La paciencia tiene un límite, y la paciencia de Lela Lola terminó de colmarse cuando escuchó la música, las risas y el entrechocar de copas que llegaban desde la oficina del Capitán.
¿Pero qué es esto?, preguntó la anciana, ¿una comisaría o un cabaret? ¿Me está tomando pa’l chueleteo, ese viejo putañero?
Espere, abuela, trató de contenerla Javiera, cuando Lela Lola se puso trabajosamente de pie y comenzó a atravesar la sala de espera con su abundante humanidad. Toc, toc, toc, sonaba contra el piso su sólido bastón.
¡Sinvergüenza! Ya me va a escuchar...
Disculpe, ñora, no se puede pasar, intentó cortarle el paso el Cabo de Guardia.
¡Hazte a un lado, gandul!, le dijo Lela Lola, con un gesto tan fiero que el Cabo juzgó más sensato hacerse a un lado.
Lela Lola, por favor, insistía Javiera, mientras su abuela avanzaba por el pasillo, resoplando como un toro al que le muestran un trapo colorado.
¡Una hora que nos tiene esperando! Yo le voy a dar…
Abuela…
¡Viejo bribón! ¡Grandísimo descaráo!
***
Una opinión que (palabras más, palabras menos) era compartida por el Subteniente Almonacid Von Kreutzenberg, que en la cantina de Patricio seguía redactando el borrador de su denuncia a las más altas autoridades:
“...lo acuso de interceder de forma totalmente irregular en favor de un sospechoso de doble homicidio, que fue sorprendido mientras volvía de ocultar los cadáveres...”
Afuera la nevada iba remitiendo. Los copos caían más espaciados y dispersos. Por la Avenida pasó echando humo el viejo Bedford de Municipalidad; en la caja iban dos empleados de overol y gorro de lana, arrojando paladas de ripio mezclado con sal.
“…un sujeto travestido que para colmo es de origen extranjero,” escribía en estado febril el Subteniente, sin mezquinar adjetivos.
“… respetuosamente lo insto a que tome de inmediato sanciones disciplinarias contra este señor, que debiendo dar un ejemplo de probidad y enjundia a sus subordinados...”
¿Otro café, pachoncito?, preguntó Patricio.
El Subteniente levantó la vista y lo miró sorprendido, como si hubiera olvidado dónde estaba. Era el único cliente, en ese momento, además del borrachín que dormitaba frente a su vaso vacío, a tres mesas de distancia.
¿Qué? No. O bueno, sí.
Al tiro se lo alcanzo.
Brrrrrrr… sonó el molinillo de Patricio, que daba al joven oficial tratamiento de cliente preferencial, y siempre le preparaba su café con granos recién molidos. Podían decir lo que quisieran del Capitalino, que era un insoportable y un fanático: para Patricio era el cliente ideal: jamás le pedía descuento ni le quedaba debiendo una cuenta (cosa que no podía decirse del resto de sus camaradas) y las veces que se quedaba a comer allí (que no eran pocas, porque vivía en una casa de pensión, y no tenía parientes ni amigos en Natales) comía lo que Patricio le ponía en el plato, sin quejarse jamás. Jamás le venía con que algo estaba muy crudo o muy cocido, o rezongaba porque había cocinado lo mismo que el día anterior. La verdad es que ni se fijaba en lo que comía, inmerso casi siempre en la lectura de unos de sus libros, un manual de procedimientos policiales o una novela de detectives.
“Además quiero pedirle, como un favor personal, que evalúe mi traslado fuera de este horroroso pueblo periférico, donde el descrédito de las autoridades y la corrupción institucionalizada han llegado a socavar los cimientos mismos de…”
Aquí tiene, dijo Patricio, dejando frente a él la taza humeante.
¿Sabes a qué hora abre la oficina de correos?, preguntó el Subteniente.
¿De correo?, se extrañó Patricio. ¡Si hoy es domingo, pachoncito!
Era cierto. Las 48 horas que llevaba sin dormir le habían trastocado al Subteniente la noción del tiempo.
Se escuchó un ruido en la calle. Los dos miraron hacia fuera.
Un pequeño auto rojo se había detenido frente a la comisaría, y del lado del acompañante bajó una muchacha que entró corriendo a la sede policial.
¡Ana Luisa!, exclamó el Subteniente, y Patricio lo miró levantando una ceja.
***
Una gotera apareció en el calabozo de la comisaría. Nieve del techo, seguramente, que derretida por el calor de la chimenea se colaba por alguna fisura en las chapas, y bajaba como un pequeño torrente por vigas y tirantes.
Plic, plic, plic…
Berni el Palomo miraba las gotas desprenderse del cielo raso y caer sobre el piso pelado de hormigón.
Bueno, compadre, yo me voy a echar una siestita…, dijo el otro preso, después de arrojar la colilla en el charco que ya se había formado. La brasa emitió un sonido a chamusquina y largo una pequeña nube blanca que apestó el ambiente aún más.
Plic, plic, plic…
A Berni lo sorprendió la rapidez con la que el tipo se durmió. No habían pasado dos minutos que ya estaba roncando. ¿Cómo podía ser? Hacía un frío de morirse ahí adentro, y el preso no estaba más abrigado que él, todo lo contrario. Tenía puesto un traje de segunda o tercera mano con pitucones en los codos y viejos zapatos de cuero, uno de los cuales (ahora podía verlo) tenía en la suela un agujero del tamaño de una moneda de cincuenta. Berni, por su parte, apenas si podía soportar el frío, y eso que llevaba puesto un sólido abrigo, pantalones de corderoy con calzoncillos largos y unos buenos botines. Hay que ver que durante la refriega había perdido su gorro, el eterno gorro con orejeras que lo acompañaba desde hacía tantos años. ¿Estaría en la playa todavía, o ya se lo habría llevado alguna ola? Era la única huella que podía haber quedado de él. El único rastro con el que podían vincularlo al crimen de los marineros.
Plic, plic, plic…
Su compañero roncaba como un bendito y a Berni se le ocurrió que, si quería sobrevivir, iba a tener que acostumbrarse a las incomodidades de la cárcel él también. Así que se echó sobre su banco de tablas peladas e, imitando al sujeto, puso su brazo de almohada.
Ay, Polaca…, suspiró.
Si ella supiera lo que estaba sufriendo, sin duda iba a hacer todo lo posible para ayudarlo. Berni la imaginó atravesando las paredes como un hada, tendiendo su mano para rescatarlo…
***
Y entonces, ¿qué hacemos con el Palomo?, preguntó el Comisario.
¿Y yo qué sé?, dijo la Polaca, cómodamente apoltronada en el sillón de su despacho. Por mí, enciérrelo y tire la llave.
¿Le parece?
No era la manera más ortodoxa de llevar adelante un interrogatorio: a solas en su despacho, con música romántica de fondo y sendos vasos de whisky.
Bueno, si usted me asegura que no tuvo nada que ver, dijo el Capitán Quiñones, acercándose un poco más. No me va a quedar más remedio que creerle…
El bigote blanquecino del viejo soldado se estremecía de emoción.
¡Ay, mi general!, exclamó Polaca, y ofreciendo su boca carmesí se inclinó hacia él. El Capitán cerró los ojos, trémulo como un adolescente…
Fue en ese momento que unos golpes estallaron en la puerta.
¡PUM-PUM-PUM!
Pero... ¿qué diablos pasa aquí?, exclamó el Capitán, poniéndose de pie.
Levantó el brazo del tocadiscos, que quedó girando un momento más.
¡Abre de una vez, viejo granuja! ¡Ya sé que estás ahí!
¡PUM-PUM-PUM!
Quieren tirar la puerta abajo, dijo Pola.
Después de acomodarse la ropa, el Capitán Quiñones abrió. Una anciana robusta, de enormes gafas cuadradas, irrumpió como una tromba en la oficina, seguida de una mujer más joven que trataba de contenerla.
¡Lela Lola!, exclamó el comisario.
Parece que estamos de fiesta, pos Guillermo, dijo Lela Lola, mirando a la rubia.
¿Qué está haciendo usté aquí?, preguntó el oficial.
¿Qué te parece que estoy haciendo? ¡Vengo a buscar a mi nieto!
¡Ah…! La rubia del sillón sonrió.
Lela Lola se ajustó las gafas y achinando los ojos preguntó:
¿Y tú qué eres? ¿Hombre o mujer?
Oiga, Lela Lola, dijo el Comisario, que yo a usté le tengo mucho respeto, pero no puedo permitirle que…
¿Qué no puedes permitirme?, se encaró con él la Vieja, y el Capitán se vio obligado a dar un paso atrás. Javiera y el Cabo de Guardia miraban desde el umbral. Pronto se sumaron dos agentes que acaban de llegar a tomar su turno, aún vestidos de civil.
¡Más de una hora que me tienes esperando, sinvergüenza!
Bueno, Guille, yo me voy, dijo la Polaca, que ya se había puesto de pie, y después de darle un beso en la mejilla encaró hacia la salida.
¡Espera! ¡Espera un minuto!, rogó el veterano oficial.
Pero Pola ya se iba, lo más oronda, sin que nadie se atreviera a detenerla. En el pasillo coincidió con una muchacha que llegaba de la calle, y por un segundo sus miradas se cruzaron.
***
El Subteniente Von Kreutzenberg salió de la cantina y caminó con cautela en dirección a la comisaría. Sus botas se hundían en el palmo de nieve recién caída, dejando la impronta de sus suelas de caucho.
No se sentía bien. La salida del ambiente caldeado le había producido un repentino malestar. El aire frío le lastimaba los pulmones, la garganta le empezó a doler.
El pequeño auto rojo seguía estacionado en la puerta. Al volante estaba un hombre con gorra de jubilado y gruesos lentes, que le hizo una inclinación de cabeza al ver que lo estaba mirando.
El Subteniente se acercó a la ventana del frente de la comisaría y trató de distinguir algo a través de los vidrios empañados. No se animaba a entrar otra vez, no quería que ese viejo crápula del Comisario volviera a reprenderlo. No delante de Ana Luisa.
Una ráfaga de viento lo estremeció. Las piernas le flaquearon. Lamentó haber rechazado la aspirina que Patricio le había ofrecido. Era evidente que no estaba bien.
¡Guáu, guáu!, ladró un perro en la distancia.
El Subteniente se iba debilitando por minutos. Había sido capaz de soportar la fatiga y los rigores del clima patagónico mientras duró la persecución, pero ahora su cuerpo le pasaba factura. Lo más sensato hubiera sido ir y meterse en la cama, claro…
Era imposible ver qué diablos sucedía desde la ventana. A Von Kreutzenberg no le quedó más opción que acercarse a la puerta.
¡Eh!
Fue en ese momento que la puerta de la comisaría se abrió, dejando salir a alguien que por poco lo tira de espaldas.
El fulgor de la nieve lo cegaba. Al Subteniente le llevó un momento reconocer a la Polaca, que para no mojarse los pies trataba de acertar sus zapatos número 44 en las huellas pequeñitas que había dejado en la nieve Ana Luisa.
Sus pasos la llevaron directo hacia el Renault Dauphine de Samuel, como si fuera un taxi que la estuviera esperando.
¡Espere! ¿Adónde va?, trató de decir el Subteniente, pero la voz no le salió.
Lo más suelta de cuerpo, Pola abrió la puerta de atrás y se metió:
Al hotel Monrovia, dijo.
Esto… creo que se equivocó, balbuceó el hombre de anteojos que estaba sentado al volante.
Desde donde estaba, el Subteniente vio cómo la puerta del auto se cerraba, y cómo el motor se ponía en marcha.
¡Alto ahí!, dijo con voz estrangulada el Subteniente Almonacid von Kreutzenberg, al ver que el auto se ponía en movimiento.
¿Dónde se cree que va? ¡Alto en nombre de…!
Era inútil, no lo iban a oír.
El Subteniente estaba fuera de servicio, pero aún tenía su arma reglamentaria. Desabrochó su cartuchera y la sacó.
***
Mi estimada señora, dijo muy digno el Capitán Quiñones, a mí me gustaría saber con qué derecho usté cree que puede entrar aquí y armar semejante zafarrancho…
Y a mí me gustaría saber, pos Guillermo, dijo Lela Lola, cómo es que haces para hacer rendir tanto tu sueldo, para pagar todas estas cuestiones…
Con la mano que le dejaba libre el bastón; Lela Lola hizo un gesto que englobaba el lujoso mobiliario del despacho: la biblioteca, el sólido escritorio de caoba, el tocadiscos con doble cassettera…
No sé qué trata de insinuar. Esto pertenece a la comisaría, no a mí.
¿Ah, sí?, volvió a la carga la Vieja, ¿Y la ampliación de tu casa en Loma Bonita, también pertenece a la comisaría? ¿Y el auto cero kilómetro que está estacionáo aquí al láo? ¿También es de la comisaría?
Pe-pero… tartamudeó el Capitán.
¿Y el apartamento onde acomodaste a tu "amiguita", en la calle Los Chorrillos? ¿También es de la policía?
Al pequeño grupo de espectadores que observaba desde la puerta se sumó Ana Luisa, que venía con el pelo revuelto y las mejillas heladas.
¡Qué bueno que te vaya tan bien, Guillermo!, siguió implacable la Abuela de Berni, qué bueno que sigas pelechando, aunque aquí la comisaría se caiga a pedazos, aunque la mitá de los coches oficiales estén tóos rotos, y los otros no tengan ni para bencina...
El Comisario estaba tan sorprendido que no sabía qué decir. Su rostro había pasado del rojo de la indignación al pálido del pánico.
¡Y eso que eres tan amigo del Turco de la Estación de Servicio, pos Guillémo! ¿Es el que te hace el canje de los vales de combustible por dinero en efectivo, no es verdad? ¿O los pierdes jugando a las cartas, cuando vas los viernes al garito de…?
¡Mi querida señora!, reaccionó al fin el Capitán Quiñones, y en el tono más dulce del que fue capaz agregó: ¿Por qué no toma asiento? ¡Cabo! ¡Cabo de Guardia! Trae al tiro una taza de té a nuestra querida Lela Lola. Ustedes, vuelvan a sus ocupaciones, aquí no hay nada para ver…
Fue en ese momento que se escuchó una detonación, allá afuera, y luego otra más.
***
Envuelto en su poncho y tapado por el sombrero de fieltro, el Sargento Rivas regresaba de su pesquisa en el puerto, con resultados negativos. Negativos para el Subteniente, ya que los marineros asesinados no existían. O, si existían, no formaban parte de la tripulación del Mimosa, y la investigación volvía a foja cero.
Y positivos para Berni y su chica, que después de su informe seguramente recuperarían recuperaran la libertad.
¡Guáu, guáu!, ladró la Porota, que daba vueltas y caracoleaba en la nieve recién caída, bien protegida por su espeso pelaje. Daba saltos alrededor suyo, se le tiraba encima.
¡Quieta loca! ¡Cálmate!
La caminata había sido extenuante. El Sargento sentía correr la transpiración bajo sus varias capas de abrigo. Tenía la camiseta empapada, por suerte ya estaba por llegar.
¡Guáu, guáu!
La bandera desflecada se debatía en el frente de la comisaría. De la cantina de Patricio salió una figura que el Sargento no tardó en identificar.
¡Eh, Subteniente!, gritó.
Von Kreutzenberg no dio muestras de haberlo oído. Caminaba con paso vacilante, como borracho, y al pasar frente a la ventana de la comisaría se acercó a espiar.
¿Y a éste qué le pasa?, preguntó en voz alta el Sargento.
Le llamó la atención ver un pequeño auto rojo estacionado en el frente. Un auto inconfundible, porque sólo uno así en el pueblo: el Renault Dauphine de Samuel, el almacenero del Barrio Sur, un tipo que era un verdadero pan de Dios, incapaz de negar un favor a nadie, que vendía su mercadería a precios más que razonables y daba fiado a los morosos más recalcitrantes.
¿Qué andaría haciendo por allí? ¿Será que lo habían asaltado?
Ya no lo veía al Subteniente. Desde el ángulo en que estaba, al Sargento le pareció que había entrado a la comisaría. Se sorprendió al ver salir al travesti argentino, caminando lo más pancho por el sendero de enfrente, directo hasta el auto de Samuel. ¿Cómo podían haberlo largado? ¿Será que alguien de la Capitanía del Puerto llamó?
El Renault se puso en marcha y, casi inmediatamente, apareció corriendo el desquiciado del Subteniente, con su Taurus 38 desenfundada.
¡Eh!, le gritó el Sargento, ¿Qué hace?
¡Guáu, guáu!
***
Sí, Samuel era incapaz de negar un favor a nadie. Por eso, cuando la rubia que se subió a su auto le pidió que la llevara al Hotel Monrovia, su única respuesta fue:
Eh… ¿Y eso dónde es?
Acá, a un par de cuadras.
Cualquier otra persona le hubiera pedido que se bajara, pero a Samuel no le daba el corazón para hacer algo así, y de todos modos no era tan lejos.
Apuresé, buen hombre, y le dejo una buena propina, dijo su inesperada pasajera, que era muy alta para ser mujer, y tenía la voz de un timbre más bien grave e inusual.
Bueno, dijo Samuel, que en un segundo comprendió quién era.
Dio marcha a su vehículo. No hacía falta que esperara, el motor ya estaba caliente.
Puso segunda y largó el embrague muy despacio, para evitar que las ruedas patinaran en la nieve. La sal con arena echada por los municipales ya la había ablandado y medio derretido. Samuel esperó a acomodar el tren delantero sobre el rastro antes de apretar el acelerador. En ese momento fue que se escuchó la primera explosión.
¿Y eso?
No podía haber sido el caño de escape, porque Samuel mantenía su Dauphine en óptimas condiciones. Lo tenía desde hacía más de veinte años, de los tiempos de su frustrado romance con la Javiera: era un hombre de un solo auto y de un solo amor.
La Polaca se dio vuelta a mirar, aunque la luneta trasera estaba totalmente empañada. Samuel sí pudo ver por el espejo del costado lo que pasaba. Vio cómo el hombre de verde parado en medio de la calle tiraba un segundo tiro al aire, antes de bajar el cañón del revólver y apuntar directo hacia él.
***
También Berni pensó que había sido la explosión de un caño de escape, pero a la segunda detonación ya se dio cuenta. Había adquirido suficiente experiencia, en los últimos días, para notar la diferencia entre un caño de escape y un arma de fuego. El otro preso se revolvió sobre sobre el banco, cambiando la cadencia de su ronquido.
¡Bang!, se escuchó por tercera vez, y ahora ya no quedaron dudas. Se escuchó un bocinazo, allá fuera, voces y pasos dentro la comisaría. Berni tuvo un mal presentimiento.
Su compañero de celda chasquéo los labios y abrió los ojos. Dijo:
Tenemos baile, parece.
No se mostraba muy preocupado. Los muros eran gruesos, ninguna bala podía llegar hasta ahí.
Porque eran balas, sí. A Berni lo mataba la incertidumbre. O tal vez fueran las ganas de orinar, que lo tenían a mal traer desde hacía un largo rato. Se preguntaba cómo iba a hacer para alivianarse, porque no había ningún retrete a la vista. Ni siquiera un balde.
Eh… , se atrevió a decirle a su compañero, ahora que lo veía despierto. ¿Cómo hago para…?
¿Tiene que hacer del 1 ó del 2?, preguntó el otro preso. ¡Ah! Eso es fácil. Saque la pinchila entre la reja y dealé nomás.
¿Está seguro?
Ahora se explicaba de dónde provenía ese aroma acre que había sentido desde el momento en que entró.
¡Pero sí! Estamos en confianza...
A Berni le parecía una verdadera cochinada pero, si no queda otra opción…
Se puso de pie y caminó hasta la reja. De espaldas a su compañero, batalló con el botón del pantalón y luego con el cierre. Los nervios no lo dejaban actuar con naturalidad. Trató de relajarse. Cuando pareció que al fin iba a salir un chorro, la puerta que daba al sector de los calabozos se abrió. Berni corrió a sentarse en su banco. El sonido de unas botas se escuchó en el pasillo, junto al tintineo de unas llaves.
Eh, tú, monigote, dijo el Cabo de Guardia. Ya puedes irte.
¿Quién? ¿Yo?
Sí, tú. ¿Quién diablos va a ser?, dijo el Cabo de Guardia, a quien todos en la comisaría maltrataban, feliz de poder esta vez maltratar a alguien él. Como si lo encontrara gracioso, dijo con voz de falsete: Vino a buscarte tu mamá.
¿Mi mamá?
Vieja gritona. ¡Flor de barullo que armó!
Tenía que haber un error, pensó Berni. Su mamá era la persona más mansa del mundo. Jamás la había escuchado levantar la voz. Todos decían que Berni había salido a ella.
¡Casi empieza a repartir bastonazos pa toós láos, la viejuja!
Berni entonces lo comprendió:
¡Es mi abuela!, exclamó el Palomo, y volvió a sentarse sobre el banco de madera. En voz casi inaudible dijo:
Mejor me quedo acá.
***
Hubo que sacarlo a empujones. Por suerte para él, cuando llegaron al despacho del comisario, Lela Lola ya se había ido. El Capitán la hizo llevar en su auto particular, mucho más cómodo para ella que el autito de Samuel.
Adiós, Guillermito, Dios me lo bendiga, le dijo Lela Lola, que una vez que se salió con la suya volvió a ser la viejita dulce y frágil que su edad y sus venerables canas aparentaban.
Adiós, Lela Lola. Gracias por la visita, sonrió el Comisario.
Mándale mis saludos a la Mabel, pos.
Muchas gracias, Lela Lola. Serán dados.
A la Mabelita chica y a las niñas…
Sí, sí...
Los dos policías recién llegados la ayudaron a llegar al 504 del Comisario, cuidando de que no resbalara en la nieve. Además de Javiera, que se subió al asiento de adelante. Al volante se puso el Sargento Rivas, el único a quien el Capitán Quiñones le dejaba tocar su auto.
Adiós, Guillermito querido…
Adiós Lela Lola, mantuvo la sonrisa todo lo que pudo el Comisario. Al menos hasta el que el Peugeot salió a la Avenida y se perdió de vista.
Entonces volvió a entrar a la comisaría, mascullando imprecaciones, que se hacían más audibles a medida que se acercaba a su despacho.
¡Miserable! ¡Bueno para nada!
No le importaba que lo escucharan en toda la jefatura de policía, o en todo el pueblo si hacía falta.
¡Desde que llegaste no has hecho más que causar problemas! ¡Siempre metiendo las narices donde no te llaman!
De pie en medio de la estancia, el Subteniente Pedro Almonacid von Kreutzenberg mantenía la vista clavada en la alfombra de arabescos.
El Comisario se encaró con él:
¿Tú crees que te mandaron a Natales como castigo? ¡Los castigados fuimos nosotros! ¡Miserable! ¡Traidor! ¡Informante!
Sobre su escritorio estaba el borrador de la carta olvidada en la cantina, que Patricio trajo con las mejores intenciones, sin fijarse en lo que decía.
¡A mí, que no he hecho más que ayudarte de que llegaste, y he soportado todas tus estupideces!
No le faltaban motivos para estar enfurecido con el joven oficial. Cometió una imprudencia que podía comprometerlos a todos. De no ser por el Sargento Rivas, que llegó justo para pegarle el empujón…
¡Esto se va a terminar hoy mismo!, dijo el Capitán. ¡Ya lo verás!
Abrió la puerta y gritó:
¡Cabo! ¡Diles que pasen!
En un momento se apersonaron en su despacho Berni el Palomo, la Polaca y el bueno de Samuel. Por indicación del Comisario tomaron asiento en el sillón.
El Subteniente se volvió hacia ellos.
Creo que les debes una disculpa a estas personas, dijo el Capitán Quiñones. A estos ciudadanos a los que importunaste sin ningún motivo, llevado por un montón de datos falsos y sospechas sin fundamento.
Von Kreutzenberg enrojeció hasta las orejas.
¡Qué te disculpes, te digo, o ya mismo te levanto un sumario!
Yo… yo…
El Subteniente levantó la vista hacia el trío.
…les pido sinceramente disculpas por mi comportamiento… No… no va a volver a suceder.
Por mi parte, declaró el Comisario, con la solemnidad de un maestro de ceremonias, creo que tienen ustedes todo el derecho a hacer una denuncia por abuso de autoridad y exceso en los deberes de un funcionario público, que con gusto podemos tomarles ahora mismo, en esta oficina. Y si, a raíz de eso, se logra la exoneración de la fuerza este sujeto (señaló con el dedo al Subteniente) ¡Mejor que mejor!
Se produjo un silencio expectante. Berni no sabía qué decir, y el Almacenero menos. Fue Pola la que tomó la palabra:
Bueno, creo que todos cometemos errores, declaró, magnánima. Si este joven oficial se compromete a no volver a hostigarnos…
Von Kreutzenberg rechinaba los dientes, porque en el fondo seguía pensando que tenía razón. Habían sido ellos los asesinos, y la tal Polaca la jefa de la banda. Estaba más convencido que nunca.
¿Tú, Samuel, estás de acuerdo?
Este… Sí, Capitán, balbuceó el Almacenero, que había pasado el susto de su vida, pero ya se le estaba pasando.
Si cambias de parecer tienes 30 días hábiles para cambiar tu declaración. No tienes más que venir a verme. Además, el Subteniente Almonacid se va a encargar de pagar por el arreglo de tu auto. ¿No es así, Subteniente?
Tragándose su orgullo, Von Kreutzenberg respondió:
Sí, mi Capitán...
***
Salió Berni, salió Samuel, y salió también la Polaca, que antes de dejar el despacho le hizo al Capitán un discreto guiño, como diciendo: “Nos vemos luego”.
¿Y tú? ¿Qué diablos estás esperando? ¡Mándate a cambiar!
Sí, mi Capitán.
Como un sonámbulo, el Subteniente caminó por el pasillo, evitando la mirada de sus compañeros de armas. Débil, enfermo, completamente solo, humillado como jamás lo había estado en toda su vida.
El viento y el frío lo sacudieron cuando salió al exterior, pero no le importaba. Podía pescarse una pulmonía, podía morir, le daba igual.
¡Ana Luisa!, exclamó, cuando vio a la bisnieta de Lela Lola, cruzada de brazos, frente a la comisaría. Casi parecía que lo estuviera esperando a él.
No sabes cuánto deseaba volver a verte, dijo el Subteniente…
¿Estás de servicio todavía?, le preguntó ella.
¿Qué? No. Recién me retiré de…
¡PAF!
La bofetada llegó sin aviso, tan violenta que le dio vuelta la cara. Cuando pudo enderezarse, vio cómo la joven se alejaba y subía al Dauphine, que tenía un llamativo el agujero en la cajuela.
¡Ana Luisa!
Samuel puso en marcha el motor y salió despacio, como si temiera un nuevo ataque. El Subteniente se fue haciendo más chiquito en el espejo retrovisor. Por suerte no estaba armado. Simplemente los iba mirando, mientras se alejaban.
El tráfico se había reanudado en la Avenida, después del parate obligado por la nieve. Cada tanto cruzaban algún auto en sentido contrario, un camión cargado de troncos, un bus con pasajeros rumbo a Punta Arenas o Río Gallegos. Iban en silencio, los cuatro. Ana Luisa se largó a llorar.
Samuel la miró, desviando un momento la vista del camino. No le dijo nada. ¿Qué podía decirle? ¿Quién sabe lo que pasa en el corazón de una muchacha? También él iba de un ánimo taciturno. Ni siquiera había podido despedirse de la señorita Javiera.
En el asiento de atrás, Berni miraba de soslayo a la Polaca, que a su vez miraba hacia afuera. Iba malhumorada, quejosa, murmurando entre dientes.
Bueno, se atrevió a decir el Palomo, menos mal que todo terminó bien…
¿Bien?, casi se rió ella. ¿Esto te parece bien?
Y, bueno, dentro de todo…
¡Nada de esto hubiera pasado si hubieras hecho lo que te dije: tener la boca cerrada!
Es que… él me engañó. Me hizo creer que vos…
Acá en la esquina, señor, dijo Pola, que abrió la puerta aún antes de que el Renault se detuviera por completo. Muchas gracias por todo, señor Samuel. Lamento que se haya visto involucrado en este incidente.
Está bien, dijo el Almacenero. No hay problema…
Adiós, chiquita, le dijo Pola a Ana Luisa, que le devolvió una sonrisa triste.
¿Vas al Cat Black esta noche?, le preguntó Berni, casi como un ruego, y ella le contestó:
Sí, pero sería mejor que vos no vayas. Y si vas, no me busques. No quiero verte nunca más.
***
Berni la vio cruzar la calle y entrar en el Hotel Monrovia, el antro en el que vivía junto a sus compañeras del Cat. Hasta el último momento tuvo la esperanza de que ella se diera vuelta y le dirigiera una mirada al menos.
El Dauphine se puso en marcha otra vez. En sentido contrario pasaron las últimas casas del centro. Los pocos negocios abiertos tenían las luces prendidas, aunque aún era de día. Pese al clima, algunos paseantes domingueros se atrevieron a salir. Evangelistas de saco y corbata rumbo al servicio vespertino, parejas de novios, grupos de amigos; la Sra. Gertrudis Mendieta Braustein entraba a tomar el té de las cinco al Salón Primavera, seguida de su mucama y su perro caniche. El Rengo Benito caminaba con su pata de palo, tratando de no resbalar.
No se preocupe, tío, lo consoló Ana Luisa. Seguro que luego se le pasa el enfado.
Sí, dijo Berni, aunque no lo creía en realidad.
Berni se recostó sobre el respaldo del asiento y cerró los ojos. Como en un sueño pasaron pantallazos de lo que había vivido en los últimos días. La pelea con los marineros franceses, los disparos en la noche, la huida el Chevrolet con la Gorda, la noche de amor con Pola en la cabaña de Tyson…
Samuel dobló al llegar al viejo galpón de la empacadora de lana y comenzó a subir hacia el Barrio Sur. Berni trató de consolarse. Como él mismo dijo, todo salió bien. Hasta hacía un rato pensaba que iba a pasar el resto de su vida tras las rejas, y ahora estaba libre. ¿No debería sentirse feliz?
No. No estaba feliz. Ni estaba libre. No podía ser libre sin su amor...
Tío, ya llegamos, le tocó el brazo Ana Luisa.
Berni se despidió de Samuel y junto a su sobrina entró a la casa. Recibió besos y abrazos de sus hermanas, y de su mamá, que lloraba emocionada. Trató de corresponder a su alegría, pero era tan difícil… Decepcionado y abatido caminó hacia su habitación, como quien camina a su propia tumba. Algo se había muerto dentro suyo. No podía estar peor, pensaba. O sí.
¡Al fin llegas, sabandija!
El primer bastonazo le cayó sobre la espalda, a la altura del omóplato, y el segundo en la oreja.
¡Descocado! ¡Asqueroso!
Antes de que supiera lo que estaba sucediendo ya se encontraba en el suelo, recibiendo la golpiza de su vida. Los palos le llovían por los cuatro costados. No atinaba a defenderse.
¡Lela Lola, no!, se precipitaron sobre ella las demás mujeres de la casa.
Sí que las había engañado, haciéndoles creer que se iba a dormir. En la penumbra del pasillo la Vieja había esperado al tarambana de su nieto, en silencio, como una araña que aguarda a un insecto repugnante.
¡Abuela, por favor! ¡No!, suplicaba el Palomo.
Lela Lola había calculado todo al milímetro. La posición en que se había ubicado impedía que las demás se metieran en el medio.
¡Desvergonzado! ¡Flojo de cascos!, gritaba la Vieja, con la vena del cuello hinchada como manguera y los ojos inyectados en sangre. ¡Ahora vas a saber lo que es…!
Lela Lola levantó bien el alto su bastón, con el mango del lado de arriba, lista para asestar el mandoble final, cuando de pronto se quedó quieta.
El mentón le tembló, las rodillas ya no la sostuvieron.
¡Mamá!, gritó Margarita Adela, horrorizada.
¡Abuela!, gritaron Pabla Francisca y Javiera Ignacia.
Apaleado y todo como estaba, Berni el Palomo tuvo los reflejos como para hacerse a un lado, antes de que la pesada mole terminara de caer, haciendo temblar toda la casa.
¡Mamá!
(fin de la Primera Parte)
© Emilio Di Tata Roitberg, 2018, 2022.
A continuación...
PARTE 2
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