Capítulo 41 – Una dama muy especial

Era una costumbre de Bernardo Augusto, dejar todo por la mitad: dejó inconclusos sus estudios, dejó a medias su noviazgo, e incluso su viaje a América se quedó por la mitad: tenía pasaje hasta la soleada California y sólo llegó hasta la sombría Punta Arenas, en el extremo sur del Continente.
El Capitán del S.S. Caledonia fue el que dio la orden de bajarlo del buque, tiritando de fiebre, por miedo a contagiara a otros miembros de la tripulación. Lo dejaron en el sector de moribundos del hospital portuario, a la espera de su triste final. El carpintero del lazareto claveteó un cajón de tablas sin cepillar. El sepulturero comenzó a cavar la fosa.
¿Y? ¿Aún sigue con vida?
Solo que, fiel a su costumbre, también a su viaje al Otro Mundo Bernardo Augusto lo dejó por la mitad. Es decir, no se murió. Cierto es que quedó pálido como un fantasma, y tan débil que apenas podía tenerse en pie.
Maldito seas, no haces más que causar problemas, le dijo el forajido que hacía las veces de enfermero, que ahí mismo decidió darle el alta, sacándolo a los tirones de la cama y poniéndolo de patitas en la calle.
Allí se quedó Bernardo, medio desnudo, sin un centavo, en ese lugar en el que no conocía a nadie, y ni siquiera hablaba el idioma.

Ah, ¿ya se despertó?
Si no fuera por esa mujer que lo recibió en su humilde taberna, en los arrabales del pueblo, Bernardo sin dudas se hubiera muerto: esta vez sí, de manera total y completa.
Le traje sopa de pollo. Tómela, le hará bien.
La Tabernera (¿cómo era su nombre?) lo había acomodado en la pequeña habitación que servía de despensa, en un jergón que ubicó entre unos barriles de vino y un tonel de cerveza, frente a una estantería con latas de pescados en conserva, frascos de aceitunas en vinagre, ristras de ajo, lonjas de carne ahumada y filetes de bacalao en salazón.
Muchas gracias, amable señora, dijo Bernardo Augusto, tan débil que no podía ni sostener la cuchara.
Déjeme a mí, dijo ella, tomando asiento en el borde del camastro y poniéndole ella misma las primeras cucharadas en la boca.
Bien. Así…
Una mujer de unos 40 años, muy delgada, que a pesar de prodigarle tantas atenciones no se mostraba del todo amable con él. Más bien parecía una enfermera malhumorada, que no hace más que cumplir con su obligación.
Muchas gracias, repitió Bernardo, que no lograba recordar su nombre, pese a haberlo escuchado varias veces en boca de los marineros que lo llevaron hasta allí.
Muchas gracias. Si no fuera por usted…
Lamentaba no poder pagarle por su servicios. Durante su breve estadía en el lazareto le habían robado hasta la ropa que llevaba puesta. Apenas si le dejaron unos trapos con qué cubrirse las vergüenzas.
La recompensaré, querida dama, dijo el muchacho, entre dos cucharadas. No seré una molestia para Usted por mucho tiempo. Enviaré un telegrama mi tío en California, y él…
¿Ah, sí? ¿Y cómo piensa hacerlo?, dijo la mujer. Aquí no hay telégrafo ni nada que se le parezca.
¿No hay? Entonces…
Abra la boca, vamos. Aquí, para enviar un telegrama, hay que confiarle el mensaje a algún tripulante de los paquebotes que hacen la carrera del Atlántico, y luego ellos lo despachan desde Montevideo.
¿De verdad? ¿Y cuánto tarda eso?
Con suerte, un par de semanas. Un mes...
¿De veras? Se sorprendió el muchacho. Realmente estaba en un confín del mundo.
Como pudo se incorporó en el jergón y trató de seguir tomando la sopa por su cuenta. No había ventana. Una débil luz entraba por la puerta que daba al salón.
¿Habrá por aquí cerca un consulado del Imperio Austrohúngaro?
¿Está bromeando?, dijo la Tabernera. Hay un cónsul honorario en Buenos Aires, y una legación oficial en Valparaíso, a dos mil millas de distancia. ¿Cómo piensa llegar hasta allí?
Tal vez, si les envío una carta… dijo Bernardo.
Escucha, niño, lo cortó la mujer, tuteándolo por primera vez. Esas cosas cuestan dinero y tú no lo tienes, así que…
¡Irena!, se escuchó el grito a través de las paredes. ¡Irenaaaa!
Una voz aguda, penetrante, que más bien parecía el chillido de algún animal. ¡Irenaaaaaa!
La Tabernera le pasó la cuchara.
Siga usted solo, ya que puede hacerlo.
Bernardo lamentó haberla hecho enfadar. Se incorporó como pudo sobre los codos, dijo:
Se-señora Irena…
Y ella, que ya había llegado a la puerta, se dio vuelta y esperó, a ver qué otra tontería nueva tenía para a decirle. Irena (así se llamaba, sí) llevaba puesto un vestido negro, largo hasta los tobillos, y sólidas botas masculinas, salpicadas de barro. Era alta, para ser mujer, de caderas angostas y el pecho liso como una tabla...
¿Qué tanto mira?, dijo ella, malinterpretando sus intenciones.
Yo… yo... balbuceó Bernardo.
¡Ni lo pienses, muchacho! Aquí tendrás una cama y un plato de comida, siempre y cuando lo merezcas, pero nada más.
Y cerrando puerta se marchó.


* * *

¡Vamos, chico! ¡Sirve otra ronda!
Un par de días después Bernardo comenzó su trabajo como camarero en el Salón Adriático, el pretencioso nombre de la taberna de mala muerte a la que había ido a parar. Él, que había sido el hijo de un hombre rico, ahora tenía que correr a las órdenes de sujetos de la más baja estofa: marineros, pescadores, soldados rasos e incluso presidiarios, que terminado su horario de trabajos forzados venían a echarse un trago de ginebra entre pecho y espalda.
¡Apúrate!, ¿quieres?
Y es que Punta Arenas era en ese entonces una colonia penal, fundada por el gobierno para poblar ese inhóspito rincón del país. Allí eran trasladados los desertores del ejército y los presos políticos, amén de varios delincuentes comunes y no pocos criminales.
“Relegados”, era la denominación oficial que recibían. No estaban confinados detrás de barrotes, como en una cárcel convencional, sino que andaban sueltos por el pueblo. De todos modos, de allí no había forma de escapar. Estaban en el Fin del Mundo, en mitad de un archipiélago de islas despobladas. La única salida era un canal de aguas heladas, que desembocaban al Océano infinito, y al Norte estaba el desierto, poblado por salvajes. Por las noches, los relegados iban a dormir a un barracón, en las afueras del pueblo. Eso, los que eran solteros. A los casados se les permitía ir a pasar la noche a su propia vivienda, si tenían buena conducta y cumplían con sus obligaciones sin rechistar. Vivían en la más absoluta miseria, en todo caso. Sus hijos deambulaban en harapos, sus esposas se las arreglaban como podían.
¿Y las mujeres, Irena? ¿Dónde diablos se metieron?
Eran precisamente las esposas de los relegados las que venían a hacer pequeños trabajos al Salón Adriático; las que dejaban por un momento las rudas tareas domésticas para alternar con los clientes, y, después de hacerles pagar un par de copas, los hacían pasar por una pequeña puerta, detrás de la mesa de billar.
¡Jeremy! Ve a buscar a Jacinta y a la Tuerta. ¡Que se apuren!
Algunas lo hacían por necesidad, porque no tenían otra manera de conseguir un mendrugo de pan. Otras ya eran prostitutas antes de venir a la Colonia, y el que en los papeles figuraba como su marido era su chulo en realidad.
¿Por qué tardaron tanto?
Tuvimos que darnos una lavada y cambiarnos, Doña Irena.
¿Para qué? Estos borrachos no notarían la diferencia.
Bernardo tardó en darse cuenta de que había ido a parar a una especie de prostíbulo. El descubrimiento lo dejó perplejo. Su experiencia en el tema era muy limitada. Sólo una vez había visitado en burdel, en su ciudad natal, y no se parecía en nada a este lugar. Aquel era un establecimiento de lujo, decorado como un salón de la alta sociedad: sillones de terciopelo, pinturas bellamente enmarcadas, candelabros dorados... Una orquesta tocaba canzonettas de moda y valses de Strauss.
Buenas tardes, señores. Bienvenidos.
Fue durante sus épocas de estudiante. Bernardo había ido allí para no perder apuesta con sus camaradas del liceo, aunque temblaba de miedo. Ni él se explicaba por qué. Las mujeres eran hermosas, con complejos peinados y elegantes vestidos, bajo los cuales asomaba la más delicada lencería.
Vamos. Es tu turno.
Sentada detrás de un mostrador, la Madama controlaba con ojo de águila todos los movimientos. El camarero les había servido una copita de anís, que debía de estar incluida en precio. Las chicas iban y venían, conduciendo a los caballeros a habitaciones con cortinas de damasco y lechos cubiertos de edrodones acolchados.
A Bernardo, que esperaba con impaciencia su debut en el amor, le tocó una joven letona o lituana, la mar de vivaracha, que hizo lo posible por tranquilizarlo.
Hola, mi nombre es Daria. ¿Quieres acompañarme?
Bernardo la siguió dócilmente, aunque a último momento le faltó el valor y escapó a la carrera del lugar.
¿Y este chico tan guapo?, preguntó la Tuerta. ¿De dónde lo sacaste, Irena?
¡Con este yo lo haría sin cobrar!, dijo Jacinta, y las dos festejaron la ocurrencia con una risotada.
En efecto, con el paso de los días Bernardo iba recuperando su peso y su semblante habitual. Ya empezaba a crecerle otra vez el pelo, que en el lazareto le habían esquilado al ras.
¡Oh, se puso colorado!, dijo la Tuerta.
¡Ven aquí, capullito!
El español de Bernardo era limitado todavía, pero le alcanzaba para entender lo que decían.
Dejen tranquilo al chico, par de urracas, dijo Irena.
¿Por qué? ¿Te lo estás guardando para ti?
Pe-permiso, dijo Bernardo, tengo que darle de comer a los animales.
Y tomando el cubo donde estaban las cáscaras de papa salió por la puerta de atrás.
Vuelve aquí, palomito. No te vamos a morder…
O tal vez sí, ja, ja, ja...
Bernardo salió al patio trasero, un rectángulo de tierra delimitado por una cerca de estacas. Media docena de gallinas con más piojos que plumas se acercaron a ver qué les traía de interesante. Baaaaa…, baló desde los lindes del terreno una cabra más flaca que la dueña.
El cielo se había cubierto de grises nubarrones. El viento soplaba del lado del mar. Desde donde estaba Bernardo podía ver la Colonia en su totalidad: las casas de tablas ennegrecidas por la lluvia casi permanente, los cercos de estacas delimitando los solares, el campanario de la parroquia y el torreón del Cuartel de los Artilleros, las únicas dos construcciones que se elevaban unos palmos sobre la chatura general. Un par de goletas fondeadas en la bahía se mecían a merced del oleaje. Un paquebote cruzaba las aguas del Estrecho, echando una pluma de humo que el viento no tardaba en deshacer.
Bernardo pensó en su tío, que ya habría viajado al puerto de San Francisco para recibirlo, y tal vez en este mismo instante estaba buscándolo entre los pasajeros que bajaban del S.S. Caledonia con sus bártulos.
¡Irenaaa!, llamaba la madre de la tabernera, que vivía encerrada en una pequeña habitación, en la parte de atrás de la taberna. ¡Irenaaaaa!
Calle abajo se alejaban Jacinta y la Tuerta, que al verlo hicieron un comentario y soltaron una risotada. Por Dios, qué mujeres horrendas, exclamó Bernardo. Si aquí todas eran como estas, su debut en el amor iba posponerse por un tiempo muy, muy largo.


* * *


Jeremy era el indio que estaba todo el día echado frente al Salón Adriático. El que abría la puerta a los clientes que se acercaban, o si veía a algún marinero vagando por las inmediaciones iba y le decía: ¡Míster, míster! ¿Querer biútiful lady? ¡Lindas chicas! ¡Mucho good, mucho good...!
Jeremy era originario de la Isla Navarino, en el Canal de Beagle, y había pasado los últimos quince años al servicio del Reverendo Reginald Hawkins, pastor de la misión anglicana de Ushuaia. De esta experiencia le habían quedado sus ropas europeas, donadas por feligreses de la diócesis de Londres: su levita de largos faldones, sus pantalones grises de tweed, el sombrero bombín algo gastado por el uso y un reloj de hojalata que Jeremy extraía del bolsillo de su chaleco y consultaba con atención, aunque ya hacía tiempo que había dejado de funcionar.
¡Míster! ¡Míster! ¿Querer linda girl?
Con su extraña mezcla del inglés de la misión y de español de Punta Arenas (dos idiomas de blancos, a fin de cuentas) Jeremy trataba de atraer al Salón Adriático a los marineros que gozaban de unas horas de permiso, o a simples pasajeros que bajaban de los buques durante la escala y daban una vuelta por ese curioso caserío, para luego anotar sus impresiones en los diarios de viaje con los que aburrirían a amigos y parientes.
Over here, míster! ¡Lindas chicas! ¡Mucho good!
Un trabajo para nada sencillo, teniendo en cuenta que el Salón Adriático no estaba precisamente en el centro del pueblo, y que desde el muelle hasta allí había otros establecimientos de aspecto más atrayante. El boliche del vasco Mendieta, por ejemplo, con su cancha palitroque (antecedente del bowling) o el almacén del ruso Braustein, en el que un napolitano tocaba melodías haciendo girar la manivela de un organito.
¡Very good comida, míster! Buenos drinks. Very limpia girls...
Mal que mal, a algunos convencía.
Por aquí, míster. Come in!
Jeremy se pasaba el día en la puerta del Adriático, sentado o de pie, sin dar muestras de cansancio o aburrimiento jamás.
¡Jeremy! ¿Dónde has metido? ¡Ven aquí!
En retribución por sus servicios, Irena lo dejaba dormir en un pequeño cobertizo que tenía en el fondo del terreno, junto a la cabra y las gallinas, y le cocinaba especialmente para él una bouillabaisse con cabezas de pescado, orejas de cerdo o alguna delicatessen por el estilo. Todas las tardes, a las cinco, lo dejaba que pasara a la mesa del rincón, a mordisquear un par de scones y a tomar su británico té.
A Bernardo le llamaba la atención lo delicado de sus modales: como se ubicaba bien erguido, sin apoyar los codos en la mesa jamás; como desplegaba su servilleta y como sostenía delicadamente su taza, levantando el dedo meñique en el ángulo adecuado. Los sábados por la tarde se iba a visitar a una novia que tenía, probablemente otra india, o la esposa de algún colono.
¿No tiene frío, todo el día ahí?
¿Cómo va a tener frío? Es un indio.
Durante el día daba sorbitos a una petaca con un ponche elaborado por él mismo, mezcla de caña quemada y alcohol metílico. Jamás se emborrachaba, salvo dos veces por año: para la Natividad de nuestro Señor Jesucristo y para el cumpleaños de la Reina Victoria.
Tiene todos los vicios del hombre blanco, y ninguna de sus virtudes, decía el Padre Tadeusz, juzgándolo tal vez con demasiada severidad.
Aún así, Irena lo necesitaba. Desde la muerte de su marido, Jeremy era el que se encargaba de poner orden en la taberna cuando la situación se salía de control. Era fuerte como un toro, y no le tenía miedo a nada –salvo al Reverendo Hawkins, que pretendía llevarlo de nuevo a la misión. Cuando Jeremy veía el velero del Reverendo entrando en la bahía, con la Union Jack flameando del mástil principal, no le alcanzaban las piernas para salir a la carrera.
Tampoco al padre Tadeusz le hacía ninguna gracia ver llegar al puerto al ministro de una religión diferente a la suya, ni que la Colonia se encontrara repleta de herejes: protestantes, ortodoxos y hasta un par de judíos.
¡Todos y cada uno de ellos condenados a las llamas del infierno!, decía el viejo sacerdote, que debía tomar al Salón Adriático como una extensión de su parroquia, ya que venía algunas noches sí y otras también a predicar desde sus mesas, mientras se bajaba los vasos de Zubróvka que Irena le escanciaba.
¿Y tú, muchacho, cómo te llamas?
Bernardo Augusto, padre, respondió Bernardo, que en ese momento barría la viruta de madera que ponían sobre el entablado para que absorbiera el barro de las pisadas.
¿Y tu apellido?
Eh… Caledonia.
El cura levantó una ceja.
¿No serás sefardí?
No, padre. No lo creo.
Mejor así. ¡No queremos más herejes aquí!
El padre Tadeusz había emprendido una cruzada personal, con el objetivo de convertir o erradicar de la Colonia a cualquiera que no fuera un católico confeso. Una tarea para la cual había contado con la inestimable colaboración del anterior gobernador militar. Pero, desde hacía algo más de un año, con la llegada de las nuevas autoridades, su trabajo se había dificultado. El nuevo Gobernador era un librepensador militante y un masón, que no sólo alternaba con los anticristos, sino que incluso los mandaba a buscar. Había enviado un representante a recorrer varias ciudades del norte de Europa, ofreciendo pasaje gratis y manutención por seis meses a quienes quisieran venir a poblar el pueblo y su zona circundante. ¡Como si sirviera para algo! Apenas los nuevos colonos veían el villorio miserable que era Punta Arenas, y sentían en los huesos el frío que hacía, pegaban la vuelta en el primer barco que pasaba.
No todos, padre, dijo Irena. Algunos resistimos.
No lo decía por usted, señora Šuker. Usted y su difunto marido, que Dios lo tenga en la gloria…
Además, añadió la Tabernera, nosotros llegamos con el anterior gobernador.
¡Ese sí que era un funcionario como Dios manda!, dijo el cura. Un hombre honesto, bueno…
¡Para quedarse con lo ajeno!, completó la frase uno de los bebedores, y el resto de los parroquianos lo festejó con sonoras carcajadas.
¡Al menos con él se podía estar en paz!, se indignó el padre Tadeusz. Era un hombre justo y tolerante, que vivía y dejaba vivir. No exigía tributos desproporcionados, ni abrumaba a los pobres con exigencias disparatadas. ¡A la gente como ustedes, hato de imbéciles!
En eso le dieron la razón. A diferencia de su predecesor, el nuevo gobernador militar ejercía su autoridad con mano de hierro. La peor parte se la llevaban los relegados, obligados a realizar trabajos extenuantes, y los soldados de los escalafones más bajos, castigados con palos y azotes ante la menor falta disciplinaria.
¡Aquí no se puede exigir el cumplimiento de las leyes de manera tan estricta, como en otras partes de esta gloriosa nación!, dijo el cura. A fin de cuentas…
El padre Tadeusz pareció haber perdido el hilo de lo que estaba diciendo. Se bajó lo quedaba de su vaso. Como si el alcohol lo ayudara a aclarar sus ideas, agregó:
¡Vamos, que nadie vive en este maldito agujero por su propia voluntad! ¡Aquí todos somos desterrados!
¿Usted también?
No, dijo el cura. Yo no.
¡Diga la verdad, padre! ¡Lo mandaron aquí por correr tras las faldas!, se hizo eco de las burlas otro alegre bebedor.
¡Yo vine aquí para salvar sus miserables almas, piara de cerdos!, estalló su puño contra la mesa el sacerdote polaco, ¡Pero ya veo que no sirvió de nada!
Confiéselo, padre. ¿Cuántos angelitos fabricó con las hermanas del convento?
¡Sólo debía arremangarse la sotana, jaja!
Psiá krev! Cholera! ¡Váyanse todos al diablo!
Irena volvió a llenarle el vaso de aguardiente, y el cura se lo zampó de un trago.
Se dirigió nuevamente a Bernardo.
¿No eres el joven al que bajaron medio muerto de un barco?
Ya estoy mejor, padre, respondió humildemente Bernardo.
Mejor para ti, dijo el Padre Tadeusz. Espero verte en la misa el próximo domingo. No querrás ser arrojado al fuego del infierno tú también.
No, padre.
¡Irena!, comenzó a gritar la madre de la tabernera desde su habitación. ¡Irenaaaaaaa!
Irena se puso de pie. Dijo:
Yo no le temo al infierno, padre. Ya estoy en él.


* * *

En algo tenía razón el viejo sacerdote, y era que nadie estaba en Punta Arenas por su propia voluntad. Empezando por los relegados, cuyo castigo era venir a poblar esta región, y también por los soldados que debían vigilarlos, asignados a esa tarea como castigo por infracciones en sus respectivos regimientos; siguiendo por los empleados públicos, que escribían una solicitud tras otra pidiendo que los asignaran a otro destino, y por la mayoría de los colonos, que esperaban hacer fortuna para marcharse cuanto antes de allí.
¡Arre!
Esas y otras cosas le iba explicando Irena, mientras iban precisamente a la parcela de un colono que se aprestaba a partir, y vendía las tablas y las chapas de la que había sido su vivienda.
Construiremos una pequeña cabaña para ti, separada de la casa, dijo la Irena, que iba conduciendo la carreta de un vecino. Ahora que ya te recuperaste, no es bueno que sigamos bajo el mismo techo. Ya bastante habla la gente, sin que le den motivo...
Pero..., se atrevió a decir Bernardo, que iba sentado junto a ella en el pescante, yo no pienso quedarme aquí mucho tiempo. Cuando pueda hacerle llegar el telegrama a mi tío…
¿Y cómo piensas hacerlo? No tienes un centavo.
Se movían con dificultad sobre el empedrado desparejo de la calle principal. Las ruedas de madera daban bandazos contra las lajas.
Tal vez, si usted pudiera darme algo dinero, a cambio de mi trabajo…
Doblaron por una calle transversal, que a causa de las últimas lluvias se había convertido en un lodazal.
¿Así que quieres dinero?
No mucho, Frau Šuker. Sólo para…
¿Con todos los gastos que me ocasionas, aún quieres dinero?
Irena hizo restallar el látigo sobre el lomo del caballo.
Te hice la caridad de recibirte, cuando no tenías dónde caerte muerto. ¿No es verdad?
Sí, Frau Šuker.
Me apiadé de ti, porque eras mi paisano, y tú, en compensación…
Llegaron al lugar. Irena se puso a discutir con el vendedor, tratando de conseguir unos centavos de rebaja al precio que ya habían acordado. La transacción pareció peligrar.
¿Qué esperas? Carga todo de una vez, le dijo a Bernardo, que seguía parado a un costado, sin saber qué hacer.
Se pusieron de acuerdo, finalmente. De mala gana y refunfuñando, el colono ayudó a Bernardo a subir las tablas. Las chapas tenían agujeros donde habían estado los clavos, Bernardo se hizo un tajo en la mano con una rebarba.
¿Lo ves?, se mofó Irena. No puedes hacer nada a derechas, y pretendes que te pague.
Bernardo se pasó saliva por la herida, como vio que hacían otros cuando se lastimaban.
¡No has tenido un trabajo honesto en tu vida! ¡Inútil! ¡Bueno para nada!
Le pido disculpas, Frau Šuker.
¡Apúrate, que me estoy congelado!
Cruzaron otra vez el pueblo, en sentido contrario. Un pueblo donde todo era gris: las casas, el cielo, el mar. Un grupo de relegados limpiaba una cuneta, bajo la torva mirada de dos soldados. Un par de chiquillos andrajosos se acercaron peligrosamente al carro, extendiendo las manos para pedir una limosna.
¡Háganse a un lado, granujas!
Una mujer con un cesto de ropa pasó haciendo equilibrio sobre el tablón que habían puesto para cruzar la calle empantanada.
¡Adios, Doña Irena! ¡Pronto iré a verla!
La campana de la parroquia marcaba las diez de la mañana. En lo alto del Regimiento de Artilleros (una estructura de lo más curiosa, con una torreta de madera similar a un palomar), un hombre de uniforme observaba los alrededores con su catalejo. El lente emitió un destello cuando lo apuntó hacia la carreta.
¡Es él!, dijo Irena.
¿Quién…?
¡No lo mires! ¡No lo mires, imbécil!
Delante del Salón Adriático ya estaba apostado Jeremy, como un granadero frente al Palacio de Buckinham. La llegada de la carreta no pareció despertarle el menor interés. Sacó su reloj de hojalata del bolsillo de su chaleco, consultó la hora, lo volvió a guardar…
A Bernardo no le quedó más remedio que descargar él solo las maderas y las chapas, lastimado y todo como estaba.
¡Irenaaaaaa!, llamaba la loca desde su reducto.
Irena caminó dando zancadas con sus pesadas botas, a las que se habían adherido sendas capas de barro. Su larga falda se le pegaba a las piernas, marcando sus fúmures y tibias. Por Dios, qué flaca es, pensó Bernardo. Baaaaa… baló la cabra, que miró a Bernardo con sus pupilas amarillas, como dándole la razón.

* * *

No, a Bernardo no le parecía que Irena y él fueran paisanos. Los dos provenían del Imperio Austrohúngaro, sí, y eran súbditos de su Alteza Real, el Emperador Francisco José, pero allí terminaban las similitudes. Bernardo era originario de Temeschwar, una de las ciudades más bellas y pujantes del Imperio (con magníficos palacios, bellos teatros, modernos tranvías a caballo y un alumbrado público que era la envidia hasta de París), mientras que Irena provenía de una miserable isla de la Costa Dálmata, de un pueblo de granjeros que a duras penas lograban sacarle unas hortalizas a la pedregosa tierra. El padre de Irena tenía un pequeño viñedo que mal que mal les permitía subsistir, hasta que la peste de filoxera llegó a la isla y acabó con todas las plantas de vid.
Un maldito gusano que infesta desde el tronco a la raíz, dijo Irena. En un par de meses años acabó con viñedos de más de doscientos años.
Irena era la mayor de doce hermanos, y estaba en una situación desesperada, hasta que un hombre llegado del Nuevo Mundo la vino a rescatar.
Branko era un muchacho de su isla, que había emigrado a América unos diez años atrás. Había vivido en el Caribe y en Brasil antes de hacer fortuna en Buenos Aires, en el comercio textil. O eso fue lo que dijo, al menos. Llevaba ropas muy finas y fumaba un tabaco tan dulce como nadie en la isla había olido jamás.
Pidió mi mano a los cinco minutos de conocerme, y mi padre aceptó encantado. ¡Una boca menos que alimentar!
Irena le contó todo eso por la noche, después de echar a la calle al último borracho. Se acomodó al otro lado del mostrador, en taburete alto; puso sobre la barra dos vasos y una botella de ron. Bernardo acomodaba en ese momento los bancos patas arriba sobre las mesas, antes de dar la última barrida.
Deja eso para mañana, muchacho. Ven aquí.
Quién sabe, tal vez era su forma de disculparse por haberlo tratado tan duramente. Le sirvió un vaso, le dijo: Vamos, bebe tú también.
Un ron de las Antillas que le quemó como fuego la garganta. Bernardo no pudo pasar del primer sorbo. Se puso a toser, le saltaron las lágrimas.
Como sea, cuando llegamos a Buenos Aires me di cuenta de que su riqueza era sólo un invento. Branko no tenía donde caerse muerto. Soñaba a lo grande, eso sí. Emprendía negocios fabulosos que siempre terminaban en desastre. Nos mudábamos de una casa de inquilinato a otra, para escapar de los acreedores.
Irena encendió un cigarrillo. Dijo:
Branko consiguió que lo nombraran encargado de una plantación de algodón en Paraguay. Seis meses vivimos en la selva, talando árboles y roturando la tierra. Branko tenía más de cincuenta nativos a su órdenes, unos salvajes a los que era imposible hacer trabajar como corresponde, por más azotes que les diera. Le tomaron un odio ciego a mi marido, y una noche prendieron fuego la casa en la que vivíamos, con nosotros dentro. De milagro logramos escapar.
De una viga colgaba una lámpara a querosén, que le daba al cabello encanecido de la Tabernera tonalidades amarillas. El brillo de la llama refulgía en sus ojos claros. Quién sabe, pensó Bernardo. Tal vez fue una bella mujer, alguna vez.
Volvimos a Buenos Aires, siguió contando Irena. Fueron tiempos difíciles, te lo aseguro. Muy difíciles. No tienes idea de lo que he tenido que hacer para sobrevivir.
Bernardo estaba cansado, dijo lo primero que se le vino a la cabeza.
Sí, me imagino.
No, dijo ella. ¿Cómo podrías imaginarlo? No sabes nada de la vida, eres un crío.
En la cocina se consumían los últimos trozos de leña, las brasas que debían mantener el lugar caliente hasta la mañana siguiente.
Fue entonces que nos enteramos de la oferta del Gobernador de Magallanes, que había empezado a reclutar colonos en Buenos Aires. Colonos europeos, desde luego: la gente de estos países no sirve para nada. Branko pensó que sería una buena idea cambiar de aires, sobre todo si no había que pagar el pasaje. Además, hacía poco había matado a un sujeto en una pelea, y sus secuaces lo buscaban para vengarse.
Vaya, pensó Bernardo, ese tipo era un verdadero rufián.
Vinimos aquí, finalmente. Branko era hombre muy fuerte, y además muy hábil. A este lugar que aquí ves lo construyó en unos pocos días, sin ayuda de nadie. El Salón Adriático funcionó muy bien, por un tiempo, pusimos una especie de casino. Se jugaba fuerte a los dados y a los naipes. Branko le hizo hacer a un carpintero de Buenos Aires una ruleta igual a las del Casino de Montecarlo. Los marineros y los cazadores de lobos no iban al boliche de Mendieta o al tugurio de Braunstein, en esos tiempos: venían aquí.
Irena prendió un nuevo cigarrillo con la colilla del anterior. Dejó salir una espesa bocanada. Dijo que, desde luego, un negocio como ese no era nada fácil de manejar. Sobre todo cuando, después de perder hasta la camisa, los jugadores comenzaban a sospechar que los dados estaban cargados, que los naipes tenían un dibujo sospechoso en el reverso, o que la bolita de la ruleta siempre caía en el número que al Salón Adriático le convenía más. Se armaban verdaderas trifulcas, y hacía falta un hombre como Branko para reestablecer la paz. Más de un cráneo terminó roto de un cachiporrazo, más de un revoltoso se llevó de recuerdo una bala en la osamenta. Los soldados del Regimiento de Artilleros hacían la vista gorda, el oficial a cargo recibía su tajada.
¡Fueron los buenos tiempos!, exclamó Irena, esbozando algo parecido a una sonrisa. Pudimos ahorrar algún dinero. Compramos una carreta y un hermoso par de caballos, y yo pude pagar el pasaje de mi madre… Luego llegó el nuevo gobernador y todo se fue al diablo. Se prohibieron los juegos por apuestas. Nuestra hermosa ruleta fue destrozada a hachazos por los soldados…
La voz le salía rasposa, para ese momento, ya debería estar borracha. A Bernardo se le cerraban los ojos, tuvo que contenerse para no bostezar.
Branko se dedicó entonces al comercio de pieles, pero no era lo mismo. Murió poco después.
Ah, dijo Bernardo, para quien el relato había terminado de forma demasiado abrupta. Había algo que no terminaba de cuadrar.
¿Cómo murió?, se atrevió a preguntar.
Un hombre como ese no podía haberse ido de este mundo de manera pacífica, pensó.
Lo mataron, dijo Irena. Iba hacia el Norte, con un cargamento, cuando unos malditos lo emboscaron y lo asesinaron.
¡Ah!, dijo Bernardo, que cada vez entendía menos. Al Norte estaba el Desierto, el territorio tehuelche. ¿Qué diablos había ido un blanco a hacer allí?
La lámpara emitía un chisporroteo intermitente. La mecha casi se había consumido.
Es tarde, dijo Irena. Vete a dormir.
Bernardo no se hizo de rogar. Entró a la despensa, cerró la puerta y se desvistió. Se metió bajo las mantas y sopló la vela del candil. Estaba exhausto, y sin embargo le costaba conciliar el sueño. Mil pensamientos le daban vuelta por la cabeza. Le parecía increíble estar en ese lugar de mala muerte, al servicio de esa mujer extravagante, y alternar con esa gentuza de la peor calaña. Tengo que mandarle el telegrama al tío Natalius, pensó. El telegrama… O una carta…
La lluvia se hizo más fuerte. Las gotas caían como guijarros sobre el techo de chapa. Bernardo no estaba ni dormido ni despierto cuando un ruido lo sobresaltó. En la total oscuridad, alguien había abierto la puerta y había entrado.
¿Qué? ¿Quién… ?
Era la Tabernera, que ahora levantaba su manta y se acostaba junto a él.

* * *

Una pequeña rendija entre dos tablas le indicó que ya era de día. Había dejado de llover. Bernardo se levantó de un salto, buscó el orinal. El pequeño recinto que le servía de dormitorio estaba helado, pero su pecho ardía de emoción: ¡al fin había tenido su debut en el amor!
Todo había sucedido en la más completa oscuridad. Los besos, los abrazos, las palabras que Irena le había susurrado en el dialecto de su isla y que vaya a saber qué diantres querían decir. Era un saco de huesos, es verdad, y tenía al menos el doble de su edad, pero qué dulce podía ser. Bernardo se sintió conmovido. Tenía ganas de gritarle al mundo su felicidad. Terminó de vestirse a las apuradas y salió de su cubículo. Allí estaba ella, con el pelo envuelto en un pañuelo, cargando un balde que parecía demasiado pesado para sus fuerzas. Bernardo no pudo contenerse. Nomás al verla exclamó:
¡Irena!
La Taberbera se detuvo en seco. Con el gesto duro y la voz que ya le conocía le dijo:
¿Cómo me llamaste?
Bernardo quedó desconcertado.
Eh… Yo…
¿Cómo me llamaste, mocoso insolente? ¿Quién diablos te dio tanta confianza?
Discúlpeme, Frau Šuker…
El salón no estaba vacío. En la mesa del rincón, Jeremy hacía girar la cucharita dentro de su taza de té. El indio no dio muestras de haberlo visto. Miraba hacia afuera con expresión reconcentrada.
¡Ponte a trabajar, vamos! ¿Dónde te piensas que estás?
Sí, Frau Šuker.
Ve a buscar más agua al pozo. ¡Muévete, maldito holgazán!
¿Es que acaso lo soñé?, pensó Bernardo, que de esa manera comenzó una nueva y dura jornada de trabajo. Fue y vino varias con el balde por el terreno embarrado, dentro de las botas de goma del finado marido de la tabernera, que le quedaban un par de números más grandes.
Trae más leña del cobertizo. ¿No ves que se está terminando?
La mujer no hizo referencia a lo que habían vivido durante la noche. ¿Tan borracha estaba, como para haberlo olvidado? Tal vez quería disimular delante de Jeremy, llegó a pensar Bernardo. Tal vez cuando el indio se vaya venga a darme un beso y nos riamos juntos de todo este asunto.
¿Todavía estás ahí? ¡Muchacho inútil! Ve a llevarle el maíz a las gallinas, y fijate si pusieron algún huevo, las condenadas.
Otro día nublado y con viento. En la bahía, un barco hacía sonar su bocina, anunciando su partida. Llegaban los primeros clientes a tomar su desayuno líquido, una copa de vino o de aguardiente, a la que alguno le agregaba una taza de café de achicoria, endulzada terrones de azúcar grisácea.
¡Bernardo! ¿Dónde te metiste? Ve a buscar más cerveza del barril. ¡Procura no volcarla, esta vez!
Era la hora en que venían los vendedores ambulantes, campesinos que bajaban de los cerros circundantes con hatos de hortalizas sobre el lomo de sus mulas, con carne de res o de cerdo, o algún ave ya desplumada. Un cencerro anunciaba el paso del lechero, que ordeñaba a su vaca ahí en la puerta, sentado en su banco de una sola pata.
Una monedita. Una monedita, por amor de Dios…
También un par de mendigos, tullidos, ciegos o lunáticos, que eran expulsados por Irena ni bien cruzaban el umbral.
¡Fuera de aquí, vagabundo! ¡Consíguete un trabajo!
A Irena no la conmovían ni lágrimas ni ruegos, ni que le trajeran críos harapientos, con los mocos colgando.
Por caridad, doña Irena... Dame algo para mi niño, que tiene hambre…
Si no puedes alimentarlos, mejor cría cerdos, así al menos te los comes.
Por favor, madrecita…
¡Vamos, fuera de aquí!
Y a Bernardo, que miraba con angustia la escena, le dijo:
No te dejes engañar, estos criollos son unos embusteros. El dinero que les dé se lo irán a gastar en vino a otra parte. Dicen que tienen hambre, pero si les dan un trozo de pan, lo tiraran antes de llegar a la esquina. No pongas esa cara, no los conoces como yo.
Irena no perdía ocasión de cargar contra los naturales del país, unos buenos para nada del primero al último.
Si no fuera por nosotros, los europeos, repetía todo el tiempo.
No podía ni verlos, a los criollos. Los tenía entre ceja y ceja. La única excepción parecía ser Flora, la lavandera, que pasaba un par de veces por semana con su cesto a buscar la ropa sucia.
Güenos días, Ña Irenita…
Una mujer débil y gastada, de muy mal semblante, que hablaba con una jerga del Norte que a Bernardo se le hacía incomprensible.
Irena se mostraba extrañamente solícita con ella. Le servía una taza de té caliente, le escuchaba las cuitas. Y las cuitas de Flora tenían que ver con la dura vida que llevaba, lo mucho que tenía que trabajar todo el día, lavando ropa y pegando botones para esos malditos gringos, que buscaban cualquier excusa para no pagar.
Aprovecháos, tacaños… Esta mañana, sin ir más lejos…
Flora detestaba a los europeos, aunque con Irena parecía hacer una excepción.
Dos días refregando, Ña Irenita, mire como tengo las manos. Tóo pa que esa vieja sinvergüenza…
Flora no pudo terminar la frase porque se largó a toser. Un acceso de tos persistente, desgarrador, que parecía no tener fin. Sacó un pañuelo para taparse la boca. Irena le dijo a Bernardo en alemán:
No te arrimes demasiado a ella. Está tuberculosa.
Ella, sin embargo, no tenía problemas en acercarse a la pobre lavandera, y palmearle la espalda, y ofrecerle un poco de leche tibia para calmar sus bronquios baqueteados.
Bebe esto, Flora. Está recién ordeñada.
Gracias, Ña Irenita. Mañana le chraigo tóo bien limpito, pos.
Está bien, Flora. No hay prisa.
Le tenía paciencia, la Tabernera. Bernardo pensó que tal vez no fuera una mujer tan dura, después de todo.


* * *

Por la tarde se largó a llover otra vez. En el patio de atrás, junto al cobertizo, se empapaban las tablas que habían traído el día anterior. El agua se escurría por las chapas acanaladas, sobre las que habían puesto palos y piedras, para evitar que las volara el viento. ¿Quién construiría su cabaña? Él no sabía cómo hacerlo, y con Jeremy no se podía contar. El indio le escapaba al trabajo físico como a la peste, ya bastante había trabajado cuando estaba en la misión.
El grueso de los clientes no empezaba a caer al Salón Adriático sino hasta pasadas las cinco de la tarde. Estibadores del puerto, loberos, los escalafones más bajos de la soldadesca... Corría el vino rebajado con agua y la cerveza mezclada con alcohol de quemar. Irena hacía su química detrás del mostrador, adulterando las bebidas a medida los parroquianos estaban más embriagados. Jacinta y la Tuerta atendían por turnos en la piecita que estaba al otro lado de la mesa de billar.
¿Y usted, señora Irena? ¿Cuándo me hará el honor...? dijo tomándola de la mano el Cabo Contreras, un criollo aindiado que hacía de cabecilla del grupo de soldados.
El día que las ranas críen pelo, dijo la tabernera.
¡Cuidado!, dijo el Cabo Contreras. ¡Tal vez ya tengan el peine en la mano!
¡Ja, ja, ja!
Estaban borrachos y se reían por cualquier cosa.
¡Chico! ¡Trae más vino! ¡Que sea del bueno, no de ese veneno que le sirves a los presidiarios!
No todas eran bromas. Abundaban las quejas contra la carestía de la vida, la avaricia de los comerciantes y la prepotencia de las autoridades. Se multiplicaban las protestas contra el Gobernador, al que acusaban de todos los males, hasta del mal clima.
Ganas no me faltan, cuando lo veo salir al torreón, de levantar la carabina y…
¿Tú? No tienes el valor…
Con el alcohol las voces se hacían más decididas, las declaraciones más osadas.
Te lo juro. Si esto sigue así…
De todos modos, no tienes tanta puntería, Nicasio…
A Irena no le gustaba el cariz que tomaba esa conversación. Detestaba al Mayor García Lacroix tanto como ellos, pero no quería que su boliche se convirtiera en una cueva de conspiradores. El Gobernador tenía espías por todas partes, y bastaba su simple palabra para deportar a cualquier colono de allí.
Señores, ya va siendo hora de cerrar.
¿Cómo? ¿Ya son las diez? No escuché la campana de la parroquia.
¡Porque estaban ocupados hablando estupideces! Fuera, vamos. Terminen sus tragos y lárguense. Ustedes también, les dijo a los que jugaban al billar.
¡Aún no acabamos la partida!
Bernardo sintió un cosquilleo en todo el cuerpo cuando la vio correr las cortinas y trabar la puerta. ¿Qué iría a pasar? Durante toda la tarde había observado de reojo a su patrona, buscando al menos una mirada de complicidad.
Irena pasó detrás del mostrador y se puso a acomodar los vasos sucios en el fuentón con agua jabonosa. Jugándose el todo por el todo, Bernardo dejó su escoba apoyada contra una mesa y caminó hacia ella, tratando de no hacer ruido con sus pisadas. Se acercó por detrás y la abrazó.
¿Vendrá esta noche a verme, Frau Šuker?
Ella siguió con su tarea, como si no pasara nada.
Te quedó gustando, ¿eh? No eres más que un cerdo, como todos los hombres.
Bernardo se inclinó hacia su cuello y lo besó.
Será mejor que me sueltes. ¡Apestas!
Puedo darme un baño rápido, si quiere.
Siempre había un pequeño caldero sobre la salamandra, y en la despensa una esponja y una jofaina esmaltada.
¿Vendrá a visitarme, Frau Suker?
No lo sé. Ya veremos.
Bernardo se aplicó a su tarea, refregándose con una tosca barra de jabón de potasa. Se secó con una tela de arpillera y se metió en el lecho, carcomido por la ansiedad. Los minutos parecían eternos, Irena al fin llegó.
¿Aún estás despierto, pequeño canalla?
Ella también debió estar preparándose, porque olía muy bien. Tenía aliento a licor, pero no estaba borracha. Bernardo tragó saliva.
Señora Šuker…, musitó.
Niño idiota, llámame Irena… Solamente cuando estamos aquí.
Irena dejó el candil sobre un estante. Se deshizo de un tirón el moño de su camisón.
Hazte a un lado, ¿quieres?
No era una chiquilla, pero qué bien acariciaba su cuerpo, qué bien lo besaba…
Irena… Irena…
¡Cállate! ¿Quieres que te escuche mi madre?
Bernardo se despertó en mitad de la madrugada, con la Tabernera abrazada a él. Se desprendió de su abrazo lo más delicadamente que pudo, para no despertarla.
No quería usar el orinal allí dentro, le daba vergüenza que ella lo escuchara. Se calzó las botas del finado y con apenas un abrigo sobre los hombros salió al patio de atrás.
No hacía tanto viento. En el cielo tachonado de estrellas se insinuaba el resplandor del amanecer. Bernardo Augusto respiró, dejando entrar el aire frío a sus pulmones mientras el chorro caía ruidoso y abundante.
Master Bernie…
Bernardo casi salta por el aire.
¡Jeremy! ¿Qué haces aquí?
Máster Bernie, tú good muchacho, dijo el indio. Mucho good boy. Mucho good…
La escasa luz alcanzaba para adivinar su rostro, como de piedra tallada.
¡Tú out of here, Máster Bernie! ¡Pronto, fuera de aquí!
¿Po-por qué...?
El indio se sacó su sombrero de dandy londinense y se rascó la pelambrera. Dijo:
Miss Irena, ella bad woman. ¡Mala mujer!
¿Por qué lo dices? Jeremy, espera…
Pero ya Jeremy se alejaba, murmurando:
Ella mucho bad. Mucho bad…


* * *


Irena ya no estaba, cuando regreso. Muerto de fatiga, Bernardo se tendió sobre el lecho. El bruto del marido de Irena se le apareció en sueños, un gigante de barba rojiza con el puño del tamaño de un martinete.
¡Maldito! ¡Qué estás haciendo con mi mujer! ¡Te mataré!
Bernardo se despertó, volvió a dormirse. Vio que un viajero llegaba al Salón Adriático. Un señor bajito y rechoncho, con un traje impecable y una gran sonrisa.
¿No me reconoces, sobrino?
¡Tío Natalius! ¡Eres tú!
Bernardo no lo podía entender. ¿Es que había recibido el dichoso telegrama? No recordaba habérselo enviado.
Ven conmigo, el barco está por zarpar.
Sí, tío. Sólo déjame recoger mis cosas.
¡Niño idiota!, le decía en sueños Irena. ¿Aún quieres dinero? ¿Dónde te piensas que estás?
El barco hacía sonar su sirena. El tío Natalius se alejaba calle abajo.
¡Espérame, tío! ¡Espera, por favor!
Unas voces, y el sonido de unas botas que hacían temblar el entablado. Bernardo abrió los ojos. No era un sueño esta vez.
La puerta de la despensa se abrió. Entraron dos soldados.
¿Eres tú el que bajaron enfermo de un barco?
S-Sí…, dijo Bernardo Augusto.
Vístete. Vas a venirte con nosotros al cuartel.
Pe-pero… ¿Por qué…?
Su excelencia el señor Gobernador quiere verte. ¡Vamos, apúrate!


© Emilio Di Tata Roitberg, 2018.
 

A continuación...

CAPÍTULO 42: LA VISITA AL GOBERNADOR 

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Datos históricos tomados del libro “Punta Arenas, primer medio siglo”, de Mateo Martinic, de “Los indios del último confín”, del pastor Thomas Bridges, y del Diario de viaje de Lady Florence Dixie por la Patagonia Austral (1879).