Mientras el barullo seguía en la taberna, Bernardo caminó por el pasillo, hacia la habitación donde estaba encerrada la mamá de Irena. El vaso y el pequeño plato tintineaban sobre la bandeja de latón:
Clink-clink-clink…
En los dos meses que llevaba en el Salón Adriático, Bernardo jamás había visto a la anciana señora. Sólo la había escuchado, cuando gritaba desde su pieza, reclamando su dosis de licor:
¡Irenaaaaa!
Un chillido que atravesaba las paredes, y a veces venía acompañado de recios golpes en las tablas. Unos palmazos sólidos, contundentes, que uno no pensaba que una viejita moribunda fuese capaz de dar:
¡PUM-PUM-PUM!
Y Bernardo, que tenía su camastro en la despensa, a sólo unos pasos de distancia, trababa las primeras noches su puerta con un palo, por miedo a que la Vieja se le apareciera mientras estaba durmiendo y le partiera la cabeza de un hachazo.
¡Irenaaaaa!
Un temor injustificado, ya que la anciana jamás abandonaba su habitación. Comía allí mismo, y hacía sus necesidades en un balde, que su hija un par de veces al día retiraba y limpiaba. Según Irena, era la Vieja la que se negaba a salir, aunque Bernardo sospechaba que en realidad era ella la que la tenía atada a la pata de la cama, o engrillada del cogote con una cadena, como hacen en los circos con las bestias salvajes.
Clink-clink-clink…, temblaba cada vez más el brazo de Bernardo, a medida que se acercaba a la pequeña habitación. Una gota de sudor se deslizaba por su sien.
Toc-toc-toc, dio tres golpecitos en la puerta.
Nadie respondió. Iba a tener que entrar.
Bernardo empujó la tosca puerta de madera, que no estaba cerrada con candado ni pasador, y ni siquiera tenía cerradura. Sólo la inclinación del marco la mantenía cerrada.
Criiiiijjjj… chirriaron las bisagras.
El cuarto era diminuto, con aspecto de celda. La luz entraba por un pequeño ventanuco, velado por un trozo de arpillera. No había velas ni farol alguno, ¡nomás eso faltaba, darle la oportunidad de incendiar la casa!
Con permiso…, dijo Bernardo.
No asaltó sus narices ningún tufo pestilente, como había pensado que sucedería, aunque sí un olor indefinido, el que emanan a veces algunos ancianos; un olor similar al de Nikola, el sirviente que había cuidado a Bernardo durante su infancia, y a quien Bernardo había cuidado, a su vez, en sus últimos días. El súbito recuerdo de Nikola, su primer maestro de equitación, de esgrima, y de tantas otras cosas que su padre no había podido enseñarle, predispuso mejor a Bernardo, que ya no pensó que la anciana pudiera ser tan mala.
En la penumbra de la habitación trató encontrar un lugar donde dejar el plato y el vaso. Una mancha más clara indicaba donde estaba la cama, en la que (ahora lo veía) estaba sentada la señora en cuestión.
Buenos días, Madame…
Tkó si ty?, le dijo la mujer, que no hablaba español, ni alemán, ni francés, sino sólo el dialecto serbocroata de su isla natal. Bernardo, que había tenido en el liceo varios compañeros de esa región, e incluso había veraneado un par de veces en la Costa Dálmata, no tardó en comprender lo que le había preguntado: ¿Y tú quién eres?
Bernardo, móia draga Dama, dijo el joven.
La Vieja lo examinó con desconfianza.
¿Dónde está Branko?, preguntó, otra vez en su idioma, y Bernardo balbuceó:
Este… El señor Branko...
¿Qué podía decirle? ¿Que había sido asesinado, durante su última expedición al Territorio Tehuelche, cuando trataba a estafar a los indígenas con licor adulterado y armas que no funcionaban? No tenía sentido. La pobre señora vivía en su propio mundo, no se enteraba de nada.
El Sr. Branko… , dijo al fin Bernardo, …se encuentra de viaje.
Dejó el vaso de aguardiente y el plato con la galleta marinera sobre la mesa de noche, frente a la estampa de la Virgen y la estatua barbuda de algún santo. La Vieja fue derecho al guachacay, el aguardiente local, al que por lo visto se había aficionado. Tomó el vaso con sus dedos esqueléticos, lo acercó a sus labios y dio un sorbo prolongado. Más que un sorbo, se bajó la mitad del vaso.
Ah… exhaló satisfecha.
Sólo entonces retomó la conversación donde la había dejado:
¿De viaje? ¿Para qué se fue de viaje?
No lo sé, Madame.
¿No habrá ido a buscar una esposa nueva?
Con los ojos ya acostumbrados a la escasa luz, Bernardo podía distinguir mejor el rostro de la anciana, de rasgos asombrosamente parecidos a los de su hija: el mismo corte de nariz, la misma frente, los mismos ojos claros…
¿Una nueva esposa? ¿Qué quiere…?
Bernardo se reprochó haber abierto la boca. Para qué darle importancia a las palabras de esa pobre mujer, que por lo visto no estaba en sus cabales.
¡El gusano!, exclamó de pronto la Vieja, sin que viniera a cuento, y crispando el puño agregó: ¡Todo fue culpa del maldito gusano!
¿El gusano?, preguntó el muchacho, sólo por no dejarla con la palabra en la boca.
El gusano, repitió la señora, el maldito gusano de la vid. Llegó un día a nuestra isla y acabó con todos los viñedos. ¡Todas las plantas secas, podridas hasta la raíz!
Sus ojos color agua refulgían en la oscuridad.
¡Un viñedo de más de cien años, muchacho, convertido en un terreno inútil!
Se bebió de un tirón lo que quedaba en el vaso. Luego dijo:
¿De qué íbamos a vivir, me quieres decir, con el invierno encima y seis bocas para alimentar? Y el condenado recaudador de impuestos, que no nos dejaba en paz…
La Vieja tomó un trozo de galleta marinera y lo miró como si le diera asco. Volvió a dejarlo en el plato.
Fue entonces que apareció Branko, con sus ropas costosas y sus aires de gran señor…
Rechinando los dientes, la Vieja agregó:
Ese rufián de barba colorada, ese asesino, ese…
Y agregó una palabra que Bernardo no conocía, pero que no debía ser un elogio. Habla con muy buena ilación, para ser una demente, pensó Bernardo, que buscó el taburete con asiento de paja que había visto en la otra punta de la habitación. Lo acercó a la cabecera de la cama y se sentó.
Todas las jóvenes de la isla cayeron a sus pies, siguió la mujer. Todos los padres lo querían como yerno. ¡Un hombre rico! ¡Un joven de la isla que había hecho fortuna en América y volvía a buscar esposa!
La Vieja esbozó una sonrisa desencantada.
Ese es su negocio, claro: encontrar a alguna chica tonta de provincias y pedirla en matrimonio; prometerle el sol y la luna, llevársela a América, y una vez allí…
Se quedó callada de pronto. Bernardo preguntó:
¿Una vez allí…?
¿Es que acaso no lo entiendes?, se ofuscó la señora. ¿Eres idiota?
Bernardo trató de sonreír. La verdad es que no, no lo comprendía.
Como si fuera la cosa más evidente del mundo, la Vieja concluyó:
Una vez allí, va y se la entrega a sus socios, que la ponen a trabajar en una casa de esas donde las mujeres... ¿Es que ahora sí lo pescas?
Bernardo sintió que los pelos de la nuca se le erizaban.
¡Oh, mi pequeña Irena!, exclamó la Vieja, enjugándose una lágrima, Móia draga diévoshka!
Bernardo se había quedado sin palabras. La revelación le había caído encima como una tonelada de ladrillos.
El gusano, repitió la mujer. Todo fue culpa del maldito gusano…
Fue en ese momento que los ruidos y las voces de la taberna se hicieron más nítidos. La bisagra rechinó.
¿Aún sigues aquí?, dijo Irena. ¿Qué tanto están cuchicheando?
Bernardo se puso de pie, tomó la bandeja.
¡Deja en paz al muchacho, maldita ramera!, gritó la Vieja.
Irena no le prestó atención, como si escuchara llover.
¡Golfa! ¡Fulana! ¡Ve a traerme más licor!
Hoy no habrá más licor para ti, mamá, le respondió tranquilamente Irena. Y tú, le dijo a Bernardo, ve enseguida al salón. Alguien te busca.
¿A mí?
Clink-clink-clink…
En los dos meses que llevaba en el Salón Adriático, Bernardo jamás había visto a la anciana señora. Sólo la había escuchado, cuando gritaba desde su pieza, reclamando su dosis de licor:
¡Irenaaaaa!
Un chillido que atravesaba las paredes, y a veces venía acompañado de recios golpes en las tablas. Unos palmazos sólidos, contundentes, que uno no pensaba que una viejita moribunda fuese capaz de dar:
¡PUM-PUM-PUM!
Y Bernardo, que tenía su camastro en la despensa, a sólo unos pasos de distancia, trababa las primeras noches su puerta con un palo, por miedo a que la Vieja se le apareciera mientras estaba durmiendo y le partiera la cabeza de un hachazo.
¡Irenaaaaa!
Un temor injustificado, ya que la anciana jamás abandonaba su habitación. Comía allí mismo, y hacía sus necesidades en un balde, que su hija un par de veces al día retiraba y limpiaba. Según Irena, era la Vieja la que se negaba a salir, aunque Bernardo sospechaba que en realidad era ella la que la tenía atada a la pata de la cama, o engrillada del cogote con una cadena, como hacen en los circos con las bestias salvajes.
Clink-clink-clink…, temblaba cada vez más el brazo de Bernardo, a medida que se acercaba a la pequeña habitación. Una gota de sudor se deslizaba por su sien.
Toc-toc-toc, dio tres golpecitos en la puerta.
Nadie respondió. Iba a tener que entrar.
Bernardo empujó la tosca puerta de madera, que no estaba cerrada con candado ni pasador, y ni siquiera tenía cerradura. Sólo la inclinación del marco la mantenía cerrada.
Criiiiijjjj… chirriaron las bisagras.
El cuarto era diminuto, con aspecto de celda. La luz entraba por un pequeño ventanuco, velado por un trozo de arpillera. No había velas ni farol alguno, ¡nomás eso faltaba, darle la oportunidad de incendiar la casa!
Con permiso…, dijo Bernardo.
No asaltó sus narices ningún tufo pestilente, como había pensado que sucedería, aunque sí un olor indefinido, el que emanan a veces algunos ancianos; un olor similar al de Nikola, el sirviente que había cuidado a Bernardo durante su infancia, y a quien Bernardo había cuidado, a su vez, en sus últimos días. El súbito recuerdo de Nikola, su primer maestro de equitación, de esgrima, y de tantas otras cosas que su padre no había podido enseñarle, predispuso mejor a Bernardo, que ya no pensó que la anciana pudiera ser tan mala.
En la penumbra de la habitación trató encontrar un lugar donde dejar el plato y el vaso. Una mancha más clara indicaba donde estaba la cama, en la que (ahora lo veía) estaba sentada la señora en cuestión.
Buenos días, Madame…
Tkó si ty?, le dijo la mujer, que no hablaba español, ni alemán, ni francés, sino sólo el dialecto serbocroata de su isla natal. Bernardo, que había tenido en el liceo varios compañeros de esa región, e incluso había veraneado un par de veces en la Costa Dálmata, no tardó en comprender lo que le había preguntado: ¿Y tú quién eres?
Bernardo, móia draga Dama, dijo el joven.
La Vieja lo examinó con desconfianza.
¿Dónde está Branko?, preguntó, otra vez en su idioma, y Bernardo balbuceó:
Este… El señor Branko...
¿Qué podía decirle? ¿Que había sido asesinado, durante su última expedición al Territorio Tehuelche, cuando trataba a estafar a los indígenas con licor adulterado y armas que no funcionaban? No tenía sentido. La pobre señora vivía en su propio mundo, no se enteraba de nada.
El Sr. Branko… , dijo al fin Bernardo, …se encuentra de viaje.
Dejó el vaso de aguardiente y el plato con la galleta marinera sobre la mesa de noche, frente a la estampa de la Virgen y la estatua barbuda de algún santo. La Vieja fue derecho al guachacay, el aguardiente local, al que por lo visto se había aficionado. Tomó el vaso con sus dedos esqueléticos, lo acercó a sus labios y dio un sorbo prolongado. Más que un sorbo, se bajó la mitad del vaso.
Ah… exhaló satisfecha.
Sólo entonces retomó la conversación donde la había dejado:
¿De viaje? ¿Para qué se fue de viaje?
No lo sé, Madame.
¿No habrá ido a buscar una esposa nueva?
Con los ojos ya acostumbrados a la escasa luz, Bernardo podía distinguir mejor el rostro de la anciana, de rasgos asombrosamente parecidos a los de su hija: el mismo corte de nariz, la misma frente, los mismos ojos claros…
¿Una nueva esposa? ¿Qué quiere…?
Bernardo se reprochó haber abierto la boca. Para qué darle importancia a las palabras de esa pobre mujer, que por lo visto no estaba en sus cabales.
¡El gusano!, exclamó de pronto la Vieja, sin que viniera a cuento, y crispando el puño agregó: ¡Todo fue culpa del maldito gusano!
¿El gusano?, preguntó el muchacho, sólo por no dejarla con la palabra en la boca.
El gusano, repitió la señora, el maldito gusano de la vid. Llegó un día a nuestra isla y acabó con todos los viñedos. ¡Todas las plantas secas, podridas hasta la raíz!
Sus ojos color agua refulgían en la oscuridad.
¡Un viñedo de más de cien años, muchacho, convertido en un terreno inútil!
Se bebió de un tirón lo que quedaba en el vaso. Luego dijo:
¿De qué íbamos a vivir, me quieres decir, con el invierno encima y seis bocas para alimentar? Y el condenado recaudador de impuestos, que no nos dejaba en paz…
La Vieja tomó un trozo de galleta marinera y lo miró como si le diera asco. Volvió a dejarlo en el plato.
Fue entonces que apareció Branko, con sus ropas costosas y sus aires de gran señor…
Rechinando los dientes, la Vieja agregó:
Ese rufián de barba colorada, ese asesino, ese…
Y agregó una palabra que Bernardo no conocía, pero que no debía ser un elogio. Habla con muy buena ilación, para ser una demente, pensó Bernardo, que buscó el taburete con asiento de paja que había visto en la otra punta de la habitación. Lo acercó a la cabecera de la cama y se sentó.
Todas las jóvenes de la isla cayeron a sus pies, siguió la mujer. Todos los padres lo querían como yerno. ¡Un hombre rico! ¡Un joven de la isla que había hecho fortuna en América y volvía a buscar esposa!
La Vieja esbozó una sonrisa desencantada.
Ese es su negocio, claro: encontrar a alguna chica tonta de provincias y pedirla en matrimonio; prometerle el sol y la luna, llevársela a América, y una vez allí…
Se quedó callada de pronto. Bernardo preguntó:
¿Una vez allí…?
¿Es que acaso no lo entiendes?, se ofuscó la señora. ¿Eres idiota?
Bernardo trató de sonreír. La verdad es que no, no lo comprendía.
Como si fuera la cosa más evidente del mundo, la Vieja concluyó:
Una vez allí, va y se la entrega a sus socios, que la ponen a trabajar en una casa de esas donde las mujeres... ¿Es que ahora sí lo pescas?
Bernardo sintió que los pelos de la nuca se le erizaban.
¡Oh, mi pequeña Irena!, exclamó la Vieja, enjugándose una lágrima, Móia draga diévoshka!
Bernardo se había quedado sin palabras. La revelación le había caído encima como una tonelada de ladrillos.
El gusano, repitió la mujer. Todo fue culpa del maldito gusano…
Fue en ese momento que los ruidos y las voces de la taberna se hicieron más nítidos. La bisagra rechinó.
¿Aún sigues aquí?, dijo Irena. ¿Qué tanto están cuchicheando?
Bernardo se puso de pie, tomó la bandeja.
¡Deja en paz al muchacho, maldita ramera!, gritó la Vieja.
Irena no le prestó atención, como si escuchara llover.
¡Golfa! ¡Fulana! ¡Ve a traerme más licor!
Hoy no habrá más licor para ti, mamá, le respondió tranquilamente Irena. Y tú, le dijo a Bernardo, ve enseguida al salón. Alguien te busca.
¿A mí?
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© Emilio Di Tata Roitberg, 2018.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2018.
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CAPÍTULO 49: UNA CHICA MODERNA
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