Capítulo 55 - Una invitada inesperada

Esa noche fue la noche en la que el Sr. Mendieta se decidió a dar el gran paso.
Mi estimada Judith…
¡Oh!, exclamó la Señorita Braunstein, viuda de Papanópulos, cuando lo vio sacar del bolsillo el pequeño estuche forrado de terciopelo.
El Sr. Mendieta era un hombre práctico, poco afecto a las demostraciones. No hizo grandes aspavientos, no se puso de rodillas. Le hizo entrega, eso sí, de un hermoso anillo de compromiso, confeccionado por el mejor orfebre de Montevideo, y traído a Punta Arenas en uno de los vapores que hacían la carrera del Atlántico.
¡Ay, Baltasar! ¡Es hermoso!
La orquesta dejó por un momento de tocar. El boticario, Monsieur Lefèvre, fue el encargado de hacer el anuncio. Los invitados aplaudieron y dieron vivas a los novios, aún cuando, por lo bajo, hicieron comentarios cargados de ponzoña. 
¡Una chica tan joven, con ese viejo sinvergüenza!
No olvide que ella ya estuvo casada con uno más viejo todavía, pues.
Se ve que los colecciona, entonces…
Sólo la Sra. Manuelita, que era un alma bella, se emocionó hasta las lágrimas.
¡Qué bello es el amor!, exclamó la esposa del Gobernador, y hasta su hijo más pequeño la miró con un dejo de incredulidad.
Nadie más que ella debía pensar que había allí algo parecido al amor, entre aquellos dos, como no sea el amor al dinero. Eran la primera y la segunda fortuna del pueblo, y era lógico que el capital y el capital se asociaran.
¡Por el Sr. Mendieta y la Srta. Judith!
¡A su salud!
Los flamantes prometidos terminaron de bailar el vals y caminaron hasta la mesa donde estaba la familia de la muchacha: el padre y la madre, que trataban de sonreír, a pesar de las circunstancias, y el hermano menor de Judith, Móishele, que no intentaba sonreír siquiera, dada la poca simpatía que todos sabían existía entre él y su futuro cuñado.
Señor Mendieta… Señorita Judith… se acercaban los presentes a congratular a la pareja.
En un rincón de la mesa estaba el abuelo de la novia, Reb Yehuda Moshkover, que vestía la gabardina negra y el gorrito de fieltro negro típico de los jasidim de Rakov. Arrastrado a regañadientes a aquel evento, el anciano parecía ajeno al jolgorio que bullía a su alrededor. No hablaba una palabra de español y era sordo como una tapia, por añadidura.
Reb Yehuda no había echado más que una mirada distraída al hombre que se había acercado a su mesa, un sujeto más bien grueso, de estatura baja, que gastaba uno de esos trajes a la moda que parecen el disfraz de un saltimbanqui. El reloj de oro, prendido a una gruesa cadena de oro también, su pelo artificialmente reluciente, su mirada cargada de orgullo, todo denotaba en él al hombre mundano, cuya única regla de conducta en la vida era hacer su propia voluntad, e imponerla a los demás.
Abuelo, este es mi prometido, le dijo Judith.
Vas?, le respondió el anciano, llevándose una mano al oído. Vas host du gezagt?
¡Es mi prometido, zeide!, le gritó en yídish su nieta. ¡Nos vamos a casar!
El anciano levantó sus pupilas acuosas hacia el hombre parado delante suyo, que ahora le tendía la mano. Una mano fuerte, de dorso peludo, parecida a la zarpa de un animal salvaje.
Oy, oy, oy… exclamó el abuelo de Judith, mesándose la larga barba blanca e inclinándose hacia atrás y hacia adelante, como si se lamentara por la destrucción del Templo de Jerusalén.
Sucio perro hebreo… , masculló para sí el Vasco Mendieta, que tuvo que guardarse la mano en el bolsillo, después de haberla tenido inútilmente un rato más en el aire. Al otro lado de la mesa se vio, por primera vez en la noche, al joven Móishele sonreír.
Ya te llegará tu turno a ti, pensó el Vasco, que no pudo seguir con sus propósitos vengativos, sin embargo: alguien lo llamaba.
Señor Mendieta…
El sirviente del Doctor O’Reilly le señaló la puerta de entrada, donde su cochero, Abelardo, lo esperaba con cara de compungido, sombrero en mano.
Se-señor Me-Mendiet…
¿Qué diablos haces aquí?
Su-su ca-carruaje, Señor. Alguien lo ha robado…

***

El Señor Mendieta tuvo que contenerse para no emprenderla a golpes contra él, ahí mismo, delante de todo el mundo.
¿Robado? ¡No puede ser! Seguro estabas borracho.
No, Señor Mendieta. Le-le aseguro que…
¡Déjame que te sienta el aliento!
La voz se corrió entre los otros cocheros, que no habían visto nada. Parecía como si el par de caballos frisones, por propia iniciativa, se hubieran desatado ellos solos del palenque y hubieran emprendido de común acuerdo la marcha.
¡Los dejaste solos en algún momento!
Sí, reconoció el cochero, pero fue sólo porque…
Se enviaron emisarios en las cuatro direcciones del pueblo, que no era muy grande.
¡Mira! ¡Allí viene!
No tuvieron que ir muy lejos, porque el cabriolet del Señor Mendieta se acercaba pasito a paso por la Calle Principal, camino a la casa del Doctor.
¿Y quién es que viene adentro?
Con la luz de los faroles de parafina, dispuestos sobre postes a lo largo de las tres cuadras que tenía el centro del pueblo, no alcanzaba a distinguirse muy bien todavía. Sólo se veía que era una dama de abundante cabellera rubia,
lujosamente ataviada, aunque por la sombra que proyectaba la capota su rostro no alcanzaba a verse con claridad. Pero sí se veía quién era el cochero, que iba bien envarado en el pescante, con el gesto digno que corresponde a los servidores de las personas de calidad.
¡Oye, pero si ese es el indio!
¿Qué indio?
El yagán, el portero del Adriático.
¡No puede ser! Entonces, ella es…

***

Los hombres, sobre todo los más jóvenes, los que esperaban su turno para salir a bailar, comentaban fastidiados.
¡Sí que nos ha fregáo, maldito Vasco!
Porque sólo había dos muchachas bonitas esa noche en la fiesta: Carlota, la sobrina del Gobernador, y Judith la judía, a quien ya nadie se atrevía a invitar a la pista, después de que ésta anunciara su compromiso con el Sr. Mendieta.
¿Por qué no vas tú? Es solamente un baile.
¿Estás loco? No tengo ganas de suicidarme.
Y es que si el Vasco Mendieta se proponía hacerle la vida difícil a alguien, no había dudas de que podía hacerlo, y con gusto. Todos los comerciantes, ganaderos y productores de la Colonia dependían de forma directa o indirecta de la casa Mendieta y Asociados, o de alguna otra de las sociedades del Vasco,
y si alguien cometía la torpeza de ganarse su enemistad, pronto veía como todas las puertas de Punta Arenas comenzaban a cerrarse para él. Algunos habían tenido que vender por monedas sus bien ganadas posesiones y largarse en el primer barco, sirviendo así de ejemplo a los demás.
Esa noche, incluso los que ya habían bailado con la Viudita, antes del anuncio del compromiso, ahora lo lamentaban.
¡Ufa!, protestaba Judith, que ahora deseaba que la propuesta matrimonial se hubiera realizado un poco más tarde.
No te quejes. Al menos podrás descansar un rato, le dijo Carlota, que ya tenía los pies a la miseria de tanto dar vueltas.
Quizás podría bailar contigo, dijo Judith.
¿Conmigo?, se rió la Limeña.
¿Por qué no? Baltasar no sentirá celos de ti.
¡Buen espectáculo daríamos!, meneó la cabeza la sobrina del Gobernador, sin ocultar se desazón. Ya había bailado todos o casi todos los caballeros presentes, menos con el que más le interesaba. Con ese apuesto desconocido, de encantadora sonrisa, que había sacado a bailar a todas o casi todas las damas presentes, menos a ella.
Ese petulante, engreído… ¿quién diablos se creerá que es?
¿Cómo? ¿Es que acaso no lo sabes?, se inmiscuyó en la conversación la esposa del Dr. O’Reilly, una irlandesa pelirroja y rolliza, con una potente voz de contrabajo. Ese joven sólo consiguió invitación a esta fiesta por expreso pedido de la Señora Manuelita. De ser por mí…
Sin embargo, la vimos bailando con él hace un momento, Sra. O'Reilly, dijo Judith.
Bueno, pero fue sólo porque él me lo pidió, y no quise parecer descortés.
Después de un breve descanso, la orquesta había vuelto a tocar. Como si supiera que estaban hablando de él, Bernardo se dirigió finalmente al rincón donde estaban las muchachas, junto a la dueña de casa.
Oh, oh, dijo Carlota, que sintió cómo el corazón le daba un respingo. La joven se acomodó de manera automática el pelo, miró para otro lado…
Estimada señorita, ¿me haría el honor de concederme esta pieza?
¡Con todo gusto!, dijo Judith.

***

En efecto, era Jeremy el que llevaba las riendas. Por lo tanto, la misteriosa pasajera no podía ser otra que Irena, la dueña de la taberna con peor fama de toda la Colonia de Punta Arenas.
¡Oye, si es la Gringa nomás!
¿Cómo es que la habían invitado a la fiesta de los personajes más distinguidos y respetables de la Colonia? Irena había formado parte de ese selecto grupo, en otros tiempos, pero después de los negocios turbios en los que se había metido su marido (en los que ella había participado, de manera inocultable), Irena había sido expulsada del lote de manera inapelable.
¡Doña Irena! ¡Doña Irena!, gritaron unos chiquillos desharrapados que se echaron a correr a la par del carruaje.
Irena les arrojó unas monedas que los pordioseros atraparon al vuelo.
¡Dios la bendiga, doña Irena!
Ya pasaban frente a la Plaza de Armas, donde había un par de soldados apostados, junto a un cañón que apuntaba a la bahía. Uno de esos soldados era el Cabo Contreras, cliente habitual del Adriático.
¡Mira! ¿No es ese el carruaje que buscaban?
¡Tanto lío que armaron!
¿No será que el Vasco le prestó su carrindanga?
¿Justamente a la Gringa? No lo creo.
Nadie se atrevió a detenerla, sin embargo. Los soldados saludaron a Irena con una venia algo festiva y ella, como una reina coronada, los retribuyó con una casi imperceptible inclinación de cabeza y una sonrisa distante.
Cloc, cloc, cloc, avanzaban al trote lento los majestuosos caballos. Ya se veían las luces y el ajetreo frente a la casa del Doctor.

***

Y, dígame… preguntó Bernardo, mientras hacía girar a la prometida del Sr. Mendieta al ritmo acompasado de un bal-mussette, ¿qué fue lo que la atrajo de su futuro esposo? ¿Su elevada cultura, sus gentiles modales…?
Ja, ja, ja…
Su impecable apariencia física, su conversación amena y variada… siguió enumerando Bernardo las posibles virtudes del futuro esposo.
Se nota que es usted todo un humorista, dijo la Viudita.
¿Por qué? ¿No piensa que hablo en serio?
¿A usted también le choca nuestra diferencia de edad?, sonrió Judith, a quien Bernardo sólo había invitado a bailar para provocar los celos de su amiga, aunque ahora comenzaba a encontrarla mucho más interesante.
Oh, en absoluto, dijo el muchacho. Mi difunto padre también era mucho mayor que mi querida mamá, y me consta que se amaron.
¿Entonces?, preguntó sonriendo Judith.
Bernardo sonrió a su vez.
Disculpe, le dijo, tiene Usted una mirada tan cautivante que ya olvidé de qué estábamos hablando.
Judith se largo tal risotada que hasta su abuelo fue capaz de escucharla. Por todo el salón se corrió la voz la de alarma. ¡Ese joven estaba jugando con fuego! El Señor Mendieta levantó una ceja disgustado. Carlota le dirigió a la pareja una mirada de pocos amigos, y Panchita otra de menos amigos todavía.
La orquesta terminó con el bal-mussette y casi de inmediato arrancó con una pieza más movida.
¡Oh, una polca!, exclamó Judith. Por favor, baile conmigo un momento más…
¿Cómo podría resistirme, si me lo pide de esa forma?, sonrió Bernardo, y en los rostros de la mayor parte de los invitados se dibujó una expresión de asombro, al ver cómo la flamante prometida del Señor Mendieta bailaba con un completo desconocido, no una pieza sino dos.
Oy, oy, oy… se mesó la barba y se inclinó hacia atrás y hacia adelante Reb Yehuda Moshkover.

***

El cabriolet finalmente se detuvo frente a la casa del Doctor O’Reilly. Jeremy saltó del pescante y sin apuro caminó hasta la portezuela.
¡Doña Irena! ¡Doña Irena!, la reconocieron y la rodearon el grupo de curiosos que se había congregado en el lugar.
¡Doña Irena!, extendieron las manos frente a ella otros mendigos, que gritaban vivas a los asistentes que le dejaban una contribución (y a los que no, les regalaban un escupitajo que luego lucirían como una escarapela durante el resto de la velada, en la parte posterior del vestido o del frac).
¡Gracias Doña Irena! ¡Dios la bendiga!, exclamaron a una los pordioseros, al recibir el correspondiente peaje.
Se escuchaban los animados compases de una polca, amortiguados por la distancia. Precedida por Jeremy (que por lo visto no pensaba volver a subirse al carruaje que tomó prestado), Irena trepó con paso ágil los tres escalones de la escalinata de entrada, levantando con la punta de los dedos la falda de su vestido y haciendo ondular su abundante cabellera a cada paso.
Fiúuuuuu… dejó escapar un silbido de admiración uno de los soldados de la guardia, algo que de seguro no se permitió con las demás invitadas.
¡Viva la Señora Suker!, gritó alguien de entre medio del gentío.
¡Viva!
Todo estaba listo para su espectacular entrée, hasta que uno de los criados del Doctor O’Reilly dio un paso al frente, bloqueándole la entrada.
Buenas noches, señora. ¿Me permite su invitación?
¿Invitación?, le respondió Irena, ¿De qué demonios hablas?
El mucamo tragó saliva. Conocía bien a su patrón, y sabía que el Doctor O’Reilly no tendría problemas en hacer una excepción, si alguno de los asistentes aparecía en la fiesta sin las acreditaciones necesarias.
Es que…
Pero conocía aún mejor a su patrona, y sabía que su posición en la casa iba a pender de un hilo si dejaba entrar precisamente a esa persona, en esas circunstancias.
Disculpe, pero no puedo dejarla entrar a la fiesta si no…
Ejem… carraspeó Jeremy, que estaba parado a menos de un paso de distancia, y hacía girar de manera significativa el mango de su sólido bastón de roble, con mango hierro forjado.

***

No había dudas de que el elegante joven tenía una manera natural de deslizarse por la pista. La viudita parecía volar en sus brazos, sin dejar de mirarlo a los ojos y de sonreír alborozada.
¿Y es verdad lo que dicen de Usted, señor Caledonia?
Por favor, otórgueme la dicha de llamarme Bernardo.
¿Es verdad lo que cuentan, Bernardo? ¿Trabaja usted en esa abominable taberna de marineros y soldados?
Ah, era eso, sonrió Bernardo, sin mostrarse ofendido para nada. Creo que la gente tiene una idea equivocada del Salón Adriático.
¿Ah, sí?
Los soldados y marineros son personas extremadamente corteses y amables, sobre todo con las damas que allí trabajan.
¡No me diga!
Cantan canciones galantes, acompañados de la mandolina o del laúd. Recitan poemas, organizan veladas literarias…
¡Se burla Usted de mí!
Y sólo beben té con leche, se lo aseguro. O en su defecto, agua limonada…
Ja, ja, ja…
La polca terminó. Bernardo acompañó a la Viudita hasta el banco donde estaba Carlota, con el ceño fruncido, mirando para otro lado.
Le agradezco la deferencia de sacarme a bailar, cuando nadie quería hacerlo.
El agradecido soy yo, dijo Bernardo, que tomó una copa de champaña de la bandeja de un mozo que pasaba a su lado.
Ahora, si me disculpa…
Dio un sorbo a su bebida y mirando a Carlota agregó:
Creo que sólo me falta bailar con Usted.
No lo creo, dijo Carlota, enfurruñada, todavía sin mirarlo.
¿Puedo preguntarle por qué?
¡No soy el segundo plato de nadie!, exclamó la sobrina del Gobernador, y Bernardo se largó una franca carcajada. Se arrodilló a su lado y la tomó de la mano.
Estimada señorita, le dijo, Usted no podría ser sino el plato principal.
Era un grandísimo pillo, es verdad, pero tenía esa mirada luminosa, y ese acentito extranjero que la desarmaba...
Bueno, sonrió a pesar suyo la Limeña, que se puso finalmente de pie.
Bernardo dio el último sorbo a su copa, al momento que el criado anunciaba:
¡La Señora Irena Suker!
Prrrrrffff, se atragantó y expulsó en forma de lluvia el champán que tenía en la boca Bernardo, salpicando el pecho lleno de pecas de la Señora O’Reilly.

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© Emilio Di Tata Roitberg, 2018.

A continuación...

CAPÍTULO 56: UN BALDAZO DE AGUA FRÍA

 

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