Capítulo 52 - No está muerta quien pelea


Algo debo hacer, se dijo Irena. Algo debo hacer, y pronto, o lo perderé para siempre.
¡Otra ronda de ginebra, doña Irena!
Aunque no era mucho lo que podía hacer, si estaba ella sola, ahí en la taberna, a la hora en que más trabajo había. Y esos sucios borrachos que no dejaban de llegar… Pescadores, soldados, peones de las estancias cercanas, e incluso algunos presidiarios, que venían al Salón Adriático a echarse unos tragos luego de cumplir su horario de trabajos forzados. Esos eran los que ordenaban el vino de la peor calidad, y a menudo se quedaban horas ahí adentro, con la esperanza de alguien les invitara una copa, o se las ofreciera a cambio de un pequeño mandado.
¡Apure, doña Irena, que ya tengo seco el garguero!
¿Qué pasó con nuestra cerveza?
¡Esperen, maldita sea!
Irena iba de un lado a otro del salón, el gesto duro, la mirada ausente... ¡Oh, Berni!, suspiraba. Se le oprimía el corazón de sólo pensar que él ya estaba en camino a ese condenado baile, a esa fiesta repleta de muchachas bonitas y endiabladamente jóvenes, emperifolladas de pies a cabeza y oliendo a los más finos perfumes. ¡Malditas rameras! ¡Sucias y estúpidas golfas, todas y cada una!
¡Por fin!, exclamaron unos soldados, cuando Irena llegó con sus bebidas.
¡Sí que nos hizo esperar, pues ñora!
¡Aquí tienen, y así revienten!, les dijo Irena, dejando los platos con arenques salados y pepinillos en salmuera, con tal brusquedad que por poco no los vuelca.
¡Eh, qué modales!, dijo uno de los soldados. ¡Parece que alguien se ha levantáo con el pie izquierdo!
¡Si no les gusta, pueden irse con viento fresco!
Ja, ja, ja... esta doña Irena... 
El humo de pipas y cigarrillos formaba un espeso manto a la altura de los faroles. Las bolas chocaban en la mesa de billar. Jacinta charlaba en una de las mesas con unos pescadores, mientras esperaba a que la Tuerta liberara el cuarto con el jergón lleno de chinches, mudas testigos de las amorosas lides.
¡Irenaaaaa… !, llamaba desde su cuarto la madre de la tabernera, reclamando su dosis de licor. Podía escuchársela con toda claridad, ahora que la música del organito se había interrumpido. Con el brazo entumecido de tanto darle a la manivela, Calógero se había sentado en una de las sillas del fondo, y ahora se enjugaba la frente con un sucio pañuelo. También Aquiles, su mono tití, se había tomado un descanso en su funciones de recaudador. No sólo eso: también se estaba tomando el contenido de un vaso, que había quedado apoyado en el borde de la mesa de billar. Como nadie le dijo nada, comenzó a beberse el vaso que estaba al lado.
¡Fuera de aquí, mono de miércoles!, gritó uno de los perjudicados, y enarboló su taco como un garrote.
¡Juic!, chilló Aquiles, y saltó hacia la mesa más cercana, con la misma agilidad con que en otros tiempos saltaba de rama en rama, escapando de los depredadores, en lo profundo de la selva paraguaya.
¡Irenaaaa…!, seguía llamando la anciana desde su habitación, sin que nadie le hiciera caso. ¡Irenaaaa…!
La puerta de entrada se abrió. Un grupo de seis o siete rubios de cachetes colorados hizo su entrada al salón. Eran marinos del Tannhäuser, uno de los vapores de la Kosmos DDG, que cubría la ruta Hamburgo-Valparaíso, y estaba en la rada desde esa mañana.
Ach, was für ein Schweinestall!, exclamó uno de ellos, tras echar un vistazo al salón.
Was für ein Geruch!, se tapó las narices otro.
Debían traer dinero, eso sí. Jacinta abandonó a sus circunstanciales galanes y caminó hacia la mesa que habían elegido.
¡Eh, napolitano! ¿Qué pasó con la música?, reclamó uno de los soldados.
Calógero volvió a calarse el sombrero y entró a hacer girar otra vez la manivela. Una dulce y melancólica melodía salió del organito.

Una furtiva lagrima
Negli occhi suoi spunto...

¡Ay, Bernardo!, murmuró Irena.

***

Bernardo, entretanto, salía de la sastrería de don Chicho, con el traje que éste le había confeccionado para la velada en casa del Doctor. Un traje a la última moda, que no tenía nada que envidiarle a los que vestían los pisaverdes de Viena o de París. A su lado venía Jeremy, el yagán que hacías las veces de portero en el Adriático, que por propia iniciativa se había convertido en una especie de criado suyo. Caía la noche y el aire era fresco, la primavera se acercaba al fin. Bernardo estaba de un humor excelente. No pensaba: “Mañana tendré que volver a mis viejas ropas de siempre, a mi humilde trabajo en la taberna, y a escuchar los gritos de Irena… ”.
Más bien pensaba, o mejor dicho sentía, que los malos momentos habían quedado atrás, y un mundo de nuevas posibilidades se abría frente a él.
La gran noche había llegado. Ya estaba listo y preparado para la fiesta.
Sólo me faltaría rasurarme, dijo Bernardo, pasándose la mano por el mentón, en el que asomaba una pelusa apenas perceptible.
Oh, no, dijo Jeremy. Master Bernie very good así like this. Mucho bien.
Bernardo no era de la misma opinión. No iba a demorarse mucho, por una simple afeitada.
¿Tienes lista tu navaja? Pasaremos un momento por el Adriático.
No good idea, insistió Jeremy. Mucho bad.
Sonaron los cascos de unos caballos. Un coche pasó al trote lento, con el cochero bien envarado en el pescante. Se escucharon risas femeninas: eran las jóvenes que viajaban en la parte trasera, ataviadas para la ocasión. Bernardo las saludó tocándose el borde del sombrero con el mango del bastón y ellas rieron nuevamente.
Watch out, le tocó el brazo Jeremy, Big charco over there!
¡Oh!, lo esquivó Bernardo en el momento justo.
¿Qué hubiera pasado si metía su zapato charolado, con todo y calcetín, y la botamanga del pantalón en el agua embarrada? Un desastre, sin duda. Su asistencia al baile tendría que quedar cancelada.
Gracias, Jeremy, le dijo. Te debo la vida.
Había sido un error, ahora se daba cuenta, haber salido de la sastrería con el traje puesto, y aún faltaba el tramo más difícil: salir del empedrado de la Calle Principal y recorrer las dos cuadras hasta la taberna, por una huella que aún conservaba el barro de las últimas lluvias. En algunos sectores había tablones de madera, sobre los que uno debía pasar haciendo equilibrio, y en otras partes ni eso.
Vaya, vaya, se rascó la cabeza Bernardo, sin saber qué hacer. Aquí no estaba en Temeschwar, donde podía para un droshky en cualquier esquina y pedirle al cochero que lo llevara hasta tal y tal lugar. Y aunque lo hubiera habido, lo cierto es que tampoco tenía dinero...
Bernardo se detuvo. Miró hacia atrás, miró adelante otra vez...
Máster Bernie, dijo Jeremy, que se había dado cuenta de su predicamento. Aquí, le dijo, y se inclinó delante suyo, ofreciéndose a cargarlo a cococho.
¿Qué?, se rió Bernardo. No, Jeremy, por favor.
Hop on, Máster Berni, le ofrecía sus amplias espaldas el yagán, que además cargaba con el hatillo con su ropa de todos los días, y con las toscas botas claveteadas.
No, Jeremy, de ningún modo…
Subir, Máster Bernie. Subir…

***

En honor a los nuevos visitantes, Calógero cambió la plancha dentada del organito por otra que tenía una canción un poco más nórdica. Aquiles seguía saltando de mesa en mesa, no ya juntando monedas, si no vaciándose los vasos que los clientes le ofrecían.
¡Mira como empina el codo, el desgraciáu!, observó uno de los soldados del Regimiento de Artilleros.
¡Este tira más al pecho que a la cincha, compadre!, acotó otro.
Achille!, le gritaba Calógero, tratando de llamarlo al orden. Achille, vieni cuí!
Para nada: su mono ya estaba lanzado.
Achille! Vieni cuí, porca miseria...
Incapaz ya de seguir saltando, Aquiles caminó haciendo eses hasta la mesa donde estaban los marineros del Tannhäuser, que lo tentaron con una petaca de Asbach Urbrand.
Kommt hier, mein liebe Junge!
Ese simio traerá problemas, predijo uno de los gauchos. La última vez, en el bar del ruso Braunstein, armó tremendo zafarrancho.
¿Qué es lo que puede hacer, si es tan pequeño?
Tú no lo conoces. Cuando bebe, se pone pendenciero...
La música del organito ahora sonaba con una polca, que a los marineros no parecía interesarles demasiado. A intervalos regulares se escuchaba el grito de la madre de la tabernera, a la que nadie le llevaba el apunte.
Irenaaaa!
Eh, miren quién viene ahí, dijo uno de los parroquianos, asomado a la ventana. ¡Vaya si le falta montura!
¿Quién es?
No había alumbrado público, en esa zona, y nadie lo vio con claridad hasta que llegó a la puerta y desmontó.
¡Es su gringuito, Señora Suker!
Irena se quedó paralizada. La ginebra que servía rebalsó el vaso, esparciéndose sobre el mostrador.
Criiii… chirriaron las bisagras. Todos miraron hacia la puerta, incluso los alemanes, aun cuando no entendieran lo que pasaba.
¡Amalaya!
Primero hizo su entrada Jeremy, imperturbable como de costumbre, y tras él apareció Bernardo, que gracias a la ayuda de su amigo había llegado sin el menor rastro de barro, impecable como un niño en su Primera Comunión.
Caballeros… Señoritas… saludó Bernardo a parroquianos y prostitutas, quitándose el sombrero y haciendo una leve inclinación de cabeza. Tengan ustedes muy buenas noches...
¡Achaláy!, exclamó uno de los peones.
¡Sí que vienes elegante, muchacho!, dijo otro.
Jacinta y la Tuerta corrieron hacia él y le estamparon sendos besos en las mejillas.
¡Estás hermoso, Berni!
¡Qué elegancia, la de Francia!
Varios de los habitués se pusieron de pie para darle la mano o palmearle la espalda. Les costaba reconocer en ese distinguido caballero al muchacho que noche a noche corría con la bandeja llevándole los pedidos, el mismo que con paciencia les escuchaba las penas o les festejaba las bromas; y que a veces, sin que su jefa lo viera, les servía una copa sin cobrarles, de pura gentileza.
Ein sehr eleganter junge Mann, dictaminó uno de los marinos, y los otros fueron de la misma opinión.
Si que te lucirás, muchacho, en el baile de los ricachones.
Gracias. Muchas gracias...
Todos parecían contentos de verlo, excepto Irena, que exclamó:
Bueno bueno bueno… ¡Quién se dignó a asomar el morro por aquí!
Tomado a contrapié por el recibimiento, Bernardo trató de sonreír. Estuvo a punto de contestarle, pero Irena no lo dejó.
¡Te felicito! ¡Te vas por ahí con tus nuevos amigos, y me dejas todo el trabajo a mí!
Pero, Señora Suker…
¡Quien te ha visto y quien te ve!, dijo la Tabernera. ¡Dándote aires de señor, y cuando llegaste aquí no tenías ni para comer! ¡No tenías ni un trapo para cubrirte las vergüenzas!
Se había puesto roja como la grana. Sus ojos echaban chispas. La vena de la frente se le había hinchado, como si fuera a reventar.
Eras un mendigo. ¡Menos que un mendigo! Si no fuera por mí…
Bernardo estaba tan sorprendido que no sabía qué decir. De hecho, nadie en el Salón Adriático decía una palabra. No volaba ni una mosca.
¡Desagradecido! ¡Farsante! ¡Piensas que por ponerte ese ridículo traje podrás engañar a alguien! Aunque la mona se vista de seda…
¡Juic!, chilló Aquiles, ofendido por la comparación.
Si aún te queda un poco de decencia, te pondrás el delantal y vendrás a ayudarme.
Pero Señora Suker, le dije que necesitaba esta noche libre, y usted estuvo de acuerdo…
Te lo advierto, maldito mocoso. Si llegas a hacerme traición…
Calógero no se atrevía a arrancar con una nueva canción. En el repentino silencio se escucharon tres golpes contra el muro de tablas y el grito:
¡Irenaaaaa… !
Es mamá Agnes, dijo Bernardo. Ahora vuelvo.

***

El cuartucho apestaba a encierro y a orín. La habían dejado sola demasiado tiempo...
Con permiso, dijo Bernardo, que entró con la bandeja, tratando de no llevarse nada por delante. La oscuridad era total allí dentro, Bernardo debía alumbrase con su propio candil.
¿Quién es?, preguntó en su idioma la anciana, que estaba como siempre sentada en la cama, con las sábanas a la altura del mentón.
No tema, Mamá Agnes. Soy yo.
¿Diéte?, preguntó en su idioma la mujer (niño).
Sí, dijo Bernardo. Aquí le traje su cena…
Bernardo procuró sonreír, a pesar del olor. La vieja, como siempre, ignoró la comida y fue derecho al vaso de aguardiente. De un viaje se bebió la mitad.
Oh, diéte, suspiró, ¿por qué no me muero de una vez? Sufro demasiado...
No diga eso, Mamá Agnes…
Bernardo busco la desvencijada silla de paja y la arrimó a la mesa de noche. Hizo a un lado los faldones de su flamante chaqueta y se sentó.
Oh, diéte...
Bernardo tomó la mano consumida y sarmentosa de la pobre mujer entre las suyas.
Tengo miedo, diéte. Tengo miedo…
Tranquilícese, Mamá Agnes. Aquí estoy.
Oh, diéte…
Coma un poco, por favor.
Bernardo cortó un trozo de queso y lo puso sobre la galleta marinera.
Como un poco, Mamá Agnes. Le hará bien.

***

¡Oiga, pues ñora!, se atrevió a decir uno de los parroquianos, ¡Déjelo en paz, pobre cabro!
Sí, Irena, lo secundó Jacinta. Se lo merece, es un chico excelente…
¡Está aquí todos los días, y por una vez que lo invitan a un lugar como la gente…!
¡Ustedes qué se entrometen!, estalló Irena. ¿Quién diablos se piensan que son para…?
Pero era ella sola contra todos. ¿Hasta cuándo podía resistir? Hasta el pequeño mono, perdido en su delirio de alcohol, la miraba con ojos suplicantes.
Está bien, dijo Irena al fin. Que vaya, que haga lo que quiera. A mí qué más me da.
Sin embargo, algo tramaba. Nadie cambia de opinión tan rápido. Nadie pasa de un ataque de furia como el que ella había tenido a sonreír y hacer de cuenta que no nada había pasado. Jeremy fue el primero en notarlo. Y en darse cuenta, también, de que su jefa había cambiado de lugar el fuentón en el que ponía en remojo los platos y los vasos sucios. Jeremy caminó hasta la punta del mostrador y se quedó ahí parado.
¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar en el frente, abriendo la puerta, y cuidando los malditos caballos?
Jeremy no se movió. Sólo dijo:
No, Miss Irena.
¿No qué?
Sus ojitos inescrutables se movieron hacia el fuentón, que había quedado del lado del pasillo, con su carga de agua sucia y jabonosa.
Eso very mal, Miss Irena. Mucho bad…
Maldito nativo. Si no te haces a un lado, te juro que lo lamentarás…
¡Otra ronda por aquí, doña Irena!
¿Y? ¿Qué pasó con mi pedido?
La puerta del cuarto trasero se abrió. Bernardo apareció, con una sonrisa algo triste. Dijo:
Pobre mamá Agnes. Ya se durmió.
Recogió su elegante sombrero y su bastón, y pasó lo más tranquilo delante del fuentón, ignorando la remojada que por poco se ligaba.
Bien..., sacó del bolsillo sus guantes y se los colocó. Aún no sé cómo haré para llegar a casa del Doctor O'Reilly...
Uno de los gauchos se puso de pie. Era un peón de la Estancia Logroño.
Llévese mi alazán, patroncito.
¿Qué? ¿Estás seguro, Nazario?
No puede llegar a un bailongo de esos caminando, pos.
Sí, tiene razón, aprobaron sus compañeros.
Llévelo, nomáj. Yo iré más luego a buscarlo.
Es muy generoso de tu parte, Nazario. Muchas gracias.
Aún repartió saludos y apretones de mano antes de partir. Nazario lo acompañó hasta la puerta.
Sabe montar, me afiguro.
Sí, desde luego. Aunque hace tiempo que...
No se preocupe, es mansito.
Poco después se escuchó el trote del alazán, perdiéndose calle abajo.
El espectáculo había terminado. Las conversaciones se reanudaron, la música sonaba otra vez. Todos parecían haber quedado satisfechos, menos Irena, que había sido derrotada y puesta en ridículo. Pero no por mucho tiempo.
¡La cerveza, Señora Suker!
¡Apúrese, pues!
No, Irena no había jugado su última carta todavía. Aún le quedaba algo por hacer.
Dio la vuelta al mostrador y con los brazos en jarra gritó:
¡Es hora de irse! ¡El Salón Adriático cierra sus puertas por hoy!
¿Qué? ¡Si no son ni la socho toavía!
¡Fuera, fuera todo el mundo!
Was ist los, denn?, preguntó uno de los marinos del Tannhäuser.
¡Todos afuera, maldita sea! Alle raus. Schnell! Schnell!
Pero Irena, dijo Jacinta…
¡Vamos, lárguense de una vez! ¡Jeremy! Echa a esos borrachos que están ahí tirados.
Después de haberla desobedecido de manera flagrante, hacía sólo un momento, Jeremy consideró oportuno hacer buena letra, y acató las órdenes de Irena sin hacerse de rogar.
Ma signora, cosa è successo?
Vamos, tú también, empujó Irena al napolitano con su ridículo organito. Y al beodo del mono, que trató de morderla, le estrelló un puñetazo en la cabeza, antes de botarlo como un saco de basura a la calle.
¡Peor para usted!, decían algunos. ¡No volveremos más por aquí!
¡Tanto mejor!, dijo Irena. Vamos, cada carancho para su rancho, agregó, antes de poner la traba. Y a Jeremy le ordenó:
Ahora irás a lo don Miguel y le pedirás que te preste la carreta.
Yes, Miss Irena.
¡Vamos, rápido! ¡Vamos, corre a buscarla! ¡Iré a ese maldito baile yo también!

© Emilio Di Tata Roitberg, 2018.
 

A continuación...

CAPÍTULO 53: UNA BUENA RACIÓN DE PALOS

 

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