Capítulo 58 - Muchos diablos y poca agua bendita

Desde que Irena hizo su entrada al salón Bernardo ya no fue el mismo. Dejó de ser el joven desenvuelto que todos habían visto hasta entonces, el que se robaba las miradas con su elegancia y simpatía; el que se lucía al ritmo de la polca y el vals, y hacía reír a las damas con sus ocurrencias. 
La llegada de Irena lo arruinó todo. Bernardo comenzó a tartamudear y a moverse por la pista con menos gracia que una foca fuera del agua.  
¿Quién es esa mujer?, le preguntó la sobrina del Gobernador, que había esperado toda la noche a bailar con él, y ahora no podía ocultar su decepción. ¿La conoce? 
No. Sí…, respondió Bernardo, que ni siquiera era capaz de sostenerla en la postura correcta. Dos veces chocaron contra otras parejas que bailaban, y en uno de los giros Bernardo dio un paso a destiempo y le pisó el pie. 
¡Ay! 
A pesar de tener delante suyo a la joven más bella y solicitada del Salón, no podía quitar los ojos de Irena. De ver lo que hacía, con quién hablaba… ¿Qué diablos podía haber ido a hacer allí?, se preguntaba Bernardo. ¿Es que acaso había cerrado la taberna antes de tiempo? Era evidente que había venido a verlo a él, a controlar sus movimientos, aún cuando, hasta ahora, no le hubiese dirigido una sola mirada.
Le ruego me disculpe, dijo Bernardo. Es que… 
Los criados terminaban de poner los platos y cubiertos. Los cristales de las copas brillaban bajo las bujías que iluminaban el salón. 
¿Falta mucho para la cena?
Tan sólo un momento, Madame. 
El baile ya estaba por terminar, para alivio de Carlota, que aún se reprochaba haberse dejado arrastrar a ese lugar. Todo por dejar contenta a su tía, y a Gerarda, que hasta le compraron un vestido nuevo para la ocasión. Carlota estaba convencida de que los bailes eran una nefasta invención de nuestra época, en la que las mujeres se ofrecían como ganado y los hombres se paseaban entre ellas como compradores indecisos. Un mercado de carne, ni más ni menos. Una feria. ¿Cómo pudo creer que este podía ser diferente? De sólo pensar en que podría estar tan tranquila en su casa, disfrutando de una taza de té, y leyendo un buen libro…  
E-está usted muy bella esta noche, Se-señorita…, se sacó de la galera un cumplido Bernardo, que no sonaba sincero. No porque no fuera cierto, sino porque su mirada se desviaba todo el tiempo hacia donde estaba la recién llegada, que ahora saludaba a la esposa del Mayor García Lacroix y a los demás personajes importantes, como una reina que se digna a hacer una visita a sus súbditos. 
No tiene por qué gastarse en elogios, le dijo Carlota, qué sólo esperaba que la pieza terminara para volver a su asiento. No podía creer que el único joven que le había parecido interesante, el mismo que tanto había le insistido para que bailara con él, ahora no le prestara atención. ¡Y todo por una vieja! 

*** 

Algo parecido debía pensar Judith, que también había visto como su prometido cambiaba de talante al ver llegar a esa mujer de mala vida. 
¿Se puede saber de dónde la conoces, Baltasar? ¿Acaso eres cliente de su… (Judith buscó la palabra más delicada posible)…establecimiento? 
¡No!, protestó el Vasco Mendieta, que inclinado junto a ella, bloqueaba el pasillo con la siguiente mesa. 
Con su permiso, Señor, le dijo uno de los camareros.
La orquesta seguía tocando, los invitados bailaban. No todos. En el baile en casa del Dr. O’Reilly pasaba más o menos lo mismo que en los otros bailes: los jóvenes daban vueltas por la pista y hablaban de asuntos banales, y los adultos se mantenían apartados, tratando temas serios e importantes. 
Había excepciones, claro. Como la de Don Chicho Pietralacqua, el casanova napolitano, que pese a haber superado largamente los cincuenta no se perdía una sola pieza, y sacaba a bailar a todas y cada una de las damas, a las que hacía bostezar con el recuento de sus anécdotas de guerra. 
Una altra volta, cuando siamo arrivato in Sichilia con il bravo Giuseppe, dúe batallone di soldati son venuto al nostro encontro… 
O como el joven Móishele, el hermano de Judith, que a sus tiernos veinte años aún no había bailado ni una vez, enfrascado como estaba por completo a sus negocios. 
¿Y cuándo me dice que zarpan? 
Tan pronto como consigan los tres mil pesos que le faltan para comprar víveres y municiones, don Moisés. 
Un evento social como ese, al que concurría la gente más adinerada de la Colonia, era una ocasión que no se podía dejar pasar: compra o venta de tierras, concesiones para la extracción de guano, expediciones de caza de ballenas en el Mar de Weddel o de lobos marinos en las aguas de los canales fueguinos… 
¿Sólo el veinte por ciento?, dejó salir el humo de su cigarrillo con boquilla de ámbar el joven Móishele. ¿Por semejante cantidad de dinero, y por adelantado? Sin duda pueden ofrecernos algo mejor. 
Con su traje de dandy y su barba de chivo recortada a la moda el pequeño bribón cerraba un trato tras otro, para irritación del Vasco Mendieta, que seguía junto a su prometida, suplicando como un pelele:
Te ruego me perdones, Judith. No me di cuenta que me estabas hablando… 
Claro que no te diste cuenta, Baltasar. Desde que entró esa mujer… 
Sentada al lado de sus padres, que asentían a cuanto ella decía, y a su abuelo, reb Yehuda Moshkover, que pese a ser sordo como un muro y no hablar una palabra de español, se enteraba de todo cuanto pasaba, Judith se mantenía inflexible. 
Te doy mi palabra, dijo el Sr. Mendieta, de que no tengo nada que ver con esa mujer. 
¿Ah, sí? ¿Y cómo es que llegó hasta aquí en tu carruaje?
Desde luego, todos estaban enterados, para ese momento. 
Mi carruaje… Se defendió el Sr. Mendieta. Mi carruaje… ¡ha sido robado!
¡Sí, claro!, dijo ella, esbozando una sonrisa sarcástica. 
Es la pura verdad. El indio que trabaja en su taberna se lo llevó, mientras el inútil de mi cochero estaba papando moscas. 
¡No me digas!, seguía sin creerle Judith. 
¡Tengo testigos!, insistió el Vasco. Presentaré una denuncia a las autoridades. 
Un mozo pasó acomodando las copas, y otro las paneras de mimbre, del lado contrario a las servilletas. El Vasco los miraba con odio, pues sabía que, a pesar de su fingida indiferencia, lo estaban escuchando sin perderse detalle, y no tardarían en repetir sus palabras por el salón.  
Si vamos a comenzar así, Baltasar… dijo Judith, haciendo girar el anillo de compromiso en su dedo, como si estuviera a punto de quitárselo. 
Espera, Judith, dijo el Sr. Mendieta. Te ruego que recapacites…  
¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!, pasaban jugando a indios y soldados los hijos del Mayor García Lacroix, llevándose por delante las sillas y empujando a los adultos. 
¡Cabros del demonio!, les gritaba Gerarda. ¡Quédense quietos!
Vi cómo la mirabas, Baltasar. 
Pero no, Judith… 
En el fondo, ¿a ti qué diablos le importa?, pensaba el Vasco. Si iban a casarse, no es porque estuvieran enamorados, sino sólo por el dinero: por el dinero de él, y por el de ella. Para que las dos fortunas más grandes de la región se fundieran en una sola y las dos compañías competidoras pasaran a formar la unidad de explotación más sensata y más sana de nuestra época: un bien establecido monopolio. 
Si quieres irte con ella, yo no te lo impido, dijo Judith, quien, enamorada o no, no quería quedar como una idiota delante de todo el mundo. 

***   

La mesa ya estaba dispuesta para la cena que coronaba
cada año el baile en casa del Doctor. 
Tín, tín, tín, tocó su campanita el mayordomo, anunciando la última pieza de la noche. La orquesta comenzó de inmediato a tocar. 
Si me disculpa, ya no quiero bailar, dijo Carlota, soltándose del abrazo de Bernardo, que no se lo reprochó. No había sido una buena pareja de baile, él mismo lo reconocía. 
Sí, claro. Lo entiendo… 
Tenía tal cara de pesadumbre que Carlota se apuró a agregar: 
No me siento del todo bien. Este lugar es poco sofocante. 
Si quiere, podemos salir a tomar el aire. 
Bernardo señaló el ventanal que daba a la parte trasera de la casa del Doctor. 
Ella pareció dudar. 
Vamos, tan solo un momento, insistió él. Es una noche muy bella.  
Nadie los vio salir. Todos tenían puesta su atención en Irena, que no contenta con aparecerse en esa fiesta (a la que nadie la había invitado) ahora salía a la pista ni más ni menos que con el dueño de casa, para escándalo de los demás invitados, y en especial de la esposa del Doctor. 
Por aquí, dijo Bernardo, sosteniendo la mano de Carlota, mientras ella bajaba los tres escalones de la pequeña escalera de madera que daba al patio de atrás. El tacón de su botín vaciló, al tocar la superficie irregular de pedregullo. Él se apuró a sujetarla de la cintura, aún cuando no hubiera riesgo de que se cayera.
Muchas gracias, dijo ella. 
Tomaron asiento en uno de los bancos que enfrentaban al columpio. Él se cruzó de piernas, ella acomodó la falda de su vestido, procurando que no tocara el piso de tierra. 
¿Qué le dije? 
Sí, la noche era espectacular. Apagados al fin los últimos destellos del crepúsculo, el cielo estrellado del Sur aparecía en todo su esplendor. Una noche no del todo fría, y casi sin viento. Algo poco común por allí. 
Cuántas estrellas, dijo Carlota. 
Sentado a su lado, él levantó la vista a las alturas. 
Este cielo es extraño para mí, dijo Bernardo. No son las mismas estrellas que brillan donde yo nací. 
Eso tiene solución, dijo Carlota, se las voy a presentar. ¿Ve? Aquella es la Cruz del Sur. Y un poco más allá, la más brillante de todas, es Canopus… 
Desde adentro llegaban los compases del Danubio Azul. El aire olía a hierbas silvestres, y al perfume de Carlota, que a la luz de las estrellas parecía aún más hermosa. 
¿Y cómo es que sabe tanto de astronomía? 
Bueno…, dijo ella, recuerdo algo de lo que aprendí en el Liceo. Y luego leí algo por mi cuenta, en una enciclopedia. Hay tan poco que hacer por aquí… 
Carlota extrajo algo de pliegue en su vestido. Una pequeña cigarrera, con media docena de cigarrillos alineados. 
¡Oh!, dijo él, y trató de inmediato de ocultar su sorpresa. 
Son de mi tío, dijo ella, que luego de convidarle uno se puso ella misma un cigarrillo entre los labios. 
Carlota miró hacia la casa, antes de encender una cerilla y darle fuego primero a él. 
Me extraña que aún no haya llegado...

***   

Un rumor se extendió por el salón. El Vasco Mendieta notó que comenzaban a mirarlo. Incluso Móishele, su futuro cuñado, quien lo detestaba cordialmente, parecía preocupado. Tras cavilar un momento, la pequeña rata hebrea se levantó de su silla y, alejándose unos pasos, le hizo una discreta seña.
¿A mí?, preguntó incrédulo el Sr. Mendieta, que casi había terminado de convencer a Judith, y ahora se enfrentaba con un nuevo problema. 
Móishele indicó con la cabeza que sí. 
Mal de su grado, el Sr. Mendieta se puso de pie. 
¿Qué sucede, Baltasar?
Nada, querida. Ya vuelvo. 
La orquesta seguía tocando. Era la última pieza de la noche y nadie se la quería perder. Las parejas se movían sobre el entablado, en sentido contrario a las agujas del reloj. Las faldas de los vestidos se acampanaban, los talones no tocaban el suelo. Parado delante de los músicos, el Loco Cebolla movía los brazos y hacía morisquetas, como si los estuviera dirigiendo.
Apa, apa, apa…
Con una cuchara en lugar de batuta, indicaba la entrada del clarinete y marcaba el compás del violonchelo, para desesperación del verdadero director, que se había visto desplazado. 
Míralo nomás al Cebolla. Ya se está buscando otra paliza. 
¡Le estará bien empleada!
Reinaba un aire de bienestar y alegría, aunque no todos se mostraban tan contentos. Entre ellos el grupo de jóvenes oficiales del Regimiento 53, los que se habían quedado sin pareja para la última pieza de la noche, y miraban desde un costado como otros danzaban y reían. Una fatalidad inevitable, dado el escaso número de damas que había, para tantos caballeros.  
¿Qué diablos sucede?, preguntó el Vasco Mendieta. 
Móishele echó un vistazo a su alrededor, para asegurarse de que nadie lo escuchara. Se acomodó las gafas de fina montura.  
Es mi deber comunicarle lo que me acaban de informar, Baltasar, dijo su futuro cuñado. Han allanado el casco de su estancia, Sr. Mendieta. 
¿Qué? ¿Qué estás diciendo?, dijo el Vasco. ¿Acaso se trata de una broma? 
No es ninguna broma, dijo Móishele.
La música seguía. Las parejas giraban con los últimos compases, entre ellas la de Irena y el Doctor, que se miraban a los ojos, sin decir una palabra, como dos tortolitos. ¡Vaya par de adefesios!, meneó la cabeza el Vasco Mendieta. ¡El hambre y las ganas de comer! 
Señor Mendieta, alguien lo llama… 
Era su joven secretario, que lo miraba
con cara de circunstancias desde la puerta del salón. Los criados lo dejaron pasar. 
Señor Mendieta… 
Sí, ya lo sé, lo cortó el Vasco. 
El muchacho apretujaba el sombrero entre sus manos y miraba hacia atrás con angustia, como si estuvieran por prenderlo a él. 
El Gobernador en persona viene hacia aquí, Señor Mendieta, con una partida de soldados…  
¿Ah, sí?, trató de sonreír el Vasco. 
Creo que sería más prudente que Usted… 
¡Yo no iré a ningún lado!, lo cortó el Sr. Mendieta, estirando la mandíbula como un perro de pelea. ¡Que venga a buscarme! ¡Aquí estoy!  

***   

¿Así que el barco se fue y usted se quedó aquí?, preguntó Carlota, echando una voluta de humo, que de a poco se fue disipando en el aire. 
Bueno, ya me daban por muerto, así que… 
Un tabaco excelente. Hacía tiempo que Bernardo no probaba algo así. 
Vaya manera de llegar, dijo ella, que no protestó cuando él la tomó de la mano. 
Tal vez era el destino, dijo Bernardo. Tenía que conocerla a Usted. 
Ja, ja, se rió Carlota, haciéndose hacia atrás. ¿Todos los de su país son así de embusteros? 
La joven dio la última calada a su cigarrillo y lo tiró.
¿Cómo era que se llamaba ese lugar?  
Ya habían hablado de estrellas y de libros. Bernardo le había contado de su infancia en Temeschwar y de sus viajes por Viena y por Venecia. Ella recordó la casona y el patio con naranjos de su Lima natal, y su paso por el Liceo de Señoritas de Valparaíso, la ciudad donde aún vivían casi todas sus amigas, el lugar donde había sido tan feliz. 
Con la vista más acostumbrada al oscuro, Bernardo podía verla en todo su esplendor. Tan joven, tan encantadora. Si no se tratara de la sobrina del Gobernador… 
¿Y hasta cuándo se quedará aquí? 
Quién sabe, dijo ella. Hasta que a mi tío lo trasladen. O hasta que… 
Adentro, la música ya había terminado. Sólo se escuchaban algunas voces aisladas, y alguna exclamación que se destacaba sobre las demás. 
Qué suerte tiene Usted, dijo Carlota. Poder marcharse de este horrible lugar… 
Ya no me parece tan horrible, desde que la conozco a Usted, dijo Bernardo, jugando con uno de sus rizos. 
¡Eso fue hace solo un momento!, volvió a reírse ella. 
Con más razón… 
¿Otro cigarrillo? 
Bernardo negó con la cabeza, y se acercó un poco más. Esta vez ella no se movió. Dejó que él la rodeara por el talle y acercara su boca a la suya. 
¡Ejem!, se escuchó un carraspeo a sus espaldas. Los dos se enderezaron de golpe. 
Niña Carlota… dijo en tono perentorio Gerarda. Su tía la está buscando. 
Sí, saltó del banco Carlota y Bernardo, suspirando, se puso de pie a su vez. 
Espero que tengamos oportunidad de volver a vernos. 
¡Ya lo creo que le gustaría!, constestó por ella Gerarda. ¡Y usté, mándese al tiro pa dentro! 
Sí, bajó la cabeza Carlota. 
A modo de despedida, la joven le dijo a Bernardo: 
Será mejor que espere aquí un momento antes de entrar. 
Sí, claro, dijo él, que la vio alejarse por el sendero de piedras, seguida por el ama. Esperaba que la joven se diera vuelta y lo mirara antes de entrar a la casa, lo que efectivamente sucedió. 
Adiós, murmuró ella, y él levantó la mano para decirle adiós a la distancia. La sonrisa se le quedó congelada al toparse con la mirada severa del ama, que parecía decirle: Cuando le cuente a su tío… ¡la que te espera! 
O eso le pareció a Bernardo, que recién ahora se daba cuenta de que se había metido en una situación delicada. 
El viento había comenzado a soplar, o tal vez estuviera soplando de antes. Se estaba poniendo frío. 
Bernardo echó un vistazo a las estrellas, que parecían brillar un poco menos desde que Carlota no estaba. 
Pasado un tiempo que creyó prudencial, caminó hacia la casa él también y subió los tres escalones. 
Algo le llamó la atención, apenas cruzó la puerta, y fue el silencio que se había producido en el salón. Los músicos habían dejado de tocar, los invitados se habían callado, y lo único que se escuchaba eran los pasos del Mayor García Lacroix, seguido por un grupo de soldados. 
¡Diablos!
¿Cómo pudo haberse enterado tan pronto?, se preguntó Bernardo, que sintió de pronto que las piernas no le respondían. La vista se le nubló, todo comenzó a dar vueltas alrededor suyo. Dio un paso al costado, tropezó. 
¿Eh, qué hace?, dijo alguien. 
Sin darse cuenta había embestido al grupo de jóvenes oficiales del 53.
Perdón, dijo Bernardo, mirando hacia donde estaba el Gobernador, que a Dios gracias (ahora se daba cuenta) no venía a buscarlo a él. 
Le ruego me perdone, balbuceó. 
Pero el oficial al que había chocado no pareció tan dispuesto a aceptar sus disculpas. 
Debería fijarse por donde va, dijo. De lo contrario, pensarán que es un idiota. 
Sí, dijeron sus camaradas. 
O tal vez piensa que los idiotas somos nosotros, dijo otro oficial. 
¿Qué?, dijo Bernardo. No, nada de eso… 
Yo creo que lo hizo adrede, dijo un tercero. 
Eran seis, o cinco, que lo habían estado observando toda la noche. Lo habían visto bailar con Judith y escabullirse hacia el patio con Carlota, y no estaban dispuestos a perdonárselo así nomás. 
Este gringo piensa que no estamos a su altura… 
Hará falta que le bajen los humos… 
Bernardo miró por encima de sus hombros, y notó que nadie en el salón se daba cuenta de lo que pasaba. Nadie iba a venir al rescate. 
Estoy algo mareado. Si me disculpan… 
¿Adónde cree que va? 
Déjalo que se marche, pobre imbécil, dijo otro de más atrás. 
El oficial al que había chocado, que era algo más alto que él, de contextura fibrosa y ojos saltones y claros, dijo: 
Sí, es un cobarde. 
Bernardo pudo al fin traspasar el muro de chaquetas azules y botones dorados que lo rodeaba, ligándose a la pasada un empujón. 
Qué se puede esperar de un sucio mozo de taberna, dijo uno que estaba al costado. 
¡Vuelve al agujero de donde saliste, patán!
Sí, dijo el flaco de ojos claros. Vuelve con esa prostituta vieja… 
Y Bernardo, que ya casi había dejado el peligro atrás, sin pensarlo siquiera, se dio vuelta y… 
¡PAF!
Le cruzó la cara con el revés de su mano. 
Se escucharon voces, al otro lado del salón, que nada tenían que ver con ellos. El oficial al que Bernardo había abofeteado, que debía tener más o menos su edad, se pasó la mano por la mejilla y, luego de mirar a sus compañeros, dijo, sonriendo de manera siniestra. 
Voy a pedirle que nombre a sus padrinos, muchacho. Esto sólo se podrá lavar con sangre. 
Bernardo tragó saliva, y con un hilo de voz respondió: 
Sí. Así será. 
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© Emilio Di Tata Roitberg, 2019, 2023.
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A continuación...

CAPÍTULO 59: EL ARRESTO DEL MAGNATE

 

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