Los hombres de Mac Grelag dejaron el boliche en un estado lamentable: aureolas de vino sobre las mesas, huesos de pollo tirados por los rincones, el piso lleno de escupitajos. Irena tuvo que ocuparse de la limpieza, a la vez que atendía a los clientes que seguían llegando. Eran los parroquianos del turno de la tarde: soldados de la más baja graduación, y algunos de los presidiarios con buena conducta, que tenían permiso para pasar la noche en su rancho. Ninguno preguntaba por Bernardo. Nadie se sorprendía de no verlo ahí, sirviendo las mesas como todas las noches. Todo el pueblo lo había visto, esa mañana, junto al Mayor García Lacroix, el gobernador militar de la Colonia, paseando por la calle principal.
No Irena, desde luego, que no tenía tiempo ni de asomarse a la puerta, aunque igual se iba enterando de cada uno de sus movimientos. Cada cliente que llegaba le contaba la secuencia de los hechos.
¡Salieron juntos del cuartel, él y el Mayor! ¡Iban tomados del brazo, como grandes amigos!
Yo también lo vi, dijo otro. Hablaban en gringo, pues.
¿En gringo?
Sí, pero no el gringo que hablan su mamá y usté, doña Irena: en otro gringo. Decían Güi mesié, güi mesié…
La noche había caído, o más bien el crepúsculo que, en el Extremo Sur del continente, duraba en esa época del año casi hasta las once la noche. De a ratos llovía.
Entraron a la sastrería de don Chicho, contó uno de los reclusos, que acababa de llegar.
Y el indio de la galera los iba siguiendo, unos pasos más atrás, dijo otro.
Irena no sabía qué pensar. Las noticias le llegaban una tras otra, como cables telegráficos. Fue a buscar otra damajuana de guachacay a la despensa, echó más leña al fuego, al volver le dio un toque con la punta del botín a Juancito, que se había quedado dormido en un rincón, abrazado a su acordeón.
¡Eh, tú, borrachín! Toca algo o lárgate de aquí.
¿Y qué habrá ido a hacer el muchacho a lo de don Chicho?, preguntó uno de los bebedores desde una mesa más alejada.
¿Qué va a ir a hacer? Don Chicho le tomó las medidas para un traje. Entonces llegó el Señor Mendieta.
Irena trataba de fingir indiferencia, mientras servía los vasos o descorchaba una nueva botella de cerveza. Aún así, todos podían ver la angustia reflejada en su rostro pálido y demacrado.
¿El vasco Mendieta? ¿Estás seguro?
Le ofreció una pega en su ferretería, con setenta pesos semanales.
¿Setenta pesos? ¡No puede ser!
Ni al lamebotas de Da Souza debe pagarle tanto.
¡Te digo que sí! El ayudante de don Chicho lo contó, cuando fue al Diluvio a echarse un trago.
Parece que su niño ya se consiguió una nueva posición, señora Suker, dijo uno de los soldados.
¡Con la cara de inocente que tiene!, dijo otro. ¡Vaya si progresa rápido!
Se produjo entonces un estruendo inesperado: a la tabernera se le había caído bandeja, repleta de cubiertos y de vasos, algunos de los cuales terminaron hechos trizas en el piso.
¡Seóra Suker!, se alarmó, uno de los parroquianos.
¿Qué diablos miran? No fue nada, tan sólo un accidente.
Se hizo un silencio cargado de significado.
¡Si quiere irse con ese viejo ladrón, a mí me importa un rábano! declaró Irena. ¡No quiero verle el pelo nunca más!
Los gritos terminaron de despertar a Juancito, que la emprendió con una vieja canción marinera, tristona y lastimera, acorde a las circunstancias. Sus dedos hinchados y en apariencia toscos se movían con soltura sobre las teclas. Su rostro estaba cubierto de tizne y de sangre reseca ya que, aprovechando su sueño, uno de los raqueros le había pintado la cara con un corcho quemado, y otro le afeitó una ceja al ras.
¡Toca algo más alegre, viejujo! ¡Esto parece un funeral!
La puerta se abrió y en el piso se escuchó el toc toc del bastón de Jeremy al golpear contra el entablado. Venía tan serio como siempre, con su levita salpicada de lluvia y el sombrero bombín encasquetado hasta las cejas. Su aspecto era grotesto, podía decirse y, sin embargo nadie se atrevió a burlarse de él.
¡A buena hora te apareces, maldito holgazán!, le dijo Irena.
Jeremy no le respondió. Se hizo a un lado, simplemente, y le dejó el paso libre a Bernardo, que entró cabizbajo, con cara de perro que voltéo la olla. Las conversaciones se detuvieron. El taco de billar pifió su golpe a la bola blanca, que hizo una extraña trayectoria.
¿Y tú? ¿Qué diablos haces aquí?, le casi le escupió en la cara Irena.
Bernardo avanzó hacia ella, cohibido por las miradas.
¡Por qué no te vuelves con tus amigos, los ricachones!, apretó los puños la tabernera, como si fuera a emprenderla a puñetazos contra él. La vena de su frente se había hinchado, sus ojos claros refulgían de furor.
¡Vete! ¡No te necesito!, le gritó Irena, y cayó de rodillas, tapándose la cara, presa de un ataque de llanto.
¡Oh!, exclamaron a una los clientes del Salón Adriático, acostumbrados a escucharla gritar o maldecir, aunque jamás la había visto llorar. Bernardo se inclinó hacía ella, olvidando que todos lo miraban.
No llore, señora Suker. Por favor, no llore… No me iré a ninguna parte…
Irena levantó la mirada hacia él.
No llore, por favor, dijo el muchacho. Me quedaré aquí, con usted.
No Irena, desde luego, que no tenía tiempo ni de asomarse a la puerta, aunque igual se iba enterando de cada uno de sus movimientos. Cada cliente que llegaba le contaba la secuencia de los hechos.
¡Salieron juntos del cuartel, él y el Mayor! ¡Iban tomados del brazo, como grandes amigos!
Yo también lo vi, dijo otro. Hablaban en gringo, pues.
¿En gringo?
Sí, pero no el gringo que hablan su mamá y usté, doña Irena: en otro gringo. Decían Güi mesié, güi mesié…
La noche había caído, o más bien el crepúsculo que, en el Extremo Sur del continente, duraba en esa época del año casi hasta las once la noche. De a ratos llovía.
Entraron a la sastrería de don Chicho, contó uno de los reclusos, que acababa de llegar.
Y el indio de la galera los iba siguiendo, unos pasos más atrás, dijo otro.
Irena no sabía qué pensar. Las noticias le llegaban una tras otra, como cables telegráficos. Fue a buscar otra damajuana de guachacay a la despensa, echó más leña al fuego, al volver le dio un toque con la punta del botín a Juancito, que se había quedado dormido en un rincón, abrazado a su acordeón.
¡Eh, tú, borrachín! Toca algo o lárgate de aquí.
¿Y qué habrá ido a hacer el muchacho a lo de don Chicho?, preguntó uno de los bebedores desde una mesa más alejada.
¿Qué va a ir a hacer? Don Chicho le tomó las medidas para un traje. Entonces llegó el Señor Mendieta.
Irena trataba de fingir indiferencia, mientras servía los vasos o descorchaba una nueva botella de cerveza. Aún así, todos podían ver la angustia reflejada en su rostro pálido y demacrado.
¿El vasco Mendieta? ¿Estás seguro?
Le ofreció una pega en su ferretería, con setenta pesos semanales.
¿Setenta pesos? ¡No puede ser!
Ni al lamebotas de Da Souza debe pagarle tanto.
¡Te digo que sí! El ayudante de don Chicho lo contó, cuando fue al Diluvio a echarse un trago.
Parece que su niño ya se consiguió una nueva posición, señora Suker, dijo uno de los soldados.
¡Con la cara de inocente que tiene!, dijo otro. ¡Vaya si progresa rápido!
Se produjo entonces un estruendo inesperado: a la tabernera se le había caído bandeja, repleta de cubiertos y de vasos, algunos de los cuales terminaron hechos trizas en el piso.
¡Seóra Suker!, se alarmó, uno de los parroquianos.
¿Qué diablos miran? No fue nada, tan sólo un accidente.
Se hizo un silencio cargado de significado.
¡Si quiere irse con ese viejo ladrón, a mí me importa un rábano! declaró Irena. ¡No quiero verle el pelo nunca más!
Los gritos terminaron de despertar a Juancito, que la emprendió con una vieja canción marinera, tristona y lastimera, acorde a las circunstancias. Sus dedos hinchados y en apariencia toscos se movían con soltura sobre las teclas. Su rostro estaba cubierto de tizne y de sangre reseca ya que, aprovechando su sueño, uno de los raqueros le había pintado la cara con un corcho quemado, y otro le afeitó una ceja al ras.
¡Toca algo más alegre, viejujo! ¡Esto parece un funeral!
La puerta se abrió y en el piso se escuchó el toc toc del bastón de Jeremy al golpear contra el entablado. Venía tan serio como siempre, con su levita salpicada de lluvia y el sombrero bombín encasquetado hasta las cejas. Su aspecto era grotesto, podía decirse y, sin embargo nadie se atrevió a burlarse de él.
¡A buena hora te apareces, maldito holgazán!, le dijo Irena.
Jeremy no le respondió. Se hizo a un lado, simplemente, y le dejó el paso libre a Bernardo, que entró cabizbajo, con cara de perro que voltéo la olla. Las conversaciones se detuvieron. El taco de billar pifió su golpe a la bola blanca, que hizo una extraña trayectoria.
¿Y tú? ¿Qué diablos haces aquí?, le casi le escupió en la cara Irena.
Bernardo avanzó hacia ella, cohibido por las miradas.
¡Por qué no te vuelves con tus amigos, los ricachones!, apretó los puños la tabernera, como si fuera a emprenderla a puñetazos contra él. La vena de su frente se había hinchado, sus ojos claros refulgían de furor.
¡Vete! ¡No te necesito!, le gritó Irena, y cayó de rodillas, tapándose la cara, presa de un ataque de llanto.
¡Oh!, exclamaron a una los clientes del Salón Adriático, acostumbrados a escucharla gritar o maldecir, aunque jamás la había visto llorar. Bernardo se inclinó hacía ella, olvidando que todos lo miraban.
No llore, señora Suker. Por favor, no llore… No me iré a ninguna parte…
Irena levantó la mirada hacia él.
No llore, por favor, dijo el muchacho. Me quedaré aquí, con usted.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2018.
A continuación...
CAPÍTULO 44: UN DISPARO EN LA NOCHE
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