Capítulo 38 - Un viejo lobo de mar

La nevada complicó todo. Los autos dejaron de circular, las líneas de teléfono cayeron. El Sargento Rivas apuró el paso. Debía llegar al puerto antes de que el Mimosa zarpara. 
BUUUUUUUU… se escuchó una sirena a la distancia.
El Sargento se preguntó si aún estaría a tiempo. Sus borceguíes se hundían en la nieve. Los copos se colaban bajo el ala de su sombrero de fieltro, se le pegaban en el bigote, en las pestañas. A su lado marchaba la Porota, que había tomado esa salida como un paseo dominguero. Daba círculos alrededor suyo, ladraba; se adelantaba un trecho y corría otra vez hacia él, saltándole encima.
¡Quieta, loca!, trataba de mantenerla a raya el Sargento Rivas, que antes de salir de la comisaría se había puesto un poncho que le tapaba casi por completo el uniforme.
La nieve bajaba en capas tan espesas que la visibilidad se había reducido a unos pocos metros. El Sargento aguzaba la vista, tratando de distinguir algo.
BUUUUUUUU…
Guáu, guáu, ladró la Porota. El Sargento se largó a correr, lo más rápido que su estado físico y su pesada indumentaria se lo permitían.
Uf, uf, uf… De su boca salían nubes de vapor, que se deshacían en el aire helado.
¿Por qué se esforzaba tanto? En el fondo sabía que sólo le estaba haciendo un favor al desagradable del Subteniente Almonacid. De ser por él hubiera preferido que Berni y su noviecita zafaran. Era humano, después de todo. Pero antes que humano era policía, y lo primero era cumplir con su deber.
Uf, uf, uf…
Llegó a la entrada del puerto. Al acercarse un poco más a la orilla pudo ver aparecer, como surgiendo de la nada, dos moles altas como edificios, los cascos de los barcos. Azul oscuro el que estaba más lejos, rojo furioso el más cercano, con el nombre pintado sobre la popa: MIMOSA.
¡No!, gritó el Sargento, al ver que el personal del muelle estaba desenganchando los cabos de los pilares de amarre.
¡No! ¡Esperen!
¡Guáu! ¡Guáu!

***  

Le aseguro que no tengo nada que ver en este asunto, decía la Polaca, tomando de las manos al viejo Comisario y arrimándole su delantera de silicona a dos centímetros de la cara. Dígame: ¿Acaso tengo aspecto de asesina?
Eh… Bueno, la verdad… concedió el Capitán Quiñones…
La apariencia no tiene nada que ver, intervino desde atrás el Subteniente Almonacid von Kreutzenberg, cortando el momento de romanticismo. Usted y el esperpento de su novio fueron los autores materiales de dos crímenes. Tenemos un testigo presencial que…
¡Ah, no, otra vez con esa historia!, lo cortó Pola, y encarándose otra vez con el Comisario le dijo: Por favor, General, vayamos a un sitio donde podamos estar más cómodos. Este lugar me da escalofríos.
Porque seguían en la sala de interrogatorios todavía. Una habitación mal iluminada y con olor a humedad, como el resto de la comisaría.
Sí, por qué no, balbuceó el Capitán Quiñones, que había quedado extasiado por el rostro exquisito de la Polaca, por su melena platino y sus curvas infartantes. El hecho de que se tratara de un travesti no parecía revestir demasiada importancia para él.
Sígame, por favor, le dijo, abriendo la puerta que daba al pasillo.
Pero… mi Capitán… protestó el Subteniente Von Kreutzenberg. Esto va en contra de todos los procedimientos…

***  
 
A Berni el Palomo, el otro sospechoso, lo dejaron a buen resguardo en uno de los calabozos, en la parte de atrás de la comisaría: un recinto formado por tres paredes de ladrillos sin revocar y una reja al frente, en el que hacía casi tanto frío como en el exterior. Temblaba como una hoja, el tío Berni, en el momento en que lo conducían a las mazmorras. Le vinieron a la mente escenas de las películas de presos que había visto en el cine Excelsior de Río Turbio (Fuga de Alcatraz, Papillón, Expreso de Medianoche) en la que los nuevos reclusos eran recibidos con una paliza o tenían que convertirse en la novia de los reos veteranos.
¿Y a usté, por qué lo han traío aquí, compadre?
Sin embargo, en este calabozo había un preso solamente, aparte de él, un tipo bastante amistoso.
Eh… Yo… dijo Berni.
Se trataba de un carterista, el único del pueblo, que fue sorprendido cuando trataba de despojar de la recaudación a una de las pescaderas de la feria, y por poco no termina linchado.
¿Gusta uno?
Le ofreció a Berni uno de sus malolientes cigarrillos, que Berni no se atrevió a rechazar.
Muchas gracias, dijo el Palomo, que a la primera pitada se atoró con el humo, al punto saltársele las lágrimas.
Yo… dijo Berni, cuando al fin pudo recuperarse. Yo... maté a dos hombres.
¡No me diga!, abrió los ojos bien grandes el preso. ¿Cómo? ¿Los pisó con el auto?
No tenía sentido dar una versión distinta a su declaración testimonial. Quién sabe, podía tratarse de un informante.
No, dijo el Palomo, muy serio. Les disparé. Con un revólver.
¿Usted?, dijo el tipo, que ahí nomás se largó una carcajada.
Berni lo miró cariacontecido. Para dar más realismo a su relato agregó:
Eran dos marineros, dos franceses. Fue el viernes a la noche, al lado del Muelle Viejo...
¡Ja, ja, ja!, se dio una palmada en el muslo el recluso. ¡Cuéntese otro, compadre!

***  

En la pequeña oficina donde funcionaba la Capitanía del Puerto los cristales estaban empañados. El Sargento Rivas subió los dos escalones de la entrada y empujó la puerta. Una oleada de aire caliente le dio la bienvenida. La Porota dejó escapar un quejido, al ver que el Sargento la dejaba afuera.
¡Tú te quedas ahí!
Aún no podía creer que ese imbécil del portuario hubiera soltado la última soga, aún cuando vio que el Sargento corría hacia él y le gritaba que no lo hiciera. Está bien que, con el poncho y el sombrero, no tenía manera de saber que se trataba de un policía.
¡Hola! ¡Hola!
No era demasiado tarde, sin embargo. El barco apenas si se había separado un par de metros de la orilla, tironeado por el pequeño remolcador. Una radio VHF, como las que usan los camioneros, chisporroteaba en un rincón de la oficina vacía. La Porota rasguñaba la puerta, pidiendo que la dejara entrar.
¡Hola!, gritó de nuevo el Sargento, ya a punto de perder la paciencia. ¿Hay alguien acá?
Se escucharon unos pasos. Un empleado de la capitanía apareció, con la corbata torcida y cara de dormido.
¿Sí?
Carabineros de Chile. Necesito que detenga ese barco.
¿Qué barco?
¿Qué barco va a ser? Ese que está ahí. El Mimosa.
¿El Mimosa? Acaba de zarpar.
¡Si está ahí todavía!
El empleado desempañó con la mano un trozo del cristal de la ventana más cercana. Dijo:
Ah, sí. Es verdad.
Señalando la radio el Sargento Rivas ordenó:
Dígale que espere.

***   

El Subteniente Pedro Almonacid von Kreutzenberg no se daba por vencido. Como un mastín que se niega a soltar su presa, siguió por el pasillo al Comisario, que a su vez caminaba embelesado detrás de la Polaca.
Ca-capitán… si me permite…
El eco de las pisadas se multiplicaba en el estrecho corredor, cubierto hasta el metro de altura por un revestimiento de machimbre reseco y mugriento.
Ca-capitán Quiñones… Le recuerdo que… dadas las circunstancias...
Doblaron por el pasillo en L.
Es aquí, dijo el Comisario, adelantándose a la Polaca para abrirle la puerta. Adelante, por favor…
La hizo pasar a su despacho, que más bien parecía el estudio de un lord inglés: sólido escritorio de caoba, sillón Chesterfield de dos cuerpos, lámpara victoriana, tocadiscos con doble cassettera...
¡Ah, bueno!, exclamó la Polaca. Esto ya es otra cosa…
¿Le gusta?, preguntó el Comisario, que a punto de cerrar la puerta casi se da bruces con el Subteniente.
Y usté, ¿ónde se cree que va?
Eh… yo…, titubeó Von Kreutzenberg, al ver como, detrás de su jefe, la sospechosa tomaba asiento y extendía los brazos sobre el respaldo del sillón.
Con todo respeto, mi Capitán, le recuerdo que en circunstancias como estas…
¿Por qué no se va para su casa, muchacho?, lo interrumpió su superior. Hace rato que terminó su turno y ya debe estar cansáo…
Para nada. Le aseguro que…
A su casa, vamos, dijo finalmente el Comisario, en voz baja pero firme. Es una orden.
Sí, mi Capitán, tragó saliva el Subteniente Von Kreutzenberg.
Mándese a cambiar. ¡Ahora mismo!
Sí, mi Capitán.
Cruzada de piernas sobre el sillón, la Polaca lo miraba con una sonrisa de triunfo.

***   

A pocos pasos de allí, en la sala de espera, la abuela de Berni apretaba y retorcía el mango de su bastón, cada vez más iracunda:
Desgraciado… Infeliz…
No estaba claro si se refería al Comisario, que la tenía esperando allí desde hacía más de una hora; a su nieto, el Bernardo José,que se había escapado de la casa sin permiso la noche del viernes, y ahora estaba envuelto en una trama de crimen y prostitución; o al imbécil del Cabo de Guardia, que detrás del mostrador de entrada no dejaba de hacer ruiditos molestos con la boca: un rato chasqueaba la lengua, y después carraspeaba, como si fuera a escupir. Ruidos que a uno le gustaría oír, en un momento tan tenso como ese.
Chui… chui… chui… comenzó a emitir su última serie de sonidos fastidiosos el joven policía, con la vista perdida en el vacío.
¿Qué diablos le pasa al papanatas ese?
El tiempo pasaba, sin novedades.
Ay, Lela Lola, decía Javiera, estoy tan preocupada por el Samuel y la niña… Hace rato que salieron con el auto y el camino está tan peligroso, con esta nieve…
Bah, dijo la Vieja, ¿A esto le llamas nieve? En mis tiempos, para estas fechas, ya teníamos nieve hasta la altura del techo.
Chui… chui… Chui… chui...
¡Oye, tú, zopenco! A ver si cierras el hocico de una vez…
¡Lela Lola, por favor!, dijo su nieta.
Del fondo del pasillo llegaron unas voces, un portazo, y luego el sonido de unas pisadas contundentes. Un policía muy joven, rojo de furia, cruzó como una tromba la sala de espera y salió por la puerta del frente. Javiera lo siguió con la vista.
¡Lela Lola, es él!
¿Quién?
El oficial que estaba hoy temprano, cuando vinimos con Ana Luisa…
Iba a agregar algo más, pero se interrumpió al escuchar la música. Una suave melodía de violines y mandolinas:

“Qué profunda emoción,
recordar el ayer,
cuando toda Venecia
me hablaba de amor…”
 
¿Y eso?, exclamó Lela Lola, mirando otra vez al Cabo de Guardia, como si le pidiera explicaciones. ¿Qué es esto, una comisaría o un burdel?

***   
 
El remolcador tiraba de la cuerda, alejando la proa del Mimosa del borde de la dársena. La pequeña hélice dejaba un grueso surco en las aguas ennegrecidas de aceite, que pronto se deshacía en olas diminutas. Sobre la cubierta del Mimosa, bajo una nevada intensa, marineros de impermeable amarillo y guantes de cuero recogían y enrollaban los cabos sueltos.
BUUUUUUU… sonaba el tifón del Mimosa, poniendo sobre aviso a cualquier embarcación que pudiera estar en las inmediaciones. El Segundo Oficial recorría el entrepuente de la cuarta bodega, revisando la estiba. En la sala de máquinas, el jefe de mecánicos supervisaba la marcha del enorme motor de ocho cilindros, al que todavía no habían enganchado a la hélice. Las maniobras de salida, por supuesto, estaban a cargo del Práctico local. Una operación que, en el caso de Puerto Natales, se prolongaba durante mucho más tiempo que en la mayoría de los demás puertos. Primero, porque había que cruzar de punta a punta el golfo Almirante Montt, y luego embocar el carguero de 120 veinte metros de eslora por el Paso Kirke, un estrecho canal de rocas puntiagudas y corrientes cruzadas, antes de salir a las aguas abiertas del Océano Pacífico.
Un trayecto de unas cuantas horas que le daba a Maese Pittaluga, el Capitán del Mimosa, tiempo suficiente de ir a su camarote a fumarse una pipa de opio. O dos.
Maese Pittaluga era un marino de la vieja escuela. Había empezado como grumete, a los 14 años, y navegado en todo tipo de embarcaciones, a vela y a motor, subiendo uno a uno los peldaños hasta llegar a Capitán. Por más de medio siglo había sorteado tormentas y tifones; había sobrevivido al paludismo, al tifus, a la disentería y el escorbuto; había contrabandeado sacos de harina en Biafra, licor en Arabia Saudita y armas en Indochina, y se había enfrentado a tiros con piratas somalíes y bandidos filipinos. ¡Ah, los viejos tiempos!
El Capitán del Mimosa era un hombretón de casi dos metros de altura, con una espesa barba que alguna vez fue colorada. Su cuerpo se había acostumbrado demasiado al clima de los trópicos, y estos viajes que debía hacer una vez al año a la Patagonia eran la cruz de su vida. Detestaba la nieve y el frío polar, amén de las tareas que su cargo lo obligaba realizar cada vez que tocaban tierra. Como revisar los papeles del seguro, discutir por teléfono con el armador o reclamar que los repuestos para el motor que llegaron no eran los que había encargado.
Gracias a Neptuno, todo eso iba quedando atrás. El buque se alejaba poco a poco del puerto con proa hacia el Norte. La débil luz del mediodía austral entraba por el ojo de buey, tamizada por la cortina de ratán. Tirado sobre su diván, el Capitán Pittaluga daba sorbitos a su té de jazmín mientras Kim, su criado chino, hacía los preparativos para la primera fumata de la travesía. Con la precisión de un ritual, Kim sacaba la bolita de chandú del compartimento secreto y desplegaba sobre la esterilla el calentador a alcohol, la aguja y las dos pipas: la pipa cortita de bronce que fumaba a la entrada y la pipa larga de bambú para el final. Maese Pittaluga lo observaba extasiado. ¡Ah, el placer de la anticipación…!
De pronto, tres golpecitos sonaron en la puerta: toc, toc, toc…
Kim se quedó se detuvo en mitad de su tarea y se lo quedó mirando con sus ojitos inescrutables.
¡Capitán, lo solicitan en el puente de mando!, llegó la voz desde el exterior.
¡Ma qué catzo!

***  

El Comisario sacó de su gabinete de bebidas dos vasos de base ancha y la botella de etiqueta blanca que tenía reservada.
Esta es la joya de mi colección, dijo, mientras servía dos medidas de Ballantine’s finest: un escocés de primera calidad, añejado doce años en barricas de roble.

“Ni la luna al pasar,
tiene el mismo fulgor,
que triste y sola está
Venecia sin tu amor…”

Pruebeló, dijo el Comisario, tomando asiento junto a ella. Dígame qué le parece.
Ah… qué maravilla, exclamó Pola, después de dar el primer sorbo. Tiene como un dejo a vainilla, ¿no?
¿Le gusta?
Todo lo que tiene usted me gusta, dijo la Polaca, echando una mirada a su alrededor. Se nota que es un caballero, hasta en los más mínimos detalles.
Bueno, eso es lo que intento, humildemente, dijo el viejo Comisario.
Y lo consigue, dijo Pola, clavando en él su mirada color de mar.

“Qué triste sóla está Venecia,
si le faltas tú...”

Ejem… carraspeó el Comisario… No quisiera ser inoportuno, pero respecto al caso que la trajo aquí…
Ay, por favor, lo interrumpió la Polaca. No me venga usted también con esas tonterías.
Bueno, un doble crimen… meneó la cabeza el Capitán Quiñones. Yo no lo llamaría precisamente una tontería. Hay testigos que vieron cuando Usted y el Palomo…
Deje de relacionarme con ese personaje, lo cortó Pola. Ese tipo no es nadie. No existe.
¿Cómo que no existe?
Es un loco que no deja de seguirme. Está obsesionado conmigo.
Bueno, quién podría culparlo, sonrío el Comisario, extendiendo una mano y acariciándole la mejilla. Si usté está harto güena, pos m’hijita...
¿Sí?, preguntó Pola, avergonzada como una colegiala. ¿De verdad le gusto?
¿Le parece que no?, sonrió el Comisario, acercándose un poco más.
No sé qué pensar. Los hombres son tan chamuyeros...
¿Chamuyeros? ¿Y eso que quiere decir?
Voy a decirle la verdad, General, dijo Pola, poniéndose repentinamente seria.
Dejó su vaso casi intacto sobre la mesa ratona y tomó entre sus manazas de uñas escarlatas las manitas pequeñas y rechonchas del Capitán Quiñones.
Como ya se habrá dado cuenta, yo soy inmigrante en esta ciudad…
Ay, por favor, no use esa palabra tan fea, sonrió el Comisario. Diga invitada, mejor. Invitada de honor...
Y tengo vencido el permiso de residencia, siguió contando Pola en tono dramático. Si ahora me quiere fichar, por el motivo que sea, mi estatus de ilegal va a quedar al descubierto y me van a deportar.
Pero no, nadie querría eso..., dijo el Capitán Quiñones. Es que, en un caso como este, con la acusación que pesa sobre usted, comprenda que es muy difícil que yo...
¡Y yo soy tan feliz acá, mi general!, dijo Pola, casi al borde de las lágrimas.
¿Aquí, en Puerto Natales?, preguntó incrédulo el Capitán.
Sí, Mariscal. Acá tengo todo lo que había soñado desde piba: un lindo trabajo, un lindo grupo de amigas, un hermoso departamento…
¿Ah, sí?
Sólo me falta encontrar el amor…
El Capitán sintió que el párpado izquierdo comenzaba a temblarle, apenas, como el aleteo de una mariposa. Era un policía, desde luego, pero antes que policía era un ser humano. Y qué ser humano, en un momento como este, podía resistir…
Bueno… dijo al fin el viejo oficial, habrá que buscarle la vuelta al asunto. Ver cómo se puede hacer una excepción…
¡Ay, mi general!, dijo Pola, echándose en sus brazos.

***  

No, el Subteniente Von Kreutzenberg no podía irse a dormir. No en tal estado de agitación. La nieve que caía sobre su cabeza descubierta (otra vez se había olvidado la gorra) no lograba enfriar el fuego de su espíritu. Él no era un ser humano, ni tenía la menor intención de serlo: era un policía y sólo le importaba cumplir con su deber.
¡Un café doble! ¡Bien cargado!
La cantina de Patricio, vecina de la comisaría, era una especie de sucursal del destacamento policial. Era domingo, poco después del mediodía, y el local se encontraba despoblado, a excepción de un borrachín que dormitaba frente a su vaso vacío.
¡Al tiro se lo alcanzo, mi Teñente!
Brrrrrrrr… se escuchó el molinillo de café, y luego el chorro de vapor que salía de la máquina.
¡Viejo chivo libidinoso!, dijo en voz alta el Subteniente. Si piensa que se va a salir con la suya, está muy equivocado...
No se había pasado dos días con sus noches persiguiendo a esos granujas, peinando de sur a norte la ciudad, sufriendo todo tipo de rigores climáticos y arriesgando la vida, para ahora dejar que…
Aquí tiene, dijo Patricio, dejando frente a él la taza humeante, junto a la cucharita y la azucarera de cerámica.
Gracias.
¿No va a comer nada? Hoy no hicimos menú, pero puedo prepararle un sándwich.
No, así está bien. ¿Tienes una pluma?
Sí, ya le traigo.
BUUUUUUU… , sonó una sirena en la distancia. El Subteniente desplegó una de las servilletas de papel sobre la mesa de madera y comenzó a escribir el borrador de una carta que iba a dar qué hablar:
Teniente Coronel Alejandro Adalberto Almonacid,
Superintendencia Central C. C. C.,
Querido Tío:
Me dirijo a Ud. en esta oportunidad, amén del placer de saludarlo, para denunciar un grave hecho de corrupción acaecido en la unidad en la que me encuentro asignado…
Después de pensárselo un momento, el Subteniente tachó “Querido” y puso “Estimado”. Sí, Estimado Tío sonaba mejor.
...una irregularidad administrativa que, de permitirse, corre el riesgo de manchar la reputación de nuestra gloriosa institución…
También tachó “Estimado” y dejó "Tío". "Tío" solamente estaba bien.
“…nuestra gloriosa institución...”
No. "Tío" tampoco. Mejor dejar los parentescos afuera. Más tratándose del tío Alejandro, que ni se dignó a interceder por él cuando sufrió esa injusta acusación en el Liceo de Oficiales, ni movió un dedo cuando decidieron trasladarlo a este rincón perdido.
El Subteniente Von Kreutzenberg mordisqueó la punta del bolígrafo. Había perdido el hilo de la redacción.
“…nuestra gloriosa institución…”.

¿Y? ¿Ya encontraron a los fináos?, preguntó Patricio desde atrás del mostrador.
¿Qué? En eso estamos.
¿Es cierto que los cambiaron por dos pavos?, insistió el Cantinero, que por lo visto estaba aburrido y tenía ganas de hablar.
¿Quién le dijo eso?
Bueno, es lo que…
Sí, lo hicieron, dijo el Subteniente, pero no les va a dar resultado. En cuanto revisemos zona, y descubramos dónde los enterraron…
Patricio sonrió, menando la cabeza.
Se nota que usted no es da acá, le dijo.
Von Kreutzenberg lo miró con cara de pocos amigos.
¿Qué quiere decir con eso?
Y... que usté no sabe cómo se hacen las cosas aquí. Quién va a molestarse acá en hacer un pozo, habiendo tanto mar…
El Cantinero señaló vagamente la ventana que daba a las aguas de la bahía, en las que, a pesar de la nieve, se adivinaba el casco rojo de un barco.
BUUUUUUUU…

 
***  

Es la policía local, le informó el Primer Oficial. Solicitan demorar la partida del buque.
¿Demorar? Tetap per che?, preguntó el Capitán Pittaluga, que había subido al puente de mando envuelto en su sarong de seda y calzado con sus pantuflas a pompón.
Creen que dos marineros de este buque fueron asesinados en el puerto, mi Capitán.
¡Lagui páia!
Como en los demás barcos con bandera de conveniencia, los tripulantes del Mimosa se comunicaban en inglés. Ningún problema para el Capitán Pittaluga, que entendía una docena de lenguas, pero hablaba sólo una: un pastiche inventado por él mismo, mezcla del dialecto de su Génova natal con español de las Antillas, malayo de las Molucas, chino cantonés, samoano del Noroeste, tagalo, árabe de Zanzíbar y un poco de hindostani. Su conocimiento del inglés se reducía a lo que le había enseñado Kim, que trabajó seis meses como croupier en un garito clandestino de San Francisco.
¿Me escucha, Mimosa? Cambio.
Por el canal 12 de la radio se escuchó algo deformada la voz del empleado de la Capitanía del Puerto.
Sí, aquí el Mimosa. Cambio.
Aquí un policía quiere saber si falta alguien de su tripulación. Cambio.
Y el Operador de Radio del Mimosa le respondió:
Entendido. Ahora consulto. Cambio.
Llamaron al Contramaestre, que tenía la lista completa del personal.
Lo sái yǒurén mancanti?, preguntó Maese Pittaluga.
¿Se sabe si falta alguien?, tradujo Kim.
Estamos averiguando, Capitán.
Era algo que llevaba su tiempo, en un barco de ese porte. Había que preguntar en la cubierta, en las bodegas, en la cocina, en la sala de máquinas… Nadie tomaba lista a los tripulantes al subir, y no era inusual que un marinero no se presentara a la hora de zarpar, sea porque le hubieran roto la cabeza de un botellazo, o porque hubiese caído preso, o por la razón que fuera. Recién a la hora de cubrir una guardia se daban cuenta en el barco si alguien faltaba o no.
Avíseme en cuanto lo sepa, dijo en su lengua el Capitán Pittaluga, y Kim lo tradujo.
Sí, mi Capitán, respondió el Contramaestre, que era un muchacho joven, de la nueva camada de marinos, todos salidos de la Universidad. Chicos que solían gastar bromas a expensas del Capitán, a reírse de sus excentricidades y sus pecadillos, aunque se sentían agradecidos de servir a sus órdenes. Primero, porque el Capitán Pittaluga era una leyenda viviente. Segundo, porque jamás los importunaba ni los reprendía inútilmente. Y tercero, porque no había nadie como él para guiarlos durante las más fieras tempestades, y para enfrentar cualquier enredo sin perder la calma jamás.
BUUUUUUU…
El remolcador ya había cumplido su misión. El Jefe de Máquinas acaba de enclochar la hélice; ya estaban a punto de salir del puerto. El Práctico, que escuchaba todo lo que se hablaba en el puente, se quedó mirando al Capitán, como esperando órdenes. Si había un momento para detenerse, era ahora. Ahora o nunca.
Maese Pittaluga se rascó lo que quedaba de su pelambrera. Dijo algo en su particular dialecto y el Chino tradujo.
El Operador de Radio repitió la pregunta.
¿Ya identificaron a los cadáveres? Cambio.
No. Están desaparecidos. Cambio.
¿Tienen las descripciones? Cambio.
Afirmativo. Uno es alto y delgado, moreno, como de 30 años; otro bajito y rubio, con dientes de oro...
Ya sé quienes son, dijo el Contramaestre.
¿Ah, sí?
… eran franceses, o hablaban en francés. Cambio.
Entendido. Cambio.
Son dos que subieron la semana pasada en el puerto de Ushuaia, dijo el Contramaestre. Dos criminales. Antes habían estado embarcados en el Trondheim.
¿Eran franceses?
El Contramaestre revisó su registro. Dijo:
Acá figuran como belgas.
Tanto podía ser cierto como no. En la empresa a la que pertenecía el Mimosa no eran demasiado puntillosos a la hora de pedir los papeles a los marineros que se enrolaban. Cada uno daba los datos que quería, como en la Legión Extranjera.
Todos en el puente miraban al Capitán, esperando su decisión.
Maese Pittaluga se pasó la mano por la barba, sopesando las opciones. Las cuales eran: 1) Salir ahora mismo, aprovechando la marea alta; 2) Pasarse al menos otro día más en ese puerto detestable, sometido al escrutinio de las autoridades locales, con agentes husmeando por el puente y las bodegas, haciendo preguntas y revisando la carga.
El Capitán habló, el Chino tradujo, el Operador repitió:
No tenemos ningún tripulante que responda a esa descripción. Cambio.
¿Están seguros? Cambio.
Afirmativo. Hay un solo francés a bordo, el timonel, y está acá ahora mismo. Cambio.
Después de un silencio de casi un minuto se escuchó otra vez por el canal 12.
El policía pregunta si no falta ningún marinero en la nave. Cambio.
El Capitán miró al Práctico, un viejo lobo de mar igual que él, que le hizo un guiño de complicidad.
Negativo. La lista de tripulantes está completa. Cambio.
Entendido. Cambio y fuera.
BUUUUUUU…
La ciudad iba desapareciendo, difuminada en la distancia. Los copos de nieve caían en lentos remolinos y se deshacían al tocar el mar.

© Emilio Di Tata Roitberg, 2018, 2022.

 

A continuación...

CAPÍTULO 39: UNA ESPERANZA DE AMOR

 

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Quiero agradecer especialmente a mi amigo Gerardo Occhiuzzi, marino mercante de la Vieja Guardia, por todos los datos que me proporcionó para escribir este capítulo.