Capítulo 47 - La propuesta



 Los soldados dejaron el cadáver en la caballeriza, junto unos fardos de paja.
¿Y este?, preguntó uno de los centinelas.
Un regalito que dejó la marea. Lo encontró el Sargento Aranda, hoy temprano en la playa.
Bonaparte, uno de los perros que daban vueltas por el cuartel, se acercó a curiosear. Olisqueó la ropa aún mojada del finado, el rostro pálido y el tajo rosado que le cruzaba como una sonrisa la garganta. Bonaparte movió la cola y le pasó la lengüita, a ver qué gusto tenía.
¡Juira, perro!, le dijo uno de los soldados que estaba de guardia, y amagó con tirarle un toscazo.
Bonaparte se alejó. Igual no estaba muy rico que digamos.
¡Juira!
Los cascos de unos bueyes sonaron sobre el empedrado: un carro cargado de troncos pasaba camino al aserradero. A lo lejos se escuchaba la bocina de un barco, anunciando su entrada a la bahía. De a ratos llovía. Entre los cañones y las piezas de artillería alineadas en el patio picoteaban los gansos y las gallinas.
Le veo cara conocida, dijo uno de los centinelas, examinando el rostro mal afeitado del difunto, su frente ancha y los párpados entreabiertos, como si los estuviera mirando él también.
Tiene pinta de nortino, dijo su compañero.
Una observación poco sagaz, ya que por fuerza allí todos eran del Norte: estaban en pueblo más austral del mundo.
Tiene pinta de rotoso, dijo el otro centinela, lo cual también era cierto.
Su entierro sería sin duda de lo más sencillo: fosa común y una palada de cal. Ni discursos elogiosos, ni agua bendita, ni siquiera una flor.
Bonaparte ladró. Alguien se acercaba.
 
***
 
El vasito de aguardiente le sentó de maravillas a la Lavandera, que al instante dejó de toser.
Muchas gracia, Ña Irenita, dijo, secándose las lágrimas con la manga del vestido.
Era la única mujer a esa hora en la taberna, además de Irena, y los hombres que bebían en las otras mesas le lanzaban miradas insinuantes. En un pueblo como ese, en el que escaseaban de manera tan dramática las mujeres, hasta un espantapájaros como ella llamaba la atención.
Irena terminó de servir otra ronda a los de la mesa del fondo y volvió con los vasos vacíos. Los dejó en el fuentón con agua jabonosa, del que dentro de un rato iba a sacarlos de nuevo, chorreando mugre y espuma, para sin más trámite servir los tragos siguientes. En eso consistía toda la higiene que los clientes podían esperar de la vajilla del Adriático.
Y dígame, Ña Irenita, en qué puedo ayudarla, preguntó Flora, acodada en la barra, con la esperanza de recibir otra copa de cortesía. Si es por esa sábana que quedó con los lamparones, le juro que la pasé dos veces por la batea con lejía, pero no pude…
Oh, no te preocupes por eso, le dijo Irena, que ahí nomás desenroscó la tapa de un porrón y le sirvió otra medida. ¡Ella, que gratis no daba ni los buenos días, le puso una segunda copa a cuenta de la casa!
Gracias, Ña Irenita…
¡Pac!, sonaron las bolas en el billar. En la mesa del fondo, unos loberos se jugaban a las cartas las ganancias de la última paliza.
¿Tiene algo para la mentira, compañero?
¿Pa’l envido, dice usté?
Otros hablaban del gran evento social de la Colonia, tal vez el más importante, después de la Fiestas Patrias: el baile en casa del Doctor O’Reilly. El festejo que reunía a los habitantes más ricos y distinguidos de Punta Arenas, ya se tratara de criollos o de gringos. Un acontecimiento al que, desde luego, ninguno de los parroquianos del Salón Adriático estaba invitado.
¿Y el Señor Mendieta? ¿Es cierto que le echó el ojo a la hija de los Braunstein?
¿A la hermana de su principal rival?
Así dicen.
La plata llama a la plata, compadre…
Irena echó un vistazo por el pasillo que daba a la puerta trasera. Bernardo aún no se atrevía a asomar el morro, después de la lavada de cabeza que le dio, delante de todos los clientes. Bien merecido lo tenía, mocoso insolente.
Flora terminó de echarse al buche la segunda copa, que estaba mejor que la primera. ¡Pucha que se estaba bien ahí! Flora miraba de hito en hito a la tabernera, que iba y venía con los vasos, preguntándose para qué la habría mandado a buscar.

***

Era una semana de tráfico agitado en el Estrecho de Magallanes. Además del Tripolitania, el paquebote inglés que recién entraba a la bahía, estaba varado desde la noche anterior el Belle of Nantucket, un vapor norteamericano que hacía el trayecto entre Nueva York y San Francisco. Ya había sido inaugurado el Ferrocarril Transpacífico, para ese momento, que unía en sólo ocho días las dos costas de los Estados Unidos, aunque aún era riesgoso hacer el trayecto en pleno invierno. Siempre estaba latente el riesgo que implicaban los aludes de nieve en las montañas de Nebraska o Wyoming, que en ocasiones dejaban las formaciones bloqueadas durante semanas enteras. Incluso había habido varios ataques de los Sioux, que veían como una amenaza el paso del Gran Caballo de Hierro por sus planicies ancestrales.
Por esas razones por muchos pasajeros aún preferían hacer el viaje, más lento pero más seguro, en uno de los confortables buques que daban la vuelta a las dos Américas, y que sí o sí tenían que parar en Punta Arenas, a reponer provisiones y cargar carbón.
En este solar que aquí ven, les explicaba el Mayor García Lacroix, Gobernador Militar de la Colonia, a un grupo de selectos pasajeros del Belle of Nantucket, funcionará en breve el lavadero de lana, que será el más moderno de su tipo en toda América del Sur…
En un inglés más que aceptable, sin necesidad de traductor, el Mayor García Lacroix trataba de convencer a los viajeros de invertir parte de su dinero en las nuevas estancias ganaderas, en tierras que el Gobierno Nacional entregaba a precios más que accesibles a los nuevos inversores.
El ganado ovino se adapta a la maravilla en nuestra región, decía el Mayor, produciendo un rinde comparable al de las zonas más desarrolladas…
Y dígame, Mr. Governor, lo interrumpió uno de los yanquis, ¿cómo es la vida en esta región? Tengo entendido que aún es una colonia penal, y que los presidiarios andan sueltos por la calle… No me gustaría vivir en un lugar donde un ladrón o un asesino pueda clavarme una puñalada en cualquier instante.
Bueno, eso es sencillamente imposible, trató de tranquilizarlo el Mayor García Lacroix. La mayoría de los presidiarios han sido enviados aquí por razones políticas, más que por delitos comunes…
O sea, que esta es una región de deportación interna, como la que tienen los rusos en Siberia…
Bueno, trató de sonreír el Gobernador, yo creo que sería más acertado compararla con Alaska: una tierra virgen, repleta de oportunidades.
Los yanquis hablaban entre ellos, discutiendo sus palabras.
Además, dijo el Mayor García Lacroix, en la actualidad el número de presidiarios no supera el de doscientos, y les aseguro que están todos sometidos a la más férrea vigilancia. Es imposible que ataquen o lastimen a nadie…
Ejem, carraspeó alguien desde atrás. Era el Sargento Aranda, con sus enormes bigotes y su aún más enorme panza, que amenazaba con hacer saltar los botones de su chaqueta azul.
Con su permiso, mi Mayor…, dijo el Sargento Aranda, y en tono confidencial agregó el motivo por el que se atrevía a interrumpirlo.
¿Un degollado? ¿Adónde? exclamó el Mayor García Lacroix, en voz más alta de lo aconsejable. Demasiado tarde. El único gringo del grupo que hablaba castellano ya le estaba traduciendo la noticia a los demás.

***

Una vez que ya la hubo adobado con un par de copas, Irena decidió ir al grano:
Y dime, Flora, esa niña tuya..., ¿cómo es que se llama?
¿La Eduardita Francisca?
¡Quiero retruco, compañero!
¡Quiero vale cuatro!
Irena pasaba un trapo por el mostrador. Mirando para otro lado, como si hablara de un asunto sin importancia, dijo:
¿Qué te parece si viene a echarme una mano en la taberna por las tardes? Podría pagarle bien.
¿Aquí?, se extrañó la Lavandera.
Sí, ¿por qué no?, casi se ofendió Irena.
Flora hizo un gesto de duda. El Salón Adriático era el establecimiento de peor reputación de toda la Colonia, un verdadero antro que por las tardes funcionaba como un apenas velado prostíbulo.
Este no es lugar pa una niña, dijo Flora.
E Irena, que ya estaba a punto de servirle una tercera copa, detuvo la botella justo cuando líquido estaba por caer.
¿Qué quieres decir?

***
 
¿Un peón?, dijo el Capitán Garcia Lacroix, visiblemente molesto. No podía creer que por tan poca cosa se hubiera atrevido a importunarlo. Esos brutos vivían matándose unos a otros, ¿a quién diablos le importaba?
Sí, pero no es un peón cualquiera, dijo el Sargento Aranda. Es uno que estaba conchabado en la Estancia Logroño.
¿Ah, sí?
Era la estancia insignia del Vasco Baltasar Mendieta, el millonario del pueblo, declarado enemigo del Gobernador.
No me digas, pareció más interesado ahora el Mayor García Lacroix.
Y eso no es todo, mi Mayor, agregó el Sargento Aranda. Parece que fue la gente de Mac Grelag…
¿Está seguro?
Sí, mi Mayor. El portugués Da Souza lo reconoció, cuando le llevamos el finado pa que lo identifique. Después, cuando se dio cuenta que la había metido hasta el cuadril, dijo que no estaba seguro, que tal vez se equivocó…
Hmmm, carraspeó el Mayor García Lacroix. Muy bien hecho, Sargento. Está llevando a cabo una investigación en toda regla. 
Muchas gracias, mi Mayor, dijo el Sargento Valeriano Aranda, un apasionado lector de las novelas de crímenes de Edgar Allan Poe, Wilkie Collins y E.T.A. Hoffmann que salían publicadas por entregas en los periódicos de Santiago y Buenos Aires.
Lo felicito, Sargento, dijo el Gobernador, quien durante mucho tiempo había tratado de relacionar al escocés Mac Grelag, el más inescrupuloso pirata de los Mares del Sur, con el intachable hombre de negocios local, principal comprador de las mercancías robadas a las embarcaciones. Algo que todos en la Colonia sabían, pero hasta ahora no se había podido probar.
¿Dónde pusieron el cadáver?
Está en el patio del cuartel, Mayor.
El Mayor García Lacroix dio por terminada su visita guiada a los gringos reticentes y dijo:
Vamos a verlo.

***

Flora miraba como hipnotizada la botella de aguardiente, pero Irena ya parecía haber agotado su cuota de generosidad.
Dime una cosa, ¿qué edad tiene tu hija?
¿Mi Lalita? Aún no cumple los quince.
A esa edad yo hacía rato que trabajaba, y seguro tú también.
¡Oye, Irena! ¡Otra ronda por aquí!
Es verdad, dijo Flora, que no podía dejar de mirar de reojo la botella, por más que lo intentara. Es que, en este lugar, que vienen puros hombres…
¿Y qué?, dijo Irena. ¿Piensas que no la puedo cuidar?
¡Ja!, exclamó la Lavandera. ¿Y quién la cuidará a usted?
Se arrepintió de haberlo dicho. Ella misma se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. Flora trató de sonreír, al ver la mirada de hielo de la Tabernera, que inclinándose sobre el mostrador le dijo:
Escucha, maldita fregona, si no puedes mostrar un poco de respeto, será mejor que te largues.
Perdón, Ña Irenita. Es que…
Flora miraba de reojo la botella, casi rogando un vaso más.
¡Irenaaaaa!, se escuchó el grito de gallina acogotada a través de las paredes de madera. ¡Irenaaaa!
Tal vez, si a usté le da lo mismo, trató de suavizar el tono Flora, podría venir yo a darle una mano.
¿Tú?, casi se rio la Tabernera.
De sólo pensar en el efecto que podía tener entre sus clientes una bolsa de huesos como Flora, con su tos de tuberculosa y sus malas pulgas… ¡Sólo eso le faltaba!
Si así es como lo ponés, después de todo lo que hice por ti, será mejor que te vayas, Flora.
Pero…
Y no vuelvas a buscar más la ropa por aquí. Conseguiré otra lavandera que se ocupe de mis prendas, alguien que lo haga mejor…
¡Por favor, Ña Irenita!, dijo la pobre mujer.
¡Irena, nos morimos de sed por aquí!
¡Enseguida!, gritó Irena, y volviéndose hacia Flora agregó:
¿De qué tienes miedo? ¿De que no pueda cuidar a tu niña, si viene a hacer un simple trabajo de limpieza aquí?
Pero... Ña Irenita…
¿Crees que tu puedes hacerlo mejor, dejándola sola todo el día, mientras vas y vienes con la ropa del río? ¿Con todos los buitres que dan vueltas por tu rancho? Y que tal vez ahora mismo, mientras hablas conmigo...
No, Ña Irenita, yo le juro que…
¿Crees que no lo escucho al bruto de tu concubino, como habla de tu niña cuando se pone a beber con sus camaradas? Al Cabo Contreras, sí. Ese sólo espera su oportunidad, y te aseguro que pronto la tendrá.
Flora parecía devastada. No sabía qué objeción más poner.
Bueno, Ña Irenita. Si a usté le parece…
Así se habla, sonrió Irena, sirviéndole finalmente su tan ansiada copa. Flora se la bajó de un tirón, como la borracha perdida que era.
Dile a tu niña que se presente el lunes, a eso del mediodía. Yo le diré lo que tiene que hacer.
Sí, Ña Irenita, dijo la Lavandera, que se puso de pie y se marchó.
¡Irenaaaaaa!, seguía chillando la madre de la Tabernera, reclamando su copa de licor, al igual que los clientes. Era demasiado, demasiado trabajo para Irena, que al ver apacer nuevamente a Bernardo le dijo.
Eh, tú, ve a llevarle esto a mi madre.
¿Yo?, dijo el muchacho, sorprendido.
Sí. ¿Es que acaso le tienes miedo?
Bernardo tomó la bandeja con la copa de guachacay y el trozo de galleta y desapareció por el pasillo. Irena dio la vuelta al mostrador y atendió finalmente a los clientes.
¡Se la ve de mejor humor, señora Suker!, le dijo uno de los loberos, y era cierto. Irena sonrío. Por la ventana veía alejarse, calle abajo, la figura descuajeringada de Flora, derrotada, claudicante. Irena ya había logrado lo más difícil: la muchachita era suya. Una vez que la tuviera con ella, allí, todos los días, no iba a ser nada difícil convencerla de…
La puerta del Salón se volvió a abrir, alguien nuevo llegaba. Era un joven delgado y larguirucho, con la mano vendada y el brazo en cabestrillo, que tímidamente preguntó:
El señor Bernardo Augusto, ¿por casualidad trabaja aquí?
¿Bernardo? ¿Qué diablos quieres con él?
El muchacho se sacó el sombrero con la mano que le quedaba sana y dijo:
Mi patrón, el Sr. Pietralacqua, ya tiene listo el traje que confeccionó para él.
¿Bernardo? ¿Un traje?, se extrañó la Tabernera.
Oh, sí, dijo el ayudante de don Chicho. El traje que el Sr. Bernardo va a usar mañana, en el baile del Doctor O´Reilly.


© Emilio Di Tata Roitberg, 2018.
 

A continuación...

CAPÍTULO 48: EL GUSANO

 

Puede dejarnos su comentario en Facebook
https://www.facebook.com/ditataroitberg