Éramos pocos y cayó la abuela de Berni el Palomo a la comisaría. Una señora muy mayor, y muy excedida de peso, que apenas si podía desplazarse con la ayuda del bastón -y de su nieta, y de su bisnieta, que la iban sosteniendo, una de cada lado.
Ay, ay… se quejaba la anciana, que pugnaba por pasar su corpachón por la estrecha abertura. El Sargento Rivas corrió a abrir la otra hoja de la puerta de entrada.
Gracias, m’hijito…, dijo la Vieja, que entró junto a una ráfaga de copos de nieve.
Cómo le va, Lela Lola, la saludó el Sargento Rivas.
Lela Lola entornó los ojos, tratando de distinguirlo.
¿Ricardito? ¿Eres tú? ¡Tanto tiempo sin verte, muchacho!
El Sargento la ayudó a acomodarse en uno de los bancos de la sala de espera.
¿Cómo anda tu familia? ¿Y tus niños?
El más chico está terminando el liceo, y la mayor ya está casada.
¡No puede ser!, abrió bien grandes los ojos Lela Lola.
Sí, dijo el Sargento. Ya voy a ser a abuelo.
¿Abuelo, tú? ¡Si eres un cabro toavía!
No tanto, sonrió el Sargento, aunque la suya era una sonrisa contenida, como a la defensiva. Adivinaba por qué la señora estaba ahí.
Javiera y Ana Luisa se ubicaron en el mismo banco, una a cada costado, un poco cohibidas todavía. Les daba la impresión de haber entrado sin permiso en la intimidad de un hogar. La tetera se calentaba sobre la estufa a leña; una perrita de raza indefinida se rascaba las pulgas echada en un cartón. De algún lugar llegaban, lejanos, los ecos de una canción romántica. Había tres carabineros, además del Sargento, uno de los cuales no dejaba de toser.
Oye, Ricardito, dijo al fin Lela Lola, ¿qué son esas tonteras que andan diciendo de mi nieto? Si el Bernardo José ha sío siempre un niño tan bueno, jamás nos ha dáo un motivo de queja…
Hablaba como si se tratara de un nene de jardín, y no un sujeto de cincuenta años cumplidos, involucrado en un doble homicidio.
La verdad es que no sé nada todavía, dijo el Sargento. Recién se están tomando las declaraciones.
¿Y mi compadre Guillermo, dónde se ha metío?, preguntó la anciana.
El Capitán Quiñones está en una reunión, dijo Rivas, y entonces se hizo un repentino silencio, en el que se escuchó con toda claridad la música que venía del pasillo.
Gracias, m’hijito…, dijo la Vieja, que entró junto a una ráfaga de copos de nieve.
Cómo le va, Lela Lola, la saludó el Sargento Rivas.
Lela Lola entornó los ojos, tratando de distinguirlo.
¿Ricardito? ¿Eres tú? ¡Tanto tiempo sin verte, muchacho!
El Sargento la ayudó a acomodarse en uno de los bancos de la sala de espera.
¿Cómo anda tu familia? ¿Y tus niños?
El más chico está terminando el liceo, y la mayor ya está casada.
¡No puede ser!, abrió bien grandes los ojos Lela Lola.
Sí, dijo el Sargento. Ya voy a ser a abuelo.
¿Abuelo, tú? ¡Si eres un cabro toavía!
No tanto, sonrió el Sargento, aunque la suya era una sonrisa contenida, como a la defensiva. Adivinaba por qué la señora estaba ahí.
Javiera y Ana Luisa se ubicaron en el mismo banco, una a cada costado, un poco cohibidas todavía. Les daba la impresión de haber entrado sin permiso en la intimidad de un hogar. La tetera se calentaba sobre la estufa a leña; una perrita de raza indefinida se rascaba las pulgas echada en un cartón. De algún lugar llegaban, lejanos, los ecos de una canción romántica. Había tres carabineros, además del Sargento, uno de los cuales no dejaba de toser.
Oye, Ricardito, dijo al fin Lela Lola, ¿qué son esas tonteras que andan diciendo de mi nieto? Si el Bernardo José ha sío siempre un niño tan bueno, jamás nos ha dáo un motivo de queja…
Hablaba como si se tratara de un nene de jardín, y no un sujeto de cincuenta años cumplidos, involucrado en un doble homicidio.
La verdad es que no sé nada todavía, dijo el Sargento. Recién se están tomando las declaraciones.
¿Y mi compadre Guillermo, dónde se ha metío?, preguntó la anciana.
El Capitán Quiñones está en una reunión, dijo Rivas, y entonces se hizo un repentino silencio, en el que se escuchó con toda claridad la música que venía del pasillo.
“Sabes mejor que nadie, que me fallaste,
que lo que prometiste, se te olvidó...”
que lo que prometiste, se te olvidó...”
Oye, Ricardito, preguntó la Vieja, ¿qué clase de reunión es esa?
***
No era lo que Lela Lola pensaba. El Capitán Quiñones ponía música cuando entraba al baño en suite que se había hecho construir en su despacho; ponía boleros, casi siempre, canciones románticas o baladas, que tenían el doble propósito de, por un lado, ayudarlo a relajarse mientras llevaba a cabo la última etapa del proceso digestivo y, al mismo tiempo, de servir como advertencia a sus subordinados de que nadie debía, bajo ninguna circunstancia, venir a interrumpirlo durante esas sesiones.
“Llena estoy de razones, pa despreciarte,
y sin embargo quiero, que seas feliz.
Que allá, en el otro mundo,
en vez de infierno, encuentres gloria...”
Sin embargo, esa mañana era imposible concentrarse. Pocas veces se había escuchado semejante barullo en la Comisaría 22. Voces y gritos a través de las paredes, el resonar de los botines en el pasillo, una puerta que se cerraba de golpe.
¡Pero qué chucha pasa aquí!, exclamó el Capitán, que sin terminar de subirse del todo los pantalones salió del pequeño recinto, dando por terminada la tarea que no había podido siquiera comenzar.
¡Desgraciado!
Salió a su despacho, donde el LP de María Martha Serra Lima y el Trío Los Panchos giraba a 33 revoluciones.
¡Pero qué chucha pasa aquí!, exclamó el Capitán, que sin terminar de subirse del todo los pantalones salió del pequeño recinto, dando por terminada la tarea que no había podido siquiera comenzar.
¡Desgraciado!
Salió a su despacho, donde el LP de María Martha Serra Lima y el Trío Los Panchos giraba a 33 revoluciones.
“Échame a mí la culpa, de lo que pasa,
cúbrete tú la espalda, con mi do...”
La música se interrumpió de golpe. Con el cinturón sin abrochar y los faldones de la camisa afuera, el Capitán Quiñones abrió la puerta que daba al pasillo y caminó hacia el fondo de la comisaría.
¡Sinvergüenza! ¡Deja que te ponga la mano encima!
Ya podía adivinar quién era el culpable de aquel jaleo: el mocoso capitalino, ese imberbe, que desde su llegada no había hecho más que amargarle la existencia.
¡Deja nomás que…!
Aunque ya habían pasado los tiempos en los superiores podían aplicar castigos corporales a sus subalternos, el Capitán se propuso darle a ese granuja una lección que no iba a olvidar en su vida.
¡Miserable! ¡Latoso!, murmuró el Viejo Oficial, que nomás al doblar el pasillo en L se encontró cara a cara con el susodicho.
¡Capitán!, exclamó el Subteniente Von Kreutzenberg, ¡Los encontré!
Y el Capitán, que ya venía con el brazo en alto, listo para agarrarlo del cogote, se quedó tan descolocado que no alcanzó a reaccionar.
¿Cómo dices?
¡Berni el Palomo y el travesti argentino! ¡Fueron ellos!
¡No puede ser!
Sí, dijo el Subteniente. ¡Ya tengo una confesión!
***
¡Sinvergüenza! ¡Deja que te ponga la mano encima!
Ya podía adivinar quién era el culpable de aquel jaleo: el mocoso capitalino, ese imberbe, que desde su llegada no había hecho más que amargarle la existencia.
¡Deja nomás que…!
Aunque ya habían pasado los tiempos en los superiores podían aplicar castigos corporales a sus subalternos, el Capitán se propuso darle a ese granuja una lección que no iba a olvidar en su vida.
¡Miserable! ¡Latoso!, murmuró el Viejo Oficial, que nomás al doblar el pasillo en L se encontró cara a cara con el susodicho.
¡Capitán!, exclamó el Subteniente Von Kreutzenberg, ¡Los encontré!
Y el Capitán, que ya venía con el brazo en alto, listo para agarrarlo del cogote, se quedó tan descolocado que no alcanzó a reaccionar.
¿Cómo dices?
¡Berni el Palomo y el travesti argentino! ¡Fueron ellos!
¡No puede ser!
Sí, dijo el Subteniente. ¡Ya tengo una confesión!
***
La nieve seguía cayendo sobre Puerto Natales, que ya había quedado todo cubierto de blanco. Por la calle casi no pasaba nadie. El viento se había detenido y el silencio era tal que los ruidos más lejanos se escuchaban con total nitidez: los cascos de un caballo a varias cuadras de distancia; el motor de una lancha marisquera que reducía la velocidad al acercarse al muelle, y la sirena de un carguero fondeado en el puerto, que anunciaba su próxima partida: BUUUUUUUUU...
Los copos se acumulaban sobre el auto rojo de Samuel, aparcado frente a la comisaría. El Almacenero se mantenía de pie, cerca de la puerta de entrada, secando con un pañuelo sus lentes empañados. Era un hombre tranquilo, terriblemente tímido, que se había ofrecido a traer a Lela Lola y su familia a la iglesia, no a la comisaría, y ahora se veía en medio de una intriga de crimen y prostitución. Si fuera por él ya se hubiera largado, pero el camino estaba imposible.
Tampoco Javiera Ignacia se sentía muy a gusto de estar allí, y menos su sobrina Ana Luisa, a la que el Cabo de Guardia no dejaba de mirar con ojos de carnero degollado.
Hazme el favor, Ricardito, suplicaba Lela Lola, ve a verlo al Capitán, dile que estoy aquí…
Ana Luisa no salía de su asombro. Estaba acostumbrada a los arranques de furia y los gritos destemplados de su bisabuela, y le decepcionaba que ahora se dirigiera al policía de una forma tan servil. Por lo visto, sólo se hacía la guapa con los que no se podían defender.
Te-tengo frío, castañeteaba los dientes el carabinero flaco, aunque estaba pegado a la estufa y volaba de fiebre. Y el más gordito le decía: Toma esto, pos Aguayo, que te va a hacer bien…
Mirá que ando tan mal de las piernas, Ricardito... Me ha costáo harto llegar hasta aquí.
Voy a hacer lo posible, Lela Lola, dijo el Sargento Rivas, téngame paciencia.
Tú lo conoces, a mi nieto, insistía la Vieja. Él es así, tan poquita cosa... Sería incapaz de hacer algo así...
***
Los copos se acumulaban sobre el auto rojo de Samuel, aparcado frente a la comisaría. El Almacenero se mantenía de pie, cerca de la puerta de entrada, secando con un pañuelo sus lentes empañados. Era un hombre tranquilo, terriblemente tímido, que se había ofrecido a traer a Lela Lola y su familia a la iglesia, no a la comisaría, y ahora se veía en medio de una intriga de crimen y prostitución. Si fuera por él ya se hubiera largado, pero el camino estaba imposible.
Tampoco Javiera Ignacia se sentía muy a gusto de estar allí, y menos su sobrina Ana Luisa, a la que el Cabo de Guardia no dejaba de mirar con ojos de carnero degollado.
Hazme el favor, Ricardito, suplicaba Lela Lola, ve a verlo al Capitán, dile que estoy aquí…
Ana Luisa no salía de su asombro. Estaba acostumbrada a los arranques de furia y los gritos destemplados de su bisabuela, y le decepcionaba que ahora se dirigiera al policía de una forma tan servil. Por lo visto, sólo se hacía la guapa con los que no se podían defender.
Te-tengo frío, castañeteaba los dientes el carabinero flaco, aunque estaba pegado a la estufa y volaba de fiebre. Y el más gordito le decía: Toma esto, pos Aguayo, que te va a hacer bien…
Mirá que ando tan mal de las piernas, Ricardito... Me ha costáo harto llegar hasta aquí.
Voy a hacer lo posible, Lela Lola, dijo el Sargento Rivas, téngame paciencia.
Tú lo conoces, a mi nieto, insistía la Vieja. Él es así, tan poquita cosa... Sería incapaz de hacer algo así...
***
Sí, fui yo, dijo Berni el Palomo. Yo los maté.
¿Tú?, estuvo a punto de soltar una carcajada el Capitán Quiñones.
Lo había hecho pasar a su despacho, que parecía más bien la oficina de un ejecutivo que la de un simple comisario de provincia: cómodos sillones de cuero, cortinas de tela damasquinada, equipo de audio de última generación...
Sí, repitió el Palomo, sentado bien derechito en su silla, con vista baja, como un chico al que lo mandan a rendir cuentas a la oficina del director. Yo les disparé.
De pie a un costado del escritorio, el Subteniente Von Kreutzenberg sonreía satisfecho.
¿Tú y quien más?, preguntó el Capitán.
Nadie más. Yo solo.
¡Miente!, dijo el Subteniente. ¡Está tratando de proteger al uñas largas!
Y sonriendo de manera cruel agregó:
Está enamorado, el pobre idiota…
El Capitán resopló. Era difícil manejar los tiempos de un interrogatorio si lo interrumpían a cada momento. Dejó pasar un momento antes de hablar.
A ver si lo entendí bien, Palomo. Tú mataste a estos dos sujetos.
Sí.
Y luego los subiste al auto del Dr. Rivero.
Sí.
Los arrastraste tú solo, desde la playa hasta el auto, sin ayuda de nadie.
Sí.
Mírame a la cara cuando te hablo.
Sí, se mantuvo firme en su declaración el Palomo.
Ajá, fingió creerle el Capitán. ¿Y por qué los mataste, se puede saber?
Eh… balbuceó Berni, que no veía cómo dar una respuesta sin involucrar a la Polaca. Deudas de juego.
¿Deudas de juego?
Sí.
¿Tú les debías a ellos o ellos a ti?
En ningún momento pensó Berni que el asunto iba a complicarse tanto. Creyó que con declararse culpable ya era suficiente.
¿Eran dos marineros, verdad?
Sí, dijo Berni, pisando por primera vez sobre seguro. Dos marineros franceses.
¿Cómo dijiste que se llamaba el barco en que vinieron?
El Mimosa, dijo Berni. Está en el puerto todavía.
El Capitán se volvió hacia el Subteniente y le dijo: Llámalo a Rivas.
¿Tú?, estuvo a punto de soltar una carcajada el Capitán Quiñones.
Lo había hecho pasar a su despacho, que parecía más bien la oficina de un ejecutivo que la de un simple comisario de provincia: cómodos sillones de cuero, cortinas de tela damasquinada, equipo de audio de última generación...
Sí, repitió el Palomo, sentado bien derechito en su silla, con vista baja, como un chico al que lo mandan a rendir cuentas a la oficina del director. Yo les disparé.
De pie a un costado del escritorio, el Subteniente Von Kreutzenberg sonreía satisfecho.
¿Tú y quien más?, preguntó el Capitán.
Nadie más. Yo solo.
¡Miente!, dijo el Subteniente. ¡Está tratando de proteger al uñas largas!
Y sonriendo de manera cruel agregó:
Está enamorado, el pobre idiota…
El Capitán resopló. Era difícil manejar los tiempos de un interrogatorio si lo interrumpían a cada momento. Dejó pasar un momento antes de hablar.
A ver si lo entendí bien, Palomo. Tú mataste a estos dos sujetos.
Sí.
Y luego los subiste al auto del Dr. Rivero.
Sí.
Los arrastraste tú solo, desde la playa hasta el auto, sin ayuda de nadie.
Sí.
Mírame a la cara cuando te hablo.
Sí, se mantuvo firme en su declaración el Palomo.
Ajá, fingió creerle el Capitán. ¿Y por qué los mataste, se puede saber?
Eh… balbuceó Berni, que no veía cómo dar una respuesta sin involucrar a la Polaca. Deudas de juego.
¿Deudas de juego?
Sí.
¿Tú les debías a ellos o ellos a ti?
En ningún momento pensó Berni que el asunto iba a complicarse tanto. Creyó que con declararse culpable ya era suficiente.
¿Eran dos marineros, verdad?
Sí, dijo Berni, pisando por primera vez sobre seguro. Dos marineros franceses.
¿Cómo dijiste que se llamaba el barco en que vinieron?
El Mimosa, dijo Berni. Está en el puerto todavía.
El Capitán se volvió hacia el Subteniente y le dijo: Llámalo a Rivas.
***
Las dos aspirinas que le hicieron tragar al carabinero Aguayo no dieron el menor resultado. Ni las friegas con Mentholatum que le dio Sepúlveda en el pecho. El frío que pasaron durante la madrugada vigilando el cabaret y la mojadura durante el viaje en moto lo afectaron a él más que a ninguno.
¿Y? ¿Llamaste al hospital?
Estoy llamando, pero no contesta nadie.
Prueba otra vez.
Samuel aguardaba en un rincón, con la gorra en la mano. La miraba a Javiera, como preguntándole qué hacer.
BUUUUUUUUUU… llegó lejano el sonido de la bocina de un barco. La Porota bostezó.
Oiga, Lela Lola…
Aunque habían discutido durante el camino, Ana Luisa se sintió obligada a contárselo a su bisabuela.
¿Qué pasó?
Ese paco es el que estaba hoy temprano espiando frente a nuestra casa.
¿Cuál?, preguntó la Vieja. ¿El que está medio muerto?
No. El otro.
¿Y? ¿Llamaste al hospital?
Estoy llamando, pero no contesta nadie.
Prueba otra vez.
Samuel aguardaba en un rincón, con la gorra en la mano. La miraba a Javiera, como preguntándole qué hacer.
BUUUUUUUUUU… llegó lejano el sonido de la bocina de un barco. La Porota bostezó.
Oiga, Lela Lola…
Aunque habían discutido durante el camino, Ana Luisa se sintió obligada a contárselo a su bisabuela.
¿Qué pasó?
Ese paco es el que estaba hoy temprano espiando frente a nuestra casa.
¿Cuál?, preguntó la Vieja. ¿El que está medio muerto?
No. El otro.
***
El Subteniente Almonacid von Kreutzenberg no cabía en sí de satisfacción: ya casi había resuelto su primer caso. Después de sortear un sinnúmero de obstáculos, empujado por su voluntad inquebrantable y su instinto de sabueso había logrado arrinconar a esos criminales.
El primer ascenso de su carrera, pensaba el Subteniente, mientras caminaba por el pasillo, haciendo resonar los borceguíes. Una carrera que recién empezaba, y que no iba a detenerse hasta llegar al más alto escalafón. ¿Por qué no? Tal vez en el futuro hasta hicieran una serie de televisión inspirada en sus hazañas, como Columbo, como Baretta, como Magnum…
El Subteniente dobló por el pasillo en L y comenzó a reducir el paso a medida que se acercaba a la sala de espera. Se escuchaban otras voces, además de los vozarrones masculinos de siempre, en el dialecto de los campesinos que tenía por compañeros.
Sí, a lo mejor le dio una pulmonía…
Von Kreutzenberg se asomó al recinto y de inmediato retrocedió, justo a tiempo para que no lo vieran: ¡Era ella! ¡Ana Luisa!
El Subteniente se llevó una mano al pecho, asombrado del respingo que le había dado el corazón. ¡Lo único que le faltaba! ¡Interesarse por la sobrina de un delincuente!
El primer ascenso de su carrera, pensaba el Subteniente, mientras caminaba por el pasillo, haciendo resonar los borceguíes. Una carrera que recién empezaba, y que no iba a detenerse hasta llegar al más alto escalafón. ¿Por qué no? Tal vez en el futuro hasta hicieran una serie de televisión inspirada en sus hazañas, como Columbo, como Baretta, como Magnum…
El Subteniente dobló por el pasillo en L y comenzó a reducir el paso a medida que se acercaba a la sala de espera. Se escuchaban otras voces, además de los vozarrones masculinos de siempre, en el dialecto de los campesinos que tenía por compañeros.
Sí, a lo mejor le dio una pulmonía…
Von Kreutzenberg se asomó al recinto y de inmediato retrocedió, justo a tiempo para que no lo vieran: ¡Era ella! ¡Ana Luisa!
El Subteniente se llevó una mano al pecho, asombrado del respingo que le había dado el corazón. ¡Lo único que le faltaba! ¡Interesarse por la sobrina de un delincuente!
***
Como sucedía cada vez que caían cuatro copos, la línea telefónica de la comisaría había dejado de funcionar. Era inútil tratar de llamar a una ambulancia.
¿No pueden llevarlo en uno de los patrulleros?
Uno está roto y el otro no tiene combustible. A lo mejor, cuando vuelva la furgoneta…
¿Entonces qué hacemos? ¿Vamos a dejar que se muera?
Bueno, tampoco se va a morir por una gripe…
Los policías daban vueltas alrededor de Aguayo, emitiendo sus opiniones por turnos o todos a la vez. La Porota se acercó y le pasó la lengua por la cara. Alguien gritó desde el pasillo:
¡Sargento Rivas! ¿Puede venir, por favor?
Ana Luisa levantó la cabeza, tratando de identificar esa voz.
Enseguida, dijo Rivas.
Oiga, m’hijito…, dijo Lela Lola, nosotros podemos llevarlo al hospital, si quiere. Tenemos el auto ahí en la puerta...
¿Le parece?, preguntó Sepúlveda.
Pero sí… Mi amigo Samuel, que es un excelente conductor…
El Almacenero abrió los ojos a más no poder. Jamás había escuchado a Lela Lola elogiar a alguien, mucho menos a él.
Llévenlo al tiro nomás...
Entre Sepúlveda y el Cabo de Guardia ayudaron a Aguayo a incorporarse.
Es que… mi auto no está preparado para andar en la nieve… dijo Samuel… No traje las cadenas. No pensé que…
Lela Lola lo hizo callar con una mirada fulminante.
Ana Luisa, ve con ellos tú también.
¿Yo?
Lela Lola le hizo un rápido gesto, que pasó desapercibido para los demás, pero que la joven pescó enseguida.
Sí, claro, le respondió Ana Luisa, y dirigiéndose al Almacenero le dijo:
No se preocupe, don Samuel, seguro va a hacerlo muy bien.
Eh… Bueno… si tú lo dices…
Vamos, vamos yendo, dijo la chica, que dejó que pasaran los hombres primero y cerró la puerta al salir.
Lela Lola sonrió, confirmando la opinión que ya tenía de su bisnieta: era una mocosa contestona y rebelde, pero la única en la familia con un poco de cerebro.
¿No pueden llevarlo en uno de los patrulleros?
Uno está roto y el otro no tiene combustible. A lo mejor, cuando vuelva la furgoneta…
¿Entonces qué hacemos? ¿Vamos a dejar que se muera?
Bueno, tampoco se va a morir por una gripe…
Los policías daban vueltas alrededor de Aguayo, emitiendo sus opiniones por turnos o todos a la vez. La Porota se acercó y le pasó la lengua por la cara. Alguien gritó desde el pasillo:
¡Sargento Rivas! ¿Puede venir, por favor?
Ana Luisa levantó la cabeza, tratando de identificar esa voz.
Enseguida, dijo Rivas.
Oiga, m’hijito…, dijo Lela Lola, nosotros podemos llevarlo al hospital, si quiere. Tenemos el auto ahí en la puerta...
¿Le parece?, preguntó Sepúlveda.
Pero sí… Mi amigo Samuel, que es un excelente conductor…
El Almacenero abrió los ojos a más no poder. Jamás había escuchado a Lela Lola elogiar a alguien, mucho menos a él.
Llévenlo al tiro nomás...
Entre Sepúlveda y el Cabo de Guardia ayudaron a Aguayo a incorporarse.
Es que… mi auto no está preparado para andar en la nieve… dijo Samuel… No traje las cadenas. No pensé que…
Lela Lola lo hizo callar con una mirada fulminante.
Ana Luisa, ve con ellos tú también.
¿Yo?
Lela Lola le hizo un rápido gesto, que pasó desapercibido para los demás, pero que la joven pescó enseguida.
Sí, claro, le respondió Ana Luisa, y dirigiéndose al Almacenero le dijo:
No se preocupe, don Samuel, seguro va a hacerlo muy bien.
Eh… Bueno… si tú lo dices…
Vamos, vamos yendo, dijo la chica, que dejó que pasaran los hombres primero y cerró la puerta al salir.
Lela Lola sonrió, confirmando la opinión que ya tenía de su bisnieta: era una mocosa contestona y rebelde, pero la única en la familia con un poco de cerebro.
***
Después de ese proxeneta del Palomo le tocaba el turno al ladino del travesti, a quien el Subteniente ya había tratado en vano de sacarle información.
Aquí está, dijo, tras hacer pasar al Capitán a la habitación que servía de sala de interrogatorios.
¡Oye, qué tenemos aquí!, no pudo contenerse de exclamar el Capitán Quiñones, al ver a la rubia platinada que fumaba de manera displicente al otro lado de la mesa. Ahora entendía cómo ese tarambana del Palomo podía haber perdido la cabeza de tal modo, al punto de declararse culpable de un crimen que no podía haber cometido.
Bueno, por fin un hombre..., dijo Polaca, y tirando el humo de su Benson & Hedges para el lado del Subteniente agregó: Pensé que a esta comisaría la manejaban los nenes de primer grado.
El Subteniente le devolvió una mirada cargada de odio, y con la voz más glacial que fue capaz de impostar dijo: Este es el Capitán Quiñones, comisario a cargo de esta unidad.
Qué honor conocerlo, dijo la Polaca. Me hablaron de tanto de usted…
¿De verdad?, sonrió el Capitán.
¡No es tan viejo!, exclamó, dirigiéndose al Subteniente, como si éste hubiera afirmado lo contrario.
¡Basta de tonterías!, estalló Von Kreutzenberg. Yo no estaría tan contento, si fuera usted. ¡Su amiguito contó todo!
¿Ah, sí? No me diga..., casi se rió la Polaca. No sé qué le pudo haber contado, si no…
¡Que eran dos marineros del Mimosa! ¡Dos franceses!, dijo el Subteniente. ¡Los mataron en la playa, al lado del Muelle Viejo, y los llevaron en el baúl del auto hasta Bahía Mansa! El revólver que encontramos le pertenecía a uno de ellos, el de los dientes de oro… ¿Quiere que le siga contando?
En efecto, a la Polaca se le había ido la risa.
Aquí está, dijo, tras hacer pasar al Capitán a la habitación que servía de sala de interrogatorios.
¡Oye, qué tenemos aquí!, no pudo contenerse de exclamar el Capitán Quiñones, al ver a la rubia platinada que fumaba de manera displicente al otro lado de la mesa. Ahora entendía cómo ese tarambana del Palomo podía haber perdido la cabeza de tal modo, al punto de declararse culpable de un crimen que no podía haber cometido.
Bueno, por fin un hombre..., dijo Polaca, y tirando el humo de su Benson & Hedges para el lado del Subteniente agregó: Pensé que a esta comisaría la manejaban los nenes de primer grado.
El Subteniente le devolvió una mirada cargada de odio, y con la voz más glacial que fue capaz de impostar dijo: Este es el Capitán Quiñones, comisario a cargo de esta unidad.
Qué honor conocerlo, dijo la Polaca. Me hablaron de tanto de usted…
¿De verdad?, sonrió el Capitán.
¡No es tan viejo!, exclamó, dirigiéndose al Subteniente, como si éste hubiera afirmado lo contrario.
¡Basta de tonterías!, estalló Von Kreutzenberg. Yo no estaría tan contento, si fuera usted. ¡Su amiguito contó todo!
¿Ah, sí? No me diga..., casi se rió la Polaca. No sé qué le pudo haber contado, si no…
¡Que eran dos marineros del Mimosa! ¡Dos franceses!, dijo el Subteniente. ¡Los mataron en la playa, al lado del Muelle Viejo, y los llevaron en el baúl del auto hasta Bahía Mansa! El revólver que encontramos le pertenecía a uno de ellos, el de los dientes de oro… ¿Quiere que le siga contando?
En efecto, a la Polaca se le había ido la risa.
***
El Sargento Rivas reemplazó la gorra oficial por un sombrero de fieltro de ala ancha y se echó encima del uniforme un poncho chileno que le cubría las orejas y la cara hasta la altura de la nariz. Un atuendo similar al que usaba un par de décadas atrás, cuando recién había entrado a la fuerza, y debía cubrir guardias en las islas más recónditas del archipiélago.
Le sorprendió encontrarse con la sala de espera casi despoblada. Aguayo y Sepúlveda habían desaparecido. El Cabo de Guardia había vuelto a su puesto, detrás del mostrador. Y en el banco de la sala de espera sólo quedaban la hermana mayor de Berni y la vieja calandraca, que se había quedado dormida, las manos apoyadas sobre el bastón y los labios vibrantes cada vez que roncaba.
La Porota se levantó de su cartón y se acercó al Sargento, cuando vio que se ponía los guantes.
¿Y tú? ¿Te vienes conmigo? Mira que hace frío.
La perrita movió la cola, indicando que no le importaba.
En un rato vuelvo, anunció Rivas, y el Cabo le hizo con la cabeza que sí.
Hasta la luego, señorita, se tocó el sombrero al pasar frente a Javiera, que le respondió con una sonrisa cargada de preocupación.
Cuando la puerta se cerró, un ojo de Lela Lola se abrió.
¿Qué habrá ido a hacer el tarambana de Rivas, disfrazáo de payaso?
Parece un buen hombre, ¿no?, dijo Javiera.
¿Quién, este? ¡Puf!
Y mirando hacia el pasillo que daba al fondo de la comisaría, Lela Lola murmuró: Y ese otro viejo putañero, más vale que me atienda enseguida, que si no…
Le sorprendió encontrarse con la sala de espera casi despoblada. Aguayo y Sepúlveda habían desaparecido. El Cabo de Guardia había vuelto a su puesto, detrás del mostrador. Y en el banco de la sala de espera sólo quedaban la hermana mayor de Berni y la vieja calandraca, que se había quedado dormida, las manos apoyadas sobre el bastón y los labios vibrantes cada vez que roncaba.
La Porota se levantó de su cartón y se acercó al Sargento, cuando vio que se ponía los guantes.
¿Y tú? ¿Te vienes conmigo? Mira que hace frío.
La perrita movió la cola, indicando que no le importaba.
En un rato vuelvo, anunció Rivas, y el Cabo le hizo con la cabeza que sí.
Hasta la luego, señorita, se tocó el sombrero al pasar frente a Javiera, que le respondió con una sonrisa cargada de preocupación.
Cuando la puerta se cerró, un ojo de Lela Lola se abrió.
¿Qué habrá ido a hacer el tarambana de Rivas, disfrazáo de payaso?
Parece un buen hombre, ¿no?, dijo Javiera.
¿Quién, este? ¡Puf!
Y mirando hacia el pasillo que daba al fondo de la comisaría, Lela Lola murmuró: Y ese otro viejo putañero, más vale que me atienda enseguida, que si no…
***
El Renault Dauphine avanzaba a paso firme por la Avenida Montt. Samuel conducía súper concentrado sobre la calle cubierta de nieve, como si fuera un piloto del Rally de Andorra.
Muy bien, don Samuel, lo animaba Ana Luisa.
Ayudaba que la nieve no se hubiese congelado todavía; que su auto tuviese tan buen agarre en las ruedas traseras (por llevar el motor atrás); y que esta vez no viniera Lela Lola taladrándole la oreja.
Bien. Lo está haciendo muy bien.
Todo lo contrario. Ana Luisa lo alentaba todo el tiempo, dándole más confianza.
¿Vio? Yo sabía que usted podía.
Una muchacha tan dulce. Tan parecida a su tía Javiera, cuando tenía su edad. ¿Sería posible que, como algunos decían…?
Los copos caían sobre la calle, sobre el techo de las casas, sobre el mar. Se pegaban al parabrisas, casi hasta tapar la visión, antes de que la escobilla los sacara con su movimiento de vaivén: chac-chac, chac-chac, chac-chac…
En el asiento de atrás venían los dos carabineros: el más flaco tirado contra el respaldo, respirando con dificultad, y el otro murmurando frases del tipo: Desgraciado… Basura… Hijo de…
Ana Luisa no tenía idea de cómo iba a hacer para sacarle información en los pocos minutos que duraba el viaje hasta el hospital.
Un día de estos... murmuró el policía gordito, antes de sufrir un ataque de tos.
Parece que usted también tomó frío, le dijo la chica.
¿Frío? Casi me congelo, señorita.
No hizo falta tirarle de la lengua, ahí nomás se puso a escupir veneno.
Tóa la noche de guardia frente al cabaret nos tuvo, ese gringo culiáo… Usted perdone...
No, está bien, dijo Ana Luisa, que sabía exactamente a quién se refería.
¡Dos días hace que nos tiene sin dormir! ¡Dos días sin volver a nuestra casa! Sin parar ni un minuto, casi sin comer. ¡Ni a los animales se los trata así!
¿Todo por buscarlo a mi tío?
¡Por buscar a esos dos muertos qué el dice que había en un auto! De acá para allá, dos días seguíos, todo por lo que dijo ese borracho del mecánico…
Un camión de la municipalidad venía en sentido contrario, con las luces prendidas. Les pasó tan cerca que por un momento pareció que los iba a chocar.
¡Ese el testigo que tiene! ¡El único testigo! ¡Un viejo que se la pasa mamáo las 24 horas del día!
Chac-chac, chac-chac, chac-chac seguía el limpiaparabrisas con su sonsonete. Ya casi habían llegado al hospital.
Ana Luisa preguntó, haciéndose la tonta:
¿Qué mecánico?
Muy bien, don Samuel, lo animaba Ana Luisa.
Ayudaba que la nieve no se hubiese congelado todavía; que su auto tuviese tan buen agarre en las ruedas traseras (por llevar el motor atrás); y que esta vez no viniera Lela Lola taladrándole la oreja.
Bien. Lo está haciendo muy bien.
Todo lo contrario. Ana Luisa lo alentaba todo el tiempo, dándole más confianza.
¿Vio? Yo sabía que usted podía.
Una muchacha tan dulce. Tan parecida a su tía Javiera, cuando tenía su edad. ¿Sería posible que, como algunos decían…?
Los copos caían sobre la calle, sobre el techo de las casas, sobre el mar. Se pegaban al parabrisas, casi hasta tapar la visión, antes de que la escobilla los sacara con su movimiento de vaivén: chac-chac, chac-chac, chac-chac…
En el asiento de atrás venían los dos carabineros: el más flaco tirado contra el respaldo, respirando con dificultad, y el otro murmurando frases del tipo: Desgraciado… Basura… Hijo de…
Ana Luisa no tenía idea de cómo iba a hacer para sacarle información en los pocos minutos que duraba el viaje hasta el hospital.
Un día de estos... murmuró el policía gordito, antes de sufrir un ataque de tos.
Parece que usted también tomó frío, le dijo la chica.
¿Frío? Casi me congelo, señorita.
No hizo falta tirarle de la lengua, ahí nomás se puso a escupir veneno.
Tóa la noche de guardia frente al cabaret nos tuvo, ese gringo culiáo… Usted perdone...
No, está bien, dijo Ana Luisa, que sabía exactamente a quién se refería.
¡Dos días hace que nos tiene sin dormir! ¡Dos días sin volver a nuestra casa! Sin parar ni un minuto, casi sin comer. ¡Ni a los animales se los trata así!
¿Todo por buscarlo a mi tío?
¡Por buscar a esos dos muertos qué el dice que había en un auto! De acá para allá, dos días seguíos, todo por lo que dijo ese borracho del mecánico…
Un camión de la municipalidad venía en sentido contrario, con las luces prendidas. Les pasó tan cerca que por un momento pareció que los iba a chocar.
¡Ese el testigo que tiene! ¡El único testigo! ¡Un viejo que se la pasa mamáo las 24 horas del día!
Chac-chac, chac-chac, chac-chac seguía el limpiaparabrisas con su sonsonete. Ya casi habían llegado al hospital.
Ana Luisa preguntó, haciéndose la tonta:
¿Qué mecánico?
***
Por favor, Coronel, le dijo la Polaca, no venga usted también con ese truco tan trillado. “Tu compañero te echó toda la culpa, etcétera etcétera...”. Somos grandes...
El Capitán Quiñones se revolvió en su silla, algo incómodo.
De hecho, señorita, fue exactamente al revés.
¿Qué quiere decir?
El Capitán miró al Subteniente, como si no estuviera muy seguro de lo que estaba por decir.
Quiero decir, que Berbi el Palomo se echó toda la culpa él.
¿Ah, sí?, se extrañó Pola.
Buscó otro cigarrillo en su atado, el último. Hizo un bollo el paquete y lo dejó sobre la mesa.
Bueno, si él lo dice, debe ser así, concluyó la Polaca, que se quedó con el cigarrillo entre los labios, esperando que le dieran fuego. El Capitán le hizo una seña con la cabeza a su subalterno, que da mala gana buscó en sus bolsillos un encendedor.
Es decir…, continuó Pola, Él me invitó a pasar el fin de semana en el campo, me pasó a buscar con ese auto estrafalario. Yo qué iba a saber lo que llevaba en la cajuela.
Pola prendió el cigarrillo con la llama que el Subteniente le había acercado, sin mirarlo siquiera, sin darle las gracias.
En fin, hay tanto loco suelto…
El caso es, señorita, continuó el Capitán, que yo hallo muy difícil que su novio pueda haber hecho todo eso él solo, sin la colaboración de una o más personas…
¿Mi novio? ¿Ese enano? Apenas lo conozco.
Pola dio una pitada y dejó salir el humo lentamente, como una diva de Hollywood de los años 40.
A mí me gustan otro tipo de hombres, General. Más decididos, más experimentados…
¿Ah, sí?, dijo el Capitán, pasándose un dedo bajo el cuello de la camisa.
Tengo debilidad por los uniformes, se lo confieso, dijo Pola, y echando un vistazo despectivo al Subteniente añadió: Bueno, siempre que tengan los galones suficientes…
Mire usted..., se atusó el bigote el Viejo Oficial.
Pola se lo quedó mirando fijamente, mientras el humo subía en lentas volutas y se disolvía al llegar a la altura de la lámpara.
Este… mi Capitán…, se inclinó hacia él y le susurró en el oído Von Kreutzenberg. Es un hombre.
¿Qué dices?
Eso que está ahí... es un hombre.
¿Estás seguro?
¡Yo voy a decirle toda la verdad, Mariscal!, le dijo Pola, estirándose sobre la mesa y tomándole las manos con sus manazas de uñas escarlatas. ¡A usted solamente, porque me inspira confianza! ¿No hay un lugar donde podamos hablar con más privacidad? Sin tanto entrometido que venga a meter las narices donde no lo llaman..., miró de soslayo a Von Kreutzenberg otra vez.
Sí, por qué no... dijo el Capitán Quiñones. Si a usted le parece, podemos pasar a mi despacho…
El Capitán Quiñones se revolvió en su silla, algo incómodo.
De hecho, señorita, fue exactamente al revés.
¿Qué quiere decir?
El Capitán miró al Subteniente, como si no estuviera muy seguro de lo que estaba por decir.
Quiero decir, que Berbi el Palomo se echó toda la culpa él.
¿Ah, sí?, se extrañó Pola.
Buscó otro cigarrillo en su atado, el último. Hizo un bollo el paquete y lo dejó sobre la mesa.
Bueno, si él lo dice, debe ser así, concluyó la Polaca, que se quedó con el cigarrillo entre los labios, esperando que le dieran fuego. El Capitán le hizo una seña con la cabeza a su subalterno, que da mala gana buscó en sus bolsillos un encendedor.
Es decir…, continuó Pola, Él me invitó a pasar el fin de semana en el campo, me pasó a buscar con ese auto estrafalario. Yo qué iba a saber lo que llevaba en la cajuela.
Pola prendió el cigarrillo con la llama que el Subteniente le había acercado, sin mirarlo siquiera, sin darle las gracias.
En fin, hay tanto loco suelto…
El caso es, señorita, continuó el Capitán, que yo hallo muy difícil que su novio pueda haber hecho todo eso él solo, sin la colaboración de una o más personas…
¿Mi novio? ¿Ese enano? Apenas lo conozco.
Pola dio una pitada y dejó salir el humo lentamente, como una diva de Hollywood de los años 40.
A mí me gustan otro tipo de hombres, General. Más decididos, más experimentados…
¿Ah, sí?, dijo el Capitán, pasándose un dedo bajo el cuello de la camisa.
Tengo debilidad por los uniformes, se lo confieso, dijo Pola, y echando un vistazo despectivo al Subteniente añadió: Bueno, siempre que tengan los galones suficientes…
Mire usted..., se atusó el bigote el Viejo Oficial.
Pola se lo quedó mirando fijamente, mientras el humo subía en lentas volutas y se disolvía al llegar a la altura de la lámpara.
Este… mi Capitán…, se inclinó hacia él y le susurró en el oído Von Kreutzenberg. Es un hombre.
¿Qué dices?
Eso que está ahí... es un hombre.
¿Estás seguro?
¡Yo voy a decirle toda la verdad, Mariscal!, le dijo Pola, estirándose sobre la mesa y tomándole las manos con sus manazas de uñas escarlatas. ¡A usted solamente, porque me inspira confianza! ¿No hay un lugar donde podamos hablar con más privacidad? Sin tanto entrometido que venga a meter las narices donde no lo llaman..., miró de soslayo a Von Kreutzenberg otra vez.
Sí, por qué no... dijo el Capitán Quiñones. Si a usted le parece, podemos pasar a mi despacho…
© Emilio Di Tata Roitberg, 2018.
A continuación...
CAPÍTULO
38: UN VIEJO LOBO DE MAR
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