Capítulo 53 - Una buena ración de palos

La gente más próspera y distinguida del pueblo llegaba a la fiesta del Doctor O’Reilly, luciendo sus mejores atuendos: vestidos con brocados y coquetos sombreros las damas, fracs y galeras los caballeros -entre ellos el Loco Cebolla, que se presentó con su traje parchado, un zapato de cada color y una soga a modo de corbata.
Apa, apa, apa…
Completaban su atuendo el palo de escoba que usaba de bastón y un sombrero que había encontrado en el tacho de basura más temprano.
Apa, apa, apa…
Y tú, ¿adónde crees que vas?, lo atajó en la escalinata de entrada el mucamo del Doctor.
¿Adónde? ¡Al cumpleaños de mi amigo y colega, pues!
Mándate a cambiar, loco de porra.
¡Cómo se atreve!, se indignó el Cebolla, calzándose un corcho a manera de monóculo. ¡Miserable lacayo! ¡Informaré al Dr. O’Reilly de su conducta impertinente!
Por toda respuesta el mucamo le propinó un empujón que lo hizo descender de un viaje los tres escalones y lo depositó con sus huesos en el duro empedrado.
Ja, ja, ja… festejaron el lance unos chiquillos desharrapados, los que cada año se apiñaban frente a la casa del Doctor, a abrir la puerta de los carruajes y pedir monedas a los invitados.
¡Te sacudieron, Cebolla!
¡Esa no te la esperabas!
Apa, apa, apa… dijo el loco.
Los invitados seguían llegando, en coches de dos o cuatro ruedas, en pequeños carros de varas o aristocráticos landós, cada cual con su cochero o su pater familias instalado en el pescante. Nadie quería venirse a pie, por más que vivieran en la vereda de enfrente. Primero, porque era un deshonor llegar caminando a un evento tan importante, y segundo, porque no se podía, dado lo desparejo del empedrado en la calle Principal, poco apto para los zapatos de los señores y los botines de las damas.
¡Mira! ¡Ahí viene el boticario!
Ya incorporado y sacudido los restos de tierra de su atuendo, el Loco Cebolla se puso en posición de firme y, apoyadas las manos sobre su palo de escoba, dio tres bastonazos en el piso y con voz estentórea anunció:
¡Mesié Michel Lefevre, Benemérito boticario de Puntas Arenas, lumbrera de la ciencia en la Región Magallanes y el Hemisferio Occidental!
Complacido por halago, Monsieur Lefèvre metió la mano en el bolsillo, tratando distinguir al tacto una de las monedas de menor denominación.
¡Destacado farmacéutico! ¡Egregio alquimista!, lo siguió anunciando con voz estentórea el Cebolla, ¡Honorable machacador de emplastos! ¡Dorador de píldoras! ¡Vendedor de liebre por gato!
Monsieur Lefèvre volvió a meter la moneda en su bolsillo y pasando de largo murmuró:
Va te faire fuotre!
Apa, apa, apa… dijo el loco Cebolla, que se había quedado con la mano tendida, sorprendido de no recibir nada.
Más y más personas llegaban a la fiesta, aunque no tuvieran invitación, ni la menor esperanza de poder entrar. Iban simplemente a ver el desfile de los carruajes, los caballos de crines relucientes y los lujosos vestuarios de las damas y los caballeros, muchos de los cuales arribaban junto a sus niños, que parecían una réplica de sus padres: muchachitos con trajes a la moda y niñas con faldas de amplios vuelos y muñecas de porcelana.
Clop, clop, clop, sonaron otra vez los cascos.
¿Y ese? No lo conozco.
¡Pero sí! Es don Chicho, el sastre…
¡Ah, pensé que era un militar!
Ciertamente, se trataba de don Doménico Pietralacqua, responsable de los trajes que lucían los caballeros más encumbrados de la fiesta, aunque él mismo no se había venido de traje, sino con su uniforme de dragoneante de la Brigada Cívica: quepi y chaqueta roja, pantalones entallados y resplandecientes botas.
Buenas noches, Don Chicho…
Un uniforme igual al que había lucido en su tierra natal, 20 años atrás, durante la Expedición de los Mil de Giuseppe Garibaldi.
¡Qué elegante viene, don Chicho!
Grazie. Tante grazie…
No le faltaba siquiera el sable, cubierto por su vaina labrada, que dada la corta estatura de don Chicho iba raspando los cantos del empedrado.
PUM-PUM-PUM, dio tres golpes en el piso con su palo de escoba el Loco Cebolla y anunció:
¡Don Chicho Pietralagua, Renombrado Sastre y Valeroso Soldado de Nuestra Distinguida Ciudad!
Don Chicho esbozó una benévola sonrisa, bajo su marcial mostacho, y reconoció con un movimiento de cabeza al improvisado presentador.
¡Napoleón de las Pampas! ¡Legionario del Imperio Romano! ¡Julio César de la Máquina Singer! ¡Paladín de la aguja y el dedal!
Ja, ja, ja, festejaban las salidas del Cebolla los pobretones del pueblo, y no ocultaban su sonrisa los soldados de la guardia, que detestaban a los entrometidos de la Brigada Cívica, y a don Chicho en especial.
¡Guerrero de Tres al Cuarto! ¡Cosedor de arpilleras!, seguía inventando títulos honoríficos el Cebolla, ¡Héroe la puntada cadeneta y del hilo sisal!
Figlio della mingota!, le respondió don Chicho, cuando al fin comprendió que le estaba tomando el pelo. Va fangùh!
También él pasó delante del Cebolla sin dejarle nada.
Apa, apa, apa…, murmuró el loco, rascándose la cabeza, como si no terminara de entender qué había salido mal.
El baile ya había comenzado. La música de la orquesta se escuchaba desde la calle. Primero tocaron una mazurca, luego un vals. Los candelabros iluminaban como si fuera de día el interior del salón, y los faroles de querosén del lado de afuera podían verse a varias millas de distancia. Podían verlos los habitantes de las casas más lejanas del pueblo, desde las ventanas de sus humildes ranchos, y los tripulantes de los barcos anclados en la rada, a través de los cristales redondos de los ojos de buey.
¡Ahí sí que la deben estar pasando bien!

***

Desde donde no podían verse las luces de la lujosa mansión del Doctor O’Reilly era desde el rancho de Flora, la lavandera, porque las ventanas no tenían cristales, ni redondos ni cuadrados, ya que las ventanas estaban tapadas con trapos y tablas. Lalita, la hija de Flora, no tenía falda con volados de amplios vuelos ni muñecas de porcelana, pero lo tenía a Arnoldito, que la miraba con sus ojos saltones, desde el cajón de madera que le servía de cuna.
Ya verás, Arnoldito, le decía Lalita, cuando empiece a trabajar en la taberna de la Señora Irena, el próximo lunes, tendremos para comer todos los días. Podré traerte la lechita fresca de la cabra, y además…
Grú-grú-grú, le respondía su hermano, lo que tal vez quería decir: El lunes no, ¡yo tengo hambre ahora!
Los perros iban y venían dentro de la casucha, de techumbre hundida y paredes inclinadas. No había ventanas, es verdad, pero a través de las rendijas se podía ver que ya se estaba haciendo de noche.
Ya verás, Arnoldito… insistía Lalita. Cuando comience a trabajar…
Hablaba en voz alta, para darse coraje. No era poca cosa quedarse ahí sola, cuando el viento silbaba y gemía entre las rendijas, y las llamas del brasero eran las únicas luces que había en semejante oscuridad.
La señora Irena es muy buena. Me regala un huevo cocido, cuando paso a verla por la taberna, y también me dio el porrón con leche fresquita, para que tú bebieras…
Los perros se fueron echando alrededor de la lata con los rescoldos. Uno de ellos se puso a roncar. También Arnoldito terminó por quedarse dormido. ¡Era tan bueno! Jamás la importunaba, ni cuando tenía hambre. Lalita extendió una mano y acarició el pelo finito de su hermano, que al año cumplido aún no le crecía parejo, sino más tupido en unos sectores y raleado en otros, con las venas azules visibles a través de la piel finita del cráneo.
Lalita echó otra rama al brasero y revolvió los rescoldos con un palo. Las llamas dibujaron sombras movedizas en las paredes y en el techo de tablas claveteadas. De un extremo a otro del rancho colgaba una cuerda, en la que su madre tendía la ropa que había lavado más temprano. También de esa soga colgaba, algunas noches, la sábana que dividía en dos el pequeño recinto. Eran las noches en que se quedaba a dormir el Cabo Contreras, el hombre que había ocupado el lugar del papá de Lalita, cuando éste murió. Un hombre que a Lalita le daba miedo, más miedo que ninguna otra persona. Un hombre que la miraba de un modo que la hacía temblar, y que cuando se echaba junto a su mamá, al otro lado de la sábana, se reía y blasfemaba de la forma más salvaje, sin importarle que ella lo escuchara.
¿Ves el aujero que hay en la sábana?, le preguntó una vez a Lalita.
S-sí, dijo ella.
Mira esta noche por ahí, y verás lo que hacemos con tu mami. Mira y aprende. Es lo que harás tú también, dentro de poco, le dijo, tocándole la mejilla con su mano mugrienta. Mira y verás…
Esa fue la noche más ruidosa de todas, con gritos y risas de borrachos, sobre todo por parte de Flora, que bebía aún más que él. Lalita se tapaba los oídos para no escucharlos. No se atrevía siquiera a mirar el agujero en la sábana, imaginando que el Cabo Contreras esperaba ver su ojo, por el pequeño orificio en la tela.
¡Plac!, golpeó una tabla suelta allá afuera, y Lalita se sobresaltó.
¿Mamá?, preguntó.
Esperaba que fuera ella, aunque viniera igual de malhumorada que siempre, y apestando a aguardiente barato. Era mejor que fuera ella y no el Cabo.
¡Plac!, se escuchó otra vez el mismo ruido. Uno de los perros paró la oreja. En efecto, alguien se acercaba.
¿Mamá?
Hasta Arnoldito entornó los ojos, y eso que él no se despertaba así nomás.
La puerta, que no tenía cerradura ni traba de ningún tipo, se abrió de par en par. Sí, era Flora, que venía en las condiciones habituales.
¡Mamá!, exclamó la Eduardita Francisca, ¡Eres tú!
Y Flora, que apenas podía tenerse en pie, le respondió.
Sí, soy yo. ¿A quién diablos esperabas?

***

No, el Cabo Contreras no iba a venir. No esa noche, al menos, porque era uno de los soldados que había sido elegido para montar guardia en los alrededores de la casa del Doctor. Más que elegido, asignado, y a la fuerza, en castigo por una falta disciplinaria. ¿Cuál había sido la falta? Tener desabrochado el botón superior de la chaqueta, mientras el Capitán Benigno pasaba revista a las tropas.
“Un soldado de este regimiento, que sirva bajo nuestro Glorioso Pabellón, debe mostrar en todo momento el decoro y el respeto pertinente”.
Esa era la razón por la que el Cabo estaba ahí de florero, desde había varias horas, y aún le esperaban varias horas más, hasta que esa parva de zorras y rufianes con plata se les ocurriera irse finalmente a dormir. Ellos allá, con sus manjares y sus vinos caros, y él ahí, al pie del cañón. No era un decir, realmente estaba frente a una de las piezas de artillería que había en la Plaza de Armas, un cañon Dahlgren de 500 libras, que el Cabo Contreras sabía manejar con tanta precisión como el que más. ¡Ya le hubiera gustado hacerlo girar 90 grados y disparar a discreción contra la casa del matasanos irlandés, cuando todos estaban bailando y riendo! ¡Volarlos a todos por el aire, no dejar vivo a uno!
Malditos… Malditos todos…
El Cabo no lo podía creer: la noche entera de castigo ahí. ¡Y todo por un botón!
Otra noche lejos de Flora, dejándole el catre libre al primero que se ocurriera pasar.
Oiga, compadre, le dijo otro de los suboficiales, dicen que la vieron salir hace un rato de la parroquia.
¿A quién?
¿A quién va a ser? A su mujer. Estaba con el señor padre cura.
¿Ella sola? ¿A esta hora?
Habrá ido a confesarse, digo yo…
El Cabo Contreras rabiaba contra el mundo. Así que ahora no sólo lo gorreaba con el fanfarrón del sastre. ¡Con el viejo ridículo del cura también!
¡Mírelo! ¡Ahí viene!

***

En efecto, el viejo sacerdote polaco se dignaba finalmente a honrar el baile del Doctor O’Reilly con su presencia, después de haber proclamado desde el púlpito toda la semana en contra de esa fiesta pagana, de haberla calificado como un aquelarre de impíos, de un bacanal al que no podía asistir ningún cristiano que se preciara de tal. También él, ahora mismo, recorría pasito a paso las dos cuadras que separaban su humilde parroquia de la lujosa casa del Doctor.
Buenas noches, padre Tadeusz…
¿Qué podía hacer? No son los sanos los que necesitan médico, sino los enfermos. Además, el lugar era ideal para conseguir donativos, dada la mala conciencia de las señoras de Alta Sociedad.
¡Padre! ¡Padre Tadeusz!, lo atajaron en la puerta de la casa del Doctor unas mujeres harapientas, que no debían ser de la Alta Sociedad precisamente, sino parte del pobrerío que se había juntado ahí, atraídos como insectos por la luz del lujo y el oropel.
Bendición, padrecito, dijo una de ellas, presentándole a un chiquillo repugnante.
Nómine Patris Filis et Spiritu Sancto, se lo sacó de encima con un gesto el cura polaco.
PUM-PUM-PUM, golpeó en el piso su bastón el Loco Cebolla, y anunció:
¡Su Santidad, el Padre Tadeusz Pisischusquis, Cura Párroco de la Colonia!
El Padre Tadeusz hizo una inclinación de cabeza, aceptando los honores, aún cuando el loco hubiera pronunciado a la bartola su noble apellido galitziano.
¡Egregio Sacerdote de la Orden Franciscana! ¡Capellán Militar del Regimiento 53!
El Padre Tadeusz encaró hacia la entrada de la casa y se dispuso a subir los escalones, algo que no siempre le resultaba fácil, dada su corpulencia y el estado algo endeble de sus rodillas.
¡Arzobispo de Culoredondo!, siguió con su pregón el Loco, ¡Monseñor Pingasuelta! ¡Barril Relleno de la Sangre de Cristo!
Pero… ¿Qué diablos está diciendo… ?, exclamó el cura.
¡Sepulcro Blanqueado! ¡Devorador de los bienes de la Viuda y el Huérfano!, alcanzó a gritar el loco, antes de que el Padre Tadeusz se le fuera encima como un toro.
¡Maldito! ¡Ven aquí!
Apa, apa, apa…, decía lo más sonriente el Loco Cebolla, mientras el cura se agitaba y debatía, rojo de furia, entre la gente que lo trataba de contener.
Skurwie! Chólera!
Dejeló, padrecito… ¡Es un demente!
Apa, apa, apa…
¡Hijo del diablo! ¡Te mataré!
¡Dóminus vobiscum…!, cantaba y daba volteretas el Loco desde una distancia prudencial.
¡Blasfemo! ¡Hereje!
El Loco Cebolla fue sacado finalmente por un par de soldados de la guardia, aunque sin violencia, y escoltado hasta la esquina de la Plaza de Armas.
Vaya tranquilo, padre. Ya no volverá a molestar.

***

Mientras los carruajes convergían desde distintos puntos hacia el centro del Pueblo, una partida de doce soldados salió sigilosamente del cuartel del Regimiento de Artilleros y cabalgó por el camino que conducía al Sur. Del grupo formaba parte el Sargento Valeriano Aranda, el genio detectivesco local, ávido lector de los relatos policiales de Edgar Allan Poe y Émile Gaboriau, que había descubierto la conexión entre dos asesinatos que en apariencia no tenían nada que ver: el del grumete del raquero Mac Grelag y el del tape Rudecindo, un humilde peón rural.
Toco-toc, toco-toc, toco-toc, avanzaban los caballos al galope tendido, sin salirse de la huella, guiados por los últimos resplandores del crepúsculo. Pasaron la linde del pueblo y a poco cruzaron las granjas de los colonos suizos, asentados en la parte meridional de la región.
¿Y esos? ¿Adónde irán?, se preguntaban los gringos, asomados a las ventanas de sus casas y a las puertas de sus establos.
Un grupo tan nutrido de soldados, a esa hora y con esa prisa, no anunciaba nada bueno. ¡Encima un sábado!
Toco-toc, toco-toc, toco-toc…
No había una nube en el cielo. La Cruz del Sur marcaba el camino. El poniente aún conservaba un reflejo rojizo y al otro lado, más allá de las aguas del Estrecho, se alcanzaban a distinguir unas manchas oscuras: las colinas de la Isla Grande de Tierra del Fuego.
¡Cuántos jinetes! ¿Vendrán para este lado?
No lo creo. ¿Por qué habrían de venir aquí?
¡Mira! ¡Siguen derecho hacia el Sur!
Eso era cierto. ¿Y qué había en el Sur, al final de la Península de Brunswick, la puntita de tierra donde terminaba el Continente Americano?
¡No puede ser!
Ni más ni menos que la Estancia Logroño, la finca del hombre más rico y poderoso de la Patagonia, el…

***


PUM PUM PUM…
¡El Honorable Señor Baltasar Mendieta!
Tal y como el Loco Cebolla lo anunciaba, el millonario del pueblo se acercaba en su lujoso cabriolet, un vehículo como no había otro igual en toda Punta Arenas. Un coche de madera de ébano, con bronces relucientes y faroles a gas de carburo que relumbraban como dos soles en la oscuridad.
¡PUM PUM PUM!, golpeaba el piso con el palo el Loco, que había vuelto a colarse entre el gentío, sin que los soldados se molestaran en impedirlo.
Choooo…
El cochero tiró suavemente de las riendas y se apeó del pescante. Abrió la portezuela.
¡El muy Honorable y Distinguido Señor Baltasar Mendieta! ¡Encumbrado Comerciante y Próspero Terrateniente de nuestra Región!
¡Ah, es el Loco Cebolla!, dijo el Sr. Mendieta, que bajó primero. Detrás suyo venía su hombre de confianza, el Portugués Da Souza.
¡Distinguido Armador Naval! ¡Benefactor de su Pueblo! ¡Filántropo!, voceó el Cebolla, y los curiosos reunidos frente a la casa del Doctor sonrieron, preguntándose si se atrevería a hacer su número habitual.
¡Infatigable Trabajador! ¡Denodado Patriota!
Dale unos pesos, dijo el Sr. Mendieta, y Da Souza se detuvo un momento, rebuscando en sus bolsillos.
¡Amado hijo de la Madre Patria, el Glorioso Reino de España… !
La decepción se dejó ver en algunos rostros. ¡Qué se le va a hacer, hasta el más atrevido tiene sus límites!
Aquí tienes, dijo Da Souza, que al no tener monedas encima le puso en la mano un billete de cinco pesos, una suma considerable para esa época.
¡Oh!, exclamaron los que estaban más cerca y pudieron verlo con claridad.
¡Cinco pesos!
Da Souza volvió junto a su jefe, satisfecho de su gesto, que no le había costado nada, en realidad: ya se lo iban a reintegrar.
¡Gracias! ¡Gracias, Señor Mendieta!, exclamó aparatosamente el Cebolla. ¡Amable Señor Mendieta! ¡Amo Absoluto de las Almas, Creador del Cielo y de la Tierra…!
Y el Sr. Mendieta, que ya había subido los tres escalones y le entregaba su sombrero y su bastón al mucamo, se detuvo de pronto.
¡Magnánimo Señor Mendieta! ¡Prohombre de la Región! ¡Antiguo criador de puercos! ¡Salteador de Caminos! ¡Pirata!
¿Qué es lo que dice?, preguntó el Vasco, sin dar crédito a sus oídos.
¡Maestro de Trapisondas y Desfalcos! ¡Falsificador de letras de pago! ¡Envenenador de Esposas! ¡Pillo Redomado!
Eso fue lo último que alcanzó a gritar el Loco, antes de que el puño de Da Souza se estrellara contra su cara.
¡Oh!
El Cebolla cayó tendido cuan largo era sobre el empedrado. El Portugués le sacó el bastón de las manos y ahí nomás lo comenzó a apalear. Un palo, y otro, y otro más.
¡Ay! ¡Ay!, chillaba el loco, mientras los golpes le llovían por los cuatro costados. ¡Apa apa apa...!
Nadie se atrevía a intervenir, ni siquiera los soldados de la guardia.
¡Apa, apa, ap…!, no alcanzó a completar su latiguillo el Loco, luego de que uno de los palos le diera de lleno en la mollera, dejándolo inconsciente.
Se hizo un silencio total, no sólo en la calle, sino también en la casa del Doctor. La orquesta había dejado de tocar, por pura casualidad, o porque los gritos que habían llegado desde la calle los habían alarmado. Varios de los invitados se habían asomado al portal, tratando de informarse.
Caráiu ti foda!, murmuró el Portugués, respirando agitado. Recién entonces se dio cuenta de que todos lo estaban mirando, incluido su jefe, a quien el asunto no iba a dejar muy bien parado.
¿Qué pasó?, preguntó alguien que apareció de pronto en la puerta. Era el propio Doctor O’Reilly. Para remediar la situación, Da Souza hizo lo primero que se le ocurrió: sacó un puñado de billetes y lo arrojó al aire. Billetes nuevos y relucientes, que aletearon como mariposas por el aire. Hubo empujones y corridas. Incluso los cinco pesos del Loco Cebolla fueron arrebatados.
¡Viva! ¡Viva el Señor Mendieta!, gritó uno de los afortunados.
¡Viva!, gritaron otros más.
¡Viva don Baltasar!
¡Viva!, gritaron de vuelta, con la esperanza de que les arrojaran unos pesos más.
Varias millas más al Sur, los soldados seguían cabalgando.

© Emilio Di Tata Roitberg, 2018.


A continuación...

CAPÍTULO 54: VA CAYENDO GENTE AL BAILE

 

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