En un pueblo como ese, en el que nunca pasaba nada, el baile en casa de Doctor O’Reilly era el evento más esperado del año, el acontecimiento social que ninguna jovencita se quería perder.
¡Por favor, tía! ¡No tan fuerte!
Ninguna, a excepción de Carlota, la sobrina del Mayor García Lacroix, que consideraba los bailes y las fiestas como verdaderos sinsentidos, auténticos disparates.
¡Aguanta, niña, que ya casi está!, decía la Sra. Manuelita, que tiraba con fuerza de uno de los cordones del corsé, mientras Nicasia hacía fuerza del otro.
¡Ay! ¡Me duele!, gemía Carlota, a medida que las rígidas ballenas forradas de raso se ceñían sobre su abdomen, haciendo que su cintura se redujera a la más mínima expresión.
¡Ay! ¡Me duele!, se burlaban desde la puerta los barrabases de sus primos: Julio César, César Augusto, Marco Aurelio y Diocleciano, quienes, pese a su corta edad asistirían al baile también, aunque con un atuendo mucho menos asfixiante. Cada uno tenía puesto una réplica del uniforme de su papá: chaqueta azul galonada, pantalones rojos y botas relucientes.
¡Ya, chiquillos! ¡Mándense a mudar!, los corrió Nicasia, ¡Este no es lugar pa hombres!, dijo, y les cerró la puerta en la cara.
¡Suelteló un poco, tía!, suplicó Carlota, alarmada, sintiendo como las costillas se le cerraban y el esternón se le pegaba al espinazo.
¡Ya está!, dijo la tía Manuelita, cuando las aletas del artefacto al fin se tocaron tras su espalda. Las dos mujeres se apuraron a hacer el nudo.
¿Vio? ¡Tanto escándalo que hizo!
Carlota no podía responder. Se había quedado sin aire.
Bueno, ya pasó la parte más complicáa, pues…
La del corsé era la mayor tortura, aunque no la única. Aún faltaba colocar el polisón, ese ridículo armazón de alambre detrás de sus asentaderas, y ajustarlo con un par de correas.
Esto es ridículo, tía, dijo Carlota. ¿A quién se le ocurren estos artilugios?
Pero calla, niña, que es la moda de París, le respondió la tía Manuelita, y tenía razón. A pesar de estar en un confín del mundo, Punta Arenas estaba al día con las últimas novedades, en moda femenina y en todo lo demás. El Estrecho de Magallanes era, por aquellas épocas, el paso obligado los barcos que hacían la travesía entre el Atlántico y el Pacífico, que al parar a cargar carbón y reponer comida dejaban tras de sí los más recientes adelantos, aún antes que en las grandes capitales.
¿Ve? Ya sólo queda echarle encima el vestido, dijo la tía Manuelita. Va a ver qué bonita queda. Ayúdame, Nicasia.
Parecían dos nenas vistiendo una muñeca, sobre todo su tía, que había comprado el vestido por catálogo en una sastrería de Montevideo. Sólo había que mandarle las medidas y el dinero con uno de los vapores que iban hacia el Norte, y esperar que otro lo trajera bien envuelto en una caja, con las correspondientes instrucciones.
A ver, ahora se colocan las cintas con los encajes, del lado de atrás…
¿Más cintas todavía?
¡Deja de quejarte!
Afuera el viento arreciaba, haciendo temblar las chapas del techo. A pesar de que ya estaban en verano, el clima invernal no los abandonaba. Por momentos llovía, e incluso caía aguanieve, para desesperación de Carlota, que ya no soportaba estar siempre encerrada. Nacida y criada en Lima, la capital de antiguo Virreinato, la joven suspiraba por las tardes soleadas de su infancia, por las plazas y paseos rebosantes de gente, donde siempre había algo para ver, y alguien con quien hablar…
¡Bien! Ahora, los botines...
Tras la muerte de sus padres, la joven había ido a parar a casa de sus tíos, en Valparaíso, uno de los puertos de más actividad de la costa del Pacífico. Carlota se adaptó con rapidez a su nueva familia y a su nuevo país. Aún sin conocerla, sus tíos la recibieron con los brazos abiertos, y pronto hizo nuevas amigas en el Liceo de Señoritas.
¡Son demasiado pequeños, tía!
¡Pero no, si se usan así…!
El verdadero cambio se dio cuando nombraron a su tío Gobernador Militar de la Región Magallanes, en el Extremo Sur del país, y toda la familia debió mudarse con él. Carlota no pudo terminar sus estudios, y ahora languidecía en ese territorio salvaje. En las cartas que intercambiaban con sus antiguas compañeras, éstas le contaban de sus progresos: una había sido nombrada maestra adjunta en una escuela normal, otra se estaba por marchar a Suiza, a estudiar medicina…
¿Y ella? Ahí seguía, en ese rincón perdido, sin nada útil que hacer, preparándose para un ridículo baile.
¡Ya lo verás! ¡Los hombres de la Colonia caerán a tus pies!
¡Bah, puros viejos!
Ya habían querido comprometerla dos veces. Una vez con un francés, un granjero que casi tenía edad para ser su abuelo, y otra con un empleado del almacén fiscal, algo más joven, sí, pero la mar de aburrido, un sujeto ridículo que se reía como un tonto de sus propios chistes.
Tenga confianza, niña Carlota, dijo Nicasia. Anoche estuve estuve echando las cartas, y cuando puse la reina después de la sota, ¿a qué no sabe qué salió?
Ay, Nicasia, la interrumpió la Sra. Manuelita, que eso de las cartas es una herejía.
¿Por qué?, se extrañó la criada. Si cuando yo era niña, hasta las hermanitas del convento, Dios las tenga en la Gloria…
Carlota no las oía. Miraba las gotas estrellarse contra los cristales, y miraba al canario, ahí solito en su jaula, que parecía tan triste como ella. Traído del Norte, seguro debía extrañar él también el sol y el aire cargado del aroma de azar. Ya casi no tocaba su cajita de alpiste, y hacía tiempo había dejado de cantar.
¡Marco Aurelio, no!
Sus primitos seguían metiendo bulla en el salón, aprovechando que no los controlaban. Su tía le encanquestó a Carlota el sobrero de raso, que hacía juego con el resto del vestido.
¡Mírate, niña! ¡Si pareces una princesa!
Parada delante del espejo, Carlota trató de sonreír. ¡Tanto esfuerzo, tanto dinero, y todo para nada! Otras jóvenes de su edad viajaban, estudiaban, se convertían en personas útiles, y ella…
Ya lo verá, niña Carlota, las cartas lo dijeron bien clarito. Esta noche conocerá a su futuro esposo.
¡Calla, Nicasia! ¡Mira qué eres fresca!, la reprendió la Sra. Manuelita, que íntimamente deseaba que tuviera razón. Había sido una alegría tener a Carlota en su familia, recibir a esa niña que puso una nota delicada en su hogar, entre tantos puros hombres, aunque ya iba siendo tiempo de que siguiera su propio camino. Carlota ya no era la niña dócil y obediente de entonces. Se había convertido en una joven demasiado exigente, demasiado moderna. Ideas raras que le metían en ese condenado liceo. Todo eso de la educación femenina estaba muy bien, pensaba la Sra. Carlota, porque si no cómo iba una a leer las novelas por entregas, y cómo iba a encargar los vestidos por catálogo… Pero eso de andar sola por esos mundos, y estudiar una carrera, como si fuera un hombre… Era demasiado. Demasiado...
En la calle se escucharon los cascos de los caballos. Carlota se miraba en el espejo, con gesto desmayado, y miraba al canario, que parecía un presagio de su futuro.
¡TANNNNN..!, sonó la campana de la parroquia, al otro lado de la calle, y el sonido quedó vibrando en el aire.
¿Cómo? ¿Ya son las seis? ¡Y yo que aún no me he preparado ¡Pronto vendrán a buscarnos!
Perdón, tía. No se ofenda, pero la verdad es que no quiero ir al baile…
Pero sí, niña. ¡Ya verás, la pasaremos muy bien!, dijo entusiasmada la Señora Manuelita, que ya le había echado el ojo a un par de galanes, esperando que alguno pudiera conquistar su sobrina. Una muchacha de buen corazón, sí, pero que ya se estaba volviendo un quebradero de cabeza para ella. Cuanto antes levantara vuelo, mejor.
***
¡TANNNNN!…, sonó la campada de la parroquia, impulsada ni más ni menos que por el propio cura, el Padre Tadeusz en persona. Otro que odiaba los bailes.
Desde el pequeño campanario de madera, en el que apenas cabía su robusto corpachón, el Padre miraba pasar los carruajes y los jinetes, a cual mejor ataviado. ¡Todo es presunción!, murmuraba. ¡Todos es vanidad! Vánitas vanitatum et ómnia vánitas...
¡TANNNNN!, volvió el cura a azotar la cuerda con más fuerza que nunca, como si les gritara a sus conciudadanos: ¡Idólatras! ¡Herejes! ¿Creen que los trajes elegantes los salvarán de las llamas del infierno?
¡TANNNNN!, sonó otra vez la campana, que no era una verdadera campana de bronce, como debe tener una parroquia que se precie, sino una campana náutica, con aleación de latón, que antes había pertenecido a un buque naufragado en el Estrecho.
¡TANNNNN!, azotó nuevamente la soga el viejo cura polaco. No estaba seguro de haber dado seis campanazos, o siete. ¿Acaso tenía importancia?
¡TANNNNN!, dio otro más, por las dudas, y bajó la escalera, cuyos escalones crujían bajo su peso.
¿Tanto afán por ir a un baile? ¡Desvergonzados! ¡Libertinos! ¡Si fueran así para venir a misa los domingos! ¡O a las peregrinaciones!
Cloc cloc cloc, hacían los cascos de los caballos allá afuera. Los carruajes seguían pasando por la Calle Principal, aunque debían bajar la velocidad y dar un pequeño rodeo al llegar a la parroquia, la única construcción que no se había trasladado ni una pulgada, cuando se realizó el nuevo trazado urbano. Otra ocurrencia estrafalaria de ese ateo, de ese masón del Mayor García Lacroix.
El cuello de botella que formaban carros y jinetes frente a la parroquia era el triunfo del Padre Tadeusz, que se había negado de plano a entrar en vereda.
¡La casa de Dios no se mueve!, dijo el obstinado sacerdote, que finalmente se salió con la suya, haciendo rechinar los dientes al Gobernador, que desde ese día se convirtió en su más acérrimo enemigo. ¡Peor para él!
El padre Tadeusz caminó por el pasillo, entre los bancos vacíos. Sus pisadas sonaban contundentes sobre el piso de tablas sin cepillar. La luz del atardecer entraba por la ventana que daba al Poniente. Un par de cirios ardían frente a los santos.
Era hora de echar la tranca a la puerta, se dijo el Padre, y prepararse para ir al baile en casa del Doctor O’Reilly él también. Era un aquelarre, es verdad, un ágape de idólatras y herejes, y esa era precisamente la razón por la que no se lo podía perder. No iba a darle el gusto a los canallas de sus enemigos, no iba privar de su presencia al avaro inveterado del Vasco Mendieta, ni al Belcebú del Gobernador.
Además, el baile era una ocasión ideal para pedir donativos a damas de sociedad, y el Doctor O'Reilly servía un brandy excelente…
El Padre Tadeusz cerró la puerta del frente y se dirigió hacia la pequeña sacristía, cuando algo llamó su atención. O mejor dicho, alguien.
Una mujer, arrodillada frente a la imagen de la Virgen de Częstochowa.
Psiá krev!, exclamó el sacerdote.
Santa María, Madre de Dios, murmuraba la mujer, casi desfalleciendo. El Padre Tadeusz se acercó. Con la poca luz del lugar y la vista algo cansada, le costó reconocerla. Era Flora, la lavandera.
¿Eh, tú? ¿Qué diablos haces aquí?
La mujer se volvió, hecha un mar de lágrimas.
¡Oh, padrecito!, exclamó la mujer. Estoy desesperáa…
¡Estás borracha!, la corrigió el cura.
¡Padrecito! ¡He pecáo!
¡Lárgate de aquí!, dijo el Cura. Ven mañana, a la hora de la misa.
Por favor, padre… rogó la pobre mujer, aferrándose a su sotana.
¿Qué es lo que quieres?
Flora se largó a toser, como hacía cada vez que le daba un ataque. Se tapó la boca con un pañuelo mugriento, que pronto quedó manchado de sangre.
Por favor, padrecito, dijo Flora, apenas pudo reponerse. He hecho algo muy malo...
Afuera se escuchaban más carros pasar.
He entregagáo a mi hija, Padrecito, a la Eduardita Francisca…¡Ay, Padrecito!
Pero... ¿de qué demonios hablas, mujer? Explícate.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2018.
A continuación...
CAPÍTULO 50: UNA NOCHE PARA EL RECUERDO
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