Lo trataba como a un perro, y cuando no estaba junto a ella, lo extrañaba.
¡Otra ronda de cervezas, doña Irena!
¡Eh! ¡Nosotros llegamos primero!
Irena no parecía la de siempre. Se le caían los vasos, confundía los pedidos...
Le dije ron, no ginebra.
¡Si no te gusta, no lo tomes!, perdió la paciencia la Tabernera, que no daba abasto para hacer todo al mismo tiempo: servir a los clientes que seguían llegando, cuidar que nadie se escapara sin pagar, controlar que Jacinta y la Tuerta no hicieran pasar a nadie a la pieza de al lado sin dejarle su comisión.
¡Nos morimos de sed por aquí, señora Suker!
¡Esperen un momento, maldita sea!
¿Cómo se las había arreglado para atender el boliche ella sola, antes de que Bernardo llegara?
Las bolas sonaban en la mesa de billar. Uno de los gauchos trataba de arrancarle una melodía a una guitarra, a la que no terminaba de templar.
¿Y su muchacho, doña Irena?, preguntaban los parroquianos, guiñándose un ojo. ¿Se le volvió a escapar?
¿Qué pasó con el Gringuito, Señora Suker?
Hato de imbéciles. No era ningún secreto, a esta altura; todos sabían que Bernardo había pasado a ser mucho más que un criado para ella, y no se molestaban en disimularlo.
Creo que ese pichón ya va a dejar el nido, señora Suker, dijo uno de los pescadores, que fumaba su pipa en un rincón.
Es un buen chico, opinó desde otra mesa un soldado. Se lo extraña por aquí.
¡Eso es verdad!
No lo decían por decir. Todos le habían tomado cariño al Gringuito, que era atento y servicial con ellos, que les llenaba siempre el vaso hasta el borde y -sobre todo-, que no se daba aires de importancia, como hacen otros gringos, que miran a los criollos por encima del hombro. Como la propia Irena, sin ir más lejos.
¿No lo saben?, dijo uno que acababa de entrar. Está en la sastrería de don Chicho.
¿El Gringuito? ¿Qué habrá ido a hacer, digo yo?
¿Qué va a ir a hacer? Se estaba probando un traje. No ve que está invitáo al baile del Dotor.
¡Ahijuna con la lobuna!
De ajuera nomáj se lo veía, dijo el recién llegado, tenía puesto unos de esos trajes pitucos que sabe hacer don Chicho. ¡Parecía un príncipe!
Irena miraba para otro lado, haciéndose la que no escuchaba.
¡Otra ronda de cervezas, doña Irena!
¡Eh! ¡Nosotros llegamos primero!
Irena no parecía la de siempre. Se le caían los vasos, confundía los pedidos...
Le dije ron, no ginebra.
¡Si no te gusta, no lo tomes!, perdió la paciencia la Tabernera, que no daba abasto para hacer todo al mismo tiempo: servir a los clientes que seguían llegando, cuidar que nadie se escapara sin pagar, controlar que Jacinta y la Tuerta no hicieran pasar a nadie a la pieza de al lado sin dejarle su comisión.
¡Nos morimos de sed por aquí, señora Suker!
¡Esperen un momento, maldita sea!
¿Cómo se las había arreglado para atender el boliche ella sola, antes de que Bernardo llegara?
Las bolas sonaban en la mesa de billar. Uno de los gauchos trataba de arrancarle una melodía a una guitarra, a la que no terminaba de templar.
¿Y su muchacho, doña Irena?, preguntaban los parroquianos, guiñándose un ojo. ¿Se le volvió a escapar?
¿Qué pasó con el Gringuito, Señora Suker?
Hato de imbéciles. No era ningún secreto, a esta altura; todos sabían que Bernardo había pasado a ser mucho más que un criado para ella, y no se molestaban en disimularlo.
Creo que ese pichón ya va a dejar el nido, señora Suker, dijo uno de los pescadores, que fumaba su pipa en un rincón.
Es un buen chico, opinó desde otra mesa un soldado. Se lo extraña por aquí.
¡Eso es verdad!
No lo decían por decir. Todos le habían tomado cariño al Gringuito, que era atento y servicial con ellos, que les llenaba siempre el vaso hasta el borde y -sobre todo-, que no se daba aires de importancia, como hacen otros gringos, que miran a los criollos por encima del hombro. Como la propia Irena, sin ir más lejos.
¿No lo saben?, dijo uno que acababa de entrar. Está en la sastrería de don Chicho.
¿El Gringuito? ¿Qué habrá ido a hacer, digo yo?
¿Qué va a ir a hacer? Se estaba probando un traje. No ve que está invitáo al baile del Dotor.
¡Ahijuna con la lobuna!
De ajuera nomáj se lo veía, dijo el recién llegado, tenía puesto unos de esos trajes pitucos que sabe hacer don Chicho. ¡Parecía un príncipe!
Irena miraba para otro lado, haciéndose la que no escuchaba.
***
Eso era cierto, no se veía para nada mal, Bernardo, con el traje que don Doménico Pietralacqua (más conocido como don Chicho) le había confeccionado para esa memorable ocasión.
¡Guarde, guarde qué qualitá!, alababa don Chicho su obra, cortada a partir de los patrones que usaban sus colegas de Saville Road.
¡E qué costura! ¡Qué paño de primera!, exageraba la nota el sastre, que jamás se hubiera rebajado a hacer un traje para alguien como Bernardo, un simple criado en una taberna de mala muerte, de no haberse tratado de un pedido expreso del Mayor García Lacroix, quien además le había salido de garante. ¿Qué relación podía tener el Gobernador Militar de la Colonia con este mocoso muerto de hambre?, se preguntaba don Chicho, que de todos modos había dejado ese encargo para el último momento.
¡E qué bene le sienta!, decía el napolitano. ¡Una maraviglia!
Se trataba de un traje de tres piezas, con puños a la vista, pantalones de tweed y chaleco con brocados. Calixto, el ayudante de don Chicho, terminó de anudarle el cuello de la camisa con un fino lazo de seda, como estaba en boga en ese entonces.
Sí, no está mal, admitió Bernardo, mirándose en el espejo biselado de frente y de perfil.
¿Nada male?, se ofendió don Chicho. ¡Mio caro ragazzo!, protestó, juntando las manos y mirando hacia el cielo, ¡Cuesto è un laboro de primera!
A través de la vidriera del local se veía el desfile de jinetes y carruajes, que pasaban al trotecito para la casa del Doctor. Jeremy esperaba junto a la puerta, como si montara guardia. Un par de curiosos miraban hacia adentro, y se sorprendían al reconocer al muchacho del Salón Adriático, tan bellamente ataviado.
Al propio Bernardo le costaba reconocerse. Ya no parecía un loco escapado del hospicio, sino el joven alegre y despreocupado de otros tiempos, el que frecuentaba los jardines y salones de su ciudad natal, antes de que una extraña carambola del Destino lo depositara en este confín del mundo.
Tengo entendido, señor Pietralacqua, que iba Usted a conseguirme un par de zapatos también.
Sí, chertamente, dijo de mala gana el sastre. ¡Calisto!, se dio vuelta hacia su aprendiz, y al no obtener respuesta gritó aún más fuerte:
¡Calisto!
Y Calixto, que se dormía parado, después de pasarse una semana cortando retazos y dándole al pedal de la Singer sin parar, abrió los ojos asustado.
Sí, don Chicho.
¿Cosa stái fachendo? Porta le scarpe per il signore. ¡Súbito! ¡Súbito!
***
Don Chicho era sin dudas el italiano más conocido de Punta Arenas, por aquellos tiempos, pero no el único. Otro era Calógero, el organillero, que recorría los boliches haciendo girar la manivela de su instrumento, mientras Aquiles, su mono tití, bailaba y daba volteretas.
"Va pensiero, sull’ali dorate..."
Cantaba el viejito Calógero, y en las mesas los pescadores, soldados y marineros suspendían sus conversaciones para escucharlo. Los jugadores de billar dejaban el taco en el aire. Jacinta lo escuchaba emocionada, casi al borde de las lágrimas, aún cuando no entendiera ni jota lo que decía. Y la Tuerta, que ya estaba por hacer pasar al cuarto a uno de sus enamorados, le repetía en voz baja:
Espera… ¡Espera un momento, animal!
"Oh mia patria, sì bella e perduta!
Oh membranza, sì cara e fatal… !"
Unos chiquillos espiaban hacia adentro, a través de los cristales, tratando de ver al monito, que saltaba de mesa en mesa, reclamando una contribución.
"Le memorie nel petto raccendi,
ci favella del tempo che fu… !"
ci favella del tempo che fu… !"
Importunados por el pequeño primate, los parroquianos iban arrojando dentro de la lata centavos de peso o de dólar, peniques ingleses o pfennings alemanes –cuando no un corcho o un carozo de aceituna, que Aquiles devolvía en forma de proyectil.
"O t'ispiri il Signore un concento
che ne infonda al patire virtù… !"
che ne infonda al patire virtù… !"
Los aplausos sonaron después de terminada la canción. Las conversaciones se retomaron donde habían quedado. Nadie hablaba ya de los recientes asesinatos, de la puñalada al grumete de Mac Grelag, a principios de semana, ni del peón de la Estancia Logroño, que había aparecido degollado en la playa la mañana anterior. ¡Esos ya estaban bien muertos y enterrados! No, el tema del momento era el baile en casa del Dr. O’Reilly, el evento social del año, en el que ninguno de ellos iba a participar.
¿Y cómo será que lo invitaron al Gringuito?
No sé, parece que fue la esposa del Mayor…
¡Buena madrina se buscó!
El hecho de que Bernardo pudiera asistir baile de los copetudos era una especie de resarcimiento para ellos. Era como si, de alguna manera, ellos también fueran a ir.
¿Y usté qué dice, señora Suker?, preguntó un leñador, sólo para hacerla rabiar. ¡Va a haber niñas harto bonitas en esa milonga!
¿Esas criollas?, dijo con una mueca de desprecio Irena. ¡Vaya manojo de fealdades!
No, crea, sonrió el comedido. Va estar la Limeña, la sobrina del Mayor.
¿Y esa cuál es?, preguntó un vecino de mesa.
¿Nunca la viste? Es la que anda de aquí p’allá con la Sra. Manuelita.
¡Esa cabra sí que es bonita, pues… !
Irena tragó saliva. El organito arrancó con una nueva melodía.
¿Y cómo será que lo invitaron al Gringuito?
No sé, parece que fue la esposa del Mayor…
¡Buena madrina se buscó!
El hecho de que Bernardo pudiera asistir baile de los copetudos era una especie de resarcimiento para ellos. Era como si, de alguna manera, ellos también fueran a ir.
¿Y usté qué dice, señora Suker?, preguntó un leñador, sólo para hacerla rabiar. ¡Va a haber niñas harto bonitas en esa milonga!
¿Esas criollas?, dijo con una mueca de desprecio Irena. ¡Vaya manojo de fealdades!
No, crea, sonrió el comedido. Va estar la Limeña, la sobrina del Mayor.
¿Y esa cuál es?, preguntó un vecino de mesa.
¿Nunca la viste? Es la que anda de aquí p’allá con la Sra. Manuelita.
¡Esa cabra sí que es bonita, pues… !
Irena tragó saliva. El organito arrancó con una nueva melodía.
***
¿Sesenta pesos?, levantó una ceja Bernardo, cuando don Chicho le presentó la minuta. Seguramente bromea.
Su nuevo atuendo le había devuelto la seguridad de otros tiempos.
¡Má! ¿Cosa diche?, montó en cólera el sastre. ¡Cuesto è un laboro echelente!
Hasta Calixto se despertó con los gritos, y miró asustado a su patrón.
Mio caro signore, le respondió Bernardo, sin levantar la voz, la hechura del traje es aceptable, pero el material deja mucho que desear.
¡Ma qué stà dichendo? ¡Cuesto è un tweed de primera cualità!
Estimado señor, sonrió Bernardo, conozco un tweed de calidad cuando lo veo, y le aseguro que este no lo es.
Calixto observaba azorado la escena, sin atreverse a respirar. Nadie le hablaba a su jefe con tanta autoridad. Tal vez el Sr. Mendieta, el único en toda la Colonia, pero nadie más.
Le firmaré una letra por treinta pesos, dijo Bernardo, si agrega un sombrero decente y un buen par de guantes. Pero ni un centavo más.
Don Chicho había pasado del rojo de la furia al blanco del desconcierto. Estaba a punto de responder a esa impertinencia, cuando Bernardo le dijo:
O tal vez quiera dejar este tema al arbitrio de la Sra. Gobernadora. Ella podrá hacer una tasación.
No, dijo don Chicho. Non è necessario… Trenta pesos está bene.
Era un precio más que razonable, y él mismo lo sabía.
Me alegra que nos pongamos de acuerdo, dijo Bernardo. Amortizaré los pagos a razón de tres pesos por semana, si a Ud. le parece bien, pagaderos a partir de la semana siguiente.
Sí, sí, dijo entre resignado y furioso el sastre, y le dio la letra para firmar.
Jeremy recogió el hatillo con la ropa con que Bernardo había llegado, y los toscos zapatos que habían pertenecido al finado marido de Irena.
Bounanotte, caro signore, se despidió con una inclinación de cabeza Bernardo, y encaró para la salida. Calixto se apuró a abrirle la puerta, y Bernardo puso en su mano una espléndida propina, consciente de que había sido el muchacho quien en realidad le había cortado y cosido con tanto esmero su traje, y no el avaro de don Chicho.
¡Gracias! ¡Muchas gracias, señor!, suspiró el sufrido aprendiz.
Antes de retirarse Bernardo sacó del paragüero el accesorio que le faltaba: un bastón de caña con un bello mango labrado.
A este lo pondrá en mi cuenta también.
Grrrr… rabió don Chicho, sin atreverse a responder.
Bernardo caminó por la calle principal, con un sentimiento de triunfo inapelable. Sólo le quedaba hacer una breve escala en el Salón Adriático, antes de hacer su entrada triunfal en el baile del Doctor. La noche caía, cuajada de estrellas, como un augurio de felicidad.
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© Emilio Di Tata Roitberg, 2018.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2018.