Capítulo 35. Un pequeño malentendido

Los policías aparecieron de repente, no les dieron ni tiempo de combinar una coartada.  Vos no digas nada, murmuró la Polaca, dejame hablar a mí.
Sí, sí, balbuceó Berni, que tembló de pies a cabeza al ver bajarse de la moto al rubio con cara de nazi.
¡Quietos! ¡Están detenidos! gritó el Subteniente Almonacid Von Kreutzenberg, apuntándoles con su arma reglamentaria.
Tranquilo, chiquitín, le respondió la Polaca, que seguía fumando lo más pancha. ¿Te deja tu mamá jugar con esos chiches?
¡Silencio!
Aguayo y Sepúlveda, los otros dos carabineros, se bajaron a su turno de la motocicleta y se acercaron, mucho menos entusiasmados que su jefe. Ateridos de frío, exhaustos, miraron no sin sorpresa a los terribles criminales que venían buscando desde hacía dos días. ¿Ese tipito de bigotes y su novia el travesti? Debía ser una broma.
¡Párense junto al auto!, dijo el Subteniente, que sí se los tomaba en serio. ¡Las manos sobre el capot!
Muerto de miedo, Berni caminó hasta el viejo Chevrolet, que había quedado medio hundido de costado en la cuneta. ¡Tú también! ¡Apúrate!
De mala gana, la Polaca tiró lo que quedaba del cigarrillo y caminó con su paso de pantera hasta donde le habían indicado. Von Kreutzenberg sonrió, como el gato que al fin consigue arrinconar a los ratones.
¿Se acuerdan de mí, no es cierto?
La Polaca lo miró de arriba abajo y le dijo: Mmm, no estoy segura... ¿Es cliente de Le Cat Black?
No, dijo el rubio. Ayer a la mañana, en la playa, junto al Muelle Viejo…
¡Ah, sí!, dijo ella, y volviéndose hacia Berni le explicó: Es el mirón que nos espiaba cuando hacíamos el amor.
Aguayo y Sepúlveda se miraron entre sí.
¡No diga estupideces!, exclamó Von Kreutzenberg. ¡Las manos contra el auto, vamos! ¡Separen las piernas!
El viento soplaba del lado de la bahía. La temperatura había descendido, y ahora la lluvia bajaba mezclada con una nevisca que lastimaba la cara.
¡Ustedes, revísenlos!, ordenó Von Kreutzenberg a sus subalternos.
Sepúlveda, que era el más avispado, se acercó y lo palpó de armas al Palomo, lo cual no le llevó mucho tiempo, considerando lo chiquito que era. A Aguayo le tocó hacer lo propio con la Polaca, pero no se decidía.
¡Vamos! ¿Qué esperas?
Es que… dijo Aguayo, y se quebró en un acceso de tos. Le hizo un gesto con la cabeza a su compañero, pidiéndole que lo hiciera él.
Yo ya lo revisé a este, pó, se atajó Sepúlveda.
Es que…
¡Basta de idioteces!, gritó el Subteniente. ¡Cumple la orden de una vez!
Proceda, agente, lo alentó Pola. No tengo nada que ocultar.
Tembloroso y dubitativo, Aguayo se agachó detrás de ella y comenzó por los tobillos, mientras el vuelo de la falda le pegaba en la cara.
Yo soy muy respetuosa de las autoridades, siguió diciendo la Polaca. Si no estuviera la policía para protegernos, con tanto loco suelto… ¡Ay, qué mano más fría!
¡Cállese!, repitió el Subteniente. Y tú, inútil, revísala bien.
Mi teniente, lo llamó Sepúlveda, que, a falta de algo mejor que hacer, se había puesto a dar una vuelta alrededor del auto.
¿Qué pasa?
Mire, señaló con el dedo.
Un líquido oscuro y viscoso goteaba desde el maletero del auto, formando una mancha sobre el piso de tierra.
 
***  
 
A unos seis kilómetros de allí, el Capitán Quiñones estacionaba su Peugeot 504 en el sector reservado para el personal de la comisaría. Es decir, para él, porque ningún otro agente de la 22 tenía auto. El sueldo de un carabinero no era muy alto, en ese tiempo, aunque en una ciudad chica como era Puerto Natales a mediados de los 80 tampoco era indispensable un coche.
¡Chucha que hace frío!
El Capitán se subió las solapas del abrigo y se llevó una mano a la cabeza, para evitar que la gorra saliera despedida por los aires. La bandera flameaba furiosamente desde el mástil. El Capitán apuró el paso, haciendo resonar sus botas sobre el pedregullo de la entrada.
¡Güenos días!
Una bocanada de aire caliente le dio la bienvenida, apenas cruzó el umbral.
¡Buen día, mi Capitán!, se puso en posición de firme el Cabo de Guardia para saludarlo.
Ya, m’hijito, le respondió el Capitán, haciéndole con la mano un gesto de que se volviera a sentar. La Comisaría 22 era una gran familia, no hacían falta tantas ceremonias.
En el ángulo opuesto se encontraba el Sargento Rivas, que echaba unas astillas en la hornalla de la salamandra, y a su lado estaba la Porota, una perrita callejera que venía a refugiarse a la comisaría los días de mucho frío.
Buen día, Capitán, dijo Rivas.
¿Todo en orden por aquí?
Era domingo y funcionaban con una guardia mínima. Las oficinas donde se realizaba el papeleo estaban vacías y en silencio. La Porota se acercó a lamer la mano del Capitán, que la dejó hacer.
¿Y el Capitalino, qué no se lo ve por ningún láo?
Eh…, dudó el Sargento Rivas antes de responder. Tuvo que salir hace un rato.
¿Que salir? ¿Aónde, pues?
Dijo que tenía una pista firme en el caso del doble homicidio.
¡No me diga que está otra vez con ese asunto del travesti!, dijo el Capitán Quiñones. ¡Le prohibí espresamente que siguiera dando la lata con esa cuestión!
 
***   
 
Lo que goteaba del maletero del Chevrolet no era gasolina, ni aceite, sino lisa y llanamente sangre. ¡Oye!, exclamó Sepúlveda. El Subteniente Pedro Almonacid Von Kreutzenberg no lo podía creer: al fin, después de tanto esfuerzo, sus desvelos habían dado resultado. Delante de él tenía ni más ni menos que su primer caso resuelto, el primer ascenso de su carrera, y la posibilidad de un traslado fuera de ese pueblo dejado de la mano de Dios.
¡Ábrelo!
No hacía falta la llave. Tal y como había asegurado el borrachín del mecánico, la cerradura estaba forzada.
Despacio… con cuidado, ordenó el Subteniente, como si estuvieran desactivando una bomba.
Las bisagras oxidadas del maletero chirriaron.
¿Y?, preguntó la Polaca. ¿Falta mucho?
¡Cállase!
Sepúlveda terminó por fin de levantar la tapa, y lo que vieron los impactó a los tres por igual.
Pero…
Había dos cuerpos dentro del maletero, sí, pero no de dos personas, sino de…
¿Qué diablos es esto?
Sí, se trataba de dos pavos.
¡Oye!, se largó una carcajada Sepúlveda.
Dos pavos enormes, de plumas negras y papada escarlata, que todavía chorreaban sangre de las gargantas cortadas.
Pe-pero…, balbuceó el Subteniente, que aún no alcanzaba a reaccionar. Aguayo quiso reírse, pero se largó a toser otra vez.
¿Listo?, preguntó la Polaca. ¿Podemos irnos ya?
 
***  
 
¡Bernardo José, mi pequeño!, exclamó Margarita Adela, la sufrida mamá del Palomo. ¡Me lo van a meter en la cárcel!
¡Qué cárcel ni ocho cuartos!, exclamó Lela Lola, la enérgica abuela de Berni, ¡Vamos ya mismo p'allá!
Sin embargo, no le fue nada fácil ponerse en camino. Entre su hija, sus dos nietas y su bisnieta la ayudaron a embutirse en el diminuto Renault Dauphine de Samuel, el almacenero, que gentilmente se ofrecía a conducirla a misa todos los domingos.
Así, un poco más para este lado…
Una mantenía abierta la puerta, otras dos la empujaban, y su bisnieta Ana Luisa la tironeaba desde adentro. ¡Con cuidado, cabra lesa!, chilló la corpulenta señora, ¡Me vas a arrancar el brazo!
El Renault se inclinó, casi hasta tocar el piso. Los amortiguadores crujieron, los muelles se extendieron al máximo de su capacidad.
Y tú, Samuel, ¿cuándo vas a comprar un auto como la gente?, protestó la venerable matriarca. ¡Vaya lata de sardinas!
A lo mejor, si baja un poco de peso... se atrevió a sugerir el almacenero.
¿Cómo dices? No te pongas insolente, que te parto la cabeza de un palazo.
Tranquilícese, Lela Lola, le dijo Ana Luisa, que había quedado al lado suyo en el asiento de atrás.
¡Cierra la puerta de una vez, que me estoy congelando! Y tú, Javiera Ignacia, ¿qué estás esperando? ¡Súbete de una vez!
¿Yo?, dijo su nieta mayor.
Sí, tú armaste este lío. ¡Súbete, carajjjo!
 
***  
 
El hallazgo de los pavos fue un duro golpe para el Subteniente, que lleno de furia caminó hacia Berni y la Polaca.
¿Qué significa esto?
¿Qué significa qué?, le respondió Pola, sin inmutarse.
¡Había dos cadáveres ahí!, protestó Von Kreutzenberg. La Polaca se asomó a mirar. Están ahí todavía, le contestó. Bah, no sé, ¿acá los llaman así?
¡Ustedes los cambiaron!, esta vez se encaró con Berni el Palomo, que abrió boca para contestar, pero al ver el gesto negativo de la Polaca recordó que estaba afónico. ¿Ah, no puedes hablar?
Berni indicó con un gesto que no.
No quieras pasarte de listo, enano, le dijo Von Kreutzenberg, que no debía medir más que unos pocos centímetros más que él.
Me parece acá hubo una confusión, oficial, dijo Pola.
Ninguna confusión, le respondió el Subteniente. ¡Están detenidos!
¿Ah, sí? ¿Bajo qué cargos? ¿Transporte de aves de corral?
El viento fue cambiando de dirección. Ahora soplaba del lado de la Cordillera, cada vez más cargado de nieve.
No se van a salir con la suya, dijo el Subteniente, les aseguro que…
Su amenaza fue interrumpida por el carabinero Aguayo, que sufrió un nuevo acceso de tos, más fuerte que los anteriores. Parecía que se iba a desmayar. Sepúlveda se acercó a sostenerlo.
Este hombre no está bien, dijo la Polaca. Si quiere podemos alcanzarlo hasta el hospital, pero tienen que ayudarnos a empujar el auto. Tenemos problemas de arranque.
La nevada se hacía más intensa, el camino comenzaba a teñirse de blanco.
Oiga, mi teniente, dijo Sepúlveda. Esto se está poniendo feo.

***  

Hacía veinte años que Javiera no se sentaba en el auto de Samuel. Desde el día que rompieron su noviazgo, más precisamente. Buenos días, señorita Javiera Ignacia, le dijo el Almacenero, olvidando que ya la había saludado más temprano.
Buen día, Samuel…, dijo ella, que se había puesto colorada hasta la raíz de los pelos.
¿Y? ¿Qué esperas para arrancar?, chilló desde atrás Lela Lola.
Sí, sí, dijo Samuel, que se equivocó al meter el cambio, haciendo que el auto pegara una violenta sacudida y se detuviera.
¿Qué te pasa?, gritó la Vieja. ¿Estás dormido?
No, no… perdón.
Sólo Ana Luisa parecía darse cuenta del drama que se vivía en el asiento delantero, ese drama que había empezado antes de que ella naciera.
¡Muévete de una vez, abombáo!
Era casi mediodía. También en el pueblo comenzaba a nevar
Convendría ir a ver a un abogado primero, sugirió Ana Luisa. El doctor Salazar Rivero, a lo mejor…
Ese sólo sabe correr atrás de las putas, dijo Lela Lola. Nunca en su vida ganó un juicio, que yo sepa. Diga que no hay silla eléctrica, en este país, que si no.
Pero entonces…
Hubo otra frenada y un nuevo bocinazo.
¡Cuidado, imbécil!, gritó Lela Lola. ¿Quieres matarnos a todos?
Pe-perdón, balbuceó el almacenero.
¿Adónde cuernos estás yendo, se puede saber?
Eh… ¿A su casa?
¡Pero no, infeliz! ¡A la comisaría!
 
***  
 
Intentaron sacar el Chevrolet de la cuneta, empujando los tres al mismo tiempo.
¡Vamos, otra vez!
Es decir, Von Kreutzenberg, la Polaca y Sepúlveda, porque Aguayo apenas si podía tenerse en pie, y a Berni lo pusieron a conducir.
Cuidado con tratar de escaparte, renacuajo, le advirtió el Subteniente, porque te sigo con la moto y te coso a balazos. Berni indicó con la cabeza que no.
¡Con más fuerza! ¡Otra vez!
No era la primera vez que Berni estaba al volante del auto del Dr. Salazar Rivero. En más de una oportunidad había tenido que llevarlo de vuelta a su casa, al abogado, cuando éste terminaba sus veladas tan curado que no podía ni tenerse en pie.
¡Otra vez! ¡Vamos que podemos!, gritó el Subteniente. Y a la Polaca, que venía haciéndose la que empujaba, no le quedó más remedio que empujar de verdad: iban a terminar tapados por la nieve si se quedaban mucho tiempo más ahí.
¡Muy bien! ¡Así!
Superada una pequeña pendiente, llegaron a un declive en el que el fue más fácil hacerlo tomar velocidad.
¡Ahora! ¡Prueba ahora!
Aunque apenas llegaba a los pedales, Berni demostró ser un chofer bastante diestro, y nomás al primer intento logró ponerlo en marcha.
BRRRRRMMM… rugió el motor de seis cilindros. Una bocanada negra los envolvió por un momento.
¡Sepúlveda, síguenos en la moto!
¡Sí, mi teniente!
Tú, súbete adelante, le ordenó a la Polaca, que sólo por llevarle la contraria fue y se sentó atrás, al lado del carabinero enfermo. ¡Eh! ¿No me oíste?
No hubo caso. Tuvo que sentarse él en el asiento del acompañante, al lado de Berni, que se estiraba lo más posible para ver por encima del volante.
No se van a salir con la suya, les advirtió Von Kreutzenberg. Ahí había dos cadáveres, no dos pavos. Tengo testigos…
¿Ah, sí? No me diga. La Polaca sacó el atado de cigarrillos y buscó el encendedor.
Ustedes piensan que se pueden burlar así de las autoridades, pero están muy equivocados.
¿Va a seguir hablando de lo mismo todo el camino? Ya aburre.
Te-tengo frío, dijo Aguayo, que buscando un poco de calor se arrimó a la Polaca y la abrazó. Berni podía verlos por el espejo retrovisor, como también podía ver la moto con el otro carabinero, unos metros más atrás. La nieve seguía cayendo, cada vez más copiosa.
¿Qué vinieron a hacer acá al medio del campo, se puede saber?
¿Qué vinimos a hacer? Vinimos a pasar el fin de semana en la cabaña de un amigo, lejos de los chismosos y los metiches. La gente nos critica, al Palomo y a mí. La diferencia de edad…
El camino se iba poniendo cada vez más difícil, por suerte ya estaban llegando. Se veían las primeras casas desperdigadas, cada una con su chimenea de lata y su hilo de humo que pronto se disipaba. Cruzaron las primeras personas a pie, los primeros autos. Una viejita con un pañuelo en la cabeza pasó con un montón de ramas bajo el brazo, seguida por dos perros.
No se van a salir con la suya, repitió Von Kreutzenberg, ustedes mataron a dos personas y fueron a esconderlas a algún lugar en el campo.
Ay, ay, ay… suspiró Pola. ¡Qué imaginación!
Lo voy a descubrir. No sé cómo, pero lo voy a...
El camino de ripio dio paso al asfalto. Acurrucado contra Pola, Aguayo ya parecía un poco mejor.
¿Dónde queda el hospital? Tenemos que llevar a este hombre enseguida.
No, dijo el Subteniente, vamos a la Comisaría primero.
Sin embargo, se arrepintió cuando el vio el auto del Capitán Quiñones en el estacionamiento. Berni hizo girar el volante e introdujo el Chevrolet sano y salvo, a unos metros de la entrada. El carabinero llegó con la moto un momento después. Ayúdeme a bajarlo, le dijo Pola, que ahora era la que llevaba la batuta.
El Subteniente se bajó también, desalentado, cabizbajo, viéndose venir una sanción disciplinaria de las graves, por todas las faltas que había cometido en los últimos dos días. Berni se quedó al volante, con el motor en marcha, esperando que los dejaran irse. Aún así, todo valió la pena, pensó. Aunque ahora lo encerraran y le dieran cadena perpetua, haber pasado ese fin de semana con la Polaca compensaba cualquier sufrimiento.
Pola acompañó al carabinero enfermo hasta la puerta de la comisaría y ahí nomás se volvió, cerrándose con la mano el cuello de la chaqueta. Bueno, nosotros nos vamos yendo, dijo. Una vez que aclaramos este malentendido…
De pronto, los ojos de hielo del Subteniente brillaron con un súbito destello, y llevado por un impulso volvió al auto, abrió la guantera se puso a revisar su contenido.
¿Qué le pasa? ¿Qué busca?
Luego se fijó en los paneles de la puerta, y al fin metió la mano debajo del asiento.
¿Ah, sí? ¿Un malentendido?, dijo, y con dos dedos extrajo un Colt calibre 32, de cachas nacaradas y relucientes.
¿Y esto?
Se lo llevó a la nariz, aspiró.
Mmm… parece que fue disparado hace muy poco. ¿Habrá sido para matar dos pavos?
¡Uf!, resopló la Polaca.
¡El revólver!, exclamó Berni.
¡Ah!, sonrió el Subteniente. Parece que recuperamos la voz...

© Emilio Di Tata Roitberg, 2018.
 

A continuación...

CAPÍTULO 36: EN BOCA CERRADA


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