Capítulo 40 - Abuelo y Nieto

Puerto Natales, 2018. 

No hay nada que hacerle, a sus ochenta y dos años y moneda, Berni el Palomo sigue siendo un coqueto incorregible: no acepta que se le vea ni una sola cana. Se revisa cada mañana frente al espejo, y apenas ve que empiezan a asomarle los canutos blancos corre a pedirle a Laura que le dé un retoquecito en las raíces. 
¿Te parece, tío? Ni se te nota...
Berni la mira con tal cara de desazón que su sobrina, por más ocupada que esté, siempre termina por decirle: Está bien, tío. Andá que ya te la preparo. 
Berni entonces va y se acomoda frente al espejo del hall, en el sillón de barbero que aún conservan de los viejos tiempos. En la radio suena una suave melodía. Se escuchan pasos en la escalera. 
Hey, Bernie, my man!, lo saludan unos chicos norteamericanos que bajan a tomar el desayuno. 
Yes, yes, dice Berni. 
Es una mañana gris. Por la ventana se ve el cielo arremolinado de nubes y las montañas nevadas al otro lado del canal. 
Salut, Bergní!, dicen unas chicas suizas que aparecen poco después por el pasillo de atrás. Ça va? 
Yes, yes, dice Berni, abstraído en sus propios pensamientos. Laura llega al fin. 
¿Y tío? ¿Estamos listos? 
Le coloca la bata de plástico y enciende los focos del espejo, doce en total. Un espejo de artista, el que usaban las chicas para maquillarse antes de salir a escena. Otro recuerdo de las viejas épocas, cuando en vez de la elegante hostería que tienen ahora funcionaba La Sirena, el cabaret más renombrado de la Patagonia Austral. 
¡Qué se le va a hacer!, piensa Berni el Palomo con nostalgia. Los tiempos cambian y uno se tiene que adaptar. En esos años los que traían el dinero eran los marineros, los pescadores y los mineros del carbón -gente ruda, amante de las diversiones fuertes-, y hoy son los gringos que vienen a hacer caminatas por el parque nacional Torres del Paine, que lo único que piden son sábanas limpias y buena señal de wi-fi. 
Buenos chicos, en el fondo, que alucinan con los atuendos estrafalarios del Palomo, con sus batas estampadas, sus sombreros y bastones, propios de un proxeneta de los años 70. Se sacan selfies con Berni, le buscan conversación, aunque él no les entiende un soto. Nunca fue bueno para los idiomas. Le parecen todos un rejunte de sonidos incomprensibles, como ladridos de perro. 
Ella, en cambio, habla tan bien el francés…, suspira Berni, mientras su sobrina le aplica la mezcla de tintura y agua oxigenada en los pocos pelos que le quedan, en las cejas y el bigote.
¿Ah, sí? 
El inglés no tanto, pero se defiende… 
Se refiere a la Polaca, por supuesto, su compañera sentimental y socia de aventuras por más de treinta años. La misma que, cuando el tío Berni cayó enfermó, lo abandonó por un stripper colombiano, después de vaciarle la cuenta bancaria y de robarse todos los ahorros en común. 
¿Eso hizo?, preguntó Laura asombrada, la primera vez que Jovita se lo contó. ¿Y él la perdona, encima? 
Sí, claro que la perdona. Si era un muchacho tan joven, con músculos que parecían tallados en madera, y el abdomen más marcado que el Cristo de la Inmaculada Concepción. ¿Quién la podría culpar? 
No te preocupes, ya va a volver..., repite en voz baja el Palomo, con la cofia de náilon en la cabeza, mientras espera a que le prenda la tintura. Si ya escapó antes, y volvió. ¿Cómo no va a volver esta vez? 
Se acerca a la ventana y se queda mirando las grises aguas del canal, los pequeños pesqueros fondeados junto al muelle, y el ferry a Punta Arenas cargando automóviles por la rampa frontal...
Y eso no es todo, dice Jovita, la vieja mucama. Lo peor es que ella le robó la tarjeta de la jubilación, y la sigue usando todavía. ¡Si será sinvergüenza! 
¿Cómo?, se asombra Laura. ¿Estás segura? 
Confinada todo el día en la cocina, a causa de excesiva corpulencia, Jovita da la impresión de ser más la jefa que la empleada del tío Berni, al punto que el tío Berni parece temerle: jamás se atreve a mencionar a la Polaca delante de ella, si no quiere llevarse una buena reprimenda. 
¡Mire! ¡Mire si le miento!, dice Jovita, exhibiendo los recibos del banco, que llegan por correo cada principio de mes. 
Laura revisa las cifras, asombrosamente altas. 
¡Todo! ¡Se gasta todo!, exclama Jovita. ¡Hasta el último peso! 
Y eso que es una jubilación excelente la que le quedó al tío Berni, de cuando trabajaba como administrativo en la mina de Río Turbio. El trabajo que tenía cuando conoció a la la Polaca, y del que lo expulsaron de la peor manera. Por culpa de ella, precisamente. 
¿Y por qué el tío no le anula la tarjeta?
¡Eso pregúnteselo a él!, dice Jovita, ya perdiendo la paciencia. ¡Viejo gagá! ¡Deberían meterlo en un asilo!
¡Laura!, llama desde la sala el tío Berni. ¿Ya pasaron los 30 minutos? 
¡No, tío! Todavía no. 
Un nuevo grupo de turistas llega al Berni’s Hostel, estudiantes japoneses que hicieron la reserva desde El Calafate. Laura los recibe lo más sonriente. Les muestra su habitación, les entrega la llave.
おー!
なんて美しいホテルでしょう!

Anything you need, just call me, les dice Laura.
¡Laura! ¡Mi pelo! 
Ya pasaron los treinta minutos y un poco más también. Laura vuelve corriendo, le saca la cofia y le lava la cabeza con champú Tío Nacho de jalea real. 
Tío Berni, ¿es cierto que…?, se atreve a preguntarle Laura, mientras le seca las crenchas con el secador. 
¿Qué cosa? 
Sin decir palabra, Laura le extiende el resumen de la tarjeta de débito. 
¡Ah!, el tío Berni sonríe satisfecho. Ahora está en Brasil… 
Mira el detalle de los gastos en tiendas, hoteles y restaurantes. A Laura no le cuesta comprender los motivos de su tío: es la única manera que tiene de saber dónde está la Polaca en ese momento. Ni el FBI podría hacerlo mejor. 
Camboriú, Salvador da Bahía, Jericoara...
¡Con lo bien que le queda el bikini!, se alegra el tío Berni, que debe ver a la Polaca igual de joven y linda como cuando recién la conoció. 
Bueno, tío. Ya terminamos. 
Laura jamás la vio personalmente. La conoce por foto nomás, por un par de fotos recientes que no le causaron una gran impresión: una Barbie bastante baqueteada, para su gusto, una vampiresa en falsa escuadra. Aunque claro, para él, debe seguir siendo un bombón… 
Te pasaste, Laurita, le dice el tío Berni, mirándose de uno y otro perfil en el espejo. ¡Quedó excelente!
Gracias, sonríe su sobrina (sobrina nieta, en realidad), que jamás había hecho de peluquera hasta llegar aquí. Como tampoco había dirigido una hostería: tuvo que aprender sobre la marcha. Un trabajo bastante duro, en el que tiene que estar disponible las 24 horas. En contrapartida, el tío Berni le paga un sueldo estupendo, y hasta le insistió para que tomara una chica para que la ayude. 
¿Te parece, tío? 
Pero sí... Con Jovita no se puede contar. Y vos no podés hacer todo solita...
Como si eso fuera poco, el tío Berni le dio carta blanca para que hiciera todas las reformas que creyera necesarias en el hostal. Así que Laura llamó a albañiles, contrató a un electricista y a un plomero. Con la ayuda de la chica nueva pintó de punta a punta el lugar, y lo redecoró por completo. 
Muy bien, decía Berni, ante cada nuevo cambio. ¡Qué lindo, Laurita!
Laura colocó en el recibidor un mapa gigante de la Patagonia Austral, con el intinerario que siguieron los primeros exploradores y científicos (Pigafetta, Darwin, el pirata Francis Drake), y en los pasillos puso fotos de las montañas circundantes, fotos de la fauna local (focas, pingüinos, leones marinos), fotos de los habitantes originarios (Onas, Tehuelches, Yámanas y Kawésqars), y fotos de los primeros pioneros: marineros, soldados, leñadores y ganaderos. 
¿Y esto? preguntó el tío Berni, deteniéndose delante de uno de los cuadros. 
Era una foto en blanco y negro de un hombre parado frente a su caballo. Un hombre alto y buen mozo, de abundante cabellera plateada y recios bigotes de manubrios. 
¿De dónde la sacaste? 
Estaba en un cajón, dijo Laura, que se preguntó si no había cometido una infidencia. 
¿No sabés quién es?
No, respondió ella. 
Es mi abuelo, Bernardo Augusto. Por él me bautizaron así. 
¿En serio? O sea, vendría a ser mi bisab… No: mi tatarabuelo. 
Berni el Palomo se ubicó junto al cuadro y, tratando de pararse en la misma postura que el gallardo jinete, preguntó: 
¿No somos parecidos? 
Eh… sí, dijo Laura. Tienen como un aire… 
Berni sonrió satisfecho. 
¿Vos lo conociste, tío?
No. Murió antes de que yo naciera. Pero escuché varias historias. 

Estrecho de Magallanes, 1883. 

El SS Caledonia, que cubría la ruta Liverpool-El Callao, se acercaba al Estrecho de Magallanes, la vía de comunicación más directa entre los dos océanos. Amanecía. El extremo del Continente Americano se veía como una línea borroneada por la bruma; hacia el Sur se distinguían unas colinas que debían ser ni más menos que la célebre Tierra del Fuego. 
BUUUUUU… sonó la bocina del moderno paquebote, advirtiendo de su presencia a cualquier otra embarcación que pudiera haber en las inmediaciones. 
Los fogoneros echaban carbón a paladas en la hornalla. El vapor empujaba los gigantescos pistones, la hélice giraba, el humo salía a borbotones por la chimenea de atrás. Sobre las aguas australes iba quedando un surco que se hacía más ancho y terminaba por desaparecer. 
BUUUUUU…
Una bandada de cormoranes sobrevolaba a pocos metros del casco, dándoles la bienvenida. 
Velocidad, 8 nudos. Dirección del viento… 
Había sido un viaje sin mayores inconvenientes, salvo por una tormenta que los azotó un par de días, mientras cruzaban el Mar Cantábrico, y luego por un brote de fiebre tifoidea que se propagó por el entrepuente, poco después de la escala en Brasil. Una variedad muy virulenta la enfermedad, que a Dios gracias sólo afectó a los pasajeros de tercera clase, y que terminó con media docena de “entierros marinos”, es decir, con seis cadáveres arrojados por la borda, luego de una breve ceremonia. 
Sólo uno de los pasajeros de primera fue víctima del contagio, aunque él mismo se lo buscó: un joven alocado, con veleidades de artista, que debía encontrar aburrida la convivencia con los caballeros y las damas del salón comedor, y con frecuencia bajaba a la bodega donde se apiñaba la gentuza. 
¡Maldito muchacho! 
Por su culpa se prohibió el descenso de la tripulación en Puerto Stanley, ante la negativa del capitán a guardar la cuarentena de siete días establecida por la autoridad local. Sólo pudieron bajar las sacas de correo y cargar carbón. 
¿Ya se murió?, preguntaba cada mañana el Capitán, a medida que se acercaban al continente. 
No, mi capitán. 
La Compañía no podía permitirse demoras absurdas, sobre todo al llegar a los puertos del Pacífico, donde tenían que bajar buena parte de la carga, y a muchos de los pasajeros debían trasbordar a los buques con rumbo a la Costa Oeste de Estados Unidos y a Extremo Oriente.
Damned bloody boy! 
También el joven con aires de artista debía seguir viaje, hasta San Francisco. Sin embargo, fue autorizado a descender ahí mismo, en Punta Arenas, en una camilla, luego de que el contramaestre deslizara un par de libras esterlinas en el bolsillo del inspector de sanidad. 
¡Listo! ¡Se acabó el problema!
El enfermo fue conducido al lazareto, una especie de hospital portuario, en el que colocaban a los viajeros sospechados de ser portadores de alguna enfermedad contagiosa. Entre las pertenencias del recién llegado se encontró un pasaporte con un águila de dos cabezas y una escritura estilizada que al funcionario de aduanas le fue casi imposible descifrar. Bernardo Augusto, fue la traducción más cercana que pudo hacer de los dos primeros nombres, y con el apellido ni siquiera lo intentó, era demasiado largo y rebuscado. Caledonia, escribió el cagatintas en el casillero correspondiente, es decir, el nombre del barco. No tenía importancia. Por como aquel pobre diablo temblaba y castañeteaba los dientes, no era mucho lo que iba a durar. 

*** 

El águila de dos cabezas era el símbolo del Imperio Austrohúngaro, aunque Bernardo Augusto no era húngaro, ni austríaco, sino originario de Temeschwar, una ciudad del Este de Europa, entre Valaquia y Transilvania. Una ciudad en los confines del Imperio, con bellos edificios barrocos y hermosos jardines, poblada por gentes de las más diversas nacionalidades: alemanes, serbios, rumanos, magiares, gitanos, judíos, macedonios, italianos, turcos... 
Bernardo Augusto era el hijo menor de un próspero fabricante de cerveza, casado en segundas nupcias con una joven francesa, institutriz de sus hijos mayores. Rodeado de mimos y comodidades durante sus primeros años, Bernardo tuvo la desgracia de perder a sus padres a poco de terminada su infancia. Primero a su mamá y luego a su papá. Pasó su adolescencia en un internado para jóvenes de clase acomodada, donde se reveló como un muchacho inteligente y entusiasta, dotado para el dibujo y con buen oído para la música, si bien algo inconstante y dado a las ensoñaciones, que emprendía siempre algún nuevo proyecto y terminaba dejando todo por la mitad. 
No albergaba la menor preocupación por su futuro: una parte substancial de la fortuna de sus padres lo esperaba apenas cumpliera la mayoría de edad. Mientras tanto se dedicaba a dar paseos en cabriolé y a fumar cigarros, a jugar a las cartas con sus amigos, a pasear de la mano de su bella prometida, a vacacionar en Venecia y tomar las aguas termales en Baden-Baden. 
Su vida de agradable ociosidad terminó de manera abrupta cuando, producto de las maquinaciones de sus medio-hermanos, un tribunal declaró nulo el segundo matrimonio de su padre. Esto hizo que Bernardo Augusto fuera considerado hijo ilegítimo, y por tanto excluido de la herencia familiar. 
El mundo se le vino abajo. Sus amigos desaparecieron, su joven prometida le devolvió el anillo y las cartas. Pasadas las cuatro semanas que le dieron para desocupar su confortable apartamento, Bernardo se trasladó a un cuchitril del barrio griego, acompañado de Nikola, un viejo criado de la familia que se negaba a abandonarlo. ¿Qué podía hacer? Aparte de sus dibujos a la carbonilla y de los anillos que formaba con el humo de sus cigarros, Bernardo no sabía hacer gran cosa. No estaba en condiciones de matricularse en la universidad, y ya era tarde para meterse de aprendiz en un taller. Sus ahorros se reducían a prácticamente nada. Jamás se le había ocurrido que le hiciera falta ahorrar. 
Comenzó a vender lo poco del mobiliario que había conseguido llevarse, fue empeñando una a una las joyas de su mamá. La desesperación comenzaba a ganarlo. Se hubiera colgado de una viga o tirado de cabeza al río Timis si no fuera por el viejo Nikola, que había caído enfermo y dependía por completo de él. Bernardo se convirtió en el criado de su criado. Cocinaba para Nikola, lo atendía lo mejor que podía. Cuando ya estaban al límite de sus recursos, a punto de ser expulsados incluso del humilde aposento que ocupaban, llegó el telegrama salvador. Su tío Natalius -emigrado a California cuando la Fiebre del Oro-, lo invitaba a establecerse con él. Las pepitas ya se habían terminado para cuando Natalius llegó a América, aunque de todos modos logró hacer fortuna. Tenía una tienda de abarrotes bien surtida en una ciudad llamada Sacramento, y necesitaba a alguien de confianza para ayudarlo a expandir el negocio. ¿Qué mejor que su sobrino, a quién había visto por última vez cuando era un niño de pecho? Natalius le mandó lo suficiente para dos pasajes y los gastos, aunque Nikola ya estaba al límite de sus fuerzas. Es un viaje que tendrá que hacer usted solo, niño Bernardo Augusto, le dijo. Yo lo cuidé todo lo que pude, fue lo que su señor padre me encargó. Lo hiciste bien, Nikola, le dijo el muchacho. Lo hiciste muy bien. 

***    

Poco después del entierro Bernardo partió en tren a Burdeos, y allí esperó el paso del SS Caledonia, un vapor de la South Pacific Company, en el que ocupó un lujoso camarote. Su tío Natalius había insistido para que hiciera el viaje en primera clase, dijo que no tenía sentido economizar en el pasaje. Para empezar, porque las condiciones en la tercera clase eran deplorables: él mismo había viajado de esa forma, veinte años atrás, y no le había hecho ninguna gracia. Y luego, porque era en el salón comedor y en el salón de fumadores donde se conocía a la gente que valía la pena conocer, y se hacían los contactos que podían a serle útiles más tarde. Un muchacho joven y guapo como tú, le escribió Natalius, no va a tener dificultad en conocer a alguna viuda en buena posición. ¡Quién sabe, sobrino! ¡Quizás al llegar a América seas más rico que yo! 
También a instancias de su tío, Bernardo se compró dos magníficos trajes, un par de galeras, guantes de fina cabritilla y un frac de paño con cuello de terciopelo. Aún conservaba la cigarrera de oro con las iniciales de su padre, y en el dedo meñique llevaba el anillo de compromiso que había pertenecido a su mamá: las únicas joyas que pudo conservar. Su aspecto era el de un joven rico, aunque sus bolsillos estaban vacíos: no le quedaba un florín partido a la mitad. Era una suerte que el pasaje incluyera las tres comidas al día durante todo el trayecto. 
El SS Caledonia finalmente zarpó. Ni falta hace decir que el joven de larga cabellera y finos modales causó una excelente impresión. Damas y caballeros no tardaron en darle la bienvenida. Sin embargo, Bernardo Augusto parecía haber perdido su habilidad para moverse en la sociedad elegante. Su abrupto descenso en la pobreza había pulverizado su visión optimista de la vida, y el rechazo de quienes habían sido sus pares le hizo conocer lo poco que valían las protestas de amor y de amistad. Ya no se encontraba a gusto entre las señoras con abrigos de piel y los duques que presumían de las hazañas de sus antepasados. Sin llegar a convertirse en un cínico, se había vuelto un muchacho retraído, y pasaba la mayor parte del día haciendo dibujos en la cubierta: escenas marinas y vistas de los puertos en los que iban haciendo escala; paisajes que quedaban casi siempre a medio hacer, dado el entusiasmo de Bernardo Augusto por comenzar un nuevo dibujo, sin haber terminado el anterior. Pronto descubrió que había un mundo más interesante en la tercera clase, compuesto por campesinos analfabetos, artesanos desplazados por la mecanización de las fábricas y costureras que soñaban con una vida mejor. Gente parecida al bueno de Nikola, y a sus queridos vecinos del barrio griego, inmigrantes que viajaban con todas sus posesiones mundanas dentro de mantas o valijas de cartón, y en su sueño de escapar de la pobreza se habían gastado hasta el último kópec en aquel pasaje. Esos eran ahora sus amigos, las pobres almas que viajaban bajo la línea de flotación, en bodegas infectadas de piojos y cucurachas. Gente a la que le era imposible subir a la cubierta de primera, aunque él sí podía bajar a verlos cada vez que lo deseara. Bernardo Augusto alternó con ellos, hizo varios retratos a medio terminar, cantó varias canciones que sabía por la mitad, tuvo un par de medios romances. También les fue de gran ayuda a sus amigos durante el brote de fiebre tifoidea que se propagó por la bodega, tras la escala en Río de Janeiro. Bernardo asistió a los enfermos en sus dormitorios atestados, ofició de traductor con el médico y la tripulación. A diferencia de su nieto Berni el Palomo, Bernardo Augusto tenía una gran habilidad para los idiomas; además del alemán y del francés, aprendido de sus padres, sabía darse a entender en húngaro, en turco, en ídish, en griego, en ruso y en rumano. Al inglés lo fue aprendiendo durante el camino, con la ayuda de un zapatero de Mánchester; pensaba dominar esta lengua por completo al llegar a San Francisco. Jamás creyó que le hubiera sido mucho más útil aprender algo de español. Y eso porque, como todo lo demás que Bernardo Augusto emprendía, su viaje al Nuevo Mundo también iba a quedar por la mitad. 

***     

No logró entender las palabras de la monjita, una vez que despertó. Estaba tan débil que no recordaba dónde estaba, ni cómo había llegado allí, ni quién diablos era. Tampoco la hermanita podía ayudarlo, porque en el tiempo en que el joven llevaba ahí había desaparecido su pasaporte, junto al baúl con los dos trajes, las galeras, el frac con cuello de terciopelo, la pitillera de oro de su padre y el anillo de su mamá. 
El lazareto de Punta Arenas estaba ubicado a unas dos leguas del pueblo: una casucha de madera sacudida por el viento, con catres de fierro y colchones que parecían rellenos con guijarros; un lugar en donde los sospechosos de estar apestados eran dejados hasta que se recuperaran o murieran. Casi siempre morían, debido a las deplorables condiciones sanitarias y al pésimo trato. El aire era viciado y maloliente. A la estufa donde debían esterilizarse las ropas le habían robado las hornallas y los herrajes de bronce; las medicinas brillaban por su ausencia y la comida se reducía a un brebaje pastoso cuyo origen era mejor no averiguar. Bernardo Augusto se volvió a dormir. Unos minutos o unas horas después lo despertó un enfermero con aspecto de soldado, o un soldado con aspecto de enfermero, que le dijo Ya lárgate, muchacho. ¡Aquí no mantenemos haraganes! 
A empujones lo llevó hasta la puerta y lo arrojó afuera. Bernardo no pudo ofrecer resistencia, estaba demasiado débil. La luz le lastimó los ojos, aunque era una mañana fría y sin sol. 
Oy gevalt!, exclamó. 
La cabeza le daba vueltas, las piernas apenas lo sostenían. Cuando la vista se le acostumbró se dio cuenta de que estaba un lugar con mar, en una ladera de arbustos y pajonales. El viento soplaba con fuerza inusitada. Bernardo se sentó en el tocón de un árbol, uno de los tantos que había por ahí. Por lo visto se encontraba en un bosque talado. Bernardo se pasó la mano por el rostro, tratando de evaluar su situación. Estaba solo, en un lugar que no conocía; sin dinero, sin abrigo. ¿Qué debía hacer? ¿Quedarse ahí tirado y dejarse morir? No. Tenía que seguir. Por su padre, por su mamá, por Nikola. No podía terminar así. 
Bernardo se puso de pie como pudo y se echó a andar. Una rama que encontró tirada le sirvió de bastón. Las nubes que cubrían el cielo se abrieron, y por un momento se filtraron unos rayos de sol. 

***  

Cerca de la costa se veía algo más de actividad. Había algunas casuchas de madera, esparcidas aquí y allá. Unos jinetes pasaron al galope. Bernardo siguió descendiendo. Un camino abierto en la maleza lo condujo hacia un rejuntado de tablas con pretensiones de muelle. A una milla de la costa estaba fondeado un navío de tres mástiles, con una bandera que no alcanzaba a distinguir. Botes a remo traían a tierra bultos y cajas de madera. Dos marineros subían por el camino del muelle, con sus trajes azules y sus bolsos de lona. Fumaban y bromeaban entre ellos. Bernardo pudo oír que hablaban en alemán, con el dialecto de Hamburgo. Señores, tienen que ayudarme, les dijo. Los marineros se detuvieron. ¿Qué es lo que quiere?, preguntó el más delgado. ¿Dónde estamos?, preguntó Bernardo. Los marineros se miraron. Debieron pensar que se trataba de un loco. Sin duda lo parecía, con su rostro demacrado y la cabeza rapada al ras. 
Estamos en Sandy Point, le dijo uno de los marineros. ¿Qué?, preguntó Bernardo, tratando de asimilar la información. ¿En las Falklands? Los marineros rieron. No, dijo el más delgado, en Punta Arenas, Chile.
¡No puede ser! 
Un carro tirado por bueyes se acercó, cargado de troncos recién cortados. Los marineros lo detuvieron. En un idioma parecido al italiano intercambiaron unas palabras con el carrero, que accedió a llevarlos hasta el pueblo a cambio de un chifle de tabaco. Los marineros subieron y ayudaron a Bernardo a subir. Mi barco siguió sin mí, dijo Bernardo. Me abandonaron sin dinero, sin ropa. Bueno, le dijo el marinero flaco, sonriendo con su boca desdentada. Pero está vivo, ¿no? 
Sí, dijo Bernardo, tras reflexionar un instante. Eso sí. 

***   

Se apearon frente a una casa de madera, una especie de fonda o posada. Un indio tirado en el piso se levantó para abrirles la puerta y luego extendió la mano, pidiendo una moneda. Los marineros entraron y Bernardo entró tras ellos. El indio trató de colarse pero fue expulsado por una mujer, tal vez la dueña del lugar. 
Los marineros bromearon con la tabernera, que ya los conocía. Ocuparon la mesa más cercana a la ventana, que tenía los vidrios mugrientos y parchados con papel.  
¿Y a este? ¿De qué agujero lo sacaron?, preguntó la dueña, señalando a Bernardo, al tiempo que traía la jarra de vino y unos vasos.  
Oh, lo encontramos por ahí, dijo uno de los marineros. Es paisano de Usted. 
La dueña lo miró. Era una mujer de ojos muy claros, delgada como un poste, con el pelo prematuramente encanecido. 
¿Paisano mío? No lo creo.
A Bernardo le recordaba a alguien, y no llegaba a darse cuenta a quién. 
¿Qué le pasa? ¿Está enfermo? Será mejor que se largue, no quiero apestados aquí. 
Los marineros rieron, como hubieran reído de cualquier otra cosa, porque estaban de buen humor. Basta de palabrería, Irena, ¿dónde están las mujeres?, preguntó el más flaco. Es temprano todavía, tengo que mandarlas a buscar. Tal vez podamos arreglarnos contigo, dijo su compañero, rodeándole el talle. ¡Quita las pezuñas, gordinflón! 
No le sacaba los ojos de encima a Bernardo, la vieja bruja. No le gustaba para nada su aspecto demacrado, ni sus ropas, ni su pelo cortado al rape, como el de un presidiario. 
¿Y tú? ¿Cómo piensas pagar? Esto no es un asilo de la caridad. 
¿Cómo que no?, abrió los ojos sorprendido el marinero más flaco. ¡Pensé que era el convento de las hermanitas, y tú la Madre Superiora!
Pička ti mater!, gritó la mujer, y los marineros volvieron a reír. 
No estoy enfermo, dijo Bernardo. Pero no tengo dinero. Me lo robaron.
Eso no es asunto mío, dijo la tabernera.
Necesito encontrar un trabajo, dijo el muchacho. Lo que sea. 
¿Un trabajo? La mujer dejó sobre la mesa un platillo con arenques y otro con pepinillos en salmuera. En este pueblo sólo hay trabajo en el aserradero. Cortar árboles, cargar troncos, cortarlos con la sierra… No parecen labores adecuadas para ti. 
Bernardo calló. No sabía qué responder. 
La mujer tomó su mano, como si fuera a leerle la suerte. Tienes la piel suave, le dijo. Jamás has trabajado en tu vida. 
¡Es un señorito!, dijo el marinero flaco, y los dos rieron otra vez. 
La dueña miró a Bernardo Augusto con detenimiento, casi con descaro, como si examinara un trozo de carne que no está segura de querer comprar. Observó el rostro infantil, con apenas una sombra de barba, los rasgos delicados. Quién sabe, tal vez con un buen baño y par de días de comida, no estuviera tan mal. Los marineros intercambiaron un guiño de complicidad. 
Irena pareció dudar. Al fin le dijo al muchacho: 
¿Te gustaría trabajar aquí? 

© Emilio Di Tata Roitberg, 2018, 2022.

A continuación...

CAPÍTULO 41: UNA DAMA MUY ESPECIAL

 

Puede dejarnos su comentario en Facebook
https://www.facebook.com/ditataroitberg