Una mujer fuerte, segura de sí misma: nadie jamás la había visto llorar, ni cuando murió el sabandija del marido… Los clientes del Adriático no podían creer que se hubiera derrumbado de ese modo, ¡y todo por un chiquillo! ¡Un crío que tenía edad para ser su hijo!
Cierto es que Bernardo no se aprovechó de las circunstancias. Ayudó a Irena a ponerse de pie y siguió atendiendo él solo el boliche, cuando ella, muerta de vergüenza, corrió a esconderse en la trastienda.
¡Eh, chico! ¡Sírvete otra ronda!
Bernardo trató de cumplir sin demora los pedidos de los clientes de las mesas, y de los que estaban en la barra. Llenaba las jarras de vino y las copas de guachacay, pasaba un trapo sobre el mostrador, saludaba con una sonrisa a los que seguían llegando, mientras con el rabillo del ojo vigilaba que nadie se escapara sin pagar.
¡Otra botella por aquí!
Juancito el Acordeonista ya se había retirado, para entonces, y el que ponía la música ahora era el tape Valentín, un gaucho que tocaba la guitarra mientras su hermana, la Monona, mariposeaba entre las mesas, cantando vidalitas cargadas de sentimiento:
“Anda ingrato, que algún día
con las mudanzas del tiempo,
llorarás como yo lloro,
sentirás como yo siento.”
También el tape Valentín cantaba alguna que otra tonada, acompañado de su bordona, o de un instrumento que él mismo había fabricado, una mezcla de arpa y tabla de lavar, con las cuerdas apoyadas sobre un par de botellas vacías, que actuaban como caja de resonancia. Un adefesio que a pesar de su aspecto ridículo sonaba bastante bien.
“El día que yo me muera,
no me lloren los parientes.
¡Llórenme los alambiques
donde sacan aguardiente!”
Eso cantaba el tape Valentín, mientras la Monona hacía pasar a los parroquianos al cuartito del costado, previo desembolso de un importe de cincuenta centavos. La mitad de ese dinero quedaba para la casa, que proveía el catre, la palangana, la jofaina con agua y el jabón de sebo.
¡De a dos juntos no! ¡Uno por vez, señores! Sí, sí, cincuenta cada uno…
No es que fuera mucho más atractiva que Jacinta y la Tuerta, pero tenía su gracia. Y a los hombres, se sabe, les gusta la variedad.
“¡Traiga plata, caballero,
lo demás es bobería!
¡Andar con la boca seca
y la barriga vacía!”
Sin dejar de atender sus múltiples ocupaciones, Bernardo iba haciendo rayas con un lápiz de anilina por cada cristiano que entraba por la puertita que estaba tras la mesa de billar. Algo que le resultó muy útil, a la hora de arreglar las cuentas.
¡No, señor! ¡Jueron ocho, nomáj!, insistía el tape Valentín, que se había entonado con un par de copas, y no soportaba que le llevaran la contraria.
Fueron once, porfiaba amablemente Bernardo, señalando las marcas que había hecho en el costado del mostrador.
¡Oye, mocoso, que a mí naides no me trata de embustera!, se indignaba la Monona, que tenía buenas espaldas pero no estaba tan fuerte en matemáticas. ¡Yo lo sé mejor que vos! ¡Yo estaba ahí, con esos animales, no vos!
Los gritos atrajeron a Jeremy, que entró y se quedó ahí de pie, con la galera echada sobre los ojos y su bastón de roble entre las manos, dispuesto a repartir los garrotazos que hicieran falta. El tape Valentín ya no parecía tan decidido. Sonriendo con su dentadura no del todo poblada dijo, en tono más diplomático:
Está bien, patroncito. Si usté dise que jueron onse, jueron onse puéj. ¿Pa qué vamo a discutí?
Se hizo la correspondiente repartija. Para limar las asperezas Bernardo invitó a los artistas una copita de ginebra, antes de que siguieran su camino. También les puso un platito con arenques y un par de galletas, a cuenta de la casa. El tape Valentín se despidió con grandes muestras de afecto, declarando que Bernardo era su amigo y su hermano, y Monona le ofreció sin cargo una sesión en la piecita de atrás (oferta que Bernardo gentilmente declinó).
Hasta pronto, señora. Caballero… Espero verlos pronto por aquí…
Los parroquianos aprobaron la manera en la que el muchacho había manejado la situación, sin gritos, sin recurrir a la violencia, como hubiera hecho el dueño anterior, que ante el menor cambio de palabras armaba una batalla campal.
¿Qué me dicen del muchacho?, sonrió uno de los clientes, dando una calada a su pipa. Uno de sus compañeros afirmó:
¡Este cabro entró como sirviente, y se quedará como amo!
***
Irena no se dejó ver durante el resto de la noche. ¿Se habría ido a dormir? El local se empezaba a vaciar. La trompeta del cuartel ya había tocado la retreta, señal de que los habitantes de Punta Arenas (soldados, presidiarios, colonos y gente de paso) debían abandonar los establecimientos públicos y volver a su alojamiento habitual. Los que llegaron a caballo desataron su flete y partieron con paso quedo, tratando de mantener la vertical. Los que estaban menos curados iban sosteniendo a los que apenas podían caminar.
Señores, ya tenemos que cerrar…
Jeremy se encargó de sacar a la calle a los que estaban tan borrachos que no podían ni tenerse en pie. Ahí se quedaban, hasta que se levantaban y se iban por su cuenta, o hasta que alguien los pasaba a buscar. Si no, ya podían morirse de frío.
Aquí tienes, Jeremy…
Bernardo le llenó hasta el tope la petaca, que debía durarle hasta la mañana siguiente.
Thank you, Máster Bernie, dijo Jeremy, haciendo una pequeña reverencia, antes de perderse por la puerta de atrás.
Se escuchó la campanada de las diez y media. Un perro ladró en alguna parte.
¿Qué estoy haciendo aquí?, se preguntaba Bernardo, mientras ponía los bancos patas para arriba sobre las mesas y comenzaba a barrer el piso del local. Le habían ofrecido un trabajo decente, en un comercio respetable, y él prefería seguir en este lupanar de la peor reputación. ¿Acaso la gente decente de la Colonia iba a volver a dirigirle la palabra, si insistía en permanecer aquí? ¿Qué iba a decir el Gobernador cuando se enterara de que no había seguido su consejo? ¿Y su señora esposa, que tan amablemente… ?
Veo que te arreglaste muy bien tú solo, dijo Irena, apareciendo de manera imprevista, sin que Bernardo la escuchara llegar.
Parecía avergonzada, y lo estaba. Tenía las ojeras más pronunciadas que nunca y los ojos enrojecidos.
Sí, señora Suker.
Dejá esa escoba. Mañana terminaremos de ordenar.
Está bien, señora Suker, dijo Bernardo. Ya casi termino…
Ya había juntado los vasos y los platos, a los que había puesto en remojo en el fuentón.
Escucha, Bernardo…
Bernardo se detuvo. Ella jamás lo llamaba por su nombre. Sólo le decía Eh, tú, o Muchacho, o Bube (niño), de manera despectiva.
Sabés, dijo Irena, yo no puedo pagarte lo mismo que el Vasco Mendieta…
O sea, que ya se lo habían contado, pensó Bernardo. ¡Vaya que corren rápido los chismes por aquí!
Sólo puedo darte diez pesos por semana, dijo Irena…
Bernardo frunció el ceño, como si no estuviera del todo seguro de haberla escuchado bien. Y es que el Señor Mendieta le había ofrecido siete pesos, solamente, de los que aún pensaba descontarle dos, por dejarlo dormir en el barracón de los obreros. Bernardo estuvo a punto de decirle a Irena que era un error, que había entendido mal, pero juzgó más sensato callarse la boca.
Sé que no es demasiado, dijo Irena, pero te permitirá ahorrar para tu viaje. Y ya que seguirás teniendo alojamiento aquí, y la comida sin cargo…
Gracias, señora Suker, dijo el muchacho.
Ella ensayó como pudo una sonrisa, mirándolo de un modo que daba un poco de pena. Era una mujer del doble de su edad, con un aspecto lastimoso, y, sin embargo, Bernardo la deseaba. Sentía los cabellos de la nuca erizarse uno por uno, y su sangre correr más rápido al estar junto a ella.
Dejó la escoba a un costado, se acercó. Ella lo miraba, expectante. Moviéndose muy despacio, como si temiera que fuera a rechazarlo, Bernardo se inclinó hacia ella, acercó sus labios a los suyos…
Ah… suspiró la viuda, estremecida de deseo, lo mismo que él.
Señora Suker…
La besó en las mejillas, en las orejas, en el cuello…
Señora Suker…
La levantó en brazos, como si fuera una chiquilla, la condujo a su precario dormitorio.
Señora Suker…
¡Niño tonto!, le dijo ella. Llámame Irena…
© Emilio Di Tata Roitberg, 2018.
A continuación...
CAPÍTULO 46: LAS COSAS EN SU SITIO
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