No es bueno que el hombre esté solo. Menos si ese hombre es el Vasco Mendieta, el hombre más rico de Punta Arenas. ¡Qué decir de Punta Arenas, de toda Patagonia, a uno y otro lado de la frontera!
A ver, Sr. Mendieta, si puede levantar un poco el brazo…
Por eso, después de darle muchas vueltas al asunto, el Sr Baltasar Mendieta (mercachifle a pequeña y a gran escala, terrateniente, inversionista, armador naval...) decidió que ya era hora de dejar atrás la soltería, o mejor dicho la viudez, precisamente a los pies de otra viuda, la Señorita Judith Braunstein, que de paso era la mujer más rica de Punta Arenas. Casi tan rica como él.
Disculpe, señor Mendieta, insistió Arístides, el Mayordomo, que aún no lograba colocarle la manga del saco, dada la movediza naturaleza del Sr. Mendieta, que al tiempo que caminaba de un lado a otro por su boudoir daba una calada tras otra a su cigarrillo negro, impartiendo instrucciones a su joven secretario:
Después, armamos una nueva Sociedad de Responsabidad Limitada, y lo ponemos al rengo Toribio como administrador…
¿Al rengo Toribio, don Baltasar? ¿El pinche del aserradero?
¿Qué otro Toribio conoces? No me interrumpas, ¿quieres?
Pero Sr. Mendieta, se atrevió a objetar su secretario. Toribio es un indigente… Si llegan a inspeccionar los registros…
¡Grandísimo idiota, si esto es sólo para la adjudicación de las parcelas! Nosotros le saldremos de fiadores, y una semana después le compraremos la totalidad del paquete accionario...
Claro, claro, anotaba apresuradamente en su libreta el joven secretario, que no dejaba de sorprenderse con cada nueva estratagema que pergeñaba su jefe.
¡Eso último no lo escribas, imbécil! ¿Quieres que terminemos todos presos?
No, señor Mendieta. Tiene razón…
Claro que tengo razón, dijo el Sr. Mendieta, dejando caer la ceniza al piso, a pesar de tener un cenicero al alcance de la mano. Que alguien veniera y lo limpiara, ¿para qué diablos les pagaba?
Y tú, ¿qué pasa que no terminas de vestirme?, le recriminó a Arístides.
Pero don Baltasar, si Usted no se queda quieto un instante...
Sonó la campanilla de la puerta. La criada entró y anunció.
Señor… Es Maese Dionisio, el barbero…
¿A qué esperas? Dile que pase.
Sí, señor.
Por la ventana del frente, apenas velada por unas cortinas de voile, se veía el paso de los carruajes y jinetes, rumbo a la casa del Doctor O’Reilly. Ya estaba por empezar el baile en casa del médico de la Colonia, el evento social del año. ¿Qué mejor ocasión para hacerle la propuesta matrimonial a la Viudita? El Sr. Mendieta armaba las frases en su cabeza, tratando de encontrar la fórmula más adecuada. “Mi estimada Señorita Braunstein, creo que ha llegado el momento de…”
¿Se le ofrece alguna otra cosa, Señor Mendieta?, preguntó el Secretario, con la esperanza de que su jefe se decidiera a prescindir de sus servicios por lo que quedaba del día. Ya llevaba doce horas de continuas de idas y venidas, sin apenas un momento para descansar.
Sí. Ve a comunicarle al notario lo que te encargué… No importa que sea sábado, de todos modos te va a atender. Luego pégate una vuelta por el aserradero y pregúntale a Benítez si ya cortó los rollizos que teníamos apartados…
El Señor Mendieta siguió impartiendo directivas mientras se acomodaba en el sillón de barbero que tenía en su pequeño boudoir, al tiempo que Maese Dionisio, que había tenido que abandonar su barbería para venir a atenderlo, le ponía el delantal y sacaba de su valija los implementos.
Pero antes, dijo el Sr. Mendieta, corre a la ferretería y dile a Da Silva que venga a verme. Que me busque aquí, y si ya he salido, que pase a verme por la casa del Doctor.
Sí, Señor Mendieta.
¿Aún sigues aquí? Vamos, ya lárgate.
La criada entró con una jofaina de agua caliente y la dejó sobre un taburete. Recostado contra el respaldo del sillón, el Sr. Mendieta dejó que Maese Dionisio le colocara la bata y le aplicara la toalla humeante, mientras él seguía pensando en cómo hacer la propuesta matrimonial. Era un hombre práctico y sabía que lo mejor sería despachar el asunto de manera expeditiva, como si se tratara de una propuesta de negocios. La Viudita era una mujer práctica, ella también, sin dudas lo sabría entender.
Qué elegante está usted hoy, don Baltasar, lo sacó de sus elucubraciones el barbero. ¡Causará una excelente impresión!
Cierra el pico, lo cortó en seco el Sr. Mendieta, ¿no ves que estoy pensando?
Sí, Señor Mendieta. Disculpe…
Ten cuidado con esa brocha. Como llegues a salpicarme el traje…
***
Sí, la Señorita Braunstein era una persona práctica, y ya lo había demostrado, dos años atrás, al casarse con el griego Kostas Papanópulos, quien había sido (antes del ascenso meteórico del Sr. Baltasar Mendieta) el comerciante más poderoso de la región.
A ver, niña Judith, si levanta un poco el brazo…
Antiguo ballenero, cazador de lobos marinos y saqueador de naufragios, Papanópulos había adquirido casi por nada las tierras en las que ahora estaba construido el pueblo, logrando una fortuna con el posterior loteo. Había inaugurado el primer almacén de ramos generales de la región, y había fundado la compañía que extraía el carbón de un cerro cercano y abastecía a los barcos a vapor que pasaban por el Estrecho. Pese a no haber aprendido jamás a leer y a escribir (al punto de no ser capaz siquiera de echar su propia firma) el Griego había amasado una auténtica fortuna.
Bien, Señorita Judith. Ahora los botines…
Una fortuna que la Señorita Braunstein, su desconsolada viuda, había heredado, no en forma completa, si partida a la mitad. En la lectura del testamento se enteró de que su finado esposo tenía en Buenos Aires una hija a la que nadie conocía, fruto de su fugaz matrimonio con una mujer de la que aquí en el Sur nadie había escuchado hablar.
Si me permite el otro pie, niña Judith…
Aún así, a la Srta. Braunstein le había quedado un más que mediano buen pasar: una enorme mansión en el centro del pueblo, el Almacén de Ramos Generales (que ahora manejaban sus padres), y un buen número negocios que su hermano pequeño, Móishele, (un genio de las finanzas, entrenado por el propio Papanópulos) se encargaba de administrar. No era poca cosa, para una chica que diez años atrás chapoteaba en el barro de un stethel perdido de Bielorrusia, y que al llegar a América no traía más que la ropa que llevaba puesta.
Bien, niña Judith… Ya casi terminamos…
Aun así fue un duro golpe para ella, perder de esa manera la mitad de su patrimonio, un patrimonio que se había ganado con tanto esfuerzo. ¡Y sí que había sido un esfuerzo, soportar por seis interminables meses los caprichos de ese palurdo que la triplicaba en edad, de ese puerco que no dejaba de importunarla con sus reclamos amorosos y de atormentarla con sus celos! Y tener que aguantarse su asqueroso olor, y tragarse sus babas repugnantes…
¡Mire, niña Judith! ¡Mire qué bien quedó!
Gerarda y Panchita la llevaron frente al espejo grande del salón y se colocaron una cada lado, para darle los toques finales. Una le ajustaba los botones revestidos de terciopelo, otra le acomodaba los bucles.
¿Y? ¿Qué le parece?
Quedó muy bien, muchas gracias, sonrió la Srta. Braustein, que a diferencia de otros ricachones del pueblo no trataba a su servicio doméstico como si fuera basura, tal vez porque ella misma había fregado y lavado para otros no mucho tiempo atrás.
¡Claro que sí!, sonrió extasiada Gerarda, que se inclinó y le estampó un beso en la frente, como si fuera una niña pequeña. ¡Está hermosa, niña Judith! ¡Será la estrella del baile!
Ay, Gerarda, no exageres… Ve a ver a Serafín, fíjate si ya está lista la calesa.
Sí, niña Judith.
Gerarda salió por la puerta de atrás, sus pasos se escucharon en el corredor. La Srta. Judith quedó sola con Panchita, una joven de más o menos su edad, que aprovechando que nadie las veía se acercó a la Srta. Judith y la besó también. Pero no en la frente, como si fuera una niña pequeña: la tomó del talle y le dio beso cálido y húmedo en los labios.
Es verdad, Señorita Judith, está preciosa, le dijo, y trató de besarla nuevamente. La Señorita Judith la detuvo, fastidiada, le dijo:
Ay, Panchita, no seas latosa.
***
Maese Dionisio terminó de rasurar al Sr. Mendieta y de aplicarle agua de colonia. La criada abrió la puerta y anunció:
Don Baltasar, aquí está el Señor Da Silva…
El encargado de la ferretería entró. Era un hombre algo más joven que el Sr. Mendieta, que había llegado a Punta Arenas unos quince años atrás, en el mismo barco, igual de pobre que él. El ascenso del Sr. Mendieta había sido también su ascenso, en un discreto segundo plano.
¡Vaya! ¡Sí que parecés un figurín!, dijo el Portugués, al verlo tan emperifollado, con el chillón traje a cuadros y el pelo untado con aceite Macassar.
Da Silva era, hasta donde todos sabían, el único en Punta Arenas que se permitía tutear al Sr. Mendieta. Al menos fuera del horario de trabajo.
Dime, dijo el Sr. Mendieta, qué pudiste averiguar del estado contable de la Compañía Carbonífera.
¿De la empresa de tu futura esposa?, dijo en tono de burla el Portugués.
Eso aún está por verse, dijo el Sr. Mendieta. ¿Qué se sabe hasta ahora?
El pequeño judío ya consiguió comprador para la mina de carbón, dijo Da Silva. Se trata de un consorcio norteamericano, que provee del mineral a los vapores de la South Pacific. Esta mañana firmaron la escritura.
Pero… se asombró el Sr. Mendieta. ¿Acaso no saben esos imbéciles que el filón está casi agotado?
Qué te puedo decir, se rascó la cabeza Da Silva. Tal vez el chico sobornó a los peritos que fueron a hacer la prospección.
¡Ese mocoso bribón!, rechinó los dientes el Sr. Mendieta, que deploraba cualquier clase de negocio deshonesto en el que él no estuviera involucrado. ¡Esa pequeña rata hebrea!
El Sr. Mendieta aún recordaba cuando había tenido a Móishele trabajando como dependiente en su ferretería, pasando la escoba y juntando la bosta de los animales. Un rapaz de 13 años que andaba siempre con los mocos colgando. ¡Vaya que había aprendido los trucos del oficio, junto a ese griego degenerado!
Se escucharon los cascos y el resuello de unos caballos junto a la ventana. La puerta se abrió, Arístides dijo:
Señor, ya está listo el cabriolé.
Que espere. Entonces… el Sr. Mendieta se volvió otra vez hacia Da Silva. ¿Tu crees que hago bien?
¿En casarte?, hizo un gesto de sorpresa el Portugués. ¡Qué pregunta!
Si no te lo pregunto a ti, a quién…
Bueno, dijo Da Silva, desde el punto de vista financiero…
Es el único punto de vista que importa, dijo el Vasco Mendieta. ¿Si no, para qué diablos iba uno a casarse?
Bueno, también hay otras cuestiones para tener en cuenta, trató de sonreír Da Silva. No te olvides que esa joven ya enterró a un marido, y según se dice…
Da Silva prefirió no continuar. No quería decir nada impertinente sobre la mujer que en breve podía convertirse en su ama.
¿Estás comparándome con ese viejo decrépito?, se irritó el Sr. Mendieta. ¿Crees que no tengo con qué domar a esa potranca?
Yo no dije eso.
¿Crees que también a mí me dará un ataque al corazón, de tanto…?
Está bien, Baltasar, lo cortó Da Silva. No te lo tomes a pecho…
¡Arístides!
¿Señor?
¿Qué esperas? Tráeme el sombrero y los guantes.
Sí, Señor Mendieta.
Y tú, se volvió hacia Da Silva, tú te vienes conmigo.
¿Al baile? ¿Estás loco? Ni siquiera me cambié.
¿Para qué quieres cambiarte? Estás bien así.
Y no tengo invitación.
¿Crees que alguien te pedirá invitación, si llegas junto a mí?
Ya estaba cayendo la noche, o más bien lo que en el Lejano Sur se entiende por noche, en esa época del año: un largo crepúsculo en el que algunas estrellas alcanzan a brillar.
No hacía tanto frío. El Sr. Mendieta entró primero en su lujoso cabriolé, y Da Silva subió tras él. Arístides cerró la puerta. El cochero hizo restallar el látigo.
Hay que eliminar la competencia, cueste lo que cueste, dijo el Sr. Mendieta. En estos tiempos que corren, establecer un monopolio es la única manera de obtener ganancias.
Si tú lo dices…, trató de ocultar su escepticismo Da Silva, tenida cuenta de que su jefe ni siquiera había hecho la propuesta de matrimonio a la interesada.
Cuando tome el control de la mayoría de la acciones, lo primero que haré será poner a ese pequeño hereje de patitas en la calle.
¿Crees que su hermana lo permitirá?
¡Ja!, rió francamente el Sr. Mendieta. ¡Qué poco me conoces, Portugués!
***
No era una vana especulación del Sr. Mendieta, el matrimonio era casi un hecho. Los casamenteros habían ido y venido entre una casa y la otra desde hacía varias semanas. Los tenedores de libros de Mendieta y Asociados habían visitado las oficinas de Braunstein & Braunstein, y a su vez habían recibido a los contadores a su contraparte.
Pero Señorita Judith, se hacía cruces Panchita, mientras viajaban en la calesa. ¡Otra vez se casará con un viejo!
No era un viejo cualquiera, desde luego: era el viejo que se había quedado con la mitad de su herencia. Y eso porque, apenas enterado de las cláusulas del testamento, el Vasco Mendieta se había tomado el primer vapor a Buenos Aires, y le había comprado a la hija del Viejo Papanópulos casi la totalidad de las tierras y de las acciones de las compañías de su padre, por una suma que a la sorprendida mujer le había parecido astronómica, y que en realidad no llegaba ni a la cuarta parte del verdadero valor de los activos .
TANNNN… sonó la campana de latón de la parroquia. Serafín había puesto a los caballos al trote lento por la calle principal. La calesa se mecía suavemente sobre los muelles. Unos soldados que montaban guardia en la esquina de la Plaza de Armas las siguieron con la vista. Unos niños descalzos corrieron junto al carruaje.
¡Doña Judith! ¡Doña Judith!
Dales unas monedas, dijo la Srta. Braunstein y Panchita, que llevaba la bolsa con la calderilla, arrojó por la ventanilla unas cuantas monedas de cinco y de diez centavos, que cayeron tintineando sobre el empedrado.
¡Dios la bendiga, Doña Judith!
El trayecto era breve, apenas un par de calles. Ya se veían los otros carruajes, alineados a lo largo de la cuadra donde estaba la casa del Doctor. De adentro llegaban los acordes de la orquesta, contratada especialmente para la ocasión.
¡Oh, ahí está la tartana del Gobernador!, exclamó Judith. Ya está aquí Doña Manuelita...
Sí, supongo que es a doña Manuelita a quien Usted quiere ver, dijo refunfuñando Panchita.
¿Qué diablos quieres decir?
Usted sabe lo que quiero decir, le respondió su criada.
El cochero ya se había detenido, y ahora se bajaba del pescante.
Escucha, Panchita, yo veré a quien quiera, cuando se me dé la gana, ¿lo entiendes? Si no te gusta la idea, ya sabes lo que puedes hacer.
Temblando de rabia, Panchita se mordió los labios para no contestar.
Se escuchaba una gritería de chiquillos. Eran los hijos del Mayor García Lacroix, que ya bajaban de la tartana, dando voces y atropellándose entre ellos. Tras ellos descendieron la Señora Manuelita y Nicasia, que gritaba:
¡Muchachos endiablados! ¡Vuelvan aquí!
Última de todas bajó, muy seria y cabizbaja, la sobrina del Gobernador.
¡Carlota!, saltó del estribo y corrió hacia ella Judith. Carlota sonrió, aunque era una sonrisa triste.
¡Qué cara tienes, muchacha! Ni que fueras a un funeral.
Así me siento, Judith. Ya sabes, a mí esto de los bailes…
Pero… ¡Si estás es preciosa! ¿No es verdad, Doña Manuela?
Eso mismo le decimos, pero no nos quiere creer, dijo la esposa del gobernador.
Usté tamién, niña Judith, dijo Nicasia. De fija que esta noche consiguen marío las do.
¡Nicasia!, protestó Carlota, y Judith largó una carcajada.
Las jóvenes caminaron brazo con brazo hasta la puerta de la casa del doctor, seguidas por Doña Manuelita y por Nicasia, que apenas podían contener a los niños. Última de todas venía Panchita, que apenas podía contener las lágrimas.
Esa maldita Limeña… apretó los puños Panchita, y las uñas se le clavaron en las palmas de las manos.
Un lacayo vestido de librea recibió las invitaciones. Otro les abrió la puerta de par en par.
¡La señorita Judith Braunstein, viuda de Papanópulos! ¡La Señorita Carlota Sánchez García!
Bueno, en mi caso, creo que así será, dijo Judith. Lo del marido, quiero decir.
Entonces, ¿es cierto?, se asombró Carlota.
Pues sí...
¿Con el Sr. Mendieta? ¡Si tiene edad para ser tu padre!
Es un progreso, dijo Judith. Mi anterior marido tenía edad para ser mi abuelo.
La orquesta se despachaba con un vals vienés. Las primeras parejas daban vueltas por el salón.
Ya verás, dijo Judith, cuando quede viuda, podremos darnos la gran vida. Iremos a Londres, a París…
¡Cuando quedes viuda!, se río por primera vez en la noche Carlota. Para eso pueden faltar todavía muchos años...
No lo creas, susurró al oído de su amiga la Srta. Judith, tan cerca suyo que su aliento le quemaba: No tanto.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2018.
A continuación...
CAPÍTULO 52: NO ESTÁ MUERTA QUIEN PELEA
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