Por la noche fue un torbellino de pasión, la amante más ardiente que alguien se pudiera imaginar, pero a la mañana ya había vuelto a ser la Irena de siempre.
¡Eh, tú, arriba! ¡No te pago para dormir!
Bernardo se restregó los ojos, algo pegoteados todavía, y la vio parada frente él, con el pelo recogido y el vestido negro, largo hasta los tobillos, que usaba todos los días.
¿Qué esperas? ¡Vístete de una vez!
Bernardo se incorporó como pudo en su jergón de paja, ubicado en un rincón de la despensa, entre el barril de vino y la estantería con los frascos de conserva y las latas de pescado. Buscó a tientas su ropa, tirada por cualquier parte.
¡Apúrate!, dijo la Tabernera, que dio media vuelta y salió del pequeño recinto, como si no soportara permanecer allí un minuto más. Bernardo se puso de pie, y golpeó con la cabeza uno de los salchichones que colgaban de los tirantes.
¡Date prisa! ¿Quieres?, gritó Irena.
Era un día ventoso, a medias nublado: brillaba el sol y al mismo tiempo lloviznaba. La media docena de gallinas que picoteaba la tierra embarrada se arremolinó alrededor de Bernardo al verlo salir con el balde. La cabra lo observaba, sin dejar masticar, y en sus pupilas amarillas parecía haber una nota de burla, como si dijera: ¡Ey! ¿Aún sigues aquí? ¿No te habías ido a trabajar con el millonario?
Eso mismo se reprochaba Bernardo, mientras repartía las peladuras de papa mezcladas con rabasillo a los plumíferos, y le llevaba su manojo de heno a la inquisitiva cabra. ¿Estaría aún a tiempo de presentarse en la ferretería del Sr. Mendieta, y tomar el puesto que éste le había ofrecido? Podía explicarle que se trató de una confusión, que en realidad él había pensado…
La cerca de madera se mecía con el viento. Por la calle pasó un carro cargado de troncos recién cortados, con el carrero picando los bueyes desde el pescante.
¡Tannnn…!, tañó la campana de lata de la parroquia, y el retintín se perdió en la distancia.
Las nubes se arremolinaban sobre la bahía. Las pequeñas embarcaciones fondeadas en la rada se mecían con el oleaje.
No, ya era demasiado tarde, pensó Bernardo. No le quedaba más remedio que permanecer aquí.
Terminó de repartir el alimento a los animales y fue a sacar agua del pozo con el balde que no estaba pinchado. Debía extremar las precauciones para no resbalar dentro, ya que el borde era impreciso y la tierra de la orilla se desmoronaba.
¿Aún no terminas con eso?, le dijo Irena, cuando él llegó con el primer balde. ¿Estás dormido o qué demonios te pasa? Ve a buscar los huevos, si es que hay, y dile a ese indio bueno para nada que se levante.
Le gustaba reprenderlo delante de los clientes, disfrutaba al humillarlo.
Es algo de no creer, pensó Bernardo. Irena no parecía la misma persona que había estado entre sus brazos tan sólo un par de horas atrás; la misma que había susurrado en su oído tantas palabras tiernas y apasionadas.
Está loca, pensó. Es la única explicación. ¿Cómo no me he dado cuenta antes?
Lamentó haber cedido ante sus sus lágrimas. Se sintió un idiota de sólo pensar que podía haber cambiado…
Good morning, Máster Bernie, lo saludó Jeremy, que tenía su catre en un rincón del gallinero, y aún no se decidía a abandonarlo. Con gesto despreocupado sorbía uno de los huevos recién puestos, a través de un pequeño agujero que le había practicado en la cáscara. No se molestó en ocultarse de Bernardo, a sabiendas de que Benardo no lo iba a delatar.
Buen día, Jeremy. Hace frío hoy.
Oh, sí, Máster Bernie, sonrió el yagán, y sus dientes blancos brillaron en la penumbra. ¡Mucho cold! ¡Mucho cold!
Bernardo salió otra vez al patio, de mejor humor.
BUUUU… sonó a lo lejos la bocina de un barco. El casco rojo de un paquebote se dibujó en el horizonte, entre la bruma que flotaba sobre las aguas. Tal vez se tratara del Mauritania, uno de los vapores de la South Pacific, que cubría la ruta entre Liverpool y El Callao, y debía pasar por el Estrecho esa semana.
En fin, no tiene sentido lamentarse, pensó Bernardo. De todos modos, pronto me marcharé de este pueblo miserable. En cuanto el tío Natalius reciba mi carta…
Allí estaban puestas todas sus esperanzas: en tomarse él también uno de los barcos que hacían la carrera del Pacífico y llegar a la soleada California, donde una vida nueva lo esperaba…
¿Qué importaba dónde trabajara mientras tanto? Daba lo mismo aquí que en otra parte. Por otro lado, nada le garantizaba que estuviera mejor en la ferretería naval, al servicio de alguien como el Vasco Mendieta, un sujeto zafio e ignorante, a pesar de todo su dinero y de las ropas elegantes que gastaba. ¡Y un vulgar ladrón, por añadidura!, murmuró Bernardo, que caminó otra vez en dirección a la taberna, tratando de no resbalar en el barro.
Quién sabe, se dijo, tal vez con Irena sólo hiciera falta mostrar firmeza, para que deje de molestarlo. Actuar como un hombre, no sólo cuando estaban en el lecho. Después de todo, ella lo necesitaba...
¡Beeee…!, baló desde el otro extremo del terreno la cabra.
Bernardo abrió la puerta del fondo y marchó con paso firme, haciendo resonar sus pisadas. Se escuchaban otras voces. Más clientes habían llegado: pescadores, soldados, algún que otro campesino que aprovechaba su bajada al pueblo para echarse una ginebrita entre pecho y espalda. Un pequeño grupo jugaba a las cartas.
Mejor, pensó Bernardo, que no tenía motivos para ocultarse.
¿Envido, dijo? ¡Quiero y cante!
Irena le llenaba las copas a unos clientes acodados en la barra. Bernardo dejó el balde en el piso y se acercó. Sacando pecho dijo:
Oye, Irena. Hay algo que…
¡Maldito mocoso!, lo paró en seco la Tabernera. ¡Te dije mil veces que te limpiaras las botas antes de entrar!
Perdiendo parte de su ímpetu, Bernardo dio un paso atrás.
¡Mira el enchastre que hiciste! ¿Acaso eres idiota?
El muchacho bajó su mirada hacia el entablado que, en efecto, no estaba en las mejores condiciones.
Además, ya te he dicho que no me tutees. ¿Quién diablos te crees que eres?
Pe-perdón, Señora Suker…
Bernardo buscó el trapeador, que había quedado ahí a un costado.
¿Qué estás haciendo? ¡Sólo lo ensucias más! ¡Déjalo! ¡Déjalo!
Era un huracán de furia, hasta los clientes parecían asustados.
Si no puedas hacer nada a derechas, será mejor que te largues. ¡Junta tus cuatro porquerías y vete de aquí! ¿Me escuchaste?
Sí, Señora Suker…
¿Qué dijiste?
Nada, Señora Suker…
Estaba desatada. Los parroquianos la miraban intimidados, incluso una mujer que había entrado en medio de la batahola, sin que nadie lo notara. No era una de las animadoras habituales del Adriático, que solían llegar mucho más tarde, sino una mujer de ropas gastadas y aspecto frágil, que después de respirar un momento el aire caliente de la taberna se largó a toser de forma desgarradora.
Toma asiento, Flora, le arrimó una silla uno de los soldados. Irena se distrajo por del rapapolvo que le estaba dando a su criado, y Bernardo aprovechó la oportunidad para escabullirse por el pasillo. ¡En menudo lío se metió!
La Lavandera seguía tosiendo, al punto que parecía a punto de desmayarse. Irena dio la vuelta al mostrador y se acercó con una botella de guachacay y un pequeño vaso.
Bebe un poco, Flora. Te hará bien.
Gracias, Ña Irenita, dijo la pobre mujer, cuando pudo recuperar el aliento.
¿Te sientes mejor, Flora?
Sí, dijo la Lavandera, dejando otra vez sobre la mesa el vaso. Perdón que la moleste, Ña Irenita. Dijo mi niña la Eduardita Francisca que Usté me estaba buscando…
¡Eh, tú, arriba! ¡No te pago para dormir!
Bernardo se restregó los ojos, algo pegoteados todavía, y la vio parada frente él, con el pelo recogido y el vestido negro, largo hasta los tobillos, que usaba todos los días.
¿Qué esperas? ¡Vístete de una vez!
Bernardo se incorporó como pudo en su jergón de paja, ubicado en un rincón de la despensa, entre el barril de vino y la estantería con los frascos de conserva y las latas de pescado. Buscó a tientas su ropa, tirada por cualquier parte.
¡Apúrate!, dijo la Tabernera, que dio media vuelta y salió del pequeño recinto, como si no soportara permanecer allí un minuto más. Bernardo se puso de pie, y golpeó con la cabeza uno de los salchichones que colgaban de los tirantes.
¡Date prisa! ¿Quieres?, gritó Irena.
Era un día ventoso, a medias nublado: brillaba el sol y al mismo tiempo lloviznaba. La media docena de gallinas que picoteaba la tierra embarrada se arremolinó alrededor de Bernardo al verlo salir con el balde. La cabra lo observaba, sin dejar masticar, y en sus pupilas amarillas parecía haber una nota de burla, como si dijera: ¡Ey! ¿Aún sigues aquí? ¿No te habías ido a trabajar con el millonario?
Eso mismo se reprochaba Bernardo, mientras repartía las peladuras de papa mezcladas con rabasillo a los plumíferos, y le llevaba su manojo de heno a la inquisitiva cabra. ¿Estaría aún a tiempo de presentarse en la ferretería del Sr. Mendieta, y tomar el puesto que éste le había ofrecido? Podía explicarle que se trató de una confusión, que en realidad él había pensado…
La cerca de madera se mecía con el viento. Por la calle pasó un carro cargado de troncos recién cortados, con el carrero picando los bueyes desde el pescante.
¡Tannnn…!, tañó la campana de lata de la parroquia, y el retintín se perdió en la distancia.
Las nubes se arremolinaban sobre la bahía. Las pequeñas embarcaciones fondeadas en la rada se mecían con el oleaje.
No, ya era demasiado tarde, pensó Bernardo. No le quedaba más remedio que permanecer aquí.
Terminó de repartir el alimento a los animales y fue a sacar agua del pozo con el balde que no estaba pinchado. Debía extremar las precauciones para no resbalar dentro, ya que el borde era impreciso y la tierra de la orilla se desmoronaba.
¿Aún no terminas con eso?, le dijo Irena, cuando él llegó con el primer balde. ¿Estás dormido o qué demonios te pasa? Ve a buscar los huevos, si es que hay, y dile a ese indio bueno para nada que se levante.
Le gustaba reprenderlo delante de los clientes, disfrutaba al humillarlo.
Es algo de no creer, pensó Bernardo. Irena no parecía la misma persona que había estado entre sus brazos tan sólo un par de horas atrás; la misma que había susurrado en su oído tantas palabras tiernas y apasionadas.
Está loca, pensó. Es la única explicación. ¿Cómo no me he dado cuenta antes?
Lamentó haber cedido ante sus sus lágrimas. Se sintió un idiota de sólo pensar que podía haber cambiado…
Good morning, Máster Bernie, lo saludó Jeremy, que tenía su catre en un rincón del gallinero, y aún no se decidía a abandonarlo. Con gesto despreocupado sorbía uno de los huevos recién puestos, a través de un pequeño agujero que le había practicado en la cáscara. No se molestó en ocultarse de Bernardo, a sabiendas de que Benardo no lo iba a delatar.
Buen día, Jeremy. Hace frío hoy.
Oh, sí, Máster Bernie, sonrió el yagán, y sus dientes blancos brillaron en la penumbra. ¡Mucho cold! ¡Mucho cold!
Bernardo salió otra vez al patio, de mejor humor.
BUUUU… sonó a lo lejos la bocina de un barco. El casco rojo de un paquebote se dibujó en el horizonte, entre la bruma que flotaba sobre las aguas. Tal vez se tratara del Mauritania, uno de los vapores de la South Pacific, que cubría la ruta entre Liverpool y El Callao, y debía pasar por el Estrecho esa semana.
En fin, no tiene sentido lamentarse, pensó Bernardo. De todos modos, pronto me marcharé de este pueblo miserable. En cuanto el tío Natalius reciba mi carta…
Allí estaban puestas todas sus esperanzas: en tomarse él también uno de los barcos que hacían la carrera del Pacífico y llegar a la soleada California, donde una vida nueva lo esperaba…
¿Qué importaba dónde trabajara mientras tanto? Daba lo mismo aquí que en otra parte. Por otro lado, nada le garantizaba que estuviera mejor en la ferretería naval, al servicio de alguien como el Vasco Mendieta, un sujeto zafio e ignorante, a pesar de todo su dinero y de las ropas elegantes que gastaba. ¡Y un vulgar ladrón, por añadidura!, murmuró Bernardo, que caminó otra vez en dirección a la taberna, tratando de no resbalar en el barro.
Quién sabe, se dijo, tal vez con Irena sólo hiciera falta mostrar firmeza, para que deje de molestarlo. Actuar como un hombre, no sólo cuando estaban en el lecho. Después de todo, ella lo necesitaba...
¡Beeee…!, baló desde el otro extremo del terreno la cabra.
Bernardo abrió la puerta del fondo y marchó con paso firme, haciendo resonar sus pisadas. Se escuchaban otras voces. Más clientes habían llegado: pescadores, soldados, algún que otro campesino que aprovechaba su bajada al pueblo para echarse una ginebrita entre pecho y espalda. Un pequeño grupo jugaba a las cartas.
Mejor, pensó Bernardo, que no tenía motivos para ocultarse.
¿Envido, dijo? ¡Quiero y cante!
Irena le llenaba las copas a unos clientes acodados en la barra. Bernardo dejó el balde en el piso y se acercó. Sacando pecho dijo:
Oye, Irena. Hay algo que…
¡Maldito mocoso!, lo paró en seco la Tabernera. ¡Te dije mil veces que te limpiaras las botas antes de entrar!
Perdiendo parte de su ímpetu, Bernardo dio un paso atrás.
¡Mira el enchastre que hiciste! ¿Acaso eres idiota?
El muchacho bajó su mirada hacia el entablado que, en efecto, no estaba en las mejores condiciones.
Además, ya te he dicho que no me tutees. ¿Quién diablos te crees que eres?
Pe-perdón, Señora Suker…
Bernardo buscó el trapeador, que había quedado ahí a un costado.
¿Qué estás haciendo? ¡Sólo lo ensucias más! ¡Déjalo! ¡Déjalo!
Era un huracán de furia, hasta los clientes parecían asustados.
Si no puedas hacer nada a derechas, será mejor que te largues. ¡Junta tus cuatro porquerías y vete de aquí! ¿Me escuchaste?
Sí, Señora Suker…
¿Qué dijiste?
Nada, Señora Suker…
Estaba desatada. Los parroquianos la miraban intimidados, incluso una mujer que había entrado en medio de la batahola, sin que nadie lo notara. No era una de las animadoras habituales del Adriático, que solían llegar mucho más tarde, sino una mujer de ropas gastadas y aspecto frágil, que después de respirar un momento el aire caliente de la taberna se largó a toser de forma desgarradora.
Toma asiento, Flora, le arrimó una silla uno de los soldados. Irena se distrajo por del rapapolvo que le estaba dando a su criado, y Bernardo aprovechó la oportunidad para escabullirse por el pasillo. ¡En menudo lío se metió!
La Lavandera seguía tosiendo, al punto que parecía a punto de desmayarse. Irena dio la vuelta al mostrador y se acercó con una botella de guachacay y un pequeño vaso.
Bebe un poco, Flora. Te hará bien.
Gracias, Ña Irenita, dijo la pobre mujer, cuando pudo recuperar el aliento.
¿Te sientes mejor, Flora?
Sí, dijo la Lavandera, dejando otra vez sobre la mesa el vaso. Perdón que la moleste, Ña Irenita. Dijo mi niña la Eduardita Francisca que Usté me estaba buscando…
© Emilio Di Tata Roitberg, 2018.
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