Capítulo 57 - Un reencuentro inesperado

Era la comidilla de la fiesta, todos en el salón hablaban de ella: todos menos el Dr. O’Reilly, que ni sabía que Irena se encontraba allí. El Doctor había estado hasta entonces en el recinto que le servía de consultorio, limpiando y curando las heridas del Loco Cebolla, que por su insolencia se había ganado otra paliza fenomenal. 
Apa, apa, apa… murmuraba el Loco, que sostenido por el Doctor entró finalmente al salón, con el brazo en cabrestillo y la cabeza envuelta en un vendaje, al tiempo que la orquesta tocaba los últimos compases de un vals. 
Por aquí, Arturo, lo guió con santa paciencia el médico irlandés, que no dudó un momento en abandonar su propia fiesta de cumpleaños para ir a atenderlo. 
Apa, apa, apa… tomó asiento el Cebolla en una de las mesas centrales, para disgusto de Monsieur Lefèvre, el boticario, que esa noche había sido una de las víctimas de su lengua viperina. 
Sacré bleu!, masculló entre dientes y miró para otro lado el paladín de la ciencia farmacéutica, aún arrepentido de no haberle encajado también él un tortazo. 
El baile casi terminaba. La orquesta tocaba una de las últimas piezas, mientras los mozos iban dejando los platos y cubiertos frente a los invitados. 
¡Oh, champaña!, estiró la mano el Loco Cebolla y tomó la copa que burbujeaba delante del Padre Tadeusz. 
¡Eh! ¿Qué hace?, se indignó el viejo sacerdote, que distraído en su conversación con la esposa del Fiscal, aún no había tenido oportunidad de probarla. 
Ah… paladeó la burbujeante bebida el Loco, cerrando los ojos, y tras un momento de dictaminó: 
Es un Veuve Clicquot… extra brut… cosecha del 73… 
¡Es verdad!, dijo el Doctor O’Reilly, el único que parecía encontrar divertidas sus ocurrencias. Compré varias cajas, hace un par de meses, a un vapor de la Compagnie Maritime que pasaba por el Estrecho… ¿Cómo has podido distinguirlo, Arturo? 
¡Qué farsante!, dijo la esposa del Inspector de Hacienda. Seguro espió la etiqueta, cuando el mozo pasaba con las botellas.
¿No me cree? Traiga otra botella, estimada Señora, le dijo el Loco, la que sea. Alguna de las que recibe de regalo su marido, luego de hacer la vista gorda durante las inspecciones... 
¡Sinvergüenza!, exclamó la mujer. No me extraña que lo hayan apaleado.
¿Qué es lo que hace tu padre?, se escandalizaba la Sra. O’Reilly, sentada en el rincón opuesto de la sala. ¿Es que se ha vuelto loco? Cómo es que deja entrar a ese sucio mendigo, que además es un deslenguado y un hereje. 
Tranquilízate, mamá, le decía Elisa, que ya tenía preparada la cajita con sales aromáticas, ante la eventualidad de un desmayo, a los que la Sra. O’Reilly era aficionada. 
Apa, apa, apa… exclamó el Loco Cebolla, que tomó de la manga a su anfitrión y le hizo una seña en determinada dirección. 
Mire, Doctor. Allá… 
El Doctor O’Reilly se quedó de una pieza al distinguir a esa elegante dama de vestido azul, que charlaba amablemente con otras personas, pero no dejaba de mirarlo a él. 
¿Irena?, se paró bien derecho y se enderezó el nudo de la corbata el médico irlandés. Quiero decir… Señora Suker… 
Buenas noches, Doctor, sonrió Irena. 
Los criados intercambiaron una mirada de complicidad. Varios de los invitados sonrieron e hicieron un comentario por lo bajo. 
¡Oh!, exclamó y terminó nomás por desmayarse la sufrida Sra. O’Reilly. 

***   

Punta Arenas era un pueblo pequeño, por aquellos tiempos, y el Dr. O’Reilly era el médico del pueblo, llegado a instancias del Gobernador anterior, el Comandante Garrido Murphy. La necesidad de un médico se había hecho imprescindible en aquel territorio de frontera, en el que los únicos cuidados sanitarios hasta entonces los había proporcionado el cabo-enfermero del Regimiento 53 (especialista en sangrías y amputaciones) y una comadrona que aplicaba ventosas y cataplasmas. 
Establecido desde hacía varios años en Buenos Aires (una ciudad con demasiada competencia, y un clima tórrido al que jamás había terminado de acostumbrarse) el Doctor O’Reilly se dejó tentar por la propuesta del agente de inmigración del Territorio Magallanes, que además de una buena paga le ofrecía un solar en el centro del pueblo, sobre el cual podía levantar su casa y montar su consulta. 
El Doctor firmó un contrato por dos años, y ya llevaba más diez allí. No le había costado adaptarse a ese frío territorio, algo más parecido a su querida Hibernia. Su simpatía y buena disposición lo habían convertido en uno de los personajes más queridos de la Colonia. No sólo por los habitantes más adinerados, sino también por la gente pobre, a quienes regalaba medicinas y atendía aún fuera del horario de su práctica, sin cobrarles un centavo. 
Por suerte, el dinero no era una de las preocupaciones del Doctor. A poco de llegar había adquirido, a precio de remate, una amplia extensión de tierra, unas treinta millas al norte del pueblo, en la que había introducido una variedad de ovejas de su tierra natal, unas Suffolk cara negra que se adaptaron al clima hostil de la región tan bien como él. La lana estaba a muy buen precio, por entonces, y los dividendos comenzaron a multiplicarse -para alegría de la Sra. O’Reilly, que veía de ese modo aliviadas las penurias de tener que seguir las aventuras de ese chiflado de su marido. 
Entre las personas a las que el Doctor atendía estaba la madre de Irena, la dueña del Salón Adriático. Hasta entonces con una salud de hierro, la anciana había empezado a sufrir un trastorno mental que la llevaba a volverse agresiva con la gente que la rodeaba, incluso con su hija, y a permanecer encerrada en su pequeña habitación, negándose de plano a abandonarla. Esa era la razón por la que el Doctor tenía que ir a atenderla personalmente a la taberna, durante alguna de las crisis de la anciana. 
Tuvo otro ataque, Doctor, le mandaba a decir Irena. Si pudiera pasar a verla un rato… 
La moderna rama de la psiquiatría estaba aún en sus inicios, y no era para nada la especialidad del Dr. O’Reilly, aunque él trataba de todos modos de informarse, y leía cuanto tratado científico cayera en sus manos. 
Buenas noches, señora Agnes… 
El Doctor le hacía preguntas, que Irena debía traducir, ya que la anciana sólo hablaba el dialecto serbocroata de su isla natal. Aún así, la sola presencia del médico resultaba beneficiosa para la pobre mujer. La voz cálida del Doctor la tranquilizaba, aún cuando no entendiera lo que le estaba diciendo. Y eso porque, obligada a seguir con su trabajo en la taberna, Irena debía muchas veces dejarlo solo en la pieza con ella. 
Bien, ya se durmió. 
Muchas gracias, Doctor, le dijo Irena, limpiándose las manos en el delantal. 
Era de noche y la taberna estaba vacía, aquella vez. La campana de la parroquia ya había marcado las diez, la hora en que el Gobernador había instituido un virtual toque de queda en el pueblo. Los presidiarios ya debían estar dentro de su barracón, los soldados en el cuartel y cada colono en su casa, a menos que una urgencia lo reclamara en otro lugar. Alumbrándose con un farol, un grupo de cuatro o cinco soldados daba una recorrida por las calles de tierra del pueblo, controlando que los boliches estuvieran cerrados. 
Le dejaré unas gotas de cáñamo indiano, que podrá suministrarle a su madre cada vez que le haga falta, Señora Suker. 
Muchas gracias, Doctor, dijo Irena, que metió la mano en el bolsillo y rebuscó entre sus monedas y billetes. 
Oh, por favor, dijo el Doctor O’Reilly, no hay necesidad…  
¿Por qué?, se extraño Irena. Es su trabajo, y además… 
Pero el Doctor se negó a aceptar dinero. Dijo que después, más adelante, cuando el tratamiento estuviera concluido… 
Entonces, deje al menos que le sirva un trago, dijo Irena, que sacó de un compartimento bajo el mostrador una botella de Kentucky Tavern, un whisky de primera, que no se parecía en nada al matarratas que le servía a sus clientes. 
Bueno, eso podría ser, sonrió el Doctor. 
Tomaron asiento, en la única mesa que no estaba atestada de botellas y de vasos. Aún faltaba poner patas para arriba los bancos y barrer, meter en remojo los cubiertos, y acomodar todo para el día siguiente, donde habría que hacer todo lo mismo otra vez… 
Estaban los dos solos, iluminados por el farol a querosén. 
Si me disculpa, Señora Suker, yo diría que tampoco usted tiene muy buen aspecto. 
¡Vaya!, trató de mostrarse jocosa Irena. Si esa es su manera de hacer un cumplido, Doctor… 
Sin embargo, era cierto. Su piel estaba pálida, el brillo se le había ido de los ojos. 
Le ruego no lo tome a mal, Señora Suker. No lo dije por… 
Está bien, Doctor. 
Irena ya había quedado viuda, para entonces, y las finanzas del Salón Adriático venían de mal en peor. Las deudas se le acumulaban. En especial las deudas con el Vasco Mendieta. Ese canalla, ese miserable… 
Tal vez pueda prescribirle un tónico, dijo el médico. Monsieur Lefèvre no tendrá problemas en prepararlo. O tal vez, la próxima vez que venga, yo se lo podría traer. 
No es un tónico lo que necesito, Doctor. 
Le ruego me disculpe. No quise parecer… 
Irena también se había servido un vaso para ella, pero aún no lo había llegado a tocar. En cambio, apoyó los codos en la mesa y hundió la cara entre las manos. 
Pero…, se alarmó el Doctor, cuando ella se largó a llorar. Estiró una mano, como para apoyársela en el hombro. No sabía si tocarla o no. 
Señora Suker… Por favor. 
Desde entonces, las visitas del Doctor O’Reilly al Salón Adriático comenzaron a circular de boca en boca por el pueblo. Sobre todo las visitas nocturnas. 
Parece que va atender a la madre, el Dotorcito. 
Sí, seguro… ¡A la madre, jaja! 
Rumores que se multiplicaron, al ver pasar al Doctor cada vez más contento, silbando Bird in the bush, una alegre tonada de su tierra natal. Y al ver a la Tabernera de mucho mejor talante, por efecto de algún tónico, tal vez. 
¿Y dice que ella canceló las letras de pago que tenía con el Señor Mendieta? 
Así contó el secretario del Vasco. Justo cuando estaba por caerle el embargo… 
¿De ónde habrá sacáo la plata, la Viudita? 
Visitas que llegaron a oídos de la esposa del Doctor, quien puso el grito en el cielo. 
¡Esto es un escándalo, William? ¿Cómo te atreves? 
De nada valieron las protestas del Doctor O’Reilly, que le aseguraba que no había nada indecoroso en sus relaciones con la Tabernera. 
Se trata de su madre, María, que necesita cuidados especiales… 
Si quieres atender a la vieja, que venga ella aquí. Pero a ti, William, te lo prohíbo, ¿me escuchas? ¡Te prohíbo que vuelvas a pisar ese lugar! 
María, no sabes lo que dices… 
¡Y además, irás hoy mismo a confesión!
Fue inútil, ni siquiera el Cura le creía. 
¿Cómo? ¿Acaso piensa seguir mintiendo?, se indignaba el Padre Tadeusz, cuyo aliento a arenque y vodka barato se dejaba sentir a través de la celosía del confesionario. 
El Doctor O’Reilly se sentía completamente desmoralizado, incapaz de hacer valer su inocencia. 
¿Y qué, si había ido en varias oportunidades al Salón Adriático, y se había quedado algunas veces a solas con la Señora Suker? ¿Y qué si le había prestado el dinero que ella necesitaba para librarse de las garras del usurero? Una suma que de todos modos Irena ya le estaba devolviendo, poco a poco, en la medida de sus posibilidades. 
Señora Suker, me temo que… 
Dios era testigo, nada impropio había pasado entre el Doctor e Irena, y no porque Irena no lo hubiera deseado. Nadie la había tratado jamás con tanta bondad como ese humilde médico de provincia. Nadie se había portado hasta entonces como un caballero con ella, haciéndola sentir realmente una dama. 
Está bien, Doctor. Lo comprendo… 
Así fue como, a causa de las vanas habladurías, el Doctor tuvo que dejar de ver a Irena, e Irena tuvo que dejar de ver al Doctor O’Reilly. 
Hasta ahora, hasta este momento, en el que habían vuelto encontrarse, de la forma más inesperada, y se miraban en silencio, sin acertar a pronunciar una palabra, como si tuvieran miedo a decir cualquier cosa que pudiera romper el encanto. 

***   

Apa, apa, apa… 
Fue el Loco Cebolla el que habló. El que, después de mandarse al buche una segunda copa de Veuve Clicquot, se puso a recitar: 

¡Moza más hermosa, 
no vi en la frontera, 
que la tabernera, 
Doña Irena la… !

Apa, apa, apa…, se rascó la cabeza y se quedó pensativo el loco, sin encontrar la palabra adecuada el Cebolla. Contó las sílabas con los dedos, dijo: ¡Ah! ¡Ya sé! 
¡Tín, tín, tín! hizo sonar la campanilla uno de los criados.
Señoras, Caballeros… En instantes serviremos la cena. ¡Última pieza de la noche! 
La orquesta arrancó con el Danubio Azul, el vals que ponía el broche de oro cada año al baile. Las parejas salieron a la pista. 
Pe-permítame decirle que está usted muy bella, Señora Suker, se atrevió a decir el médico, tímido como un colegial. 
E Irena, siempre tan rápida para responder, se ruborizó y se quedó sin palabras. 
Muchas gracias, Doctor. 
Muy bella, sí, pero aún no ha bailado, dijo el Loco Cebolla. ¿O me equivoco? 
No. No te equivocas, dijo Irena. 
El Cebolla miró a su anfitrión, y le hizo una inclinación de cabeza más que evidente. 
¿Seguro?, le preguntó con la mirada el médico. ¡Sí, por supuesto!, le respondió él. 
Ejem… carraspeó el Doctor O’Reilly, que notó en ese momento que todos lo miraban. 
Qué diablos, debió de haber pensado. Puesto que ya me juzgaron, y de todos modos van a murmurar… 
Estimada Señora Suker, dijo. ¿Me haría el honor de concederme esta pieza? 
E Irena, tras dejar su copa casi intacta sobre una mesa cercana, le respondió: 
Con todo gusto, Doctor. 
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© Emilio Di Tata Roitberg, 2018.

 

A continuación...

CAPÍTULO 58: MUCHOS DIABLOS Y POCA AGUA BENDITA

 

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