Capítulo 56 - Un baldazo de agua fría

Si hubo una invitada que no pasó desapercibida esa noche, en el baile del Doctor O’Reilly, esa fue precisamente Irena. Primero, porque no era una invitada: nadie la invitó, y sólo por su propio descaro fue que osó apersonarse por allí. Segundo, porque no se parecía en nada a la Irena que todos conocían, con su eterno vestido negro de viuda, con las toscas botas claveteadas y el pelo gris y revuelto que lucía todos los días en la taberna.
Los caballeros se quedaron con la boca abierta. Las damas agitaron sus abanicos indignadas.
¡No sé cómo tiene el tupé!
Las conversaciones se interrumpieron, y hasta la orquesta vacilaba en volver a tocar.
¿Es ella? ¿Estás seguro?
Costaba reconocerla, con ese magnífico vestido de fiesta, esos delicados botines de raso y el pelo rubio que le caía en cascada sobre los hombros desnudos.
Será peluca, digo yo, murmuró la mujer del Fiscal. ¿De ánde va a sacar tanta chasca?
Irena avanzó por el salón, fingiendo no darse cuenta de la reacción que causaba. Intentaba mantener la sonrisa, y buscaba entre la gente siquiera un rostro que se le mostrara amable; esperaba escuchar al menos una palabra que la hiciera sentirse bienvenida.
¡¿Qué?!, fue la palabra que escuchó, desde el otro extremo de la sala. ¡Cómo se atreve!, tronó un vozarrón que todos reconocieron al instante.
Era la voz de la anfitriona, la esposa del Doctor O’Reilly, que dejó la conversación en la que estaba enfrascada y avanzó como un toro hacia donde Irena se encontraba.
¡Cómo se atreve!, repetía. ¡En mi casa! ¡En mi propia casa!
La gente se hacía a un lado. Un mozo que pasaba con su bandeja estuvo a punto de ser embestido de lleno.
¡Quítate del medio, idiota!
Irena se mantuvo firme, dispuesta a no retroceder un palmo, aún cuando se encontrara en territorio enemigo. El encontronazo era inminente. Todos los invitados miraban expectantes, conteniendo el aliento. Quién sabé qué hubiera sucedido, qué desagradable incidente hubieran tenido que presenciar, de no haberse puesto de por medio la generosa humanidad de la Señora García Lacroix.
¡Señora Suker, cuánto tiempo sin verla!, exclamó la esposa del Gobernador.
Doña Manuelita, suspiró aliviada Irena, y extendió ambas manos hacia ella.
¡Qué maravilloso vestido!, dijo la Gobernadora. ¡Y ese sombrero! Tendrá que prestármelo alguna vez…
¡Con todo gusto!
Fue una intervención providencial, que quitó a la esposa del Doctor parte del ímpetu que llevaba, y la obligó a detenerse antes de alcanzar su objetivo.
¡Qué mujer más tonta!, murmuró la Sra. O’Reilly, en voz no tan baja como hubiera deseado. ¿No se da cuenta quién es? ¿No recuerda lo que hizo?
Está bien, mamá, terminó de contenerla Elisa, la hija mayor del Doctor. Déjala.
La orquesta arrancó con los primeros compases de Rosas del Sur, uno de los últimos valses de Strauss, de moda en los salones por aquellas épocas. Las parejas se lanzaron a la pista, entre ellos Carlota y Bernardo, que no salía de su asombro.
 
***
 
No, Doña Manuelita no tenía nada de tonta, aunque a veces lo parecía, o dejaba que otros lo creyeran. De hecho, sí se daba cuenta de quién era Irena, y recordaba perfectamente lo que había hecho, pero… ¿qué clase de cristiana iba a ser, si no era capaz de olvidar y perdonar? Además, pensaba la esposa del Gobernador, se trataba de una viuda, de una mujer que había perdido a su marido en trágicas circunstancias. Ella, de sólo pensar que pudiera pasarle algo a su Pancho…
Espero que pase una agradable velada, Sra. Suker.
Muchas gracias, Doña Manuelita. Es Usted muy amable.
La recepción de la Gobernadora tuvo el efecto de un indulto para Irena. Otros invitados (con bastante cautela, es verdad) se acercaron a saludarla. El camarero le arrimó una bandeja en la que burbujeaban las copas de champán.
Madame…
Irena retiró una de las copas y probó apenas un sorbo, no sea cosa de que encima la tildaran de borracha.
Bounanotte, Signora Suker, se acercó galante el sastre. Piaccere…
Lo mismo digo, Señor Pietralacqua, extendió su mano enguantada Irena.
Aún así, la tensión en el ambiente era palpable. Al verla tan sonriente y tan grandiosamente ataviada, muchos recordaron las épocas en que Irena era considerada la mujer más bella de la Colonia. Los caballeros que habían tenido un romance platónico con ella suspiraban con nostalgia. Y los que habían tenido un romance aristotélico carraspeaban, tosían o se secaban con un pañuelo el sudor de la frente.
Ni siquiera Bernardo, que giraba por la pista de baile con Carlota, podía evitar dirigirle cada tanto una mirada intrigada.
¿Quién es? ¿La conocé?, le preguntó la sobrina del Gobernador.
¿Qué? No. Sí…, balbuceó Bernardo.
¿Es su mamá?

***

Y, por razones que todos podían adivinar, la irrupción de Irena en el baile había perturbado a uno de los caballeros particularmente, y ese caballero era ni más ni menos que el Vasco Mendieta, uno de sus antiguos festejantes.
¿Qué sucede, Señogg Mendietá?, le preguntó el boticario, Monsieur Lefèvre, al ver su rostro desencajado. ¿Es que su hígado ha vuelto a causaggle prgoblemas?
El Sr. Mendieta no dio muestras de haberlo escuchado. No podía sacarle los ojos de encima a Irena, no podía dejar de ver lo que hacía y con quién hablaba. El Sr. Mendieta parecía haber olvidado por un momento que era el hombre más poderoso y envidiado del pueblo, terrateniente, armador naval y titular de varias firmas comerciales. Parecía haber el olvidado que el mundo se había abierto a sus pies, que la vida le sonreía y que a su lado se encontraba su futura prometida, una joven de la mitad de su edad, a quien todos deseaban.
¿Te pasa algo, Baltasar?
Era inútil, su mente estaba en otro lado, en otro tiempo. En la época en que Irena y su marido recién habían llegado a la Colonia, atraídos, como tantos, por el ofrecimiento que había hecho el gobierno de parcelas, materiales para la construcción y cincuenta cabezas de ganado a los colonos que se comprometieran a establecerse en este hostil territorio austral.
Los Suker, Branko e Irena, eran dos dálmatas que habían debido abandonar su tierra por cuestiones políticas (o al menos, eso era lo que decían), y antes de recalar por estos lares habían probado suerte en Río de Janeiro, en Paraguay y en Buenos Aires. Durante los primeros días se alojaron en el galpón de la antigua Compañía Carbonífera, que era donde el gobierno hospedaba a los nuevos colonos, mientras se tramitaban sus permisos de residencia y se realizaba el sorteo que determinaría qué parcela le tocaría a cada uno. Aún no bendecidos con hijos, los Suker eran sin embargo alegres y entusiastas, con un don de gentes que pronto los hizo muy estimados en toda la región.
No pasó mucho tiempo antes de empezaran a comentarse las frecuentes visitas que hacía el matrimonio a la residencia del Comandante Garrido Murphy, el Gobernador de la Colonia, un funcionario mucho más alegre y amante de los placeres que el actual Gobernador Militar. Los rumores se multiplicaron cuando a los Suker les tocó en el sorteo un magnífico terreno en el centro del pueblo, a apenas unas doscientas varas del edificio de la Gobernación. Una suerte increíble, comparada con la de otros colonos, que habían llegado antes y esperaban desde hacía más tiempo, y debieron conformarse con tierras en zonas marginales, varias millas más al norte: una región mucho más inhóspita, menos reparada del viento, y más expuesta al siempre latente peligro de un ataque por parte de los nativos.
Eso se llama tener suerte, ¿eh?
Y… a la suerte hay que ayudarla, compadre.
Así, mientras otros colonos se afanaban criando animales y trataban de sacarle algún fruto a esa tierra agreste, los Suker se daban el lujo de montar su hermosa taberna, en la que no escatimaron gastos. ¿Cómo pudo ser que ellos, que llegaron sin un peso, consiguieron el capital para comprar la mercancía y el mobiliario? Irena era una hembra estupenda, por aquellos tiempos, no el palo de escoba que es ahora, y la fama de sus encantos se extendió por la región. Uno de los que cayó bajo su embrujo fue el propio Señor Mendieta, que no era el hombre más rico de la Colonia todavía, pero que ya había dado los primeros pasos en esa dirección. Ya había abierto la ferretería naval para ese entonces, y traficaba con cueros y con aceite de lobo de mar, un lubricante muy solicitado por los industriales europeos y norteamericanos.
El Vasco Mendieta aún estaba casado con su primera mujer, Doña Milagros, una señora de aspecto algo hombruno y carácter tirando a agrio, que no cesaba de amargarle la vida con sus exigencias y reclamos.
Sí, Milagros. Como usted diga…, solía responderle el Vasco Mendieta, y esa frase había terminado por convertirse en un latiguillo que luego repetían los burlones del pueblo, e incluso algunos de sus propios empleados, cuando pensaban que él no podía escucharlos.
Sí, Milagros. Como Usted diga…
Tal vez para escapar de sus penurias conyugales, el Vasco comenzó a frecuentar el Salón Adriático, la recién instalada taberna de Irena, a la hora en que el marido no se encontraba.
Qué tal, Señora Suker…, solía decir al cruzar la puerta del establecimiento, con una sonrisa de suficiencia que lo delataba.
El Vasco daba por hecho que esa mujer hermosa y floja de cascos, que se había entregado sin muchos miramientos a otros, también iba a entregarse a él.
Ah, es Usted…, solía contestarle Irena, que parecía tener una palabra amable para todos, menos para él.
Pronto se corrió la voz de las visitas del Vasco al Adriático, lo que le valió una severa reprimenda por parte de su mujer.
Sí, Milagros. Como Usted diga…, bajó la cabeza una vez más el Vasco, que se había obsesionado con la Gringa, y decidió pese a todo probar suerte una vez más.
Volvió a aparecerse por su boliche, a una hora en que casi no había gente, y fiel a su estilo pragmático y directo le hizo una proposición que creyó que Irena no iba a tener problemas en aceptar.
Me parece que se ha equivocado Usted, dijo muy seria Irena, que no era precisamente una remilgada, si bien aquel sujeto, sin ser del todo feo, le resultaba sencillamente repugnante.
Usted sabe quién soy yo, Señora, le dijo el Vasco.
Sí, y sé lo que le va a pasar, si no se larga ya mismo de aquí.
Creo que no nos entendemos, dijo el Sr. Mendieta.
Yo creo que sí, le respondió ella. ¡Vamos! ¡Fuera! ¡Y no vuelva a asomar el morro por aquí!
Sólo había un par de gauchos a esa hora, en el boliche, unos paisanos que se caían de mamados. Debían estar parando la oreja, sin embargo, porque no tardaron en difundirse por el pueblo los detalles de la breve entrevista.
Fue una humillación pública para el vasco Mendieta, que juró cobrarse la afrenta cuando llegara la oportunidad. La cual no tardó en presentarse, poco después de la muerte del marido de Irena, durante una de sus turbias incursiones de trueque en el Territorio Tehuelche.
Los problemas comenzaron sucederse entonces para la Viuda, que con el cambio de autoridades había perdido gran parte de su influencia. Difundidos y exagerados por chismosos a sueldo del Vasco, los amoríos de Irena con distintos personajes salieron a la luz, y las puertas se le fueron cerrando una por una. Comenzaron a acumularse las letras de pago, varias de las cuales fueron compradas por el propio Sr. Mendieta, que a diferencia de los acreedores originales (dispuestos a extender los plazos, o a hacer una quita, dadas las circunstancias), exigió por vía judicial la cancelación de los montos acordados, además de los intereses, punitorios y honorarios de abogados.
¡Maldito! ¿Qué es lo que trata de hacer?
El Vasco era implacable. Gracias a sus contactos en la oficina de registro logró que se pospusiera de manera indefinida la entrega del título de propiedad de la parcela de Irena, al hacer que uno de los secretarios se robara el expediente de los archivos.
¡Eso le enseñará!, se frotaba las manos el Señor Mendieta, que con el paso del tiempo aumentaba en poder y en influencia, mientras la mujer que lo había rechazado se hundía en la ruina y el descrédito. Algo que se dejaba ver en su apariencia física. Las preocupaciones habían hecho a Irena adelgazar a niveles alarmantes. La piel se le había ajado, el pelo se le había vuelto gris. En dos años parecía haber avejentado diez. El Sr. Mendieta la espiaba, desde el interior de su negocio, cuando ella pasaba en esa vieja carreta prestada, y el pecho se le inflaba de satisfacción.
Oh, ma chère Madame, decía ahora el viejo baboso del farmacéutico, besándole la mano a Irena. Es un veggdadego placegg volvegg a veggla…
Lo mismo digo, Monsieur Lefevre.
Una satisfacción que esta noche se le había esfumado al vasco Mendieta al verla aparecer así, radiante y en toda su gloria, rejuvenecida incluso. ¿Cómo podía ser? ¿Tan grande podía ser el cambio logrado por unos trapos y un poco de pintura? ¿O era la influencia de ese mozalbete muerto de hambre al que había tomado como amante?
Baltasar… ¡Baltasar!, lo arrancó de sus elucubraciones Judith.
¿Qué? ¿Qué pasa?, le respondió de mala manera el Vasco.
No tienes buen aspecto. ¿Te sucede algo?, le preguntó su bella y joven prometida.
Nada, ¿qué diablos me va a suceder?
A Judith no le gustó su respuesta. Sin agregar más, dio media vuelta y caminó rumbo a la mesa donde estaba su familia.
¡Judith! ¡Judith! ¡Espera!, corrió tras ella el Sr. Mendieta, que deseaba que esa maldita noche, y con ella sus problemas, terminaran de una vez.
 
***
 
Sus problemas, sin embargo, no habían hecho más que comenzar. A apenas unas cuadras de allí, una partida de soldados cabalgaba hacía al cuartel, llevando a un par de detenidos con las manos atadas a la espalda.
¿Se encuentra aquí Mayor?, preguntó el Sargento Valeriano Aranda ni bien desmontó.
Está en su despacho, Sargento, dijo el soldado de guardia. Lo está esperando a Usted.
El Sargento Aranda subió lo más rápido que pudo los escalones de madera, resoplando al llegar a la planta superior. Caminó por el corredor, dio unos golpes en la puerta del fondo.
¡Adelante!
El Gobernador estaba sentado en su escritorio, revisando papeles a la luz de un quinqué.
¿Qué noticias tiene, Sargento? ¿Qué resultado tuvo el allanamiento?
Positivo, Mayor. Encontramos varios de los ítems denunciados dentro del casco de la Estancia Logroño, más otros elementos que pudieron haber sido substraídos en diferentes ilícitos.
Excelente, Sargento, se puso de pie y caminó hacia él el Mayor García Lacroix, y en un gesto poco habitual en él le tendió la diestra, dándole al Sargento Aranda el trato de un igual.
Muy buen trabajo, Sargento.
Muchas gracias, Mayor. Tenemos dos detenidos: el mayordomo del Señor Mendieta, y un puestero que trató de obstaculizar el operativo.
Bien, dijo el Mayor García Lacroix, que apagó el farol y le agregó:
Vamos, Sargento. Aún hay algo que debemos hacer.
Bajaron la escalera, guiándose por el reflejo de la luna que entraba por una de las ventanas. El Gobernador no cabía en sí de alegría. Era evidente que estaba dispuesto a llegar con aquel asunto hasta el final.
Con todo respeto, mi Mayor…, se atrevió a decir el Sargento Aranda. ¿No será mejor esperar hasta mañana, o presentarle una citación para el lunes? Detener al Señor Mendieta ahora, delante de todo el mundo…
El Vasco Mendieta no era lo que uno llamaría un pez chico. Tenía harta influencia en funcionarios y políticos de la Capital.
Es precisamente ahora, Sargento, cuando es necesario hacerlo. Nadie se encuentra por encima de la Ley, ni siquiera él.
Sí, mi Mayor.
Los caballos ya estaban dispuestos. El Mayor García Lacroix y el Sargento Aranda salieron al trotecito por la Calle Principal, seguidos por dos soldados. Se veían todas las luces prendidas en casa del Doctor. Los curiosos se agolpaban en la entrada, los carruajes se alineaban a lo largo de la cuadra, con sus respectivos cocheros sobre el pescante. Desde dentro llegaban los acordes de un vals.
¿Acaso tiene miedo, Sargento?
No, mi Mayor, dijo el viejo soldado.
Entonces, vamos a proceder.


© Emilio Di Tata Roitberg, 2018.

 

A continuación...

CAPÍTULO 57: UN REENCUENTRO INESPERADO

 

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