¿Cuántos años hacía que no iba a un baile? Irena ya ni se acordaba. O mejor dicho sí: lo recordó apenas abrió el armario y vio el estupendo vestido de satén azul, con volados y pedrería incrustada, que dormía el sueño de los justos en su funda, entre bolsitas con alcanfor y flores secas de lavanda. Irena lo estiró sobre la cama y lo contempló entusiasmada.
Vamos, se dijo a sí mísma, ¡no hay tiempo que perder!
El baile en casa del Dr. O’Reilly ya había comenzado, y aunque era propio de una dama llegar cuando la fiesta ya estuviera avanzada, tampoco podía hacerlo demasiado tarde. Y además…
Tuvo que hacerlo todo ella sola: ir a buscar el caldero que siempre bullía sobre la salamandra, darse un baño rápido en el fuentón…
La taberna estaba vacía, cerrada antes de tiempo. Los borrachos que estaban dentro habían sido expulsados, y los que iban llegando se encontraban con la puerta cerrada y las luces apagadas.
¿Cómo puede ser?, se lamentaban.
No es que en el pueblo faltaran lugares para ir a empinar el codo. Antros de borrachos eran lo que sobraba.
¡Vamolós pal Diluvio, pues!
A falta de ayuda, Irena se colocó ella misma el corsé, no tanto para entallar la cintura como para realzar sus atributos delanteros, algo caídos por el paso implacable de los años. ¡Nada que un par de almohadillas colocadas en el lugar adecuado no pudieran solucionar! Acto seguido se calzó el polisón, ese armazón de alambre que realzaba el trasero de forma algo exagerada, y daba al vestido su forma acampanada.
Vamos, vamos, murmuró Irena, que en el apuro había confundido una de las hebillas, y tuvo que soltar la cinta y empezar de nuevo.
¿Qué diablos habrá pasado con Jeremy?
Se escuchó el ruido de un carruaje, allá afuera. Sin duda alguien que pasaba camino al baile. Irena calculó que Bernardo ya debía estar ahí. Lo imaginó pavoneándose como un gallo de muestra frente a las malditas pueblerinas, esas sucias rameras…
Los cosméticos. ¿Dónde diablos metí los cosméticos?
Revolvió el fondo del armario, tirando al piso cajas de cartón, papeles y trapos. En un rincón, olvidado, yacía su cofrecillo de tapa de nacarada.
Rápido, rápido…
Irena se sentó frente a su mesa de noche e hizo girar la mecha del farol, produciendo algo más de luz. Abrió la tapa del cofre, que tenía un espejo del lado de adentro, y comenzó a sacar por turnos y a aplicarse los distintos afeites: polvo Bourjois en abundancia en el rostro, el cuello, los hombros y el escote; algo de colorete en las mejillas; humedeció con saliva el cepillito de duras duras y lo frotó contra la barra de negro para pestañas de Eugène Rimmel. La pomada para labios Guerlain estaba algo reseca, aunque, si calentaba un rato la lata sobre la llama…
PAM-PAM-PAM se sintieron los golpes en las tablas, y la voz cascada de su madre.
¡Irenaaaaa…!
¡Diablos!, dijo Irena. Pensé que ya se había dormido.
Vamos, se dijo a sí mísma, ¡no hay tiempo que perder!
El baile en casa del Dr. O’Reilly ya había comenzado, y aunque era propio de una dama llegar cuando la fiesta ya estuviera avanzada, tampoco podía hacerlo demasiado tarde. Y además…
Tuvo que hacerlo todo ella sola: ir a buscar el caldero que siempre bullía sobre la salamandra, darse un baño rápido en el fuentón…
La taberna estaba vacía, cerrada antes de tiempo. Los borrachos que estaban dentro habían sido expulsados, y los que iban llegando se encontraban con la puerta cerrada y las luces apagadas.
¿Cómo puede ser?, se lamentaban.
No es que en el pueblo faltaran lugares para ir a empinar el codo. Antros de borrachos eran lo que sobraba.
¡Vamolós pal Diluvio, pues!
A falta de ayuda, Irena se colocó ella misma el corsé, no tanto para entallar la cintura como para realzar sus atributos delanteros, algo caídos por el paso implacable de los años. ¡Nada que un par de almohadillas colocadas en el lugar adecuado no pudieran solucionar! Acto seguido se calzó el polisón, ese armazón de alambre que realzaba el trasero de forma algo exagerada, y daba al vestido su forma acampanada.
Vamos, vamos, murmuró Irena, que en el apuro había confundido una de las hebillas, y tuvo que soltar la cinta y empezar de nuevo.
¿Qué diablos habrá pasado con Jeremy?
Se escuchó el ruido de un carruaje, allá afuera. Sin duda alguien que pasaba camino al baile. Irena calculó que Bernardo ya debía estar ahí. Lo imaginó pavoneándose como un gallo de muestra frente a las malditas pueblerinas, esas sucias rameras…
Los cosméticos. ¿Dónde diablos metí los cosméticos?
Revolvió el fondo del armario, tirando al piso cajas de cartón, papeles y trapos. En un rincón, olvidado, yacía su cofrecillo de tapa de nacarada.
Rápido, rápido…
Irena se sentó frente a su mesa de noche e hizo girar la mecha del farol, produciendo algo más de luz. Abrió la tapa del cofre, que tenía un espejo del lado de adentro, y comenzó a sacar por turnos y a aplicarse los distintos afeites: polvo Bourjois en abundancia en el rostro, el cuello, los hombros y el escote; algo de colorete en las mejillas; humedeció con saliva el cepillito de duras duras y lo frotó contra la barra de negro para pestañas de Eugène Rimmel. La pomada para labios Guerlain estaba algo reseca, aunque, si calentaba un rato la lata sobre la llama…
PAM-PAM-PAM se sintieron los golpes en las tablas, y la voz cascada de su madre.
¡Irenaaaaa…!
¡Diablos!, dijo Irena. Pensé que ya se había dormido.
* * *
El baile ya había comenzado, aunque la pelea en la puerta de la casa del Doctor lo había interrumpido. Más que pelea, la paliza que había recibido el loco Cebolla, a manos del secretario del Señor Mendieta.
Los gritos se escucharon desde adentro. El propio Doctor O’Reilly salió a ver qué pasaba.
¡Oye, que ya no se mueve!, dijo uno de los curiosos, uno de los tantos que rodeaban al desafortunado Cebolla.
¿No habrá estiráo la pata?
Nadie se atrevía a tocarlo. Sólo el Doctor, que bajó los tres escalones y se arrodilló junto a él, sin importar que se ensuciara el pantalón nuevo de su frac.Tomó la cabeza del loco entre sus brazos y le dijo:
Arturo… Arturo…
Nadie en el pueblo sabía que el loco se llamaba así. Todos lo conocían como el Cebolla nomás. El Doctor revisó su signos vitales, lo cacheteó.
Arturo…
El loco entornó los ojos. Apa, apa, apa…, murmuró, y volvió a cerrarlos. Un hilo de sangre le corría por la frente, cerca de donde le habían encajado el último palazo.
¿Quién hizo esto?, preguntó el médico, y todos lo miraron al Vasco Mendieta, como si hubiera sido él el responsable.
Fui yo, dijo el portugués Da Souza. Ese sucio borracho me insultó, y se llevó su merecido.
¡Este hombre es un enfermo mental!, le dijo el médico. ¡No sabe lo que dice!
Enfermo o no, será mejor que cuide su maldita lengua, dijo el Portugués, y se volvió hacia su jefe, que lo esperaba en la entrada del vestíbulo.
Adentro, la orquesta había vuelto a tocar.
¿Adónde va?, preguntó el Doctor. ¡No permitiré que entre en mi casa! ¡Se lo prohíbo!
Como quiera, dijo el Portugués, que de todos modos, maldita la gana que tenía de entrar.
Espera, Fernando, lo tomó del brazo el Sr. Mendieta, que había bajado los tres escalones de la escalinata y ahora se dirigía al Doctor.
Estimado doctor O’Reilly, sólo se trató de un malentendido. Mi empleado reaccionó de manera exagerada, pero le aseguro que, ni por un momento…
Apa, apa, apa… musitó el Loco.
Doctor O’Reilly, continuó el Vasco Mendieta, este hombre no es sólo mi empleado, sino también mi amigo. Le ruego se olvide de este asunto y lo deje asistir a la fiesta. Lo tomaré como un favor personal.
Todos asistían asombrados a la escena: los curiosos apiñados en la entrada de la casa, los criados del Doctor, e incluso los soldados de la guardia. Nadie había escuchado al Sr. Mendieta pedir algo en tono tan humilde alguna vez. Todos se lo quedaron mirando al Doctor, que aún seguía agachado junto al dolido Cebolla, con la cabeza en su regazo.
Lo lamento, Sr. Mendieta, dijo el médico irlandés. No puedo avalar el comportamiento de este señor, capaz de tal agresión contra alguien que no se puede defender…
Apa, apa, apa…
Mi estimado Doctor, dijo el Sr. Mendieta, cambiando su tono modesto al de una abierta amenaza. Si no permite que mi amigo asista a este miserable baile…
Pero antes de que pudiera continuar, el propio Da Souza intervino:
Está bien, Baltasar. Entra tú, y disfruta de la velada.
Pero Fernando…
No hubo nada más que hacer. Da Souza volvió a subirse al cabriolé. El cochero hizo restallar el látigo.
Llévenlo adentro, ordenó el Doctor.
Tratando de ocultar su desagrado, los criados alzaron al loco Cebolla, uno de los sobacos y otro de los pies.
¡Pucha que está hediondo, este viejujo!
Algo cayó del bolsillo del saco remendado del loco: un sobre de papel rosado. El sobre en el que estaba su invitación.
Los gritos se escucharon desde adentro. El propio Doctor O’Reilly salió a ver qué pasaba.
¡Oye, que ya no se mueve!, dijo uno de los curiosos, uno de los tantos que rodeaban al desafortunado Cebolla.
¿No habrá estiráo la pata?
Nadie se atrevía a tocarlo. Sólo el Doctor, que bajó los tres escalones y se arrodilló junto a él, sin importar que se ensuciara el pantalón nuevo de su frac.Tomó la cabeza del loco entre sus brazos y le dijo:
Arturo… Arturo…
Nadie en el pueblo sabía que el loco se llamaba así. Todos lo conocían como el Cebolla nomás. El Doctor revisó su signos vitales, lo cacheteó.
Arturo…
El loco entornó los ojos. Apa, apa, apa…, murmuró, y volvió a cerrarlos. Un hilo de sangre le corría por la frente, cerca de donde le habían encajado el último palazo.
¿Quién hizo esto?, preguntó el médico, y todos lo miraron al Vasco Mendieta, como si hubiera sido él el responsable.
Fui yo, dijo el portugués Da Souza. Ese sucio borracho me insultó, y se llevó su merecido.
¡Este hombre es un enfermo mental!, le dijo el médico. ¡No sabe lo que dice!
Enfermo o no, será mejor que cuide su maldita lengua, dijo el Portugués, y se volvió hacia su jefe, que lo esperaba en la entrada del vestíbulo.
Adentro, la orquesta había vuelto a tocar.
¿Adónde va?, preguntó el Doctor. ¡No permitiré que entre en mi casa! ¡Se lo prohíbo!
Como quiera, dijo el Portugués, que de todos modos, maldita la gana que tenía de entrar.
Espera, Fernando, lo tomó del brazo el Sr. Mendieta, que había bajado los tres escalones de la escalinata y ahora se dirigía al Doctor.
Estimado doctor O’Reilly, sólo se trató de un malentendido. Mi empleado reaccionó de manera exagerada, pero le aseguro que, ni por un momento…
Apa, apa, apa… musitó el Loco.
Doctor O’Reilly, continuó el Vasco Mendieta, este hombre no es sólo mi empleado, sino también mi amigo. Le ruego se olvide de este asunto y lo deje asistir a la fiesta. Lo tomaré como un favor personal.
Todos asistían asombrados a la escena: los curiosos apiñados en la entrada de la casa, los criados del Doctor, e incluso los soldados de la guardia. Nadie había escuchado al Sr. Mendieta pedir algo en tono tan humilde alguna vez. Todos se lo quedaron mirando al Doctor, que aún seguía agachado junto al dolido Cebolla, con la cabeza en su regazo.
Lo lamento, Sr. Mendieta, dijo el médico irlandés. No puedo avalar el comportamiento de este señor, capaz de tal agresión contra alguien que no se puede defender…
Apa, apa, apa…
Mi estimado Doctor, dijo el Sr. Mendieta, cambiando su tono modesto al de una abierta amenaza. Si no permite que mi amigo asista a este miserable baile…
Pero antes de que pudiera continuar, el propio Da Souza intervino:
Está bien, Baltasar. Entra tú, y disfruta de la velada.
Pero Fernando…
No hubo nada más que hacer. Da Souza volvió a subirse al cabriolé. El cochero hizo restallar el látigo.
Llévenlo adentro, ordenó el Doctor.
Tratando de ocultar su desagrado, los criados alzaron al loco Cebolla, uno de los sobacos y otro de los pies.
¡Pucha que está hediondo, este viejujo!
Algo cayó del bolsillo del saco remendado del loco: un sobre de papel rosado. El sobre en el que estaba su invitación.
***
Todo el mundo lo sabía, era un pueblo en el que había muy pocas mujeres, entre tantos puros hombres, algo que se hacía evidente también en el baile. Esa era la razón por la que Carlota y Judith no paraban un minuto de bailar. Los jóvenes oficiales, los hijos de los comerciantes y de los colonos hacían turnos para sacarlas a bailar, con las debidas precauciones: una era la sobrina del Mayor García Lacroix, el todopoderoso Gobernador Militar, y la otra la prometida (o casi) del Vasco Baltasar Mendieta, el millonario local, que por alguna extraña razón aún no hacía su aparición.
Signorina, si me permite…
¡Ay!, dijo Carlota, cuando vio quien pretendía sacarla a bailar. Ni más ni menos que don Chicho, el sastre, que se había venido con su ostentoso uniforme de la Brigada Cívica, la milicia de tenderos y cagatintas que se juntaban cada domingo a practicar tiro y realizar maniobras en la Plaza de Armas.
Sí, claro, aceptó la muchacha, que no quería ser descortés, aún cuando se tratara de un pesado.
Y es que don Chicho, cualquiera fuera el tema del que se hablara, siempre terminaba mencionando las hazañas de su pasado bélico.
Cuesto me ricorda cuand’era nel essérchito, n’ Sicilia, le decía a la muchacha, mientras la hacía girar por la pista. Dopo la batalla di Palermo siamo andato con il caro Giuseppe al baile in casa d’il Prínchipe di Salina…
¡Ah…!, trataba de contener un bostezo la joven, que sólo le entendía la mitad de lo que decía, y aún esa mitad no le interesaba.
Judith, en cambio, daba vueltas gustosa con todos y cada uno de sus eventuales compañeros, aunque ni se molestaba en simular que los escuchaba.
Son todos unos latosos, le dijo a Carlota, cuando tomó asiento junto a ella.
Es verdad, le dio la razón su amiga. En este pueblo no hay un sólo hombre interesante.
¿Y tu galán italiano?
¡Por Dios, qué aliento a ajo!
Las dos rieron, como podían haber reído de cualquier otra cosa, porque estaban de buen humor, felices de estar allí. Incluso Carlota, que detestaba los bailes en general. En un arrebato de entusiasmo, Judith tomó las manos de su amiga y se las besó.
Cómo se quieren estas cabras, comentaban los señores y las damas, viendo tales protestas de amistad. Desde el banco del rincón en el que estaba sentada, como en penitencia, la criada de Judith le lanzó a Carlota una mirada de manifiesta hostilidad.
Oye, qué le pasa a esa niña, susurró Carlota. Parece que me fuera a clavar un puñal con la mirada.
¿Panchita? No le hagas caso. Es una de esas sirvientas que se creen con derecho a mandar.
El mucamo anunció:
¡El Señor Baltasar Mendieta!
El Vasco Mendieta entró, sacando pecho y estirando el mentón de manera desafiante. Por un momento todas las conversaciones cesaron, luego se transformaron en murmullos. Ya todos había oído acerca de la paliza que habían dado al Cebolla, en distintas y exageradas versiones. La concurrencia se dividió en dos bandos: los que odiaban al Vasco opinaron en ese incidente mostraba su naturaleza salvaje y despiadada, y los que habían sido víctimas de la lengua afilada del Loco Cebolla (el Boticario, el Cura, el propio don Chicho) declararon que el loco se merecía esa golpiza, y que lástima que no lo mataron.
Al Señor Mendieta le importaba un bledo la opinión de los demás. Era rico, muy rico, y podía hacer lo que se le diera la gana. Y lo que se le daba la gana, en ese momento, era acercarse a la Señorita Judith Braunstein, viuda de Papanópulos, y tras besarle la mano decirle:
Señorita Judith, dichosos los ojos que la ven…
Judith, haciendo unos mohines de ingenua, le respondió.
Ay, don Baltasar, usted siempre tan galante…
¿Sería esta noche la noche en la que el Vasco haría la Gran Propuesta? Todo parecía indicarlo.
¿Con ese viejo crápula? ¡Lo que hace el dinero!
¡Pero si ella es rica también! ¡Tiene harta viruta, pó!
Entonces no lo entiendo.
***
Aquí estoy, mamá, dijo Irena, que interrumpió su toilette para ir a atenderla.
Abrió la puerta de su cuartito, que apestaba a orín. Por lo visto, su madre se había olvidado otra vez de usar el balde.
¿Por qué está todo tan callado?, preguntó la Vieja.
¿Y a ti qué más te da? Ven, deja que te cambie.
Irena fue a buscar un balde con agua y de manera expeditiva la higienizó y le cambió el camisón.
¡Cuidado! ¡Me hacés daño!
Espera un momento. Cambiaré las sábanas. ¡Puf! Esto apesta...
Jeremy aún no volvía e Irena ya comenzaba a preocuparse. ¿Qué tanto tiempo podía llevarle ir hasta lo del vecino y pedirle la carreta prestada?
¿Qué diablos pasa contigo?, preguntó la Vieja. ¿Por qué estás tan emperifollada?
¿De qué hablas?
Deja te vea.
La Vieja la tomó del mentón y examinó su rostro: las pestañas negras y estiradas, el colorete, los labios recién pintados.
¿Es que has vuelto a colocarte en el burdel?
¿Qué estupideces dices? Estate un poco quieta, ¿quieres?
La vieja se dejó transportar hasta la silla de paja. Irena cambió las sábanas mojadas, y repasó con un trapo con húmedo el trozo de tela encerada que ponía debajo, para que no mojara el jergón.
¿Y el muchacho? ¿Dónde se metió?
Irena interrumpió por un momento su tarea y se la quedó mirando. Su madre estaba ida, eso ya lo sabía, y vivía en el pasado. ¿Cómo es que se acordaba de Bernardo?
Te traeré algo más de aguardiente. Será mejor que lo tomes y te duermas de una vez.
***
¡El Señor Bernardo Augusto Caledonia!, anunció el mucamo, al tiempo que la orquesta arrancaba con los primeros compases de la Quinta Danza Húngara de Brahms.
¡Oh!, se alborotaron las jóvenes y no tan jóvenes, al ver aparecer al nuevo invitado.
¿Y ese?, se indignaron caballeros, al ver la elegancia del recién llegado.
¡Es él!, tomó del brazo a su sobrina la Sra. Manuelita, ¡Ese el muchacho del que te hablé!
¿Ah, sí?, preguntó Carlota, fingiendo indiferencia.
Es un joven francés.
¿Con ese apellido? No lo creo.
En todo caso, hablaba en francés, cuando estaba el otro día con tu tío. ¡Berni! ¡Por aquí!, gritó Sra. de García Lacroix.
Bernardo entregó su galera y su bastón al criado y avanzó hacia la donde lo llamaban, sin mostrarse para nada intimidado por las luces ni por el gentío. Se notaba que era alguien que sabía moverse en sociedad.
Ma chère Madame, dijo Bernardo, besando la mano de la esposa del Gobernador. Je suis très heureux de vous revoir.
¡Oh!, rió la Sra. Manuelita. ¿No te dije? Es todo un caballero. Enchantée, enchantée… Permítame que le presente a mi sobrina, la Señorita Carlota Sánchez García, recién llegada de Lima…
Madmoiselle, dijo Bernardo, haciendo una breve inclinación.
Carlota no se mostró tan entusiasmada. De un vistazo midió al recién llegado y en menos de un segundo llegó a una conclusión.
“Es guapo, pero engreído”.
Y Bernardo, algo dolido por su fría reacción, también clasificó en un segundo a la joven que tenía delante.
“Es bonita, pero orgullosa”.
La orquesta había terminado con la danza húngara, y ahora arrancaba con un vals.
¿Me haría el honor de concederme esta pieza?, dijo Bernardo, y Carlota estuvo a punto de abrir la boca para decir: Bueno…, de mala gana y como resignada. Menos mal que no lo dijo, ya que el elegante joven no le hablaba a ella, sino a su tía.
¡Ay!, se ruborizó la Sra. Manuelita. ¡Hace tanto que no bailo!
Permítame guiarla, dijo Bernardo, ofreciéndole su brazo.
Se dirigieron al centro del salón y comenzaron a dar vueltas, como hacían los demás. Bernardo conducía del talle a su hada madrina, siguiendo el compás, sin dejar de echar vistazos a la Limeña, que ya había salido a bailar con alguien más, pero lo miraba todo el tiempo a él. Bernardo sonrió, de manera algo arrogante y ella, de puro despecho, le sacó la lengua, y luego miró para otro lado.
¿Y ese, quién es?, le preguntó con la mirada Judith, desentendiéndose por un momento de la cháchara del Vasco Mendieta. Carlota resopló, sin de dejar de bailar. La joven Viuda sonrió y miró a su amiga, como diciendo: ¡Por fin alguien interesante!
¡Oh!, se alborotaron las jóvenes y no tan jóvenes, al ver aparecer al nuevo invitado.
¿Y ese?, se indignaron caballeros, al ver la elegancia del recién llegado.
¡Es él!, tomó del brazo a su sobrina la Sra. Manuelita, ¡Ese el muchacho del que te hablé!
¿Ah, sí?, preguntó Carlota, fingiendo indiferencia.
Es un joven francés.
¿Con ese apellido? No lo creo.
En todo caso, hablaba en francés, cuando estaba el otro día con tu tío. ¡Berni! ¡Por aquí!, gritó Sra. de García Lacroix.
Bernardo entregó su galera y su bastón al criado y avanzó hacia la donde lo llamaban, sin mostrarse para nada intimidado por las luces ni por el gentío. Se notaba que era alguien que sabía moverse en sociedad.
Ma chère Madame, dijo Bernardo, besando la mano de la esposa del Gobernador. Je suis très heureux de vous revoir.
¡Oh!, rió la Sra. Manuelita. ¿No te dije? Es todo un caballero. Enchantée, enchantée… Permítame que le presente a mi sobrina, la Señorita Carlota Sánchez García, recién llegada de Lima…
Madmoiselle, dijo Bernardo, haciendo una breve inclinación.
Carlota no se mostró tan entusiasmada. De un vistazo midió al recién llegado y en menos de un segundo llegó a una conclusión.
“Es guapo, pero engreído”.
Y Bernardo, algo dolido por su fría reacción, también clasificó en un segundo a la joven que tenía delante.
“Es bonita, pero orgullosa”.
La orquesta había terminado con la danza húngara, y ahora arrancaba con un vals.
¿Me haría el honor de concederme esta pieza?, dijo Bernardo, y Carlota estuvo a punto de abrir la boca para decir: Bueno…, de mala gana y como resignada. Menos mal que no lo dijo, ya que el elegante joven no le hablaba a ella, sino a su tía.
¡Ay!, se ruborizó la Sra. Manuelita. ¡Hace tanto que no bailo!
Permítame guiarla, dijo Bernardo, ofreciéndole su brazo.
Se dirigieron al centro del salón y comenzaron a dar vueltas, como hacían los demás. Bernardo conducía del talle a su hada madrina, siguiendo el compás, sin dejar de echar vistazos a la Limeña, que ya había salido a bailar con alguien más, pero lo miraba todo el tiempo a él. Bernardo sonrió, de manera algo arrogante y ella, de puro despecho, le sacó la lengua, y luego miró para otro lado.
¿Y ese, quién es?, le preguntó con la mirada Judith, desentendiéndose por un momento de la cháchara del Vasco Mendieta. Carlota resopló, sin de dejar de bailar. La joven Viuda sonrió y miró a su amiga, como diciendo: ¡Por fin alguien interesante!
***
No, Jeremy no había regresado. Irena había escuchado un relincho, o eso le pareció, y salió al patio a fijarse. Nada. La carreta de don Miguel brillaba por su ausencia.
Maldito nativo, dijo Irena, cómo puede demorarse tanto. Se habrá ido a emborrachar por ahí.
Irena volvió a acostar a su madre. La tapó otra vez con las sábanas limpias.
Déjame al menos un candil prendido, dijo la Vieja.
Tú sabes que no puedo hacerlo, dijo Irena. Prenderías fuego la casa.
Tengo miedo a la oscuridad, maldita sea.
Sólo duérmete, dijo Irena.
Estaba a punto de dejarla, cuando su madre estiró la mano y la agarró de la muñeca, con una fuerza impensada.
No le hagas daño, dijo la anciana.
¿A quién?
Tú lo sabés muy bien. Al muchacho.
¿De qué demonios hablas? ¿Por qué habría de hacerle daño?
Te conozco, Irena. Soy tu madre.
Duérmete de una vez, dijo Irena, que salió y cerró la puerta tras ella.
Aún le faltaba colocarse el vestido, y las botas, aunque nada de eso tenía sentido si el indio no venía a buscarla. No había modo, con ese atuendo, de recorrer a pie las callejuelas de barro que rodeaban el Salón Adriático. Y aún en caso de llegar sin ensuciarse hasta la seguridad la Calle Principal, y caminar sin problemas hasta la casa del Doctor O’Reilly, ¿qué le aseguraba que la dejaran entrar? Se trataba de una fiesta muy selecta, y lo cierto era que ella no tenía invitación. Tal vez había pecado de optimismo, un momento atrás, al pensar que con tan sólo presentarse los criados iban a franquearle el paso, cuando más de uno en ese maldito baile no tenía la menor gana de verla, empezando por la esposa del Doctor.
Con algo menos de entusiasmo, Irena terminó de ajustarse los cordones del botín y de hacerse el nudo. Se calzó los guantes…
¿Será posible? ¿Todo este esfuerzo para nada?
Por la pequeña ventana de su habitación se alcanzaba a ver el cuadrado negro del cielo, tachonado por el brillo de la Vía Láctea. Irena elevó su mirada a las alturas y dirigió una plegaria al Creador:
¡Maldito seas!, le dijo. Cómo vuelvas a hacerme traición, te juro que…
Como respondiendo a su oración, se escucharon los cascos y el resoplido de un caballo. Irena saltó de su silla y corrió a ver.
¡Jeremy!, exclamó.
No era un caballo, sino dos. Y no la humilde carreta de su vecino don Miguel, sino un cabriolet negro, con faroles de carburo y un tiro de regios caballos frisones, negros como el azabache.
¿De dónde sacaste este carruaje?
El indio dijo:
Miss Irena no poder ir to the baile de copetudos in carreta. Este is mucho better.
..
Unas iniciales refulgían en letras doradas en la puerta del cabriolet: B. M.
¡Por Dios, Jeremy! ¿Robaste el carruaje del Vasco Mendieta?
Oh, no, Miss Irena, robar no good. Jeremy pide prestado, when cochero de Míster Mendieta go to the letrina. We devolvemos back soon. ¡Subir, Miss Irena! Get in!
Irena se acomodó en el mullido asiento de cuero. Jeremy cerró la portezuela y se encaramó al pescante. No tenía látigo, ni falta que le hacía. Como buen indio, se comunicaba de manera natural con los caballos. Le bastó con emitir un suave susurro para que los frisones de negras crines se pusieran en movimiento, haciendo sonar sus majestuosos cascos.
¡Oh, Jeremy!, exclamó Irena. ¡Esto es estupendo!
© Emilio Di Tata Roitberg, 2018.
Unas iniciales refulgían en letras doradas en la puerta del cabriolet: B. M.
¡Por Dios, Jeremy! ¿Robaste el carruaje del Vasco Mendieta?
Oh, no, Miss Irena, robar no good. Jeremy pide prestado, when cochero de Míster Mendieta go to the letrina. We devolvemos back soon. ¡Subir, Miss Irena! Get in!
Irena se acomodó en el mullido asiento de cuero. Jeremy cerró la portezuela y se encaramó al pescante. No tenía látigo, ni falta que le hacía. Como buen indio, se comunicaba de manera natural con los caballos. Le bastó con emitir un suave susurro para que los frisones de negras crines se pusieran en movimiento, haciendo sonar sus majestuosos cascos.
¡Oh, Jeremy!, exclamó Irena. ¡Esto es estupendo!
© Emilio Di Tata Roitberg, 2018.
A continuación...
CAPÍTULO 55: UNA VISITA INESPERADA
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