soldados dejaron al raquero tirado sobre el piso, medio desvanecido, tosiendo parte del agua que había entrado en sus pulmones.
Ya que lo lavaron, ahora póngalo a secar, dijo el Capitán.
Sus hombres obedecieron. Uno fue a buscar la soga, otro le amarró a Mac Grelag las muñecas detrás de la espalda, y un tercero arrojó la soga por encima de la viga y comenzó a tirar.
¡¡¡Ah!!!
El Capitán Serafín Benigno era uno de los pocos oficiales que había faltado, esa noche, a la fiesta del Dr. O’Reilly, aunque no lo lamentaba. Más que los bailes y la compañía de personas elegantes, él disfrutaba de la disciplina y del modo de vida rudo del cuartel.
¡Súbanlo más!
Una preferencia que compartían los soldados puestos directamente bajo sus órdenes, un trío de suboficiales conocidos como Los Espartanos.
¡Más arriba! ¡Más!
Un apodo que les había dado el propio Capitán Benigno, quien personalmente los había seleccionado de entre el resto de la tropa por su valor, su gallardía y (todo sea dicho) por su belleza y masculinidad.
¡Ahhhhh…! ¡Maldito!
Los Espartanos no dormían en los barracones, como el resto de la soldadesca, sino en la propia casa del Capitán Benigno, ubicada a escasas cien varas del edificio de la Gobernación. Comían con el Capitán, practicaban deportes con él y lo acompañaban a todas partes. Estaban siempre juntos, como Epaminondas y su Batallón Sagrado.
¿Y? ¿Qué me dices ahora, inglés?
Una proximidad que daba lugar a la murmuración entre la gente decente del pueblo, y que había sido denunciada en uno de sus sermones por el Padre Tadeusz, quien condenó por escandalosa la situación.
¡Y el Señor hizo llover azufre y fuego del cielo sobre Sodoma, sobre aquellos que adoraban su cuerpo y se entregaban a la depravación!
Una acusación que, de ser cierta, tenía sin cuidado al Gobernador, quien como Napoleón o el Almirante Nelson, circunscribía las relaciones íntimas de sus subordinados a la esfera de las actividades privadas, independientes de su desempeño en el servicio. El Mayor García Lacroix confiaba plenamente en esa tropa de élite, a la que elegía para las misiones más arriesgadas. ¿A quienes, sino, habría encargado el arresto del escocés Mac Grelag y su banda de raqueros, que esa noche disputaban una animada partida de póker, en un garito ubicado detrás de los galpones de la Compañía Carbonífera.
¡Quietos! ¡Están todos detenidos!
Una incursión a sangre y fuego, que costó la vida a uno de los raqueros, y un balazo en el muslo a uno de los Espartanos.
¡Argh…! gemía Mac Grelag, a medida que sus brazos subían y sus hombros comenzaban a dislocarse.
Fue el que más se resistió. Sus compañeros aguantaron unos más, otros menos, aunque al fin cantaron hasta La Traviata.
¿Y, inglés?, se burlaba el Capitán Benigno, ¿Cómo estás ahora? ¿Un poco más cómodo?
Los Espartanos reían, al tiempo que se pasaban un cigarrillo, al que daban a su turno una pitada. Incluso el que estaba baleado participaba del interrogatorio, después de haber sido desinfectado con ginebra y debidamente vendado.
¿Vas a decirnos quien te hizo el pago? Es inútil que lo niegues, de todos modos lo sabemos.
Unos pasos más atrás, medio escondido detrás de una mula, se encontraba el Soldado Arancibia, un joven al que el Capitán Benigno trataba de incorporar a su escuadrón, hasta el momento sin mayores resultados.
Pálido como un papel y visiblemente descompuesto, el chico parecía horrorizado por los gritos y los gemidos de los detenidos.
¿Qué le pasa, Soldado? ¿Se siente mal?
Un joven delgado y pelirrojo, que había llamado la atención del Capitán Benigno apenas llegó a la Colonia.
No, mi Capitán.
No parecía estar a la altura de las circunstancias, el colorado. Una lástima.
¿Le parece mal lo que estamos haciendo?
No, mi Capitán. Sólo que…
El Soldado Arancibia había formado parte del grupo que detuvo a Mac Grelag, y había cumplido con la tarea que el Capitán le asignó de forma eficaz. Es decir, había cuidado de las cabalgaduras, y cubierto la retaguardia, mientras sus compañeros repartían golpes de culata y sablazos.
¡Quieto ahí!
Incluso había detenido a uno de los raqueros, al contramaestre chino, que trató de hacerse perdiz por la puerta de atrás.
¡No se mueva!
El Soldado Arancibia le apuntó con su carabina, el dedo temblando sobre el gatillo.
Tlanquilo, muchacho…
El joven suspiró aliviado cuando el chino sonrío con su dentadura incompleta y levantó por fin las manos.
Tlanquilo. No dispales.
Quién sabe si lo hubiera hecho, si aquel sujeto hubiera tratado de escapar. Él jamás había querido lastimar a nadie. Ni siquiera a ese canalla de Mac Grelag, que ahora gritaba de manera desgarradora, a medida que el tormento se prolongaba.
Ese hombre, le explicó el Capitán Benigno, no es más que un pirata. No es el personaje de novela romántica, sino un asesino a sangre fría, que pasó a cuchillo a la tripulación entera de un barco.
Sí, mi Capitán, repitió el muchacho pelirrojo, que aún comprendiendo las razones de su superior, no podía disimular el horror que la situación le causaba.
¡¡¡Ah!!! ¡¡¡Ah!!!
La soga seguía subiendo. Los pies del Escocés apenas tocaban el suelo. Un tirón más y los huesos de sus antebrazos se saldrían por completo de sus cavidades.
¡Malditos! ¡desgraciados!
La sangre y la baba se escurrían por su barba amarillenta. Incapaz de soportarlo un minuto más, el Soldado Arancibia se dio vuelta y vomitó.
Espera un momento, le dijo el Capitán Benigno al Espartano que tiraba de la soga.
El Capitán se acercó al Soldado pelirrojo. Le puso una mano en el hombro, le preguntó si ya se sentía mejor.
S-sí, mi Capitán.
Apenado, el Capitán Benigno tuvo que aceptar el joven no servía para esa tarea. Sin embargo, le había tomado cariño. Era tan delicado, tan bello.
Soldado Arancibia…
S-sí, mi Ca-Capitán, tragó saliva el Soldado, temiendo lo peor: que el Capitán, para ponerlo a prueba, le encargara darle al bandido el tirón final.
Por qué no vuelve a la casa, y nos prepara algo para la cena…
¡Sí, mi Capitán!, respondió el muchacho.
¿Podrá hacerlo?, le pasó la mano curtida por el rostro pecoso y casi lampiño. Estas faenas despiertan mis apetitos…
Sí, mi Capitán, balbuceó el muchacho. ¿De-desea algo en especial?
Lo que tú quieras. Confío en ti.
El Soldado Arancibia hizo una venia y salió, lo más rápido que pudo, alegre de largarse de allí.
Bien, dijo el Capitán, encarándose de nuevo con Mac Grelag. Sabés que, si seguimos un poco más con este juego, quedarás lisiado para siempre. Eso, si sobrevives.
Mac Grelag lo miraba, hecho un guiñapo, pero aún desafiante.
Nada me gustaría más que hacerlo, te lo confieso, pero voy a darte otra oportunidad. ¿Me dirás quién te dio el dinero que llevabas encima cuando te atrapamos?
Mac Grelag se lo quedó mirando, como si no lo hubiera comprendido.
¿Fue el Vasco Mendieta, verdad? Fuiste a su ferretería, y estuviste a solas con él en la trastienda. Todos te vieron.
Los soldados asistían divertidos a la escena, fumando todavía.
Eres más idiota de lo que yo creía, inglés, si quedas arruinado sólo por proteger a ese rufián.
El raquero se balanceaba de la soga, gimiendo y rabiando, pero aún sin hablar.
¿Y, qué me dices?
Mac Grelag esbozó algo parecido a una sonrisa y, con la poco fuerza que le quedaba, le dijo:
¡Púdrete!
El Capitán Benigno sonrió, y tras dar un paso atrás, le dijo a los Espartanos:
¡Denle más!

***


La detención del Vasco Mendieta había causado una honda conmoción en la fiesta en casa del Dr. O’Reilly. La cena de todos modos se sirvió, según lo previsto, y la orquesta volvió a tocar. Sin embargo, un clima de inquietud se extendió por la sala. Una guerra se había declarado, y nadie podía preveer la consecuencias.
¿Y toda la gente que trabaja en el boliche del Vasco, qué es lo que van a hacer? ¿Y los empleados del aserradero?
¡Eso habría que haberlo pensado antes!
El único que no pareció haberse enterado de lo que pasaba era Bernardo, que caminaba como aturdido por el salón. Uno de los mozos le preguntó su nombre y le indicó la mesa en la que le tocaba sentarse.
Sí, gracias, respondió el joven, que no era capaz de probar bocado. Se había metido en un atolladero más que mediano, y necesitaba ayuda cuanto antes.
Trató de ubicar a su alrededor algún rostro conocido, para ver quién podía auxiliarlo. De Carlota sólo podía ver la nuca, a varias mesas de distancia. Irena reinaba en la otra punta del salón, entre varios caballeros que se turnaban para festejarla.
¿Qué pasa? ¿No le gusta el pescado?, le preguntó uno de sus compañeros de mesa.
¿Qué? Sí, le respondió Bernardo, que sentía como todo daba vueltas a su alrededor. No podía creer lo que le estaba pasando. Se quitó la servilleta y se puso de pie. Caminó hasta la mesa donde estaba uno de los pocos invitados a los que conocía.
Disculpe, Sr. Pietralacqua…
Cosa suchede?, le preguntó el sastre, al que no le hacía ninguna gracia que lo interrumpieran mientras le narraba a sus compañeros de mesa los detalles de su desembarco en Sicilia junto al ejército de Giuseppe Garibaldi.
Necesito hablar un momento con usted.
Adesso? Ma qué inoportuno!, exclamó don Chicho, que mal de su grado se puso de pie y lo acompañó hasta un rincón apartado. Miraba con desconfianza el frac que Bernardo tenía puesto, el frac que él mismo le había confeccionado (a decir verdad, su ayudante). Pensó que tal vez el mozalbete venía a reclamarle que el saco le tiraba de la sisa, o que una costura del pantalón le molestaba.
¡Un duelo!, se llevó las manos a la cabeza Don Chicho, cuando el joven finalmente se lo contó.
¡Shhh!, le pidió más discreción Bernardo. Necesito alguien con experiencia para actúe como uno mis padrinos.
Má… ¿Osté está loco?, le preguntó el Sr. Pietralacqua. ¿Osté? ¿Un duelo?¿Contro quien?
Bernardo le señaló la mesa en la que comían y bebían alegremente los jóvenes oficiales del Regimiento 53. Uno de ellos, un flaco de ojos claros y saltones, levantó la copa y los saludó.
Con ese, dijo Bernardo.
¡Achidente!, exclamó el sastre napolitano. ¿Osté y cuesto militare?
Sí.
¿A morte, o a prima sángüe?
A muerte.
Don Chicho se tapó la cara con las manos. Miró al cielo y dijo, casi llorando:
Má, ¡mio caro signore! ¡Lei non sabe lo que hace!
El bueno del sastre parecía incluso más conmovido que él.
Está bien, don Chicho, trató de consolarlo Bernardo. Ese hombre me desafió, y no me quedó más remedio que aceptar.
Con los ojos llenos de lágrimas, don Chicho Pietralacqua tomó entre dos dedos la solapa del impecable frac de Bernardo, el mismo que el joven le había comprado en cuotas, y con el corazón temblando de angustia le preguntó:
Y cuesto bello traje, signore mio, ¿quién me lo va a pagar?
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© Emilio Di Tata Roitberg, 2019.

 

A continuación...

CAPÍTULO 60: UN GALÁN EN APUROS

 

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