Capítulo 44 - Un disparo en la noche

Un pueblo pequeño y aislado, en el extremo sur del Continente: no había teatro, ni periódicos, ni telégrafo... ¿Qué podía hacer la gente para entretenerse, sino pasarse los últimos chismes? Y no había chismes más jugosos,desde luego, que las historias de cuernos. ¡Esos nunca faltaban allí, en esa aldea dejada de la mano de Dios, en la que sobraban los hombres y escaseaban las mujeres de manera tan desesperante!
Era así. El que le adornaba la frente a su vecino pasaba a ser el héroe del momento. Era festejado en todos los círculos, se le invitaban copas y se le palmeaba la espalda. Y el engañado, bueno… Eso ni hace falta decirlo: se convertía en el objeto de escarnio, en el pelele del que todos se mofaban de forma más o menos evidente, hasta que aparecía otro caso más interesante.
El Cabo Rufino Contreras había pertenecido durante un buen tiempo a la primera categoría, cuando se metía en el rancho de Flora, la lavandera, después de mandar a su marido (un simple soldado de línea) a realizar tareas penosas y absurdas en el otro extremo del poblado. El Cabo Contreras no era cabo, en ese momento, sino sargento del Regimiento de Artilleros, y aprovechaba la ausencia del marido para ir a visitar a la Lavandera, a su rancho a orillas del Río Carbón. No de noche, como hacían otros patas negras, sino a la vista de todo el mundo. ¿Qué gracia tenía, si nadie se enteraba? Aunque algunas noches también las pasaba en su catre, cuando el marido de Flora, por alguna falta insignificante, era castigado con arresto en uno de los calabozos del cuartel.
Oiga, Sargento, si esa guagua es igualita a usted…
Y el por entonces Sargento Contreras sonreía, feliz de que le adjudicaran al bebé más chico de la Lavandera, a quien al gorreado del marido no le había quedado más remedio que reconocer.
¿Le parece, compadre?, preguntaba Contreras, haciéndose el distraído.
Todo aquel asunto le parecía un chiste; eso hasta que, unos meses atrás, todo se había echado a perder. Era pleno invierno, en ese entonces, y Punta Arenas estaba sepultada bajo dos palmos de nieve. El cielo estaba despejado y las estrellas brillaban, tan numerosas como en la primera noche de la Creación. El pueblo entero dormía, hasta que un cañonazo hizo añicos la quietud de la noche.
La pequeña población de frontera fue arrancada de su sueño. Las voces de alarma corrieron de casa en casa.
¡A las armas! ¡A las armas! ¡Nos invaden!
Las gallinas cacarearon asustadas, los caballos relincharon. La trompeta tocó la generala, llamando a las tropas. Los soldados saltaron de sus catres y tomaron sus fusiles. Del cuartel salieron, tirados por las mulas, los viejos cañones de bronce y los más nuevos, con alma de acero estriada. Todos marcharon en dirección a la playa. A unas doscientas brazas de la costa se adivinaba, bajo la luz de las estrellas, la silueta de un buque enemigo.
¡Vamos! ¡Apúrense!
Los cañones se embocaron hacia la misteriosa embarcación, sonaron las primeras detonaciones. Todos los oficiales se presentaron a sus puestos, y todos los suboficiales, y los soldados de menor escalafón. Todos menos el Sargento Contreras, que roncaba a la pata suelta en el catre de Flora, bajo los efectos de una borrachera más que mediana.
Despertado finalmente, por la insistencia de la Lavandera, corrió lo más rápido que pudo por la bajada hacia el puerto, justo antes de que se tocara nuevamente la trompeta, anunciando que se había tratado tan sólo de un simulacro, un ejercicio para poner a prueba la respuesta de las tropas. El Sargento Contreras se salvó por un pelo de ser declarado desertor, pero fue degradado, y como castigo fue condenado a pasar una semana engrillado en un gélido calabozo, luego de ser sometido a dos rondas de estacazos.
¡Dénle más!, gritaba el Capitán Serafín Benigno, que dirigió personalmente la baqueteada del ahora Cabo Contreras, llevada a cabo en la Plaza de Armas, para su pública humillación.
¡Basta! ¡Desgraciados! ¡No le peguen!, gritaba Flora, sin importar que la escuchara los colonos y los soldados, e incluso su propio esposo.
¡Dénle más!, repetía el Capitán Benigno, que no era nada tímido a la hora de impartir disciplina. ¡Más! ¡Dénle más!
Los moretones, chichones y magulladuras eventualmente sanaron, pero no las heridas de su alma. Un rencor creciente enturbiaba el espíritu del Cabo Contreras, un odio que se dirigía en primer lugar contra el Mayor García Lacroix, responsable de ese brutal castigo, y contra el Capitán Serafín Benigno, su brazo ejecutor. Para colmo de males, el ahora Cabo había perdido el derecho a dormir por las noches fuera del cuartel, por lo que debía dejar a su concubina (recientemente viuda), sola durante la mayor parte del día. Y de la noche.
Justo en un lugar como Punta Arenas, donde los buitres vuelan bajo, y se lanzan en picada a la menor ocasión.

***

El Cañonazo en mitad de la noche, que había marcado el comienzo de las desgracias del Cabo Contreras, había dado inicio, por otra parte, a la buena fortuna del señor Doménico Pietralaqua, más conocido como don Chicho, miembro activo de la Brigada Cívica.
El valor demostrado por el sastre napolitano durante el simulacro de invasión le ganó el respeto y la admiración de toda la Colonia; su arrojo sin parangón, al ser uno de los primeros en tomar las armas y ponerse en primera línea de combate, sirviendo de ejemplo a los demás.
Verdad es que el asunto se trató en gran medida de una enorme confusión.
¡A las armas! ¡Nos invaden!
También a Don Chicho el cañonazo lo había despertado, en mitad de su sueño, esa fatídica noche de invierno, haciéndolo saltar como un resorte de su cama.
¡Manacchia la marosca! -exclamó el sastre. A través de los vidrios empañados vio pasar a alguien, tal vez un soldado, agitando un farol de querosén.
¡Nos atacan! ¡Una flota enemiga se acerca!
Don Chicho tragó saliva, y en menos de un segundo comprendió lo que tenía que hacer: si el ataque era por mar, no quedaba más remedio que huir hacia el monte. Así que se vistió con la ropa más abrigada de la que disponía, se puso las botas, la pelliza y el gorro de piel de marta.
¡A las armas! ¡Nos atacan!
Sacó sus ahorros, escondidos en una media bajo una tabla del piso, y se guardó en el bolsillo el reloj y otros objetos de valor. También un trozo de tela blanca para agitar sobre su cabeza, en caso de toparse con una partida de soldados enemigos.
Afuera hacía un frío de mil demonios. Don Chicho sintió un nudo en la garganta cuando echó llave a la puerta de su querida sastrería, su única posesión en el mundo, ganada con tantos años de sudor. ¿Cómo tratarían las tropas invasoras a su humilde establecimiento? Nadie sabía aún si se trataba de un ataque del país vecino, o del de alguna potencia europea. A don Chicho no le importaba: con tal de que respetaran su vida y su título de propiedad, le daba igual qué bandera flameara en un poste.
¡Don Chicho, por fin lo encuentro!, gritó alguien, tomándolo del brazo. Se trataba de Herr Hoffmann, el tendero, un suizo que era compañero suyo en la Brigada Cívica. Don Chicho había olvidado por completo que él también pertenecía a esa milicia, recientemente creada por el Gobernador, para servir de auxilio a las tropas regulares.
¿Lo escuchó? ¡Nos invaden!, dijo Herr Hoffman, un hombretón del doble de su tamaño, que parecía aún más asustado que él. ¡Debemos presentarnos en el Arsenal!
No se soltaba de su brazo, ¿qué podía hacer don Chicho? ¿Quedar como un cobarde, justamente él, súbdito de la nación más gloriosa que poblaba la faz de la tierra, delante del ciudadano un paisucho insignificante, cuna de relojeros y pastores de cabras?
Don Chicho se dejó conducir por su enérgico vecino hasta el Arsenal, donde lo proveyeron de un fusil y varias rondas de municiones.
¡San Genaro, ayútami!, imploró el sastre, olvidando sus convicciones republicanas y anticlericales.
Las tropas seguían llegando. El tumulto arrastró a Herr Hoffmann y a don Chicho hacia la lonja de la playa, donde estaban emplazados los cañones, disparando contra el barco fondeado en la rada. A pesar del susto mortal que lo invadía, don Chicho no pudo dejar de notar que algo extraño sucedía. Desde el barco nadie respondía al fuego. No había avance de tropas enemigas por los flancos… ¿Qué clase de invasión era esa? Antes que nadie sospechó don Chicho que se trataba de un simulacro, y terminó de comprobarlo cuando vio que el artillero que estaba junto a él cargaba el cañón sólo con pólvora, sin introducir los proyectiles.
Al ver que no había ningún peligro, don Chicho sacó pecho y se puso en primera fila, gritando:
¡Avanti, bersaglieri!
Iba y venía entre los cañones, erguido como un centurión de las Legiones Imperiales.
¡Avanti, que la vittoria è nostra!
Fue así como lo encontró el Mayor García Lacroix, cuando pasó a revisar las tropas. El Gobernador felicitó al bravo sastre y lo puso de ejemplo, no sólo frente a sus camaradas de la Brigada, sino incluso frente a los soldados regulares.
Tras su heroico comportamiento Don Chicho fue ascendido a Dragoneante. Se lo nombró miembro activo de la comisión de defensa, y se le encargó la confección del nuevo uniforme de la Brigada Cívica, al que diseñó tomando como modelo el uniforme de los gloriosos Camisas Rojas de Garibaldi. ¡Otro golpe de suerte, que le permitió cobrar nada menos que ocho pesos por pieza, y sacarse dos rollos completos de tela carmesí que ya se le estaban apoliyando en el depósito!

***

Arnoldito mejoraba a ojos vistas. La leche recién ordeñada le había devuelto el brillo a los ojos y el color a las mejillas.
¡Muy bien, Arnoldito!, lo alentaba su hermana, que se la suministraba con una ubre de vaca remojada, a modo de biberón.
Debía hacerlo cuando su madre no estaba en casa. Flora era muy orgullosa y si la hubiera pescado dándole la leche al bebé, seguro se hubiera puesto a gritar:
¡Maldita muchacha! ¿Crees que no puedo alimentar a mi propio hijo?
Y la verdad es que no, no podía. Sus pechos estaban resecos. Por su venas corría aguardiente y no sangre.
Bien, Arnoldito… Bébela toda… se alegraba Lalita, y al mismo tiempo se angustiaba, al ver que la leche que había traído en la botella ya casi se terminaba. ¿Dónde iba a conseguir más? No siempre se la iban a regalar.
Los perros estaban echados alrededor brasero. Uno de ellos paró la oreja: alguien se acercaba.
¡Oh!
Apenas tuvo tiempo de esconder el biberón y la botella, antes de que los viera su mamá.
¡Eduarda Francisca! ¿Qué haces aquí, perdiendo el tiempo?
Flora llegaba con una nueva tanda de ropa, recién lavada en el río. El agua goteaba por las rendijas de la vieja carretilla.
¡No te quedes ahí! Dame una mano a tenderla.
Sí, mamá.
Flora ya estaba agotada de tanto fregar y empujar la carretilla, y aún le quedaba otra tanda más.
Deje que yo puedo hacerlo sola, dijo Lalita. Descanse un poco, por favor.
Por una vez, Flora le obedeció. Tomó asiento en la única silla, estiró las piernas. Todo el cuerpo le dolía. Las manos, los brazos, la espalda. Estaba exhausta, pasada de frío. ¿Todo para qué? Arnoldito la miraba desde el revoltijo de mantas, esbozando una especie de sonrisa. Parecía un poco mejor, el condenado. Días atrás, Flora hubiera jurado que ya lo perdía. Hubiera sido lo mejor, claro, lo mejor para él. ¿Qué clase de vida le esperaba?
El viento se colaba por las rendijas, haciendo remolinear el humo de las brasas. La puerta se abrió nuevamente. La Eduarda Francisca entró, secándose las manos en la falda. Se quedó parada frente a ella, indecisa. Se ve que juntaba coraje para hablar.
Mamá, hay una cosa que quería decirle…

***

¿Quién fue? Dímelo ya mismo o…
El Cabo Contreras desenvainó su corvo y se lo puso en la garganta.
¿Qué hace, compadre? ¡Oiga, no se ponga así!
Es lo que se dice, Cabo, intervino otro soldado, tratando de prevenir una tragedia. Tranquilícese, por favor…
El Cabo Contreras no lo podía creer: después de haber sido tanto tiempo el burlador, ahora le tocaba a él ser el objeto de burlas.
¿Quién lo dice? ¿Adónde lo escucharon?
No lo sé. Dicen que alguien va a su rancho a visitarla, cuando usté está de servicio…
Ahora mismo voy para allá, dijo el Cabo Contreras, dispuesto a arrancarle una confesión a esa maldita zorra, delante de sus hijos, si era preciso.
No haga ninguna locura, compadre. Mire que usté ya ha tenido hartos problemas…
Eso era verdad. No convenía que fuera a verla, en un momento como este, en el que podía cometer cualquier insensatez. ¡Todo por culpa del Mayor García Lacroix! Era él el que insistía en aplicar a rajatabla las leyes, haciendo fusilar de manera expeditiva a los hombres que se vengaban una infidelidad, como si se tratara de criminales comunes. Una completa injusticia. En su provincia natal, allá en el Norte, ningún juez se hubiera atrevido a castigar a un marido que tratara de lavar una mancha en su honor.
Iré a verla, de todos modos…
Esperesé, compadre. Calmesé, por favor.

***

Había sido una semana ajetreada para don Chicho. El baile en casa del doctor O’Reilly había disparado los encargos en su sastrería. Era el evento del año, tal vez el más importante, después de las fiestas patrias, y todos querían lucir sus mejores galas.
¡Guarde! ¡Guarde qué terminación, Signore Mendieta!, decía el sastre, que había ido a la ferretería naval del Vasco, a entregarle personalmente el traje.
¿Y? ¿Cosa mi diche? Inclinaba la cabeza y sonreía don Chicho, mientras el Sr. Mendieta fruncía la cara, no del todo conforme.
Lo siento un poco ajustado aquí en las mangas…
¿Un pò giusto, lei diche?
Sí, dijo el Vasco. ¿Por qué no lo suelta un poco más?
¡Porco cane!, masticaba su bronca Don Chicho, mientras volvía a su tienda, paso a paso por la calle principal. ¡Testa di catzo! ¡Figlio de la gran miniotta!
Peor para su ayudante, que era el destinatario de la bronca que él no podía descargar sobre sus clientes.
Don Chicho no entró a la sastrería por la puerta del frente, sino que dio la vuelta y subió muy despacio por los escalones de atrás.
Taca taca taca taca..., se escuchaba desde afuera el traqueteo de la Singer, un aparato diabólico, que ningún sastre que se precie de tal podía rebajarse a usar, pero que un bueno para nada como Calixto podía utilizar sin afectar su dignidad profesional. Taca taca taca taca…
Don Chicho entró y cerró la puerta con la mayor delicadeza; caminó casi en puntas de pie, aprovechando el sonido de la máquina para tapar el ruido de sus pisadas; descolgó del gancho el rebenque que tenía pura y exclusivamente para curtirle el lomo a su ayudante... Estaba seguro de que iba a pescarlo en falta. Casi lo deseaba.
Taca... taca... taca… la rueda de la máquina comenzó a girar cada vez más despacio, hasta que el fin se detuvo. Taca, tac….
Don Chicho se quedó a medio camino, con un pie en el aire. Pasaron unos segundos, comenzó a escucharse un ronquido… Era Calixto, que se había dormido en mitad de su trabajo.
Disgraziato…
Para Don Chicho no era una excusa que Calixto se hubiera quedado despierto hasta cualquier hora, cosiendo a la luz de un farol, ni que se hubiese levantado a las seis de la mañana, para empezar con sus tareas. ¡Estaba durmiendo! ¡Roncaba como un cerdo, cuando debía estar trabajando!
¡Cretino! ¡Stronso!, arremetió contra él Don Chicho, tirando rebencazos a mansalva.
¡Ay!, dejó escapar un grito Calixto -no tanto por los golpes, que también le dolían, sino porque, a causa del susto, había pisado el pedal, atravesándose la yema del dedo con la aguja.
¡Ay!, gritó don Chicho a su vez, al ver la mancha de sangre que se extendía sobre el traje que debía entregar esa misma tarde.

***

¿Qué diablos te sucede?, dijo Flora, viendo la expresión culpable de la Eduardita. ¿No estarás preñada?
¿Qué? ¡No, mamá! ¿Cómo se le… ?
¡Maldita ramera, te echaré ahora mismo a la calle!
¡No, mamá! No es eso…
Flora rabiaba de indignación. Trató de cuidarla todo lo que pudo, de protegerla de los leñadores, de los soldados, incluso de ese cerdo del Cabo Contreras, que la miraba con ojos rapaces, cuando pensaba que ella no lo estaba viendo.
No aceptaré otro bastardo en esta casa. ¡Te irás ya mismo de aquí!
Arnoldito se largó a llorar. Los perros se asustaron.
Pero no, mamá, no es eso… Es para decirle que tengo un mensaje para usted, de la señora Irena…
¿Qué dices?
La tabernera, la dueña del salón Adriático... Me encargó que vaya a verla, que quiere hablar con usted…
Ah… ¿era eso?
Sí.
Ahí había gato encerrado, pensó Flora. ¿Para eso tanto misterio?
¿Qué diablos querrá esa vieja? No será para reclamar por esa camisa que perdió dos botones…
No… No lo creo. Sólo me dijo que la fuera a ver...
Malditos gringos, se piensan que somos todos sus sirvientes… Si quiere verme, que venga ella aquí.
No puede, dijo Lalita. No puede dejar sola la taberna.
Aunque, pensándolo bien, la Gringa siempre le servía una copita de guachacay cuando llegaba a su boliche, y a veces dos.
Está bien. Si tanto insiste…

***

Un pescador llegó al cuartel con la noticia: había aparecido un cadáver, cerca del muelle, frente al galpón de la Compañía Carbonífera.
Tenía pinta de haber pasado la noche entera en el agua, y de haber sido devuelto a la costa con el cambio de la marea.
El ejército cumplía funciones de policía, por aquellos tiempos, y el Sargento Aranda fue enviado a investigar.
Cabo Contreras, venga conmigo.
Sí, mi Sargento.
El cabo Contreras era un gran fisonomista, y podía reconocer de un vistazo a casi cualquiera de los mil habitantes de la Colonia. Además era su amigo, de los tiempos en que eran sargentos los dos.
Llegaron al lugar, encontraron el cadáver, custodiado por un soldado.
Sé quién es, dijo el Cabo. No recuerdo su nombre, pero lo vi más de una vez. Es un peón de la estancia Logroño.
¿Ah, sí?
Era la estancia insignia del Vasco Mendieta. Decidieron ir a verlo ahí nomás. Cargaron al finado en una de las carretas que bajaban del monte, repleta de troncos recién cortados, y enfilaron para la ferretería. No era un viaje demasiado largo.
El Sr. Mendieta acaba de salir, les dijo Da Silva, el encargado del establecimiento, que salió a la puerta a ver el regalito que le habían traído.
Sí, es él, dijo Da Silva, es el Rudecindo. Vino al poblado ayer a la mañana y ya no regresó.
Da Silva escupió a un costado, murmurando entre dientes:
Maldito escocés…
¿Mac Grelag?, preguntó el Sargento Aranda.
Él o alguno de sus rufianes, dijo Da Silva. Tuvieron una discusión, hace unos días, cuando pasaron por la estancia…
Da Silva se calló. Se dio cuenta de que había hablado de más.
Quiero decir… No lo sé, tal vez me equivoque…
El Sargento Aranda suspiró.
¿Tenía familia por aquí?
No. Era del Norte.
¿Sabe en qué boliche paraba?
¡En todos! A veces en El Adriático, a veces en El Diluvio…
La carreta que los había traído ya había seguido su camino. El Sargento Aranda le ordenó a dos soldados que pasaban que llevaran el cadáver al cuartel. Los soldados se alejaron calle abajo, llevando el cuerpo aún mojado, agarrándolo uno de las manos y otro de los pies. La cabeza del Rudecindo caía por su peso, mostrando el tajo que le cruzaba de lado a lado la garganta.
¿Damos una vuelta por los boliches?, preguntó el Cabo Contreras.
¿Para qué? Si fue alguno de los raqueros de Mac Grelag, nadie querrá testificar. Sería el próximo en ser degollado.
Es verdad, dijo el Cabo.
El tipo era de Norte, no tenía familia aquí. ¿Para qué molestarse?

***

Don Chicho no tenía tiempo de ocuparse de esos menesteres, tenía demasiado trabajo. Remojó en agua fría la mancha de sangre y sacó la parte más gruesa, pero aun quedaba la aureola rojiza, en un sector más que visible del pantalón.
¡Porca miseria!
No podía contar con el inútil de Calixto, que había salido corriendo para el hospital. ¡Al hospital,  por un dedo lastimado! Don Chicho hizo un paquete con la prenda manchada y salió a la calle.
Había empezado a llover otra vez. Caminó las cuatro o cinco cuadras en dirección al río y luego subió por la calle transversal. La tierra suelta se desmoronaba bajo sus botines.
Manacchia… Porca miseria…

***

Los perros ladraron, sin demasiada convicción. Lalita se asomó a mirar, con el bebé dormido en sus brazos.
¡Buonasera, signorina!
Había empezado a llover con más fuerza. El visitante parecía un buen hombre, Lalita lo hizo pasar.
¿E la sua mamma? ¿Non si encontra, n’cuesto momento?
Perdón, no lo entiendo, dijo Lalita.
El Sastre sacó algo de abajo de su abrigo, el paquete donde tenía el pantalón.
¡Ah!, ¿necesita que lo lave? Mi madre salió, pero regresará más rato.
Sí, pero tú estái aquí, dijo el Sastre, que estiró la mano y le acarició la mejilla.
Eh… trató de sonreír a su vez la Eduardita Francisca.
Tu sei molto carina. Molto linda, dijo don Chicho, olvidando de pronto el motivo que lo había llevado a casa de la lavandera… ¿Cómo è il tuo nombre, ragazzina?
¿Mi nombre? E-Eduarda… Eduarda Francisca, pero me dicen Lalita.
¡Ah, Lalita! ¿E non quieres venire a vermi dopo, a la sastrería?
Perdón, no lo comprendo, dijo la niña.


***

El Cabo Contreras subía por el repecho que bordeaba el río Carbón, con mil cosas dándole vueltas a la cabeza. O con una sola. Quería averiguar la verdad, sacarse esa duda que lo devoraba. Y, de ser necesario…
Había conseguido a regañadientes el permiso del Sargento Aranda, al prometerle no hacer nada que pudiera comprometerlo. El Cabo se acercó muy despacio al rancho de Flora, por detrás de los arbustos de calafate, justo para ver que la puerta se abría. Se quedó con la boca abierta al ver salir, atusándose el bigote, ni más ni menos que fanfarrón del sastre. ¡No podía ser! ¿Ese viejo imbécil, ese gringo farsante era el que lo estaba corneando?

 
© Emilio Di Tata Roitberg, 2018.

 

A continuación...

CAPÍTULO 45: LOS ARTISTAS

 

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