Fue el Dr. Salazar Rivero, abogado penalista de reconocida trayectoria, eximio bailarín de tango, putañero y borrachín, el que les comunicó la terrible noticia: a Berni lo buscaba la policía. No sólo eso, ya lo tenían ubicado: en cualquier momento le echaban el guante.
¡Bernardo José, mi niño!, exclamó su mamá, que a sus cincuenta años aún lo trataba como a un cabro chico. Poco le faltó a la pobre para desmayarse ahí mismo, en la escalinata de la iglesia, entre los feligreses que salían del servicio de las diez. Sus hijas se apresuraron a asistirla. ¡Ya, córtala con tanta alharaca!, exclamó Lela Lola, la tiránica abuela de Berni. ¿Qué pudo haber hecho de grave ese abombáo? ¿Estornudó sin taparse la boca? No, dijo el doctor Salazar Rivero, parece que mató a dos tipos y los escondió en la cajuela de un auto.
¿¡Qué!?, exclamaron a un tiempo la mamá, las hermanas y la sobrina de Berni. Lela Lola apretó con furia el mango de su bastón, como para darle un porrazo.
¿Qué historias estás contando ahí, pues Felipe? ¿Estuviste empinando el codo, tan temprano?
¡No!, protestó el abogado, aunque de hecho sí, ya se había tomado su copita mañanera, el mejor remedio contra la resaca pertinaz.
¿Cómo va a hacer algo así mi nieto, si no es capaz ni de atarse las agujetas él solo?
El cura, que estaba despidiendo a unos fieles, se acercó a ver qué pasaba.
Bueno, él sólo no fue, aclaró el Dr. Salazar Rivero, estaba con dos de sus amigas.
¿Amigas? ¿Qué amigas?, preguntó desconfiada Lela Lola. ¿No serán esos cochinos que se visten de mujer?
Ejem, carraspeó el abogado, e indicó con la vista que alguien se había sumado al grupo.
¿Algún problema, hijos míos?, preguntó el sacerdote español, sonriendo beatíficamente.
Ninguno que pueda resolver usted, señor padre cura, dijo Lela Lola. ¡Muchas gracias!
A buen entendedor... El cura dio media vuelta y se fue por donde había venido. Se había vuelto a nublar. El viento soplaba del lado de la bahía. El Dr. Salazar Rivero dijo:
La investigación la está llevando a cabo un policía jovencito, recién llegado de la Capital. ¡Un verdadero desquiciáo!
***
¿¡Qué!?, exclamaron a un tiempo la mamá, las hermanas y la sobrina de Berni. Lela Lola apretó con furia el mango de su bastón, como para darle un porrazo.
¿Qué historias estás contando ahí, pues Felipe? ¿Estuviste empinando el codo, tan temprano?
¡No!, protestó el abogado, aunque de hecho sí, ya se había tomado su copita mañanera, el mejor remedio contra la resaca pertinaz.
¿Cómo va a hacer algo así mi nieto, si no es capaz ni de atarse las agujetas él solo?
El cura, que estaba despidiendo a unos fieles, se acercó a ver qué pasaba.
Bueno, él sólo no fue, aclaró el Dr. Salazar Rivero, estaba con dos de sus amigas.
¿Amigas? ¿Qué amigas?, preguntó desconfiada Lela Lola. ¿No serán esos cochinos que se visten de mujer?
Ejem, carraspeó el abogado, e indicó con la vista que alguien se había sumado al grupo.
¿Algún problema, hijos míos?, preguntó el sacerdote español, sonriendo beatíficamente.
Ninguno que pueda resolver usted, señor padre cura, dijo Lela Lola. ¡Muchas gracias!
A buen entendedor... El cura dio media vuelta y se fue por donde había venido. Se había vuelto a nublar. El viento soplaba del lado de la bahía. El Dr. Salazar Rivero dijo:
La investigación la está llevando a cabo un policía jovencito, recién llegado de la Capital. ¡Un verdadero desquiciáo!
***
¡Rápido! ¡Tenemos que llegar antes de que escapen!, ordenó el Subteniente Von Kreutzenberg, a quien lo que pensaran de él lo tenía sin cuidado.
Estaba dispuesto a todo para atrapar a ese rufián del Palomo y a sus cómplices, incluso si para lograrlo tenía que transgredir algunas normas; como ocultar información a su superior directo, amenazar a los testigos, obligar a los carabineros Sepúlveda y Aguayo a seguir de servicio después de terminado su turno, y sacar sin permiso una de las motos secuestradas del playón de la comisaría, ante la absurda negativa del Capitán Quiñones a dejarle utilizar los vehículos oficiales.
Se está por largar a llover, pos teniente, dijeron a un tiempo Aguayo y Sepúlveda, rendidos por el sueño y de fatiga.
¿Qué tiene que ver la lluvia? Vamos, en marcha.
Tuvieron que pasar a cargar combustible, primero: con el que tenían no iba a alcanzarles para llegar hasta Bahía Mansa.
Es que no cabemos los tres en esta moto, pos teniente, se quejó Sepúlveda, mientras el empleado de la estación de servicio les llenaba el tanque. Aguayo le dio la razón.
Uno de losotro debería quedarse acá en el pueblo, sugirió, con la esperanza de que ese uno fuera él.
Negativo, respondió Von Kreutzenberg. Esos sujetos están armados y son altamente peligrosos ¡Súbanse, vamos!
***
Estaba dispuesto a todo para atrapar a ese rufián del Palomo y a sus cómplices, incluso si para lograrlo tenía que transgredir algunas normas; como ocultar información a su superior directo, amenazar a los testigos, obligar a los carabineros Sepúlveda y Aguayo a seguir de servicio después de terminado su turno, y sacar sin permiso una de las motos secuestradas del playón de la comisaría, ante la absurda negativa del Capitán Quiñones a dejarle utilizar los vehículos oficiales.
Se está por largar a llover, pos teniente, dijeron a un tiempo Aguayo y Sepúlveda, rendidos por el sueño y de fatiga.
¿Qué tiene que ver la lluvia? Vamos, en marcha.
Tuvieron que pasar a cargar combustible, primero: con el que tenían no iba a alcanzarles para llegar hasta Bahía Mansa.
Es que no cabemos los tres en esta moto, pos teniente, se quejó Sepúlveda, mientras el empleado de la estación de servicio les llenaba el tanque. Aguayo le dio la razón.
Uno de losotro debería quedarse acá en el pueblo, sugirió, con la esperanza de que ese uno fuera él.
Negativo, respondió Von Kreutzenberg. Esos sujetos están armados y son altamente peligrosos ¡Súbanse, vamos!
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Dos veces se habían escapado ya, la Polaca y Berni, de las garras de ese milico fanático, y podían haberlo hecho una tercera, si no se hubiesen demorado tanto en salir.
Si a Berni no le hubiera llevado tanto tiempo limpiar la sangre del piso del maletero, para empezar, tarea que realizó con todo el asco del mundo.
¿Y? ¿Todavía estás con eso?, preguntaba a cada rato Pola. ¡Para hoy, pibe!
Sigo pensando que sería mejor prenderlo fuego, dijo la Gorda. ¿Para qué arriesgarse?
¿Vos sos loca? ¿Y cómo nos volvemos al pueblo?
También por todo lo que tardaron en despedirse de la familia del Cacique. De la señora, de los hijos y de los nietos de Tyson que se acercaron a verlos partir. Las gallinas daban vueltas alrededor del viejo Chrevrolet. Una hasta tuvo la osadía de subirse arriba del capot.
Vos quedate nomás, Gordi, dijo Pola.
¿Estás segura?
Sí, sí. No hace falta que te sigas arriesgando.
Si a Berni no le hubiera llevado tanto tiempo limpiar la sangre del piso del maletero, para empezar, tarea que realizó con todo el asco del mundo.
¿Y? ¿Todavía estás con eso?, preguntaba a cada rato Pola. ¡Para hoy, pibe!
Sigo pensando que sería mejor prenderlo fuego, dijo la Gorda. ¿Para qué arriesgarse?
¿Vos sos loca? ¿Y cómo nos volvemos al pueblo?
También por todo lo que tardaron en despedirse de la familia del Cacique. De la señora, de los hijos y de los nietos de Tyson que se acercaron a verlos partir. Las gallinas daban vueltas alrededor del viejo Chrevrolet. Una hasta tuvo la osadía de subirse arriba del capot.
Vos quedate nomás, Gordi, dijo Pola.
¿Estás segura?
Sí, sí. No hace falta que te sigas arriesgando.
Por último, también les jugó en contra la insistencia de la Polaca en conducir ella, siendo que no conocía ese armatoste, y mucho menos ese sinuoso camino de montaña, al que las últimas lluvias habían dejado en las peores condiciones.
¡Cuidado!, chilló Berni, cuando el auto derrapó sobre el pedregullo suelto de una curva, y por poco no se van por un barranco.
Oíme chiquitín, le dijo Pola, para aclarar los tantos nomás de entrada. Si no te gusta como manejo, seguí a pie.
¡Cuidado!, chilló Berni, cuando el auto derrapó sobre el pedregullo suelto de una curva, y por poco no se van por un barranco.
Oíme chiquitín, le dijo Pola, para aclarar los tantos nomás de entrada. Si no te gusta como manejo, seguí a pie.
***
Cumplida su misión de transmitir las malas noticias, el Dr. Salazar Rivero saludó con el sombrero y se marchó. Los últimos feligreses se fueron dispersando. El cura volvió a meterse dentro del templo. Samuel el almacenero esperaba al volante del Renault Dauphine, mirando a Lela Lola y su familia a través de sus gruesísimas gafas, como si se preguntara cuándo iban a decidirse a partir.
¡Todo por tu culpa, Javiera Ignacia!, dijo la venerable matriarca. ¿Quién te mandó a abrir el hocico?
Perdón, Lela Lola, dijo casi llorando su nieta mayor. ¿Yo qué iba a saber...?
Podríamos decirle al Samuel que vaya a Bahía Mansa y le avise, sugirió Pabla Francisca.
¡No digas leseras, muchacha!, le respondió Lela Lola. A esta hora los pacos ya deben haber salido para allá, si es que ya no llegaron.
No tenían manera de advertiles. Estaban en una zona rural, un lugar donde las líneas telefónicas no llegaban.
Es que ese oficial fue todo el tiempo tan amable con nosotras, trató de justificarse Javiera. Nos hizo pasar a su oficina, nos invitó una taza de té… ¿No es cierto, Ana Luisa?
Y su sobrina le respondió, meneando la cabeza: A mí ese rubio me dio mala espina apenas lo vi.
***
¡Todo por tu culpa, Javiera Ignacia!, dijo la venerable matriarca. ¿Quién te mandó a abrir el hocico?
Perdón, Lela Lola, dijo casi llorando su nieta mayor. ¿Yo qué iba a saber...?
Podríamos decirle al Samuel que vaya a Bahía Mansa y le avise, sugirió Pabla Francisca.
¡No digas leseras, muchacha!, le respondió Lela Lola. A esta hora los pacos ya deben haber salido para allá, si es que ya no llegaron.
No tenían manera de advertiles. Estaban en una zona rural, un lugar donde las líneas telefónicas no llegaban.
Es que ese oficial fue todo el tiempo tan amable con nosotras, trató de justificarse Javiera. Nos hizo pasar a su oficina, nos invitó una taza de té… ¿No es cierto, Ana Luisa?
Y su sobrina le respondió, meneando la cabeza: A mí ese rubio me dio mala espina apenas lo vi.
***
Los carabineros bajaron por la Avenida Pedro Montt, en equilibrio inestable sobre la Triumph 59. ¡Échate más p’atrás, pues Aguayo!, gritaba Sepúlveda, que sentía la humanidad de su compañero más cerca de lo que hubiera deseado. ¡Pa dónde, si no hay lugar!, le respondió su compañero, que a su vez sentía en la nuca la respiración del Subteniente. ¡Callense!, gritó Von Kreutzenberg, a quien esa proximidad física le agradaba menos que a nadie, aunque estaba dispuesto a soportarla con tal de dar con los malvivientes.
Pasaron por el puerto, que bullía de actividad. Los estibadores subían como hormigas los bultos a las bodegas del Mimosa, el carguero panameño que zarpaba esa misma tarde. La grúa cargaba los fardos de lana cruda enrollados en alambre. Un par de cuadras después, frente al muelle de los pescadores artesanales, los pequeños barcos marisqueros se bamboleaban sobre el oleaje.
¡Apura esta carcacha, pues!, ordenó el Subteniente, aunque no había mucho que Sepúlveda pudiera hacer. Los autos los pasaban fácilmente. Un camión los tapó de humo. Conductores y peatones se los quedaban mirando. Del lado de la frontera, los cerros estaban cubiertos de nieve casi hasta la base. Los pacos fueron dejando atrás el Barrio Sur, en cuyas laderas se destacaban algunas viviendas pintadas de vivos colores.
¡Allí vive el Palomo!, gritó el agente Sepúlveda, soltando una de las manillas del manubrio para señalar una casa que destacaba sobre una loma. ¡Es la que está pintáa de amarillo!
¡No señales, idiota, que nos pueden ver!, le gritó el Subteniente.
Algo muy poco probable, dada la distancia a la que estaban. De todos modos el Subteniente aguzó la vista, enfocándose en la ventana de la planta baja, y se sorprendió tratando de distinguir, al menos vagamente, la figura de Ana Luisa.
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Pasaron por el puerto, que bullía de actividad. Los estibadores subían como hormigas los bultos a las bodegas del Mimosa, el carguero panameño que zarpaba esa misma tarde. La grúa cargaba los fardos de lana cruda enrollados en alambre. Un par de cuadras después, frente al muelle de los pescadores artesanales, los pequeños barcos marisqueros se bamboleaban sobre el oleaje.
¡Apura esta carcacha, pues!, ordenó el Subteniente, aunque no había mucho que Sepúlveda pudiera hacer. Los autos los pasaban fácilmente. Un camión los tapó de humo. Conductores y peatones se los quedaban mirando. Del lado de la frontera, los cerros estaban cubiertos de nieve casi hasta la base. Los pacos fueron dejando atrás el Barrio Sur, en cuyas laderas se destacaban algunas viviendas pintadas de vivos colores.
¡Allí vive el Palomo!, gritó el agente Sepúlveda, soltando una de las manillas del manubrio para señalar una casa que destacaba sobre una loma. ¡Es la que está pintáa de amarillo!
¡No señales, idiota, que nos pueden ver!, le gritó el Subteniente.
Algo muy poco probable, dada la distancia a la que estaban. De todos modos el Subteniente aguzó la vista, enfocándose en la ventana de la planta baja, y se sorprendió tratando de distinguir, al menos vagamente, la figura de Ana Luisa.
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La Polaca y Berni sobrevivieron a la bajada, que era la parte más peligrosa, y salieron a la carretera Y-340, nombre algo pretencioso para ese camino de ripio que bordeaba la costa. La caja de velocidad crujía cada vez que Pola le erraba a un cambio. Berni el Palomo se agarraba de dónde podía para no salir despedido cada vez que ella tomaba una curva de manera suicida o se tragaba un bache.
Prendeme un cigarrillo, ¿querés? No puedo pensar sin nicotina... ¡Qué desastre este camino! No estaba tan destruido cuando vinimos ayer, ¿no?
Sí que estaba, pensó el Palomo, sólo que la Gorda manejaba con mucho más precaución. Algo que por supuesto no se atrevió a decir. Primero porque Pola lo hubiera bajado ahí mismo de una patada, y luego porque, bueno, con todas las virtudes que Pola tenía, pedirle encima que supiese conducir…
Berni la contemplaba extasiado. Miraba sus manos de uñas rojas sobre el volante, la melena dorada, su exquisito perfil…
¿Qué mirás? Sí, ya sé, estoy hecha un adefesio.
¡No!, protestó Berni.
Además, con esta ropa de campesina, insistió ella, y el pelo a la miseria…
Desvió un momento la vista del camino para acomodarse el cabello frente al espejo retrovisor, Berni gritó:
¡Cuidado!
***
Prendeme un cigarrillo, ¿querés? No puedo pensar sin nicotina... ¡Qué desastre este camino! No estaba tan destruido cuando vinimos ayer, ¿no?
Sí que estaba, pensó el Palomo, sólo que la Gorda manejaba con mucho más precaución. Algo que por supuesto no se atrevió a decir. Primero porque Pola lo hubiera bajado ahí mismo de una patada, y luego porque, bueno, con todas las virtudes que Pola tenía, pedirle encima que supiese conducir…
Berni la contemplaba extasiado. Miraba sus manos de uñas rojas sobre el volante, la melena dorada, su exquisito perfil…
¿Qué mirás? Sí, ya sé, estoy hecha un adefesio.
¡No!, protestó Berni.
Además, con esta ropa de campesina, insistió ella, y el pelo a la miseria…
Desvió un momento la vista del camino para acomodarse el cabello frente al espejo retrovisor, Berni gritó:
¡Cuidado!
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Praf-praf-praf-praf-praf avanzaba la Triumph por la Costanera, con los tres carabineros apretados como piojo en costura.
Dejaron atrás las últimas casas desperdigadas, los galpones abandonados de la Compañía Lanar y el antiguo muelle, quemado durante la revuelta anarquista del año 22, del que hoy sólo sobrevivían los pilotes chamuscados.
¡Tengo frío, teniente!
Mientras duró el asfalto anduvieron bien, pero apenas salieron del pueblo comenzó la tortura. La vieja moto inglesa daba brincos y se sacudía para todos lados. Sepúlveda era el que se llevaba la peor parte, con el viento y la lluvia azotándolo de frente. Sin antiparras, sin guantes, con su compañero demasiado cerca para dejarlo maniobrar con comodidad y el Subteniente gritando como un marrano.
¡Más rápido! ¡Apúrate, güeón!
Lo que más temía era un reventón del neumático delantero, que estaba en una condición deplorable. Llegaba a pisar una de las piedras que sobresalían como cuchillas del piso de ripio y se iban todos de trompa, él primero que nadie.
¡No siento las manos, pos teniente!, chillaba Aguayo, que parecía a punto de desmayarse. ¡Aguanten, carajo!, chilló Von Kreutzenberg, y luego, conciliador, motivador, decididamente optimista, agregó: Aguanten, muchachos. Cuando esto termine, les prometo que no me voy a olvidar de ustedes, a la hora de recomendar las licencias y los ascensos...
Un optimismo que tuvo que tuvo su recompensa, porque al doblar la siguiente curva, casi llegando al arroyo La Estacada, se encontraron ni más ni menos que al tan mentado Chevrolet del Dr. Salazar Rivero, salido del camino y medio hundido de costado en la cuneta.
¡Para! ¡Párate aquí!
Sepúlveda apretó los frenos lo más fuerte que pudo, la Triumph derrapó unos metros antes de detenerse por completo. Con su habitual energía, Von Kreutzenberg saltó el primero y desenfundó su pistola reglamentaria. Al costado del camino, bajo un árbol que los protegía de la lluvia, estaban los prófugos más buscados: el enano facineroso de Berni y el travesti argentino conocido como la Polaca, que al ver a los uniformados dejó salir tranquilamente el humo de su cigarrillo y preguntó:
¿Son del Automóvil Club? ¿Por qué tardaron tanto?
Dejaron atrás las últimas casas desperdigadas, los galpones abandonados de la Compañía Lanar y el antiguo muelle, quemado durante la revuelta anarquista del año 22, del que hoy sólo sobrevivían los pilotes chamuscados.
¡Tengo frío, teniente!
Mientras duró el asfalto anduvieron bien, pero apenas salieron del pueblo comenzó la tortura. La vieja moto inglesa daba brincos y se sacudía para todos lados. Sepúlveda era el que se llevaba la peor parte, con el viento y la lluvia azotándolo de frente. Sin antiparras, sin guantes, con su compañero demasiado cerca para dejarlo maniobrar con comodidad y el Subteniente gritando como un marrano.
¡Más rápido! ¡Apúrate, güeón!
Lo que más temía era un reventón del neumático delantero, que estaba en una condición deplorable. Llegaba a pisar una de las piedras que sobresalían como cuchillas del piso de ripio y se iban todos de trompa, él primero que nadie.
¡No siento las manos, pos teniente!, chillaba Aguayo, que parecía a punto de desmayarse. ¡Aguanten, carajo!, chilló Von Kreutzenberg, y luego, conciliador, motivador, decididamente optimista, agregó: Aguanten, muchachos. Cuando esto termine, les prometo que no me voy a olvidar de ustedes, a la hora de recomendar las licencias y los ascensos...
Un optimismo que tuvo que tuvo su recompensa, porque al doblar la siguiente curva, casi llegando al arroyo La Estacada, se encontraron ni más ni menos que al tan mentado Chevrolet del Dr. Salazar Rivero, salido del camino y medio hundido de costado en la cuneta.
¡Para! ¡Párate aquí!
Sepúlveda apretó los frenos lo más fuerte que pudo, la Triumph derrapó unos metros antes de detenerse por completo. Con su habitual energía, Von Kreutzenberg saltó el primero y desenfundó su pistola reglamentaria. Al costado del camino, bajo un árbol que los protegía de la lluvia, estaban los prófugos más buscados: el enano facineroso de Berni y el travesti argentino conocido como la Polaca, que al ver a los uniformados dejó salir tranquilamente el humo de su cigarrillo y preguntó:
¿Son del Automóvil Club? ¿Por qué tardaron tanto?
© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.
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