Los soldados entraron a la despensa sin pedir permiso siquiera.
¡Arriba, flacucho! ¡Tú te vienes con nosotros!
Un par de forajidos a los que daba miedo verlos.
¿Por-por qué…?, preguntó Bernardo, incorporándose a medias sobre el jergón.
¡Muévete, vamos!
Se quedaron ahí, sin darle un mínimo de privacidad.
¡Oye, si es un pollo pelaaaáo!, se burló uno de los soldados, cuando vio aparecer el cuerpo pálido y delgado del joven por debajo de las mantas. Bernardo se embutió lo más rápido que pudo dentro de su mono de lana, buscó su pantalón, que había quedado sobre el barril de vino, y descolgó su abrigo, al que dejaba colgando de un clavo, en la estantería donde estaban los frascos con chucrut o berenjenas en escabeche, las latas de conserva, los salamines y demás embutidos.
¡Apúrate, que no tenemos tóo el día!, dijo el soldado que estaba más cerca, que tenía la nariz grotescamente aplastada y corrida para un costado.
¿Qué diablos pasa aquí?, dijo Irena, apareciendo desde atrás. ¿Por qué se llevan al muchacho?
Tranquila, señora. Le devolveremos a su niño cuando terminemos con él.
No te pases de listo, imbécil. Y tú, trae eso para aquí, le dijo al soldado que estaba más atrás, que aprovechando la poca iluminación del recinto se estaba metiendo bajo la casaca un salchichón entero.
Maldito ratero, presentaré una denuncia. ¿Con qué derecho se creen que pueden entrar aquí?
Hable con el Mayor García Lacroix, pos Ñora, dijo el soldado de la nariz aplastada. Es él el que da las órdenes.
Bernardo tembló al sentir el nombre del Gobernador Militar, el amo y señor de Punta Arenas. Recordó las historias contadas por clientes del Salón Adriático y por el cura, acerca de los brutales castigos a los que sometía a quienes caían en sus manos. Terminó de calzarse las botas y caminó hacia la salida, seguido de cerca por los uniformados.
¡Camina, vamos!
Era una mañana fría. El viento azotaba del lado del mar.
¡En marcha!
Bernardo no necesitó preguntar a dónde lo llevaban. A unas 300 varas de allí, por sobre los techos de las casas, se veía la torre del Fuerte del Regimiento de Artilleros.
¡Muévete!, decían cada tanto los soldados, que no lo maltrataron, sin embargo. Sólo le daban de cuando en cuando un empujoncito, para animarlo a avanzar. Las cabezas se asomaban detrás de los vidrios empañados. La gente que pasaba se detenía a mirar.
Bernardo sintió que las piernas no lo sostenían. En cierto momento se dio vuelta y lo vio a Jeremy, el indio que hacía las veces de portero del Salón Adriático, siguiéndolos a una distancia prudencial. Tuvo deseos de gritarle: ¡Jeremy, ayúdame!, pero no había mucho que su amigo pudiera hacer.
* * *
Irena quedó sola para todas las tareas pesadas: acarrear agua del pozo, buscar leña del cobertizo, llevarle el maíz a las gallinas y el forraje a la escuálida cabra. Comenzaban a caer los primeros parroquianos: jornaleros, estibadores, mozos de cordel...
¿Y el muchacho? ¿Ónde se ha metió, pues?, preguntaban a medida que iban llegando, a beberse la primera copa del día.
¿Qué más podían hacer? Los ricos tenían en su casa botellas de los más finos licores, y podían echarse al coleto una copita cada vez que se les diera la gana, lejos de las miradas indiscretas; pero los pobres tenían que ir a beber a la taberna, a la vista de todo el mundo.
¿No lo vieron?, dijo uno de ellos. Se lo llevaban dos soldados, hace un rato nomás, por la Calle Principal.
¿Al Gringuito? ¿Por qué?
Por náa bueno, digo yo.
Miraban de reojo a la Tabernera, que no decía esta boca es mía, y seguía con sus tareas como si no pasara nada. Irena había encendido hacía la lámpara que colgaba sobre el mostrador, porque a pesar de ser pleno día era poca la luz que entraba por las ventanas.
¿Se habrá quedáo con algo que no era de él, dijo yo?
¡No será el primero!
Hato de patanes, dijo la Tabernera. Harían mejor en ocuparse de sus propios asuntos...
Lleva Usté razón, Señora Suker, dijeron los parroquianos, y sonrieron sin agregar una palabra más.
¡Irena!, gritó desde su pieza la madre de la Tabernera, reclamando su primera dosis de licor del día. ¡Irenaaaaaa!
El chillido atravesaba las paredes, pero Irena no podía ir a atenderla, no mientras estuviese ahí esa gentuza: en cuanto los dejara un minuto solos, se alzaban con lo que pudieran.
¿Dónde se habría metido Jeremy? Irena se asomó a la puerta de entrada y miró a un lado y a otro. Condenado indio. No se lo veía por ninguna parte.
* * *
Llegaron a la Plaza de Armas, nombre algo rimbombante para ese cuadrado de tierra sin un solo árbol, al que la lluvia había convertido en una laguna. Un poco más allá estaban los principales comercios, la ferretería naval del vasco Mendieta, el almacén del ruso Braunstein... Un jinete marchaba al trote, haciendo sonar los cascos sobre el empedrado; un gallo cantaba a destiempo. De una calle transversal apareció un grupo de unos veinte presidiarios, cargando palas y picotas, seguidos sin mucho entusiasmo por media docena de soldados. Unos y otros parecían igual de cansados, igual de abatidos, aunque la jornada recién comenzaba. Del lote se desprendió un sujeto desastrado, que no era ni soldado ni recluso, sino el Cebolla, el loco del pueblo.
Apa, apa, apa…, dijo el loco, acercándose a Bernardo.
Cambió de dirección y comenzó a caminar junto a ellos.
¿Por qué llevan preso a este cabro?, les preguntó a los soldados. ¿Qué es lo que ha hecho?
No hubo respuesta. El loco miraba de arriba a abajo a Bernardo, como si tratara de encontrar en su aspecto el motivo de su detención. De pronto comenzó a gritar.
¡Traidor! ¡Traidor a la Patria!
Se puso a dar saltos y volteretas. Agitaba los brazos, llamando la atención de los transeúntes.
¡Traidor a la Patria! ¡Debe morir! ¡Al pelotón de fusilamiento!
La ocurrencia les resultó graciosa a los soldados, que hablaban entre sí en un español demasiado rápido, que Bernardo no llegaba a entender. El Cebolla se adelantó un trecho, dio media vuelta y a voz de cuello gritó:
¡Pelotón! ¡Presenten armas!
Él mismo se puso en posición.
¡Aaaaaaa-punten!
Él mismo apuntó, sosteniendo un fusil imaginario.
Estaban en la esquina más transitada de la Colonia. Todos se detenían a mirar.
¡Por favor, no lo maten!
Ahora el loco se arrojaba al piso y con voz de falsete suplicaba:
¡Es mi hijo! ¡Es mi único hijo! ¡Tengan piedad de esta pobre madre viuda!
¡Cállate, loco de mier...!, dijo el Soldado de la Nariz Aplastada, y le dio un empujón.
Apa, apa, apa… se puso de pie nuevamente el loco Cebolla.
Se acercaban al Fuerte del Regimiento de Artilleros, una construcción de apariencia estrambótica. Un cuadrado de tablas traslapadas, rematada por un mirador similar a un palomar. El piso superior estaba rodeado por una almena dentada, también de madera, como si alguien hubiera querido imitar el aspecto de un castillo medieval. El Soldado de la Nariz Aplastada le dio a Bernardo un toque en el hombro y le dijo: Es por ahí.
***
Los parroquianos tempraneros se fueron y otros más llegaron, igual de sedientos. Corría el guachacay, la ginebra, el ron de las Antillas y el vino carlón. Algunos añadían a la copa un trozo de galleta marinera o un huevo duro debidamente salado. La mayoría no. A la vez que los clientes Irena debía atender a los proveedores: a la vendedora de pescados, que llegó con unos congrios que pedían a gritos que alguien los adoptara; al calabrés que traía las verduras en su carro de mano, y a un campesino que caía dos veces por semana con carne de cerdo o de ternera. La Tabernera examinaba los cortes con ojo de experta, frunciendo la boca en un gesto de desagrado.
Es fresca, doña Irena. Esta misma mañana estaba retozando libremente por el campo…
Veinte céntimos. Es todo lo que te daré.
¡Deme por lo menos treinta! Mire lo que es este costillar…
Malditos nativos, ya estoy harta de que me tomen por idiota.
Pero doña Irena… Es carne de primera calidad…
Llévate esta podredumbre de aquí. Apestas mi salón.
Está bien, madrecita…, claudicó con voz llorosa el campesino, que de todos modos hacía negocio, tenida cuenta que había carneado el animal de un vecino, en lugar del suyo.
Dios la bendiga, doña Irena. Hasta la próxima semana…
Lárgate, antes de que me arrepienta.
Al quedar sola Irena lo olió. Era un trozo de carne excelente. Con un par de cebollas, más la infaltable ración de papas y harina, ya tenía para uno de esos potingues indefinidos que los muertos de hambre de sus clientes trasegaban sin chistar. Irena no tenía mucho mano como cocinera, aunque de todos modos no importaba. Nadie venía al Salón Adriático a comer.
¡Irenaaaaaa…!
Irena puso el caldero con agua sobre la salamandra y echó un par de astillas en la hornalla. Recién entonces pudo ir a atenderla.
¿Dónde estabas? ¿Por qué tardaste tanto?
Aquí estoy, mamá.
Irena le dejó el plato de gachas de maíz que le preparaba todas las mañanas.
¿Qué es esto? ¿Tratas de envenenarme?
Si no te gusta, no lo comas.
También le sirvió un vaso con guachacay, el aguardiente local, al que su madre se había aficionado.
¿Dónde está Branko? ¿Por qué no trajo la comida él?
Porque está muerto, mamá. Lo sabes muy bien.
¿Muerto? ¡No lo habrás matado tú!
No digas tonterías.
Irena retiró el balde donde su madre hacía la necesidades y salió a tirarlo al excusado. Las gallinas la seguían, a uno y otro lado, y cacareaban como diciendo: ¿Qué llevas ahí? ¡No lo tires! ¡Dámelo a mí!
Enjuagó el balde en el barril que recogía el agua de lluvia. Entró otra vez por la puerta de atrás.
¿Por qué te llevaste la botella? ¡Maldita! ¡Dame más!
Aquí tienes, y así revientes, dijo Irena.
Cuando estaba por salir, la vieja la tomó del brazo y acercó la nariz a su vestido. Nif, nif, aspiró.
Tienes olor a hombre, le dijo.
¿Qué diablos estás diciendo?
Sonó la campanilla de la puerta de entrada.
¡Descarada! ¡Mujerzuela!
Debo irme, mamá.
¡Siempre fuiste una ramera, desde pequeña!, le gritó su madre en serbocroata, el único idioma que conocía. ¡Maldita golfa! ¡Vuelve aquí!
Era una suerte que los clientes no la pudieran entender.
***
Entraron por el portón, la única abertura en el cerco de estacas que rodeaba el Fuerte. Cruzaron el patio principal. Entre las piezas de artillería de distinto calibre retozaban varias gallinas, un par de cerdos y dos vacas. Un soldado revisaba las herraduras de una yegüita baya. Otros dos, parados frente al portal, se calentaban las manos en el fuego que habían armado en un tacho oxidado.
¿Y este? ¿De dónde lo sacaron?
¿No lo ves? Es el gringuito del Adriático, el nuevo galán de Irena.
¡La que le espera!
Cruzaron el umbral. Con la vista acostumbrada a la luz del día, el interior le pareció a Bernardo doblemente siniestro.
Por aquí, lo tomó del brazo uno de los soldados.
PUN-PUN-PUN…
El triple par de pisadas hacía chirriar los escalones de madera, Bernardo sentía el corazón como un adoquín. No hice nada malo, se repetía. No pueden hacerme nada.
PUN-PUN-PUN…
Pero sí, sí podían. Estaba en un país extraño, en un lugar casi afuera del mapa. ¿Quién iba a reclamar por él?
Las pisadas sonaron un poco diferentes, una vez llegados al piso superior.
PAN-PAN-PAN…
Se escuchaban voces detrás de una puerta. El Soldado de la Nariz sin Aplastar dio unos golpecitos discretos.
¡Adelante!, gritó alguien desde dentro.
Entraron. Tres oficiales charlaban, junto a la ventana.
Aquí está el prisionero, su Excelencia.
Uno de los oficiales, que no ostentaba ningún oropel en especial, dijo:
¿Prisionero? ¡Qué tontería! ¿Quién les dijo que se trataba de un prisionero?
Era un hombre de unos cuarenta años, de rostro agradable, con un delgado bigote negro y barba en perilla.
Bernardo miró de soslayo al Soldado de la Nariz Aplastada, interrogándolo en silencio. El Soldado asintió. Era él.
Bernardo no sabía si cuadrarse o ensayar una reverencia. No tuvo tiempo de hacer ni una cosa ni la otra, porque el Gobernador se acercó y lo saludó a la inglesa, tendiéndole la mano.
Mayor Francisco García Lacroix, a sus órdenes.
Be-Be… murmuró Bernardo, pero las palabras no le salieron.
Pueden retirarse, dijo el Gobernador. Los soldados chocaron los tacos y dieron media vuelta. Tras unas palabras de despedida, los otros dos oficiales abandonaron recinto también.
Tome asiento, por favor.
***
Irena envolvió el costillar en un papel encerado y lo metió en el lugar de la despensa donde guardaba la carne, una especie de jaula que colgaba de una viga, lejos del alcance de las ratas. Era el recinto más frío de la taberna, el mismo donde dormía Bernardo. Allí estaba su jergón de paja, con las mantas revueltas. Era el lecho que Irena le había colocado el día que apareció en el Salón Adriático, tan débil que apenas si podía tenerse en pie.
Irena se bajó del taburete y, tras limpiarse las manos en un trapo húmedo, se puso a hacer la cama: estiró la sábana, las dos mantas tejidas y el chilango de piel de guanaco que abrigaba mejor que cualquier frazada. ¿Valía la pena que lo hiciera? ¿Es que acaso iba a volver?
Se sentó sobre la cama y miró el lecho recién estirado, sin una sola arruga. Pasó despacio la mano sobre la almohada, por donde había estado hasta hacía un rato apoyada su cabecita. Irena era una mujer fuerte, pero tenía sus momentos de flaqueza también. Se recostó sobre el jergón, buscando el olor del que su madre había hablado. ¿Sería posible que no lo sintiera? No había ventana en aquel cuartucho, pero un pedacito de cielo se colaba por la fisura entre dos tablas. Irena dirigió su mirada a las alturas y, a su modo, murmuró una oración:
¡Grandísimo Canalla, me la has vuelto a hacer…!
La campanilla volvió sonar. Irena se puso de pie de un salto, llena de esperanza exclamó:
¡Es él!
* * *
Desde luego, no era lo que Bernardo se hubiera esperado. En Temeschwar, el gobernador era un personaje inaccesible, un príncipe o un duque designado por el Emperador, que atendía los asuntos de gobierno en un palacio de estilo barroco, rodeado de un jardín al estilo de Versalles: no en un barracón que más bien parecía un establo.
Le agradezco que me haya hecho el honor de venir a visitarme, dijo el Mayor García Lacroix, que a pesar de la austeridad del entorno y de lo llano de sus modales, no dejaba de transmitir toda la dignidad requerida por su cargo. Su mirada penetrante, sus movimientos precisos, todo en él parecía decir: “Con cuidado, aquí YO soy el amo”.
No-no tiene por qué, su Excelencia…
Oh, por favor, dejemos de lado los títulos pomposos... Puede llamarme Mayor, como lo hacen todos en la Colonia. ¿Un cigarrillo?
Gr-gracias, dijo Bernardo, sin atreverse a rechazarlo.
El Gobernador encendió un fósforo.
Veo que usted no domina aún del todo nuestra lengua. ¿Preferiría que hablemos en francés?
Oui, Monsieur le Gouverneur, tosió Bernardo, atorándose con la primera bocanada.
El Gobernador encendió su cigarrillo con la misma cerilla y, luego de dar la vuelta a su escritorio, tomó asiento.
Aprendí ese idioma de pequeño, con mi abuelo materno, que era de La Rochelle. Aunque, después de tantos años de apenas usarlo…
Lo habla usted muy bien, dijo Bernardo, sin animarse a dar una nueva calada. También yo lo aprendí de niño, con mi difunta madre…
Oh, cuánto lo lamento, señor Bernardo...
El Gobernador leyó el papel que tenía sobre el escritorio.
Bernardo Augusto… ¿Caledonia?
Bernardo carraspeó, antes de hacer la aclaración pertinente, pero el Gobernador se le adelantó:
Ese no es su apellido, ¿Verdad? Es el nombre del barco que lo trajo hasta aquí.
Así es, Mayor, dijo Bernardo. Mi apellido estaba claramente escrito en mi pasaporte. No me explico cómo…
Yo si, dijo el Gobernador. Es el problema de poner a un soldado semianalfabeto a completar los formularios de aduanas. Por desgracia, es el personal del que disponemos. Un error lamentable, que trataremos de solucionar a la brevedad.
Je vous remercie, Monsieur le Gouverneur.
***
¡Hola! ¡Hola! ¿Hay alguien?
La voz de la niña sonaba asustada en la taberna vacía. Todo era sórdido y amenazante para ella: las toscas mesas de tablas sin cepillar, los bancos fuera de escuadra, el paño pringoso de la mesa de billar. El viento silbaba entre las rendijas y sacudía las chapas de cinc. La tetera borboteaba sobre la salamandra.
¿Doña Irena?…
Ah, eras tú, dijo la Tabernera.
¡Ay!, se sobresaltó la jovencita, al verla aparecer por un lugar donde no lo esperaba, al punto que casi dejó caer su canasta.
Yo… Yo…
Una chica de largas trenzas negras, bastante alta para su edad.
...vengo a traer la ropa que mi madre…
Una niña a la que podía calificarse de bonita, con un poco de buena voluntad. Demasiado delgada, tal vez. No por su contextura natural, sino por falta de olla.
Ya lo sé, niña, dijo Irena. Ven, toma asiento. ¿Cómo era que te llamabas?
La hija de la Flora depositó la canasta en la mesa más cercana al mostrador. Había un par de sábanas de la madre de la Tabernera, un vestido negro de la propia Irena, idéntico al que tenía puesto ahora, y una camisa de Bernardo... Irena tomó la tela entre la yema de los dedos y sintió la textura. Su mente se distrajo, por un instante.
Está un poco húmeda todavía, dijo la chica. Con esta lluvia…
No se había sentado. Daba la impresión de querer huir de allí lo más pronto posible.
La tendimos en una soga, dentro de la casa, para que se secara más rápido.
Por eso tenía un olor a humo que apestaba, pensó Irena, que no dijo nada, sin embargo. No regateó el precio, como hacía habitualmente con los otros proveedores, no se quejó por las prendas que aún conservaban las manchas que tenían antes de mandarlas a lavar. Sacó unas monedas de la bolsa que llevaba cosida en un pliegue del vestido y las puso en la mano de la niña, que quedó sorprendida. Era mucho más de lo que le daban en otras casas.
Gracias, doña Irena… -hizo una pequeña inclinación la niña-. Muchas gracias…
Echaba vistazos furtivos a su alrededor, como si esperara que alguien se abalanzara sobre ella desde algún lugar. Quién sabe lo que había oído por ahí.
De-debo irme…, dijo la chica, que no podía marcharse, sin embargo. No hasta que la Tabernera no sacara su ropa y le devolviera la canasta. Irena notó que la mirada de la joven se dirigía ahora en una dirección en particular. No fue difícil descubrir hacia donde apuntaban esos ojitos famélicos: al lugar del mostrador donde estaban los huevos duros, ya pelados y relucientes, formando una pequeña pirámide sobre el plato de loza esmaltada: óvalos inmaculados, resplandecientes, como ostias recién consagradas.
Irena se aclaró la voz y preguntó:
¿Quieres uno?
* * *
Bernardo le contó al Gobernador su predicamento. En el Hospital Portuario no sólo le habían modificado el nombre: aprovechando su frágil estado de salud, le habían robado todas sus pertenencias: el baúl con sus efectos personales, el dinero y hasta la ropa que llevaba puesta.
Qué vergüenza..., meneaba la cabeza el Mayor García Lacroix.
Lo que más lamento es una pitillera de oro que perteneció a mi padre. No por su valor, sino porque es el único recuerdo que me quedaba de él. Tiene una flor de lis grabada en el frente, y sus iniciales, que son las mías: B. M.
Bernardo estaba un poco más distendido, para ese momento. El Mayor García Lacroix ya no le parecía el ogro que le habían pintado, sino un caballero de lo más cordial, un hombre educado y culto. El único en la Colonia, hasta ahora, que no sólo había oído hablar de Temeschwar, sino que había leído extensamente sobre la ciudad natal de Bernardo en la Revue Encyclophédique.
Haré las averiguaciones pertinentes, mi estimado joven, le dijo el Mayor, aunque, le soy sincero, lo más probable es que a esa pitillera ya la hayan fundido y vendido por su peso.
Sí, lo comprendo.
Y, dígame… largó muy despacio el humo de su cigarrillo el Mayor García Lacroix, y como si tal cosa preguntó: ¿cómo es que un joven como usted se encuentra alojado en un lugar como el Salón Adriático?
Un gato de pellejo atigrado, en el que Bernardo no había reparado hasta entonces, saltó del antepecho de la ventana y caminó por la habitación.
Bueno… dijo Bernardo, enderezándose en la silla. La Señora Šuker fue muy buena conmigo. Fue la única que me dio cobijo, cuando me expulsaron del hospital...
¿Qué podía decirle? ¿Que no se había dado cuenta de qué clase de antro era el boliche de Irena? No podía hacerse el idiota hasta ese punto.
Además…, vaciló Bernardo, al sentir al gato apoyarse contra la botamanga de su pantalón, la Señora Šuker es una una especie de compatriota mía. Una súbdita del Imperio Austrohúngaro, ella también…
El Mayor García Lacroix asentía en silencio, casi sonriendo, sin despegar de él su mirada penetrante.
Bernardo no sabía qué más decir. Dejaba rodar su mirada por los libros apilados sobre el escritorio, cuyos títulos no alcanzaba a discernir; sobre el tintero de vidrio, o la pequeña escultura del Quijote que servía de pisapapeles, como esperando que le sugirieran algo más que agregar. El gato terminó de dar hacer un ocho alrededor de sus piernas y finalmente se alejó.
En realidad..., sintió la necesidad de añadir Bernardo, … mis tareas en el Adriático se limitan a dar una mano con el aseo, y a servir las mesas…
El gato saltó sobre el regazo del Gobernador y levantó la nariz hacia él, como si tratara de comunicarle su opinión sobre el visitante, la cual no parecía ser muy favorable.
De todos modos, no tengo pensado quedarme mucho tiempo aquí. En cuanto pueda enviarle el telegrama a mi tío, en California, él, seguramente…
El Gobernador bajó la mirada hacia el gato, que moviendo los bigotes parecía decirle: ¡Miente! ¡Miente! ¡No le creas una palabra!
* * *
Las nubes que cubrían de modo permanente el cielo de Punta Arenas se abrieron por un instante. Las aguas brillaron bajo el tímido sol del cielo austral. El viento mecía las embarcaciones fondeadas en la rada: goletas, yols y balandros de diversas formas y tamaños. Entre se ellos destacaba La Mandrágora, un cutter de 15 metros de eslora y 50 toneladas de registro que surcaba desde hacía más de un década las gélidas aguas del Extremo Sur del Continente.
Capitán, tengo miedo…
Una curiosa embarcación, con un ojo pintado a cada lado de la proa, como los pesqueros malayos; un barquichuelo que en los últimos años había cambiado de dueño varias veces, tras la bajada de un martillo de remate o el capricho de una mano de póker.
Resiste, muchacho. Ya falta poco.
En la actualidad La Mandrágora pertenecía al escocés Fitzroy Mac Grelag, el jefe de una banda de raqueros que patrullaban las aguas del archipiélago, desde Punta Dúngenes al Cabo de Hornos, y del Estrecho Le Maire a la Isla Desolación.
¡Miguel! ¡Dimitri!, acomoden al chico en la camilla.
Sí, mi capitán.
¡Harald! ¡Wong! ¡Bajen el bote!
Los raqueros eran los marinos que se dedicaban, al menos en principio, a socorrer a las embarcaciones que habían sido víctimas de un naufragio (en inglés “wreck”, de allí su nombre); eran marinos que auxiliaban a los sobrevivientes de las naves encalladas, y rescataban la parte más valiosa de la carga, por la que luego tenían derecho a pedir un porcentaje al armador o a la compañía de seguros.
Tú te quedarás de guardia, Ibrahim.
Sí, mi capitán.
Desde luego, no todos eran tan tontos como para conformarse con un porcentaje de la carga, cuanto podían quedarse con todo lo que desearan. No era nada raro que, en su voracidad, los supuestos rescatistas terminaran desguazando las embarcaciones, para vender luego las mercancías, los aparejos y el maderamen.
A los remos, muchachos. ¡No hay tiempo que perder!
Tal era el caso de Mac Grelag, a quien en la Colonia consideraban lisa y llanamente un pirata, que no sólo se aprovechaba de los numerosos naufragios que se producían entre el Estrecho de Magallanes y el Canal de Beagle, sino que los provocaba incluso, destruyendo balizas o encendiendo farolas que atraían a los capitanes a los roqueríos afilados de la costa, o a islotes que no figuraban en las cartas náuticas. Más de una vez, según se contaba, sus hombres habían pasado a degüello a los marinos que debían rescatar, para evitar que reclamaran sus pertenencias o testificaran en su contra.
¡Remen con fuerza, muchachos! ¡Uno, dos! ¡Uno, dos!
Fechorías que nadie podía probar de manera fehaciente, debido a lo apartado de los parajes donde sucedían estos hechos. Las autoridades tenían entre ceja y ceja al Escocés y a su banda, y la gente de la Colonia les temía, aun cuando todos debían reconocer que, al menos aquí en tierra firme, los raqueros de Mac Grelag se portaban razonablemente bien. Llegaban con los bolsillos repletos de pesos o libras esterlinas, y toda la intención de gastarlos.
¡Capitán, qué gusto verlo!
Después de todo, el rescate de naufragios era una actividad muy lucrativa, en la que más de un colono había participado alguna vez. El vasco Mendieta, sin ir más lejos, el hombre más rico de la Colonia, había empezado su fortuna en el raque el también.
¡Uno, dos! ¡Uno, dos!
El oleaje se hacía más intenso a medida que se acercaban a la playa. A mitad de camino los interceptó el escampavía de la Capitanía del Puerto.
¡Alto ahí, granujas! ¿Adónde se creen que van?
¡Al hospital portuario! ¡Tenemos un herido!
Las dos embarcaciones se arrimaron, lo más que el movimiento de las olas lo permitía. El oficial a cargo y un marinero saltaron al chinchorro de Mac Grelag, que iba sentado en el tabloncillo de popa, sosteniendo al herido entre sus brazos.
¿Qué llevan ahí?
Nos sorprendió una tormenta, pasando la isla Dawson. Un golpe de mar se llevó a dos de mis hombres, y una trasluchada de la botavara arrojó a este chico contra el cabrestante.
El muchacho gimió cuando el oficial levantó el faldón de la camisa ensangrentada.
Eso parece una puñalada, dijo el oficial a cargo.
¿Acaso eres médico?, bramó Mac Grelag. Déjanos pasar de una maldita vez o te harás responsable de su muerte.
El Oficial miró al marinero, como si no pudiera creer tanta insolencia.
Está bien, sigan, dijo. Pero no se alejen del hospital. Nosotros iremos a inspeccionar esa lata de sardinas.
Inspeccionen cuanto quieran, dijo el Pirata. No tengo nada que ocultar.
Eso ya lo veremos, dijo el Oficial.
Los hombres siguieron bogando hasta que el bote se clavó en el fondo arenoso de la playa. Miguel y Dimitri bajaron al muchacho en la camilla que habían improvisado con un cuero de lobo marino y dos remos.
¡Capitán! Dígale a mi madre que…
¡Calla, chico! ¡Aguanta un poco más!
* * *
La niña se comió el huevo duro con una avidez impresionante, sin esperar a que Irena le alcanzara el salero. Estuvo a punto de atorarse, y de hecho lo hizo. Irena le dio unas palmadas en la espalda.
San Blas, San Blas… Come un trozo de miga para bajarlo.
Irena partió para ella un pan de dos días atrás, algo gomoso y con asomo de verdín, que tenía preparado para tirarle a las gallinas.
Gra-gra-cias, se-se ñora Ire...na…
Come tranquila, le pasó la mano por el pelo la Tabernera, ya podrás hablar después.
Era evidente que que aquella niña no se había desayunado, y que se había ido a dormir sin cenar también. Irena la comprendía. Ella había tenido hambre también, y sabía lo que se sentía. Esas puntadas agudas en la barriga, esa obsesión por echarle algo a las tripas y no encontrar qué...
Aquí tienes un poco de té. Bébelo despacio, no te vayas a quemar.
La chica dejó escapar un suspiro, después de dar el primer sorbo. Irena lo había endulzado tanto que parecía un jarabe.
¡Qué rico!
Me alegra que te guste…
Le dio un segundo huevo, que la hija de Flora hizo desaparecer como por encanto. Se comió hasta migas que habían caído sobre la mesa, sólo salió de su trance cuando alguien abrió la puerta de entrada. Saltó como un muelle de su asiento y tomó la canasta.
Debo marcharme, doña Irena. Muchas gracias…
Temblaba de emoción, la pobre diabla, se le saltaban las lágrimas.
No tienes por qué, sonrió la Tabernera. ¿Por qué no vienes por la tarde?
No creo que pueda. Mi madre…
Ven, insistió la Tabernera. Prepararé algo para ti. ¿Te gusta el arroz con leche?
* * *
Y, dígame…
El Mayor García Lacroix seguía acariciando el lomo del gato, que había terminado por dormirse en el hueco de su brazo.
...¿qué sabe del marido de la Señora Šuker?
Bueno..., carraspeó Bernardo. No mucho, en realidad. Sé que llegó a Punta Arenas junto a su esposa, y que lo mataron lo tehuelches, hará unos seis meses...
Bernardo hizo una pausa, esperando que el Gobernador dijera algo. Como no decía nada, prosiguió:
Por lo que me contaron, el Señor Šuker fue a comerciar pieles al Territorio Norte, y los salvajes lo mataron.
¡Los salvajes!, casi se rió el Gobernador.
Se puso de pie, y con el gato en brazos caminó hacia la ventana. Afuera, a pesar del frío, la Colonia bullía de actividad. La gente pasaba caminando o a caballo por la calle principal. Una carreta cargada de troncos marchaba rumbo al aserradero, con el carrero picando los bueyes desde el pescante; un vendedor de hortalizas empujaba su carro, pregonando sus productos.
¡Hay papa! ¡Hay zanagoria! ¡Hay remolacha fresca!
En el patio los soldados hacían las maniobras de instrucción, cuidando de no perturbar a las aves de corral. En la Plaza de Armas, un grupo de relegados cavaba a punta de pala una zanja para drenar el agua acumulada. El Mayor García Lacroix levantó una ceja al ver a Jeremy, el yagán que se ataviaba como un dandy londinense, montando guardia frente al cuartel.
Desde que se me encomendó la administración de este territorio, dijo el Mayor, he procurado ser justo con todos sus pobladores, ya se trate de criollos o europeos, e incluso de aquellos a quienes usted denomina salvajes: los tehuelches del Territorio Norte o los yaganes del Archipiélago…
Le ruego me excuse, Mayor. No tuve la intención de…
No se preocupe…, lo tranquilizó con un gesto el Gobernardor. Usted recién llega, y no está obligado a saber cómo son las cosas aquí. Aquí estamos en el fin del mundo, y no sólo en el aspecto geográfico. Nuestra presencia aún no es reconocida de manera indiscutible por los demás países, y en muchos mapas esta región aún figura como “Terra Incognita”: una denominación peligrosa, que la deja disponible para las ambiciones territoriales de las grandes potencias.
El Gobernador volvió a su sillón, caminando muy quedo, para no despertar a su mascota. Tomó asiento.
Para afirmar su soberanía, prosiguió, nuestra Joven República se ha propuesto poblar esta tierra inhóspita, conseguir cueste lo que cueste gente que acepte venir a vivir aquí, bajo la protección de nuestro glorioso pabellón. Por desgracia, los naturales de este país son de naturaleza indolente, poco dados al trabajo, carentes de iniciativa... Por eso nos hemos propuesto inyectar una buena dosis de sangre europea, de gente de países avanzados, capaces de transmitir a los nativos las costumbres de la Civilización. Se han enviado agentes a diferentes ciudades del Norte, se han publicado avisos ofreciendo tierras y manutención durante seis meses a quienes aceptaran radicarse aquí. Los resultados han sido muy satisfactorios. Han llegado agricultores, artesanos, comerciantes…
El Gobernador seguía acariciando el pellejo de su gato, profundamente dormido.
Para nuestro mal, en el lote también vinieron algunas manzanas podridas: lunáticos, asesinos, bígamos, deudores impenitentes, anarquistas y sinvergüenzas de la peor calaña… Entre ellos el marido de la señora Šuker...
Bernardo asentía en silencio, preguntándose adónde iría a parar aquel discurso, y por qué le contaba todo eso.
Un rufián que era requerido por dos asesinatos, en Buenos Aires y en Paraguay, sin contar los que debe haber cometido antes de cruzar el charco. Una vez llegado aquí, no tardó en meterse en toda clase de negocios ilícitos, siguió el Mayor García Lacroix, cada vez más enardecido. Se puso a venderles alcohol a los indios, algo que nuestras disposiciones expresamente prohíben, y otras cosas aún peores, según consta en nuestros informes. ¿Sabe usted acaso de qué manera lo mataron los tehuelches?
Eh… no, dijo Bernardo. De un lanzazo, supongo, o con esas piedras envueltas en cueros que ellos utilizan…
No, dijo el Mayor García Lacroix. No fue con lanzas ni con boleadoras, sino por el disparo de un arma de fuego. Por una de las armas que el mismo Branko Suker iba a venderles.
¡Ah...!
El gato bostezó y, después de pestañear un par de veces, miró a Bernardo, como diciendo: ¿Cómo? ¿Aún sigues aquí?
Un criminal que finalmente recibió su merecido, añadió el Gobernador, y ella, desde luego, no es mucho mejor.
¿Ella?, sintió que se le erizaban los pelos de la nuca Bernardo.
Su mujer, desde luego, o mejor dicho su viuda. Una comadreja de la misma especie. A quien, de no ser por su madre enferma, hace rato que ya habría expulsado de la Colonia…
BUUUUUU… sonó la sirena de un paquebote, tal vez el Luxor, que cubría la ruta Hamburgo-El Callao.
Con todo respeto, su Excelencia, dijo Bernardo, creo que no es propio de un caballero dirigirse de esa forma a una dama.
Del rostro del Gobernador se esfumó cualquier rastro de amabilidad, si es que alguno quedaba. En sus ojos relumbró un destello de furia.
¿Cómo dice?
¡Miau!, chilló el gato.
* * *
El joven grumete no lo soportó. Había perdido demasiada sangre, y fue poco lo que el borracho del enfermero pudo hacer por él. Ni siquiera se molestó en mandar a llamar al Dr. O’Reilly, el único médico de la Colonia, que sólo venía al lazareto cuando se podía hacer algo al respecto.
Si lo desean, puedo arreglar que lo sepulten esta misma tarde.
No, dijo, Mac Grelag. El chico era un valiente y tendrá un entierro marino. No es de hombres cabales ser sepultado en tierra firme.
Se llevaron el cuerpo en la misma camilla que lo habían traído, amortajado en una sábana pringosa, por la que tuvieron que pagar; lo subieron otra vez al bote, en momentos en que el escampavía regresaba a la costa.
Llévenlo a bordo, dijo Mac Grelag. Haremos la ceremonia más tarde.
A sus hombres les sorprendió verlo tan conmovido, acostumbrado como estaba a trances similares.
Sí, mi capitán.
Wong y Dimitri remaron otra vez en dirección a La Mandrágora. Depositaron el cuerpo del muchacho en la bodega, sobre las piedras que servían de lastre, la única carga que el oficial de la Capitanía del Puerto había podido encontrar. A toda la mercancía malhabida los raqueros ya la habían descargado un par de millas antes, en el embarcadero de la Estancia Logroño, propiedad del Vasco Mendieta.
¡Maldito bandido! Si no te conviene lo que te ofrezco, vete por donde viniste.
¿Tú me llamas bandido a mí? ¡Hay que tener coraje!
Sus hombres sabían que en ese preciso instante Mac Grelag se hallaba en la trastienda de la ferretería naval de Mendieta, regateando con el Vasco el monto de la transacción.
No quieras pasarse de listo, Escocés, o informaré a las autoridades de tus tropelías.
Y yo puedo sugerirles que revisen tus depósitos. ¡Se llevarán una sorpresa!
Bravatas sin mayores consecuencias, amenazas que ninguno de los dos pensaba cumplir. Terminarían por ponerse de acuerdo. Eran como cerdos de la misma camada.
¿Y? ¿Ya soltó el dinero?
Por supuesto, dijo el Capitán. ¡Ahora, al Adriático!
¡Oh, no!, protestaron su hombres, que en alta mar obedecían ciegamente a Mac Grelag, pero en tierra firme lo trataban de igual a igual.
¡Ese lugar apesta! ¡El licor es espantoso, y las mujeres horrendas!
Vamos, tan solo un momento, pidió Mac Grelag. Hay algo que quiero arreglar.
***
Jeremy seguía de pie, frente al portón exterior del Fuerte. Los faldones de su levita se agitaban con el viento; su sombrero bombín amenazaba con salir volando. Los pequeños ojos del yagán se enfocaban en las ventanas del piso superior, aún cuando, a causa del reflejo, no se pudiera ver hacia adentro. Su rostro de rasgos angulosos, como tallado en madera, no reflejaba la menor emoción. Los años transcurridos en la Misión Anglicana no le habían quitado a Jeremy sus cualidades de cazador. Era capaz de pasarse horas en la misma posición, sin desalentarse, sin aburrirse. Con sus grandes y nudosas manos apoyadas en el mango de su bastón, aguantaba estoicamente el frío y la llovizna, las miradas burlonas de soldados y transeúntes.
Apa, apa, apa…
Todo hubiera transcurrido sin problemas, de no haber aparecido el loco Cebolla. Quien, sin nada mejor que hacer, tomó a Jeremy como blanco de su chacotas.
Apa... Apa…
El loco dio un par de vueltas alrededor de él, mirándolo divertido. Luego se paró a su lado, imitando su postura. Arqueaba las piernas, entornaba los ojos y apoyaba las manos en un imaginario bastón. Los soldados que se calentaban frente al barril fueron los primeros en detectarlo. Luego, unos niños que llevaban unos cubos con agua.
Apaaaa… Apaaaaa…
Pronto fueron varios los que aminoraron el paso y se detuvieron a presenciar el espectáculo. Grandes y pequeños festejaban las monerías del Cebolla, alentándolo a que continuara. Jeremy se mantuvo completamente inmóvil, como si nada sucediera, incluso cuando el loco (en un rapto de osadía) le quitó el sombrero y salió corriendo.
Ja ja ja… ¡Es mío!, gritaba el Cebolla. ¡Es mío!
Un hermoso bowler-hat azul marino que aún conservaba la etiqueta de la casa Lock & Co., de Saint James Street.
¡Ven! ¡Ven a buscarlo, indiecito!, lo provocaba el Cebolla desde una distancia prudencial, en caso de que Jeremy saliera a correrlo o tratara de arrearle un bastonazo.
Pero Jeremy no hacía ni una cosa ni la otra. Seguía en el mismo sitio, con su lustrosa cabellera desplegada al viento por primera vez.
¿Qué dicen? ¿Cómo me queda?, preguntaba el Cebolla, caminando en semicírculo, con el sombrero encasquetado en su cabeza grasienta.
¡Bieeeeen!
¿Mejor que a ese sucio salvaje, no es verdad?
¡Síiiiii!
Apa, apa, apa… ¡Creo que me lo quedaré! ¿Qué opinan?
¡Sí, Cebolla! ¡Es para ti!
Apa, apa, apa… daba zancadas el loco, muy orondo, los brazos en la jarra y la mirada altiva. Llegó al final de su recorrido y se volvió. Apa, apa, ap… repitió, sin llegar a completar su latiguillo, porque en menos segundo Jeremy levantó el bastón y, con la precisión con que en otros tiempos arponeaba las ballenas, se lo lanzó directo al costillar.
Fiuuuu… horadó el aire la vara de madera de cóihue moldeada al fuego. ¡Toc!, hizo la puntera de metal al impactar contra la osamenta del demente. Tuvo suerte de que no hubiese sido un arpón de verdad, porque lo hubiera atravesado de lado a lado.
¡Oh…!
La multitud calló, las risas se detuvieron. Por un momento, sólo se escuchó el silbido del viento. Jeremy caminó hasta donde estaba su sombrero, lo levantó y, tras de pasarle el dorso de la mano, como si le quitara unas pelusas, se lo colocó.
Aj, aj… boqueaba en el suelo el Cebolla. Jeremy cogió su bastón e hizo por alejarse cuando, como si acabara de recordar un nimio detalle, se volvió y le asestó al loco un feroz bastonazo en las costillas.
Aggg… gimió el Cebolla, antes de perder el conocimiento. Con la parsimonia que lo caracterizaba, Jeremy volvió a su puesto de vigilancia.
El tráfico se reanudó, se escucharon otra vez voces, relinchos y sonidos de cascos. Una señora de vestido azul, que no había presenciado el incidente, se acercó con paso rápido, cuidando de no ensuciar el bordillo de su falda con el barro. Pasó al lado del loco sin prestarle mayor atención, ¡eran tantos los borrachos por allí! Los soldados se cuadraron al verla aparecer.
Buenos días, señora Manuelita.
Buen día, muchachos...
Güen día, pos Mayora, soltó la pata del caballo y se puso firme el otro soldado.
Sigue, sigue con tus cuestiones, le dijo la señora del vestido azul, que entró al fuerte y subió con agilidad los escalones hasta el piso superior.
BUUUUUU… sonó la sirena de un vapor. Se escuchaban voces dentro del despacho.
Je crois que je n’ai pas écouté tres bien ce que vous m’avait dit, mon jeune ami.
Vous m’avez trés bien écouté, Monsieur le Gouverneur.
¡Miau!, chilló Marco Antonio.
La señora abrió la puerta y entró.
* * *
De bruces en la orilla del arroyo, Flora sumergía por turnos camisas, enaguas, pantalones y vestidos, a los que luego refregaba y golpeaba contra las piedras.
Ay… Ay… Ay…
Era la segunda tanda de ropa de la mañana, y aún le quedaban otras más. Su espalda parecía a punto de romperse. Sus rodillas estaban en carne viva, y sus manos entumecidas de tanto hundirlas en las gélidas aguas del arroyo.
Desgraciados… Hijos de… mascullaba entre dientes Flora, sin dirigirse a nadie en particular, o más bien a todos: a su madre, por haberla traído al mundo; a su marido, por haberla traído a este infierno helado, para después morirse; a las demás mujeres de la Colonia, todas tan calentitas en sus casas, mientras ella empujaba cuesta arriba esa condenada carretilla, cuya rueda se trababa cada dos pasos.
¿Le echo una mano, doña Flora?, le preguntó un muchacho que bajaba por el mismo camino, el hijo de otra lavandera.
¡Déjame! ¡Yo puedo sola!
Perdón… Sólo quería ayudarla.
¡Ve a ayudar a tu madre! Y dile que deje de robarme los clientes, que si no…
La casa de Flora estaba en el linde del pueblo, donde la calle se convertía en una huella que se internaba en el bosque. Una choza, más bien, a la que Flora llegó casi sin aliento, y a la que entró después de empujar con el pie la desvencijada puerta. Entre las mantas revueltas estaba su bebé, que no dormía. La miraba, simplemente, con los ojos bien abiertos, que resaltaban en el rostro apagado.
¿Qué tienes? ¿Por qué me miras?
El chico había llorado, durante semanas, reclamando la leche de sus pechos resecos. Ya no.
¡Vete al diablo tú también!
Flora no tenía tiempo de ocuparse de él. Fue hasta el cobertizo, en el que un inmenso caldero hervía a fuego lento. Era la ropa que ya había aclarado en el río más temprano, y ahora bullía en un caldo de cenizas y lejía. La revolvió con un palo y al fin la fue sacando para ponerla en la artesa. El vapor se desprendía en verdaderas nubes, como la chimenea de un barco.
¡Ay…!
El contacto sus manos con el agua caliente, luego de haberlas tenido tanto tiempo sumergidas en el agua de deshielo, le causaba un dolor espantoso. Los sabañones le deformaban los dedos.
¡Quítate, carajo!, empujó con el pie a los perros, que insistían en meterse en su camino. Otros perros se acercaron, eran los que se habían ido con su hija.
¡Maldita muchacha! ¿Dónde te habías metido?
Fui a hacer lo que usted me ordenó, madre. Llevé la ropa al Salón Adriático.
¿Por qué tardaste tanto?
La chica no se atrevió a decírselo. Su madre se irritaba por todo.
Vine lo más rápido que pude.
¿Qué? ¿Qué dijiste?
Nada, mamá, dijo la niña. La cabeza le daba vueltas, la boca se le llenaba de saliva. Después de su apresurado desayuno, había quedado con más hambre que antes. El estómago le chillaba, reclamando más comida. Flora notó un cambio en el semblante de su hija.
¿Estuviste bebiendo?
¡No, mami!
Se abalanzó contra ella, lanzándole golpes con ambos puños.
¡Sucia mocosa!, ¿quieres terminar como tu padre?
No, mami, se atajaba la chica. Se lo juro…
¡Maldita gringa! No debí haberte enviado ahí.
No diga eso, mami. Doña Irena fue muy buena conmigo.
¿Esa? ¡Si la conoceré! ¿Cómo crees que obtuvo un solar en la mejor parte del pueblo, sin pagar un solo peso? Era la querida del anterior gobernador, y su marido lo sabía. Un buen par de pájaros, los dos...
Mire. Mire lo que me dio…
Flora contempló asombrada las monedas. Eran cincuenta céntimos, ni más ni menos. Más de lo que le pagaba esa arpía de la Sra. Mendieta, pese a darle a lavar el triple de ropa.
Bueno, concedió Flora, hay otras peores…
Tomó las monedas y dijo:
Echa al caldero la ropa que está en la carretilla, y cuida de revolverla. Yo vengo en un momento.
¿Adónde va?
¿Y a ti qué te importa?
Iba al boliche más cercano, desde luego, a echarse una copa de guachacay. O dos. La niña no se lo reprochó. Apenas su madre salió, corrió hasta la cama y alzó a su hermanito.
Mira, Arnoldito. Mira lo que te he traído.
Era el segundo huevo que le había dado la Tabernera, que la chica había conservado en el hueco de su mano, a pesar del hambre que ella misma tenía.
Come, Arnoldito. Come.
Fue partiendo en trozos pequeñitos el huevo, que había tomado la forma y el calor de su mano.
Come, Arnoldito. Mira, mira qué rico…
Pero la guagua parecía haberse desacostumbrado a la comida. Se quedaba con los trocitos de huevo en la boca, ni los tragaba ni los escupía. Sólo la miraba, con sus ojos vidriosos…
Arnoldito... Come, por favor…
* * *
A Irena le hizo poca o ninguna gracia ver llegar a los raqueros, que se desplegaron alrededor de la mesa principal, como si tomaran posesión del lugar. Su fama los precedía. Los clientes que bebían en la barra terminaron sus vasos y se largaron. Otro que recién llegaba se lo pensó dos veces antes de entrar.
¡Qué tal Irena!, preguntó Mac Grelag. ¿Cómo va todo por aquí?
Bien, hasta hace un momento, dijo la Tabernera.
¡Un par de botellas de ron! ¡Y del bueno!, dijo un Mexicano con bigotes de chino.
¡Pala mí, celveza y agualdiente!, dijo el Chino, que no tenía bigotes de ningún tipo.
Cada cual a su turno, los raqueros encendieron sus pipas, cigarrillos o cigarrillos; todos menos Mac Grelag, que prefería el tabaco mascado. Abatidos hasta hacía un momento por la muerte de su compañero, la perspectiva de una tarde de juerga los había reanimado.
¿Dónde están las señoritas? ¿Es que las tienes escondidas?
Ya vendrán, a su tiempo, dijo Irena, que seguía secando un vaso, sin mostrar el menor apuro por atenderlos.
Yo estaría más contento con Usted, señora, le dijo a Irena un bribón con cara de turco o griego.
¡Vaya honor!, respondió la Tabernera.
¡Conmigo! ¡Primero conmigo!, se adelantó Harald, un escandinavo de prominente barriga y calva color hemorroides.
¡Viejo perro sifilítico!, torció la boca Irena, Aún no tengo ganas de suicidarme...
Mujel que nunca amal chino, no sabel qué sel amol..., dictaminó Wong.
¿Por qué no traes las botellas, Irena?, dijo Mac Grelag, luego de escupir un gargajo color café. ¿Crees que no tenemos dinero?
Creo que no tienen mucha ganas de separarse de él, dijo la Tabernera.
Los raqueros miraron al capitán, esperando su respuesta. Mac Grelag se puso de pie y caminó hasta el mostrador.
* * *
¡Qué maravilla, están hablando en francés!, dijo la Sra. Manuelita, y acercándose a Bernardo le dijo la única palabra que sabía en ese idioma:
Enchantée, enchantée…
No pareció notar el tono duro en el que su marido y el joven visitante se hablaban, ni las miradas encendidas que los dos hombres se dirigían.
¡Ay, Marco Antonio!, chilló la señora, cuando el gato le saltó encima. ¡Me ensucias el vestido!
Mi señora esposa, Manuelita, la presentó el Gobernador, tratando de endulzar el tono de su voz.
Aún pálido de indignación, Bernardo besó la mano que la señora le ofrecía.
El señor Bernardo… , dijo el Gobernador. Perdón, no recuerdo su apellido.
Bernardo Augusto Mainbarnheimer, ese es mi nombre, Señora.
¡Ay, qué complicado!, exclamó la Gobernadora. Lo llamaré Berni.
El Gobernador volvió a sentarse. Bernardo permaneció de pie.
¿Recién llegado a la Colonia, Berni? ¡Bienvenido!
Muchas gracias, Madame...
¿Piensa establecerse en Punta Arenas?
Bueno, en realidad…
¡Debe venir este sábado a la velada en casa del Doctor!, exclamó la esposa del Gobernador. Es una excelente oportunidad para que conozca a la gente más importante de la Colonia.
Bernardo miró al Gobernador, antes de responder.
No creo que me sea posible asistir, señora.
¿Por qué? ¿Tiene otro compromiso?
Me temo que no tengo la ropa adecuada.
¡Qué disparate! Eso tiene solución. El señor Pietralaqua es un excelente sastre, tiene los patrones con los últimos modelos de París, y las telas más finas. ¿Puedes arreglar una visita para nuestro joven amigo, Francisco?
Por supuesto, querida, dijo el Mayor García Lacroix, no muy entusiasmado.
¡Qué maravilla!, dijo la alegre señora. ¿Es usted casado, Berni?
Bueno, yo…
No se preocupe, allí estarán las jóvenes casaderas de las mejores familias. ¡Romperá muchos corazones, estoy segura! Pero recuerde, sólo podrá llevarse a una…
* * *
Mac Grelag se acodó en el mostrador y en tono confidencial dijo:
Escucha, Irena…
Señora Šuker, para ti.
Como sea...
El Escocés se metió otro poco de tabaco en la boca y, tras dar las primeras mascadas, dijo:
Estás en deuda conmigo, y lo sabés.
¿Ah, sí? Haz el favor de informarme, porque no me enteré de nada.
Desde su mesa los raqueros paraban la oreja, sin llegar a escuchar demasiado.
Lo sabes muy bien. Le dejé dos cajas con Winchesters a tu marido, y otra dos de municiones…
No me digas…
Dejamos las cajas allí mismo, señaló el pasillo Mac Grelag. Las entramos por la puerta de atrás, donde está esa vieja que grita como condenada.
Sólo tengo uno de esos juguetes aquí, bajo el mostrador, le dijo Irena, y ya te lo cobraste la vez anterior, cuando tú y tus rufianes se largaron sin pagar.
¿Crees que me daré por satisfecho con eso?
Me da igual como te des.
¡Eran dos cajas completas, que tu marido iba a pagarme cuando volviera de…!
Esos son asuntos entre Branko y tú. Ve a reclamarle a él.
Mac Grelag escupió a un costado.
Le recomiendo que no me tome por imbécil, señora. No sería bueno para su salud.
Y yo te recomiendo que no vuelvas a errarle a la escupidera, o te echaré como al perro sucio que eres.
Mac Grelag apretó un puño, como si fuera estirar el brazo al otro lado del mostrador y agarrarla del cogote. Irena no retrocedió ni una pulgada. Casi con desdén, le dijo:
Ten cuidado con lo que vayas a intentar. No serás el primer patán al que le haga un agujero de más en el chaleco.
Los raqueros seguían expectantes las instancias del diálogo, ya sin problemas para escuchar.
***
El aire fresco despejó a Bernardo, que caminaba junto al Mayor García Lacroix por la calle principal. La gente se volteaba a miralos. Los soldados se cuadraban, los reclusos se quitaban la gorra y hacían una inclinación de cabeza antes de seguir con su penoso trabajo. Todos miraban a Bernardo, que trataba de esbozar una sonrisa al encontrarse con algún rostro que le resultaba familiar.
El Mayor García Lacroix no hizo la menor referencia al cruce de palabras de un momento atrás, que quién sabe hasta dónde hubiera escalado, de no ser por la providencial llegada de la gentil señora.
Como un cortés anfitrión, el Mayor le mostraba a Bernardo los puntos de interés de la pequeña población, la casa del doctor, la botica, el almacén fiscal y las principales casas de comercio, algunas de las cuales exhibían en sus vidrieras artículos de interés para los turistas que bajaban a dar una vuelta durante la escala de su barco: cueros de guanaco, pieles de lobo marino, manojos de plumas de avestruz, pingüinos o armadillos embalsamados…
Aquella es la escuela, donde mi esposa y yo impartimos algunas de las clases, y allí funciona la sede del…
Eran todas edificaciones de madera, incluso la parroquia, de la que ahora salía el Padre Tadeusz. Enemigos declarados e irreconciliables, el cura y el Gobernador se saludaron con una fría inclinación de cabeza. El Padre Tadeusz reconoció, desde luego, al joven empleado de Irena, y con una mirada pareció reprocharle: ¿Cómo? ¿Tú también te pasaste a su bando?
Ese viejo crápula vive conspirando contra mí, dijo el Mayor García Lacroix. Escribe una carta tras otra a la Capital, inventando toda clase de infundios, y trata de poner a los colonos en mi contra. No es más que un borracho y un libertino, que pretende dar lecciones de moral a los demás.
Se acercaban al final del empedrado. En la casa de la esquina colgaba un cartel con unas tijeras pintadas. Habían llegado a la sastrería de Maese Doménico Pietralaqua, más conocido como don Chicho.
* * *
Tratando de bajarle el tono a la disputa, Mac Grelag dijo:
Escuche, señora, estamos hablando de mercancía muy valiosa...
¡Y robada!, lo interrumpió la Tabernera.
Como sea…
Mac Grelag volvió a escupir, cuidando esta vez de afinar la puntería. ¡Cling!, hizo su gargajo al tocar el borde de la escupidera de latón.
Mis hombres y yo trabajamos duro, y corrimos riesgos para conseguirla, así que lo más justo…
Escucha, escocés, lo cortó Irena: aquí gratis no se da ni el saludo. Si no tienes nada mejor que decir, será mejor que te vayas por donde viniste. No te lo repetiré otra vez.
Mac Grelag esbozó algo parecido a una sonrisa. Al fin dijo:
Eres una hembra cabal, Irena. Te mereces mi respeto.
Irena se lo quedó mirando, a ver qué más tenía para decir. Casi en un murmullo, Mac Grelag agregó:
¿Sabes? Me importan un bledo esos fusiles, puedo conseguir otros cuando quiera. Pero no puedo quedar como alguien que no sabe cobrar sus deudas. Ni siquiera delante de mis hombres. Sería desastroso para mi reputación.
El Escocés guiñó un ojo y con un movimiento discreto puso sobre el mostrador dos billetes de 5 libras: dos White Fivers impecables, que la Tabernera hizo desaparecer con un movimiento más discreto todavía.
Está bien, Escocés, dijo Irena, en voz fuerte, para que los demás escucharan. Tú ganas.
Puso dos botellas sobre el mostrador y gritó:
¡A divertirse, muchachos! ¡La casa invita!
¡Ehhhh!, estallaron en vivas y aplausos los raqueros.
* * *
¡Ah, Signore Gobernatore!, exclamó el sastre, apenas cruzaron la puerta de su establecimiento. ¡Tantísimo gusto de rivederle! E cuesto belo giovanotto, è il suo amigo?
El Mayor García Lacroix le explicó la situación, y salió de garante para un préstamo para la confección de un traje y par de camisas.
Mi esposa dejó a su criterio la elección de la tela y el corte de las prendas, Sr. Pietralaqua.
¡Ah, la cara signora Manuelita!
Estoy seguro de que la hará quedar muy bien, don Chicho.
Cherto, cherto... Questo bravo ragazzo fará una belísima figura!
Y podrá conseguirle un par de zapatos decentes, supongo.
Sí, sí... Scarpe...
No sé cómo voy a pagarlo, dijo en voz baja Bernardo, cuando el sastre los dejó solos. No dispongo de efectivo, en este momento…
No está cobrando un centavo por su trabajo en el Salón Adriático, ¿verdad?, preguntó el Mayor.
No, reconoció Bernardo.
Lo tienen por techo y comida, como a un esclavo.
¡Y por otra cosa más, desde luego, que ninguno de los dos iba a mencionar!
El italiano volvió con la cinta de medir.
Sólo quiero decirle, dijo el Mayor, antes de irse, y espero que no se lo tome a mal…
Bernardo lo escuchaba atentamente, mientras Maese Pietralaqua le tomaba las medidas y se las iba cantando al ayudante.
…que el Salón Adriático tiene los días contados, continuó el Gobernador. El permiso de residencia de la Señora Šuker pende de un hilo, y si no decreté todavía su expulsión de Punta Arenas fue en consideración a su anciana madre, que no soportaría un largo viaje.
El Gobernador le hablaba ahora en español. No le importaba que el sastre y su ayudante lo oyeran y luego difundieran la noticia. Tal vez lo prefería.
Le daré un consejo, con la mejor de las intenciones: Váyase de ese lugar, si es posible hoy mismo.
Dicho esto, el Mayor García Lacroix se despidió. Bernardo lo siguió con la vista cuando salía, y se sorprendió de ver, a través de la vidriera, la silueta estática de Jeremy. Recordó lo que indio le había dicho, tan sólo unas horas atrás, y le sorprendió que tanto el hombre más poderoso de la Colonia como el más humilde le hubieran aconsejado exactamente lo mismo: que diera la espalda a Irena y se largara.
La puerta de la sastrería se volvió a abrir, alguien más llegaba.
* * *
Como atraídas por el olor del dinero aparecieron por la taberna Jacinta y la Tuerta. Daban vueltas alrededor de los marinos, se sentaban sobre sus rodillas y se hacían invitar copas.
¡Espera, chinito! ¡No vayas tan deprisa!
¡Ja, ja, ja! ¡Quita la mano de allí!
Qué par de gallinas horribles, exclamó Mac Grelag, que prefirió quedarse junto a la dueña, en el mostrador. ¿Qué pasó con esa bajita que tenías, las de las tetas en punta?
¿Esa? La mató el marido. La dio veinte puñaladas y luego se colgó de una viga, antes de que llegaran los soldados.
What a shame!, exclamó el Capitán, antes de apurar hasta el fondo su vaso de guachacay. Y dime… preguntó, tomando la mano seca y huesuda de la Tabernera entre su zarpa peluda y llena de cicatrices. ¿Cómo pasas aquí estas noches tan frías, sin un hombre que te haga compañía?
¡No tendrás suerte con ella, inglés!, le gritó la Tuerta, que estaba sentada entre Miguel y Wong.
¡A Irena le gusta la carne tierna!, exclamó Jacinta, y en voz baja se lo explicó a los marineros, que se largaron a reír.
Malditas rameras, masculló Irena, que no podía expulsarlas, por más que lo deseara: no tenía con quién reemplazarlas.
La fiesta se animó con la llegada de Juancito, un ex marinero destrozado por las enfermedades tropicales, que ahora se ganaba la vida tocando el acordeón. Se sabía cantidad de viejas canciones marineras, y también de canciones más nuevas, que de barco en barco y de puerto en puerto iban dando la vuelta mundo.
“Ese lunar que tienes
Cielito lindo, junto a tu boca…”
Con voz cascada pero mucho sentimiento Juancito iba desgranando las estrofas, hasta ganarse la atención de los más indiferentes.
“No se lo des a nadie, Cielito Lindo,
que a mí me toca...”
Sus dedos pálidos e inflados por el escorbuto acariciaban las teclas blancas y negras de su aparato. Clientes y prostitutas se sumaban al coro.
“Ay, ay, ay, ay… Canta y llores…”
La música les hacía olvidar por un momento las penurias, las decepciones y el frío de ese lugar en invierno perpetuo.
“Porque cantando se alegran
Cielito lindo los corazones”
Se multiplicaron los aplausos cuando la canción terminó. Tintinearon los centavos y los peniques. El músico se ganó su primera copa.
¡Otra! ¡Otra!
Después de apurar su vaso, Juancito se lanzó con la Habanera de Carmen. No había alcanzado a tocar más que unas notas cuando la puerta del frente se abrió, como impelida por el viento.
¡¡Ohhh…!!, suspiraron a una los clientes, al ver a la jovencita que acaba de entrar.
***
Dejar a Irena, dejar el Adriático… Se dice fácil, claro, pero ¿adónde ir?, pensaba Bernardo, delante del espejo, con las medidas a medio tomar, mientras el sastre corría a atender al nuevo cliente. Un hombre de unos cincuenta años, de estatura más bien baja pero sólida contextura física y abundante pelambrera gris. Apenas si le dirigió una mirada a Bernardo cuando pasó junto a él, y fue directamente al fondo del local, donde el Sr. Pietralaqua lo atendió con la obsecuencia que lo caracterizaba. A Bernardo no le causó la mejor impresión. Tenía el aspecto de un sujeto vulgar, a pesar de las finas ropas que vestía, y de la gruesa cadena de oro que cruzaba su abdomen, que debía terminar en un reloj de oro también. El sujeto discutía con el sastre, que parecía haberse olvidado por completo de Bernardo, una vez que el Gobernador salió.
Maese Pietralaqua no vino a verlo hasta un rato después, cuando el hombre entró en uno de los probadores.
¿Disculpe, podría decirme quién es ese señor?, preguntó Bernardo.
Ma come? Non lo conosce? Cuesto è il signore Baltasare Mendieta, l’uommo più importante di la Colonia… Armatore navale, mercadere, terratenente…
Ah…, dijo Bernardo, mirando al hombre que había salido del probador, y ahora, a su vez, lo miraba a él.
* * *
Todos los raqueros, sin excepción, miraban embobados a la jovencita de largas trenzas negras, que se había quedado parada ahí en la puerta, sin animarse a dar un paso más. Las risas se detuvieron, la música cesó. Por un momento todos se quedaron en la misma posición, como congelados. Sólo el humo del tabaco seguía subiendo, hasta fundirse en una capa espesa a la altura de las lámparas.
Ven, no te quedes ahí, la animó la Tabernera, que fue la primera en reaccionar. La hija de Flora miró hacia la puerta, que acaba de cerrarse a su espalda, miró al frente otra vez. Tenía puesto el mismo vestido de percal, que ya le quedaba algo estrecho, y los mismos zapatones embarrados, aunque en vez de la canasta ahora se había venido con una botella de barro cocido, un porrón de ginebra Bols que sin dudas había sido vaciada gota a gota por su madre.
Acércate, chiquilla, repitió Irena, sonriendo como un hada bienhechora. El acordeón arrancó nuevamente, algo menos estridente. Las conversaciones se reanudaron, en voz mucho más baja, como si todos se hubieran puesto de acuerdo para no espantar a la chiquilla.
La hija de Flora caminó de manera vacilante hacia el mostrador, mirando de reojo a esos hombres de apariencia temible, y a esas mujeres de aspecto grotesco. Nadie le daba más miedo que el rubio barbudo que se mantenía de pie, acodado contra el mostrador.
* * *
Buen día, señor Mendieta. Mi nombre es Bernardo, Bernardo Mainbarn…
Sé quién eres, le dijo el hombre, mientras el sastre le acomodaba el traje que se acaba de poner, igual de gris que el anterior, con un corte algo distinto. Eres el joven al que bajaron medio muerto de un barco, y ahora trabaja en ese tugurio… ¿Cómo se llama?
Simulaba haberlo olvidado, pero lo sabía perfectamente. Sabía todo lo que pasaba en la Colonia, y en todo el archipiélago también. El Sr. Mendieta tenía participación en una multitud de negocios, a uno y otro lado de la frontera. No se caía un pelo al suelo sin que él lo supiera.
El Salón Adriático, sí, dijo Bernardo, aunque estoy allí sólo de forma temporal…
El Sr. Mendieta lo miraba esbozando una sonrisa que no tenía mucho de cordial. Era un hombre que había surgido de la nada, sin ayuda de nadie. Alguien que no había tenido una vida fácil, y no pensaba hacérsela fácil a los demás. A Bernardo le dio la impresión de ser un hombrecillo de lo más vulgar, y ni siquiera se le hubiera pasado por la cabeza recurrir a él. Pero, ya que estaba ahí… Quizá fuera el destino.
Disculpe que lo moleste, Sr. Mendieta, pero me preguntaba si tal vez…
* * *
...Usted pudiera darme un poco de leche para mi hermanito. Él no se encuentra muy bien…
¡Pero sí!, dijo la Tabernera, feliz de poder ayudarla. Justo tengo un jarro que puse más temprano a hervir.
La chica le pasó el porrón, al que había lavado con el agua del río.
Ya está fría, dijo Irena. ¿Quieres que la entibie un poco?
No, dijo la chica, que quería salir de allí lo más rápido posible, aunque luego, pensando que a Arnoldito le gustaría más la leche tibiecita, dijo: Bueno, Señora. Sí.
Espérame allí, Irena le señaló un rincón del mostrador. La chica le obedeció con gusto, porque de esa forma quedaba más lejos del gentío. Hubiera querido hacerse pequeñita, invisible, desaparecer…
Irena dejó el cazo con leche sobre la salamandra, volvió, al pasar le dijo: Espera tantito, pronto estará lista.
Muchas gracias, doña Irena, dijo la Chica. Se lo pagaré. Lavaré para usted, o tal vez…
El bullicio continuaba. La segunda canción no había tenido tanto éxito como la primera, y el músico arremetió entonces con una melodía más bien ramplona. Con voz intencionada cantó:
“A mí no me gusta el vino,
ni tampoco el aguardiente.
¡A mí me gustan las mozas
de los quince hasta los veinte!”
La chica no se dio por aludida, hasta que notó que todos la miraban a ella. Su mirada se encontró, a pesar suyo, con la del tipo acodado en el mostrador, el gigante de barba amarilla, que le guiñó un ojo y sonrió, mostrando una doble hilera de dientes podridos.
* * *
¿Un trabajo? ¿Qué sabes hacer?, preguntó el Sr. Mendieta.
Bueno, he terminado el liceo en mi país con muy buenas calificaciones. Tengo facilidad para las matemáticas, y hablo varios idiomas…
El Sr. Mendieta chasqueó la lengua, como si acabara de decir una tontería. ¡Esas cosas no servían para nada! Él apenas si sabía leer, y había amasado un fortuna.
Tengo una plaza disponible, en este momento, pero es un trabajo pesado. Bajar y subir cajas, limpiar el depósito, ir un par de veces por semana a buscar mercancías a mi estancia… Tendrás que trabajar, te lo aseguro. ¡No le pago a nadie para que se quede con el culo aplastado!
Desde luego, dijo Bernardo.
Siete pesos por semana, es todo lo que puedo pagar.
No era una gran cantidad, claro, pero…
Muchas gracias. Me vendrá muy bien, dijo Bernardo.
Necesitarás un lugar para dormir, dijo el Sr. Mendieta. No creo que Irena no te deje seguir en su despensa mucho tiempo…
Claro, dijo Bernardo, sorprendido de que ese sujeto al que ni siquiera conocía estuviera tan enterado. No sería de extrañar que incluso supiera que Irena iba por las noches a visitarlo.
Puedes dormir en el barracón del aserradero, si quieres, que también es de mi propiedad, dijo el Sr. Mendieta.
Muchas gracias.
No me lo agradezcas. Te descontaré dos pesos por semana por el catre y las mantas. ¡Las chinches van sin cargo!, dijo el Sr. Mendieta, riéndose de su propio chiste, y el sastre y su ayudante se lo festejaron a las carcajadas.
Dios mío, tragó saliva Bernardo.
* * *
Será mejor que te tranquilices, viejo cerdo, masculló entre dientes Irena, al pasar al lado de Mac Grelag. No la vayas a espantar…
El acordeón seguía con su melodía, el músico cantaba con voz entonada.
“Bartolo tenía una flauta,
con un aujerito solo,
y las niñas le decían:
¡Toca la flauta, Bartolo!”
Mientras metía la leche dentro de la botella, con ayuda de un embudo de lata, Irena le dijo a la chica:
Si quieres ganarte unos pesos, puedes venir a darme una mano con la limpieza por las mañanas.
Jacinta ya se llevaba a Harald al cuarto que estaba tras la mesa de billar: era el primer turno de la tarde. El pelado escandinavo se dejaba conducir, echándole miradas anhelantes a la hija de Flora: como Mac Grelag, como el Chino, como los demás raqueros, que debían conformarse con ese par de gallinas viejas, teniendo a esa apetitosa palomita ahí adelante...
Puedas estar tranquila, dijo Irena, ninguno de estos borrachos viene a esa hora.
A mí me gustaría, doña Irena, pero no sé si mi madre…
Deja que yo hable con tu madre.
“Bartolo tenía una flauta,
su hermana una pandereta,
y su hermana la más chica,
se rascaba la…”
Irena terminó de llenar la botella y la cerró con el tapón a rosca. La niña hizo una reverencia y salió a las corridas del salón.
¡Espela, chiquilla!, la llamó el Chino.
¡Vuelve aquí!, le gritó Miguel.
Son un hato de animales, exclamó Irena, y tú el peor, Escocés.
Sin darse por ofendido, Mac Grelag dijo:
¿Sabes? Con una chiquilla como esa podrías hacer mucho más interesante este tugurio.
¿Crees que no lo sé? Hace tiempo que la vengo preparando, pero aún no está lista.
¿Por qué no?
El pez ya mordió el anzuelo, pero aún no está dentro del bote, dijo Irena.
Te daré cien libras por la primicia, dijo el Escocés.
¡Ja!, rio Irena. Eso se puedo arreglar. Dame un mes, y la tendrás.
Te daré una semana. Es lo que tardaré en salir en la próxima expedición.
¿Bromeas? ¿Tan desesperado estás?
Cuando quiero algo, lo consigo, dijo el Escocés.
Irena lo pensó un momento, antes de contestar. Era difícil, pero no imposible.
Al fin dijo:
De acuerdo, te la conseguiré. Pero deberás hacerlo sin violencia. No quiero problemas con las autoridades.
No te preocupes, dijo el Escocés. Puedo ser tan suave como la seda, cuando me lo propongo.
* * *
Está bien, dijo el Sr. Mendieta, no del todo convencido. Voy a darte una oportunidad. Ve a la ferretería y pide hablar con Da Souza, el encargado. Dile que yo te envié.
¿Ahora?
¿Para qué esperar?
Gracias, Sr. Mendieta, dijo Bernardo, no se arrepentirá.
Eso espero.
Bernardo ya no tenía más nada que hacer allí. Buscó su abrigo, se informó con el sastre sobre cuándo tenía que pasar a retirar su traje. El corazón latía esperanzado. Por fin iba a tener un lugar para él, y ganar algo de dinero. Iba a poder mandar el telegrama a su tío, y mantenerse a sí mismo, mientras le llegaba la ayuda. Ya no tendría que soportar los gritos de Irena, ni las humillaciones a las que lo sometía. Aunque claro, tampoco iba a tener…
Una sola cosa quiero advertirte, dijo el Sr. Mendieta: No trates de pasarte de listo conmigo.
¿De listo?
Donde te pesque llevándote sin permiso una sola tachuela de mis almacenes, o robándome una moneda de la caja, te aseguro que te arrepentirás. ¡Te aplastaré como una cucaracha!
No, señor Mendieta, dijo Bernardo, algo ofendido. Le aseguro que…
No soporto los ladrones. ¡Me dan asco!
Dicho esto, el Sr. Mendieta sacó su pitillera y extrajo de ella un cigarrillo. No le ofreció uno a Bernardo. No era más que su empleado.
¡Má qué bela cigarrera, signore Baltasar!, exclamó el sastre.
¿Esta? La tengo de hace años, dijo el Sr. Mendieta. Me la hizo su compatriota, Maese Pagliarulo, el mejor orfebre de Buenos Aires. ¿No lo ve? Tiene mis iniciales.
¡Ah, qué maraviglia!, exclamó don Chicho.
Y Bernardo, que ya se retiraba, alcanzó a ver, en el momento en el Sr. Mendieta cerraba la pitillera -de oro, por supuesto- el motivo grabado en la tapa: las letras B y M, una a cada lado de una solitaria flor de lis.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2018.
A continuación...
CAPÍTULO 43: LAS NOTICIAS VUELAN
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