Otro que detestaba los domingos era el Capitán Quiñones, que aun si no estaba de guardia buscaba cualquier excusa para escaparse de su casa y darse una vuelta por la Comisaría.
¿Cómo? ¿Hoy también te tienes que ir?, le reclamó su esposa, al verlo aparecer en el comedor con el uniforme ya puesto.
Sí, pos Mabelita, suspiró el viejo oficial. Si los dejo solos mucho tiempo estos cabros me salen con cualquier martes 13...
Es que ya estoy preparando el almuerzo, viejo… En cualquier momento llegan la Mabelita chica con el Juan Andrés y las niñas.
¡Ah!, dijo el Capitán, sinceramente apenado, que justamente se iba para no ver a la latosa de su hija, a las ingobernables de sus nietas y, por sobre todas las cosas, al zángano de su yerno, que no dejaba pasar un domingo sin tirarle un sablazo.
¿Cómo? ¿Hoy también te tienes que ir?, le reclamó su esposa, al verlo aparecer en el comedor con el uniforme ya puesto.
Sí, pos Mabelita, suspiró el viejo oficial. Si los dejo solos mucho tiempo estos cabros me salen con cualquier martes 13...
Es que ya estoy preparando el almuerzo, viejo… En cualquier momento llegan la Mabelita chica con el Juan Andrés y las niñas.
¡Ah!, dijo el Capitán, sinceramente apenado, que justamente se iba para no ver a la latosa de su hija, a las ingobernables de sus nietas y, por sobre todas las cosas, al zángano de su yerno, que no dejaba pasar un domingo sin tirarle un sablazo.
¡Mira que se viene la nieve, Guillermo!, trató de disuadirlo su esposa, como último recurso. Y él, mirando por la ventana de la cocina, dijo No, no creo. Un poco de lluvia nomás.
¡Pero sí! ¡Lo dijeron en la radio!
No hubo caso. Resignada, Mabelita descolgó la gorra del perchero y se la alcanzó a su marido. Ay, viejo, le dijo, no veo la hora que te llegue la jubilación, así puedes descansar, pasar más tiempo aquí en la casa...
Es mi más anhelado sueño, mi amor, dijo el Capitán, y se despidió de ella con un breve beso en los labios.
¡Pero sí! ¡Lo dijeron en la radio!
No hubo caso. Resignada, Mabelita descolgó la gorra del perchero y se la alcanzó a su marido. Ay, viejo, le dijo, no veo la hora que te llegue la jubilación, así puedes descansar, pasar más tiempo aquí en la casa...
Es mi más anhelado sueño, mi amor, dijo el Capitán, y se despidió de ella con un breve beso en los labios.
***
Sí, se venía la nieve. Bastaba con echar un vistazo al cielo encapotado sobre la bahía. De hecho, entremezclados con la llovizna ya caían los primeros copos. El Capitán no tenía nada que temer, dentro del garaje tenía su nueva adquisición, un Peugeot 504 nuevo flamante. Hoy en día uno dice Peugeot 504 y piensa en un cascajo abollado y carcomido por el óxido, pero en ese momento era un auto primer nivel. Más el suyo, que venía con todos los adicionales: ruedas pantaneras, faros antiniebla, suspensión independiente...
Eran poco más de las once y media. El Capitán se apuró a sacar su nave de la cochera y a cerrar el portón, no fuera que al barrabás del yerno se le diera por adelantarse.
Una sonrisa se dibujó bajo su espeso bigote policial cuando al fin se puso en camino. Ya anticipaba el ambiente cálido de la comisaría, el saludo respetuoso de sus subordinados, la comodidad de su despacho y, sobre todo, el confort del pequeño baño en suite que se había hecho instalar para su uso particular y exclusivo.
Ese pequeño recinto era una de las alegrías de su vida. Era el único lugar donde podía completar con tranquilidad la última etapa de su proceso digestivo, ese delicado acto fisiológico que la mayoría de los seres humanos realiza a las apuradas y al descuido, y que en él requería de un grado superlativo de esfuerzo y dedicación.
Para lograr un ambiente relajado, el Capitán ponía en el combinado alguno de los discos de sus cantantes preferidos, Armando Manzanero, Charles Aznavour, Olga Guillot o Estela Raval (ya que, a pesar de su aspecto marcial, el Comisario tenía su veta romántica); luego sacaba de la repisa un ejemplar de la revista Selecciones del Reader’s Digest, una publicación que le permitía, en el período que duraban esas sesiones, gozar de una amena lectura y aumentar su cultura general.
Sí, sólo en la comisaría lograba el Capitán Quiñones conseguir esa ansiada tranquilidad. Era el lugar donde nadie venía a importunarlo, donde todos obedecían sus órdenes sin rechistar. O casi.
¿Cómo que no está?, estalló el Viejo Oficial, a poco de llegar, cuando el Sargento Rivas le dio la noticia. ¿Quién diablos le dio permiso para retirarse?
Tranquilícese, Capitán, le dijo Rivas.
¡Mocoso insolente! ¿Y se fue en un vehículo oficial? Le pedí espresamente que la cortara con ese asunto de los travestis!
Por favor, Capitán, le dijo el Sargento. No se altere, que le hace mal.
Hirviendo de furia, el Comisario entró en su despacho, colgó su gorra en el perchero y se desabotonó el sobretodo.
¡Sinvergüenza! ¡Deja nomás que lo agarré!
Justo ese día, que necesitaba hacer uso de su pequeño recinto más que nunca.
El Capitán Quiñones puso un LP del Trío Los Panchos en el tocadiscos y retiró de la repisa un fascículo de su revista favorita, pero no era para nada optimista: su momento de tranquilidad se había esfumado.
Eran poco más de las once y media. El Capitán se apuró a sacar su nave de la cochera y a cerrar el portón, no fuera que al barrabás del yerno se le diera por adelantarse.
Una sonrisa se dibujó bajo su espeso bigote policial cuando al fin se puso en camino. Ya anticipaba el ambiente cálido de la comisaría, el saludo respetuoso de sus subordinados, la comodidad de su despacho y, sobre todo, el confort del pequeño baño en suite que se había hecho instalar para su uso particular y exclusivo.
Ese pequeño recinto era una de las alegrías de su vida. Era el único lugar donde podía completar con tranquilidad la última etapa de su proceso digestivo, ese delicado acto fisiológico que la mayoría de los seres humanos realiza a las apuradas y al descuido, y que en él requería de un grado superlativo de esfuerzo y dedicación.
Para lograr un ambiente relajado, el Capitán ponía en el combinado alguno de los discos de sus cantantes preferidos, Armando Manzanero, Charles Aznavour, Olga Guillot o Estela Raval (ya que, a pesar de su aspecto marcial, el Comisario tenía su veta romántica); luego sacaba de la repisa un ejemplar de la revista Selecciones del Reader’s Digest, una publicación que le permitía, en el período que duraban esas sesiones, gozar de una amena lectura y aumentar su cultura general.
Sí, sólo en la comisaría lograba el Capitán Quiñones conseguir esa ansiada tranquilidad. Era el lugar donde nadie venía a importunarlo, donde todos obedecían sus órdenes sin rechistar. O casi.
¿Cómo que no está?, estalló el Viejo Oficial, a poco de llegar, cuando el Sargento Rivas le dio la noticia. ¿Quién diablos le dio permiso para retirarse?
Tranquilícese, Capitán, le dijo Rivas.
¡Mocoso insolente! ¿Y se fue en un vehículo oficial? Le pedí espresamente que la cortara con ese asunto de los travestis!
Por favor, Capitán, le dijo el Sargento. No se altere, que le hace mal.
Hirviendo de furia, el Comisario entró en su despacho, colgó su gorra en el perchero y se desabotonó el sobretodo.
¡Sinvergüenza! ¡Deja nomás que lo agarré!
Justo ese día, que necesitaba hacer uso de su pequeño recinto más que nunca.
El Capitán Quiñones puso un LP del Trío Los Panchos en el tocadiscos y retiró de la repisa un fascículo de su revista favorita, pero no era para nada optimista: su momento de tranquilidad se había esfumado.
***
El aguanieve había dado lugar a una nevada intensa, de esas que en el sur caen sin aviso, y en menos de lo que se dice pintan el pueblo por completo de blanco. Los pocos transeúntes que deambulaban por la zona del puerto se apresuraron a ponerse a resguardo. Los autos dejaron de circular, dado el peligro de patinadas y accidentes. Todo quedó en calma. El silencio era tal que hasta el menor ruido se escuchaba multiplicado: la leña crepitando en la salamandra, la respiración de la Porota (la perrita callejera que venía a buscar refugio a la comisaría los días de frío), y la voz de María Martha Serra Lima, que llegaba algo lejana por el pasillo:
“Voy a perder la cabeza por tu amor,
porque tú eres agua,
porque yo soy fuego,
no nos comprendemos...”
Acodado en el mostrador de entrada, el Cabo de Guardia miraba como caían los copos a través de la ventana, sin que se le moviera ni un pelo. El Sargento Rivas se admiraba de la quietud del muchacho, que podía pasarse horas ahí, sin necesidad de leer, de fumar, de escuchar la radio, y sin dar muestras de aburrirse. Había nacido para ese puesto.
“Cuando yo creo que estás en mi poder,
tú te vas soltando,
te vas escapando,
de mis propias manos...”
De pronto, la Porota levantó la cabeza y paró las orejas. El ruido de un motor se hacía cada vez más patente. El Sargento Rivas se acercó a la ventana. Un auto se acercaba por la Avenida Pedro Montt. Un viejo Chevrolet, que reducía la velocidad al acercarse a la comisaría, y después de una amplia curva entraba al estacionamiento. Poco después, una motocicleta.
Son ellos, dijo el Sargento, y el Cabo de Guardia se lo quedó mirando, sin saber de qué le hablaba.
La puerta de entrada se abrió, y junto con una ráfaga helada entraron los carabineros Aguayo y Sepúlveda, en un estado lamentable. Mojados, tiritando de frío. Sobre todo Aguayo, que casi no podía tenerse en pie. Su compañero lo ayudó a llegar al banco que estaba junto a la estufa.
¡Córrete, caracho!, apartó con el pie a la Porota.
Rivas estuvo a punto de preguntarles qué había pasado, cuando la puerta se volvió a abrir.
¡Oye!, se enderezó al otro lado del mostrador el Cabo de Guardia, al ver aparecer a una espectacular rubia de un metro ochenta y cinco, que entró sacudiéndose la nieve de los hombros y del pelo. Para nada intimidada, la recién llegada miró alrededor e hizo un gesto de disgusto, como si dijera: ¿A esto llaman estos pueblerinos una comisaría? Detrás de ella entró un tipito de bigotes, temblando de pies a cabeza, y pegado a él el Subteniente Almonacid Von Kreutzenberg, lo más sonriente, sosteniendo entre dos dedos la prueba del delito: un revólver calibre 32 de cachas nacaradas.
¡Son ellos!, declaró triunfante, ¡Los encontré!
La rubia bostezó. El petisito de bigotes miró asustado a su alrededor.
¡Pero si es Berni el Palomo!, exclamó el Sargento Rivas, que no lo había reconocido sin su eterno gorro con orejeras.
Buen día, sargento, dijo tímidamente Berni.
Oye, le dijo Rivas, ¿sabe tu abuela que estás aquí?
***
El Renault Dauphine avanzaba haciendo eses por la Avenida Pedro Montt, que ya se había cubierto de una capa de nieve de media pulgada. Al volante venía un caballero de mediana edad, que trataba de distinguir algo a través de sus gruesísimas gafas.
¡Presta atención, abombáo!, atronaba un vozarrón junto a su oreja. ¿Quieres matarnos a todos, pues Samuel?
Lela Lola, por favor, le decía Javiera Ignacia, su nieta mayor, que no sabía cómo disculparse. El Almacenero se había ofrecido a traerlas por pura generosidad, de buen vecino solamente, y encima tenía que aguantarse que lo vapulearan.
¿Dónde aprendiste a conducir, se puede saber?
La visibilidad se había reducido a unos pocos metros. Los árboles al costado de la calle y los autos estacionados aparecían de la nada, detrás de una cortina blanca. Javiera pasaba cada tanto una franela del lado de adentro del parabrisas, que enseguida se volvía a empañar.
Yo no sé cómo es que te han dáo la licencia, si no eres capaz ni de…, siguió con su diatriba la anciana señora, hasta que su bisnieta Ana Luisa la interrumpió:
¿Por qué no lo deja tranquilo?, dijo la chica, que viajaba junto a ella en el asiento de atrás. ¿No ve que es difícil manejar así?
¡Muchacha fresca!, le respondió Lela Lola, que de tener lugar para maniobrar ya le hubiera asestado un bastonazo. ¡Cómo te atreves!
Cálmese, Lela Lola, ya casi llegamos, dijo Javiera.
¡Problemas! ¡No hacen más que traerme problemas!, dijo la venerable matriarca. ¡Ni sé para qué me molesto!
***
Oiga, Subteniente, se acercó y le habló en tono confidencial el Sargento Rivas, mire que el Capitán está harto enojáo con usted.
¿Ah, sí? ¿Por lo de la moto?
Por lo de la moto y por todo lo demás.
¿Dónde está él ahora?
Rivas señaló con un movimiento de cabeza el pasillo, del que llegaba una suave melodía.
“Voy a perder la cabeza por tu amor,
como no despierte,
de una vez por siempre,
de este falso sueño...”
¿Ah, sí? ¿Por lo de la moto?
Por lo de la moto y por todo lo demás.
¿Dónde está él ahora?
Rivas señaló con un movimiento de cabeza el pasillo, del que llegaba una suave melodía.
“Voy a perder la cabeza por tu amor,
como no despierte,
de una vez por siempre,
de este falso sueño...”
¿Hace mucho que llegó?
Reciencito nomás. Conociendo los hábitos del Capitán Quiñones, tenía para media hora por lo menos. Media hora para conseguir una confesión que aclarara de una vez por todas el doble homicidio. Y, de paso, que lo salvara a él de una sanción disciplinaria que tal vez le costara la carrera.
¡Ustedes, vengan aquí!, les dijo a la Polaca y a Berni, que se habían acercado a calentarse a la cocina económica.
Y, sobre todo, no le digas nada, lo instruía en voz baja Pola. ¿Me entendiste?
Reciencito nomás. Conociendo los hábitos del Capitán Quiñones, tenía para media hora por lo menos. Media hora para conseguir una confesión que aclarara de una vez por todas el doble homicidio. Y, de paso, que lo salvara a él de una sanción disciplinaria que tal vez le costara la carrera.
¡Ustedes, vengan aquí!, les dijo a la Polaca y a Berni, que se habían acercado a calentarse a la cocina económica.
Y, sobre todo, no le digas nada, lo instruía en voz baja Pola. ¿Me entendiste?
Sí, sí, decía el Palomo.
¡No hablen entre ustedes!, los reprendió el Subteniente, y enseguida se arrepintió de haber gritado, no fuera a ser que el carcamán de su jefe lo escuchara. Vengan aquí, agregó, en voz firme pero mucho más queda. Tú, enano, muévete.
Acurrucado al lado de la estufa, el agente Aguayo no dejaba de toser.
Oiga, mi teniente, dijo Sepúlveda, a este hay que llevarlo al tiro al hospital.
¿Al hospital? ¿Por un resfriado? Que se haga hombre.
***
¡No hablen entre ustedes!, los reprendió el Subteniente, y enseguida se arrepintió de haber gritado, no fuera a ser que el carcamán de su jefe lo escuchara. Vengan aquí, agregó, en voz firme pero mucho más queda. Tú, enano, muévete.
Acurrucado al lado de la estufa, el agente Aguayo no dejaba de toser.
Oiga, mi teniente, dijo Sepúlveda, a este hay que llevarlo al tiro al hospital.
¿Al hospital? ¿Por un resfriado? Que se haga hombre.
***
El Renault Dauphine se detuvo frente a la comisaría, o un poco más allá, porque Samuel clavó los frenos de forma un poco más brusca de lo aconsejable sobre una superficie nevada. El auto se deslizó de costado y quedó a 45 grados en mitad la calle.
¡Animal! ¡Mira lo que hiciste!
Javiera Ignacia y Ana Luisa se bajaron primero, y entre las dos extrajeron a la robusta y disgustada dama del asiento de atrás, con la ayuda del siempre solícito Samuel.
¡Vamos! ¡Apúrense!
El pequeño auto se inclinaba lastimosamente, con los muelles extendidos al máximo de su capacidad. El piso resbaladizo no ayudaba. Lela Lola logró por fin incorporarse y clavar el bastón en el suelo. O, mejor dicho, en el zapato de Samuel.
¡Ahhhhhh!, chilló el Almacenero.
¿Por qué gritas?, lo reprendió Lela Lola. ¿Te volviste loco?
Entre los tres la ayudaron a avanzar por el sendero de entrada a la comisaría. Los copos se les metían en los ojos, en la nariz, en la boca. Lela Lola vociferaba a voz de cuello, impartiendo instrucciones contradictorias.
¡Quítate del medio, viejo tonto! ¿Cómo quieres que pase?
Fue todo un logro hacerla subir el escalón de la entrada. Ana Luisa la sostenía de un lado, Javiera del otro, mientras Samuel empujaba heroicamente desde atrás. En un momento, el Almacenero se dio cuenta de que estaba tomando el brazo de Javiera, y de inmediato retiró las manos. Perdón, Señorita Javiera Ignacia, balbuceó.
Y ella, avergonzada, dijo No es nada, don Samuel.
Los tórtolos cruzaron una emotiva mirada, sin darse cuenta de que habían dejado a la señora en equilibrio inestable sobre el escalón.
¡Cuidado!
No se vino abajo porque Dios es grande, y porque Ana Luisa, rápida de reflejos, dio un paso atrás y estiró los brazos, sosteniéndola ella sola como un puntal.
¡Pedazos de idiotas! ¡Me quieren matar!
***
¡Animal! ¡Mira lo que hiciste!
Javiera Ignacia y Ana Luisa se bajaron primero, y entre las dos extrajeron a la robusta y disgustada dama del asiento de atrás, con la ayuda del siempre solícito Samuel.
¡Vamos! ¡Apúrense!
El pequeño auto se inclinaba lastimosamente, con los muelles extendidos al máximo de su capacidad. El piso resbaladizo no ayudaba. Lela Lola logró por fin incorporarse y clavar el bastón en el suelo. O, mejor dicho, en el zapato de Samuel.
¡Ahhhhhh!, chilló el Almacenero.
¿Por qué gritas?, lo reprendió Lela Lola. ¿Te volviste loco?
Entre los tres la ayudaron a avanzar por el sendero de entrada a la comisaría. Los copos se les metían en los ojos, en la nariz, en la boca. Lela Lola vociferaba a voz de cuello, impartiendo instrucciones contradictorias.
¡Quítate del medio, viejo tonto! ¿Cómo quieres que pase?
Fue todo un logro hacerla subir el escalón de la entrada. Ana Luisa la sostenía de un lado, Javiera del otro, mientras Samuel empujaba heroicamente desde atrás. En un momento, el Almacenero se dio cuenta de que estaba tomando el brazo de Javiera, y de inmediato retiró las manos. Perdón, Señorita Javiera Ignacia, balbuceó.
Y ella, avergonzada, dijo No es nada, don Samuel.
Los tórtolos cruzaron una emotiva mirada, sin darse cuenta de que habían dejado a la señora en equilibrio inestable sobre el escalón.
¡Cuidado!
No se vino abajo porque Dios es grande, y porque Ana Luisa, rápida de reflejos, dio un paso atrás y estiró los brazos, sosteniéndola ella sola como un puntal.
¡Pedazos de idiotas! ¡Me quieren matar!
***
Después de dejar encerrado al Palomo, el Subteniente condujo a la Polaca por un pasillo en L, tratando de hacer el menor ruido posible. La música se escuchaba más fuerte, al pasar frente al despacho del Capitán.
“...que te estás burlando,
que te estás riendo,
en mi propia cara,
“...que te estás burlando,
que te estás riendo,
en mi propia cara,
de mis sentimientos,
de mi corazón...”
¿Adónde me lleva?, preguntó Pola. Mire que tengo novio.
¡Cállese!, dijo Von Kreutzenberg, que era una cabeza más bajo que ella y sobreactuaba para hacerse valer.
La hizo pasar a una habitación bastante siniestra, que tenía una ampolleta de 45 watts colgando de un cable, sobre una mesa de madera con manchas de distintas formas y tamaños, herencia de tiempos en que los interrogatorios eran mucho menos sutiles que ahora.
Von Kreutzenberg señaló la silla al otro lado de la mesa. Resoplando, Pola se sentó. Él se sentó también.
Antes que nada, dijo el Subteniente, apoyando los codos sobre la mesa, quiero aconsejarle que colabore con nosotros para resolver lo antes posible este asunto.
¿Qué asunto?
Usted lo sabe muy bien. Los dos cadáveres que había ayer en el maletero su auto…
No es mi auto.
Como sea. El auto que usted manejaba. Le garantizo que si dice todo lo que sabe, sin omitir detalle, voy a hacer un informe favorable para presentar ante el juez.
Antes que nada, tiene que aclararme si quiere que declare como testigo o como sospechosa.
¿Qué diferencia hay?
¿Qué diferencia hay?, casi se rió la Polaca. ¡Se ve que sabe mucho de procedimientos!
Sacó un atado de cigarrillos de la chaqueta y le explicó: Un testigo tiene que decir la verdad en un interrogatorio, y un sospechoso no, porque nadie puede incriminarse a sí mismo.
Eso será en su país, le respondió el Subteniente.
El Código Napoleónico rige en todos los países de América, al Sur del Río Grande, que yo sepa.
Von Kreutzenberg la miró entornando los ojos, seguro de que lo estaba engañando. Aquí no se puede fumar, le dijo, pero Pola de todos modos prendió el cigarrillo y le echó la primera bocanada en la cara.
***
de mi corazón...”
¿Adónde me lleva?, preguntó Pola. Mire que tengo novio.
¡Cállese!, dijo Von Kreutzenberg, que era una cabeza más bajo que ella y sobreactuaba para hacerse valer.
La hizo pasar a una habitación bastante siniestra, que tenía una ampolleta de 45 watts colgando de un cable, sobre una mesa de madera con manchas de distintas formas y tamaños, herencia de tiempos en que los interrogatorios eran mucho menos sutiles que ahora.
Von Kreutzenberg señaló la silla al otro lado de la mesa. Resoplando, Pola se sentó. Él se sentó también.
Antes que nada, dijo el Subteniente, apoyando los codos sobre la mesa, quiero aconsejarle que colabore con nosotros para resolver lo antes posible este asunto.
¿Qué asunto?
Usted lo sabe muy bien. Los dos cadáveres que había ayer en el maletero su auto…
No es mi auto.
Como sea. El auto que usted manejaba. Le garantizo que si dice todo lo que sabe, sin omitir detalle, voy a hacer un informe favorable para presentar ante el juez.
Antes que nada, tiene que aclararme si quiere que declare como testigo o como sospechosa.
¿Qué diferencia hay?
¿Qué diferencia hay?, casi se rió la Polaca. ¡Se ve que sabe mucho de procedimientos!
Sacó un atado de cigarrillos de la chaqueta y le explicó: Un testigo tiene que decir la verdad en un interrogatorio, y un sospechoso no, porque nadie puede incriminarse a sí mismo.
Eso será en su país, le respondió el Subteniente.
El Código Napoleónico rige en todos los países de América, al Sur del Río Grande, que yo sepa.
Von Kreutzenberg la miró entornando los ojos, seguro de que lo estaba engañando. Aquí no se puede fumar, le dijo, pero Pola de todos modos prendió el cigarrillo y le echó la primera bocanada en la cara.
***
A falta de un lugar mejor, a Berni lo habían metido en el cuartito que servía de trastero, entre escobas, baldes, cajas con archivos polvorientos y cachivaches varios. El lugar olía a moho y vaya a saber qué más. Por el único ventanuco se veía la nieve que caía y se acumulaba sobre el antepecho.
Era la parte más fría de la comisaria, la más alejada del hall donde crepitaba la salamandra. Sentado sobre un cajón de madera, Berni cruzó los brazos y encogió las rodillas, para retener lo más posible el calor.
¿Y ahora, qué le iba a pasar? Era su culpa. Suya y de nadie más. Se lo tenía merecido, por desear algo que estaba más allá de su alcance. Por aspirar a más de lo que podía alcanzar.
Pola... dijo, y una nubecita de vapor salió de aliento.
Sin embargo, no se arrepentía. Si alguien le hubiera dicho, un par de días atrás, que él y ella, que jamás lo había mirado siquiera, iban a pasar todo lo que pasaron...
Duró poco, es verdad, pero no le importaba. Lo volvería a hacer.
Pola...
A través de las paredes llegaban voces confusas y ruidos difíciles de distinguir. ¿Qué podían estar haciendo con ella, en este mismo momento? ¿De qué no sería capaz ese milico demente?
Era la parte más fría de la comisaria, la más alejada del hall donde crepitaba la salamandra. Sentado sobre un cajón de madera, Berni cruzó los brazos y encogió las rodillas, para retener lo más posible el calor.
¿Y ahora, qué le iba a pasar? Era su culpa. Suya y de nadie más. Se lo tenía merecido, por desear algo que estaba más allá de su alcance. Por aspirar a más de lo que podía alcanzar.
Pola... dijo, y una nubecita de vapor salió de aliento.
Sin embargo, no se arrepentía. Si alguien le hubiera dicho, un par de días atrás, que él y ella, que jamás lo había mirado siquiera, iban a pasar todo lo que pasaron...
Duró poco, es verdad, pero no le importaba. Lo volvería a hacer.
Pola...
A través de las paredes llegaban voces confusas y ruidos difíciles de distinguir. ¿Qué podían estar haciendo con ella, en este mismo momento? ¿De qué no sería capaz ese milico demente?
***
No puede seguir negando, decía el Subteniente. Encontramos el arma.
¿Y qué? En la Argentina todo el mundo tiene un arma. Más las mujeres. Cuando una chica cumple los 15 los papás le dan a elegir: o una fiesta con las amigas o una nueve milímetros.
¡Usted no es una chica!, dio un palmazo en la mesa el Subteniente.
Y usted no es un caballero, dijo la Polaca, largando lentamente el humo.
Von Kreutzenberg se levantó, caminó hasta la pared más cercana, volvió.
Podemos probar que había sangre en la cajuela. Sangre humana, no de esos dos pollos que pusieron ahí.
Pavos, sonrió la Polaca.
Hay testigos que la vieron, a usted y a ese enano ridículo de su novio...
Sí, seguro, dijo ella, dando otra pitada.
Y tenemos los métodos más modernos para detectar cualquier rastro de pólvora que haya quedado en su brazo...
¿En este antro? ¡No me haga reír!
Llegando a la mitad del cigarrillo, Pola lo dejó caer al piso y lo aplastó con la punta del zapato.
Admita que no tiene nada: ni cuerpo, ni testigos, ni nada. Todo este asunto es un invento. Ahora, si me disculpa…, dijo Pola, y se puso de pie.
Ah, no, dijo el Subteniente, poniéndose de pie él también. De aquí no va a irse así nomás. Puedo hacerla detener por cuarenta y ocho horas, por averiguación de antecedentes, y le aseguro que en ese tiempo…
Y yo puedo hacerte una demanda por abuso de autoridad, chiquitín dijo la Polaca, e inclinándose hacia él agregó: No tenés idea la gente que conozco en este pueblo...
Sus caras casi llegaron a tocarse. Pola le guiñó un ojo, y él salió como disparado para atrás.
¡Esto no va a quedar así!, le dijo, y se fue dando un portazo que retumbó en toda la comisaría.
***
Un portazo que escuchó el Capitán Quiñones, en su pequeño reducto, a pesar de la música a todo volumen.
Y también Sepúlveda, que le llevaba una taza de cascarilla caliente a Aguayo, tratando de reanimarlo.
Y el Sargento Rivas, que había corrido hasta la puerta de entrada a recibir a Lela Lola.
También Berni lo escuchó, aunque más amortiguado, sin saber qué era, si el ruido venía de adentro o de afuera de la comisaría.
¿Y qué? En la Argentina todo el mundo tiene un arma. Más las mujeres. Cuando una chica cumple los 15 los papás le dan a elegir: o una fiesta con las amigas o una nueve milímetros.
¡Usted no es una chica!, dio un palmazo en la mesa el Subteniente.
Y usted no es un caballero, dijo la Polaca, largando lentamente el humo.
Von Kreutzenberg se levantó, caminó hasta la pared más cercana, volvió.
Podemos probar que había sangre en la cajuela. Sangre humana, no de esos dos pollos que pusieron ahí.
Pavos, sonrió la Polaca.
Hay testigos que la vieron, a usted y a ese enano ridículo de su novio...
Sí, seguro, dijo ella, dando otra pitada.
Y tenemos los métodos más modernos para detectar cualquier rastro de pólvora que haya quedado en su brazo...
¿En este antro? ¡No me haga reír!
Llegando a la mitad del cigarrillo, Pola lo dejó caer al piso y lo aplastó con la punta del zapato.
Admita que no tiene nada: ni cuerpo, ni testigos, ni nada. Todo este asunto es un invento. Ahora, si me disculpa…, dijo Pola, y se puso de pie.
Ah, no, dijo el Subteniente, poniéndose de pie él también. De aquí no va a irse así nomás. Puedo hacerla detener por cuarenta y ocho horas, por averiguación de antecedentes, y le aseguro que en ese tiempo…
Y yo puedo hacerte una demanda por abuso de autoridad, chiquitín dijo la Polaca, e inclinándose hacia él agregó: No tenés idea la gente que conozco en este pueblo...
Sus caras casi llegaron a tocarse. Pola le guiñó un ojo, y él salió como disparado para atrás.
¡Esto no va a quedar así!, le dijo, y se fue dando un portazo que retumbó en toda la comisaría.
***
Un portazo que escuchó el Capitán Quiñones, en su pequeño reducto, a pesar de la música a todo volumen.
Y también Sepúlveda, que le llevaba una taza de cascarilla caliente a Aguayo, tratando de reanimarlo.
Y el Sargento Rivas, que había corrido hasta la puerta de entrada a recibir a Lela Lola.
También Berni lo escuchó, aunque más amortiguado, sin saber qué era, si el ruido venía de adentro o de afuera de la comisaría.
Un minuto después, la puerta del pequeño cuarto se abrió y entró el Subteniente von Kreutzenberg. Hasta acá llegué, pensó el Palomo. Este me mata a golpes.
Sin embargo, el rubio parecía de lo más calmado, y hasta amable.
Muy bien, señor, le dijo. Ya está todo resuelto.
“¿Señor?” Berni no entendía nada.
Le pedimos disculpas por cualquier inconveniente que pudimos haberle ocasionado. Ya puede retirarse.
¿Sí?, preguntó Berni, que miraba con desconfianza la puerta abierta, como el pájaro que le abren la jaula y no se atreve a volar.
Por supuesto, dijo el Subteniente. Ya sabemos que no tuvo nada que ver en este asunto. Se puede ir.
¿Y la Polaca…?
Ah, bueno, su amiga queda detenida, por supuesto. Las pruebas son abrumadoras. Sus huellas en el revólver, los restos de pólvora en el brazo, la identificación positiva de los testigos…
Le puso una mano en el hombro y lo guió hacia la salida.
Tal vez lo llamemos a declarar, en los próximos días, pero, por el momento…
Berni se plantó en mitad del pasillo y, después de tragar saliva dijo:
Fui yo.
¿Cómo dice? No querrá hacerme creer que usted…
Eran dos marineros del Mimosa, dos franceses, dijo con la voz más firme que pudo Berni el Palomo. Yo les disparé.
Sin embargo, el rubio parecía de lo más calmado, y hasta amable.
Muy bien, señor, le dijo. Ya está todo resuelto.
“¿Señor?” Berni no entendía nada.
Le pedimos disculpas por cualquier inconveniente que pudimos haberle ocasionado. Ya puede retirarse.
¿Sí?, preguntó Berni, que miraba con desconfianza la puerta abierta, como el pájaro que le abren la jaula y no se atreve a volar.
Por supuesto, dijo el Subteniente. Ya sabemos que no tuvo nada que ver en este asunto. Se puede ir.
¿Y la Polaca…?
Ah, bueno, su amiga queda detenida, por supuesto. Las pruebas son abrumadoras. Sus huellas en el revólver, los restos de pólvora en el brazo, la identificación positiva de los testigos…
Le puso una mano en el hombro y lo guió hacia la salida.
Tal vez lo llamemos a declarar, en los próximos días, pero, por el momento…
Berni se plantó en mitad del pasillo y, después de tragar saliva dijo:
Fui yo.
¿Cómo dice? No querrá hacerme creer que usted…
Eran dos marineros del Mimosa, dos franceses, dijo con la voz más firme que pudo Berni el Palomo. Yo les disparé.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2018.
A continuación...
CAPÍTULO
37: EL INTERROGATORIO
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