Capítulo 33. La estrella del cabaret

Dale, Palomo, apurate, decía la Polaca, mientras él limpiaba con agua y detergente los rastros de sangre del maletero del Chevrolet. Pasá bien el cepillo por todos los recovecos, que si encuentran una sola gota pegoteada vamos a terminar todos adentro.
Sí, sí, decía Berni, sintiendo de a momentos que se estaba por desmayar. El agua teñida de rojo caía por los agujeros de la chapa oxidada, formando charco que la tierra no tardaba en absorber. Por Dios, murmuraba Berni el Palomo, que jamás en su vida pensó que iba estar haciendo algo así. 
Pola y la Gorda Yolanda fumaban, lo más tranquilas, apoyadas en el guardafangos del auto de al lado, sin siquiera pensar en echarle una mano. Las dos estaban con sus ropas de hombre, las que habían tenido que ponerse para burlar el cordón policial: la Gorda con un burdo sobretodo gris y un gorro de lana, y Pola con un traje negro a rayas, como los mafiosos de las películas de los años 20.
¿Qué apuro tenés en volver?, decía la Gorda, si estamos lo más bien acá… Dio una pitada a su cigarrillo y agregó: Nos tratan como a reinas; la mujer del cacique está haciendo un puchero con el gallo que trajimos...
Vos quedate, si querés, le respondió la Polaca. Nosotros nos vamos.
Daba por sentado que Berni se volvía con ella. Ni siquiera se lo consultó.
Era una mañana no tan fría, para ser invierno. El mar se alcanzaba a adivinar, allá abajo, entrecortado por las ramas de los cóihues.
Pero dale, insistió Yolanda. Un par de días, nomás, hasta que el asunto se calme. Total, nadie sabe que estamos acá.
 
***  
 
Los fugitivos ya están localizados, informó el Subteniente Almonacid von Kreutzenberg. El proxeneta conocido como Berni el Palomo y los dos travestis se ocultan en un paraje rural de Bahía Mansa. Infórmele al Sargento Rivas que hasta mi regreso queda a cargo de la comisaría.
Entendido, dijo el Cabo de Guardia, reprimiendo un bostezo.
Con el brío que lo caracterizaba, Von Kreutzenberg salió corriendo de la comisaría y se subió de un salto al asiento trasero del jeep. ¿Cómo es que no has puesto el motor en marcha todavía? ¡Arranca, pues!
No está la iáve, pos teniente, dijo Aguayo, que era el que estaba al volante.
¿Cómo, si siempre queda puesta?
Pensé que la traía usté. ¡Maldita sea!, dijo el Subteniente. ¡Tú, ve al tablero y tráela al tiro!, le ordenó a Sepúlveda. ¡Rápido! ¡Aprieta cachete!
Vejado por el autoritarismo de ese mocoso déspota, Sepúlveda abrió la puerta y se bajó.
¡Rápido, si no quieres quedarte después de turno otra vez!
El cielo se había vuelto a encapotar, anunciando lluvia. Las olas rompían contra el espigón. A lo lejos se distinguía el casco rojo del Mimosa, el carguero panameño que ya llevaba tres días anclado en el puerto, y partía esa misma tarde.
¿Qué le pasa a este idiota que no vuelve?, preguntó el Subteniente. Aguayo lo miró por el espejo retrovisor y farfulló algo incomprensible.
¿Qué dijiste?
Nada, mi teniente.
Algo dijiste, te escuché.
No, mi teniente…
Sepúlveda volvió, no tan rápido como se había ido.
¿Y la llave? ¿Por qué no la trajiste?
La tiene el Sargento Rivas, dijo Sepúlveda, señalando hacia atrás con el pulgar, pero dice que no se la puede dar.
¿Cómo? El pequeño Subteniente bajó del jeep y se encaró con él. ¿Qué dijiste? 
Yo no tengo nada que ver, pos teniente. Vaya y hable con él.
 
***   
 
En la casa del Cacique vivían como en los viejos tiempos. No tenían luz (se iluminaban con velas o faroles de querosén), no tenían gas (se calentaban exclusivamente a leña, que por esa zona no faltaba) y al agua la sacaban de un arroyo cercano. Un caño de PVC alimentaba un tanque de mil litros ubicado sobre la pendiente, unos metros más arriba de la casa. Hasta ahí tenía que subir Berni para recargar el balde, por unos interminables escalones de madera clavados de canto en la tierra. Una tarea agotadora, sobre todo para alguien como él, que no estaba acostumbrado al trabajo físico.
Llegar hasta ahí arriba lo dejaba al borde del colapso, y ni hablar de volver cargando el balde, un tacho de veinte litros con una manija de alambre que se le clavaba en las manos.
A la tercera subida ya no daba más. Jui…, jui... resoplaba el Palomo, apoyado en el tanque de fibrocemento, mientras el balde se llenaba. Jui… jui…
Había que reconocer que, desde ahí arriba, la vista era espectacular: las aguas de la bahía agitadas por el viento, las montañas nevadas al otro lado del fiordo, las Torres del Paine difuminadas por la bruma...
Sí, a él también le hubiera gustado quedarse unos días más ahí. O para siempre. No porque le gustara el lugar (que sí le gustaba), ni porque tuviera miedo de que los agarrara la policía (que sí lo tenía) sino porque ese era el lugar en el que había tocado el cielo con las manos, el lugar donde había pasado junto a la Polaca la noche de su vida. ¿Qué iba a suceder, una vez que regresaran a la ciudad? ¿Iba Pola a fijarse otra vez en él, una vez que pasara el peligro? Berni ya estaba viendo que su único momento de felicidad iba a esfumarse tan rápido como había llegado. Ella volvería a ser la estrella del cabaret, rodeada cada noche de hombres más jóvenes y más guapos que él, pescadores y marineros que pagaban sus tragos y compraban sus besos, y él volvería a ser el mismo idiota que la admiraba a la distancia.
Ups, el balde se estaba volcando.
 
***  
 
El Sargento Rivas se encontraba en el sector de los calabozos, charlando con el único preso que había en la comisaría en ese momento, un carterista que de tanto caer preso había terminado por hacerse amigo de los pacos. Entre mate y mate, Rivas y el ladrón evaluaban las chances que aún le quedaban a la Selección Nacional de clasificar para el próximo Mundial de Fútbol. Opinaban a cuál jugador convendría poner en el equipo y a cuál sacar. La charla se interrumpió cuando escucharon el sonido de las botas en el pasillo. El preso le dio la última chupada al mate y se lo pasó al Sargento Rivas a través de los barrotes.
Sargento Rivas, me dijeron que usted tiene la llave del móvil 3, dijo Von Kreutzenberg. Así es, dijo el Sargento. Entréguemela, por favor. Me temo que no va a ser posible, dijo Rivas. ¿Cómo dice?
El preso miraba alternativamente a uno y otro, a medida que hablaban.
Tengo órdenes expresas del Capitán Quiñones de retener la llave hasta que él regrese, dijo el Sargento Rivas, que sostenía el termo en el hueco del brazo, como si fuera un bebé.
¡Démela!, ordenó el pequeño Subteniente, dando un paso hacia él, como si fuera a pegarle.
Conteniendo a duras penas una sonrisa, el Sargento Rivas echó un vistazo a su amigo, como poniéndolo de testigo ante semejante descaro. Rivas terminó de cebarse el mate y, antes de llevarse la bombilla a los labios, le dijo:
No va a poder ser, Subteniente. Los otros dos móviles están asignados a tareas de rutina y el jeep se reserva para una emergencia.
¡Esta es una emergencia!, chilló Von Kreutzenberg. ¡Hay tres criminales escondidos en Bahía Mansa, a punto de escapar! ¡Pueden tratar cruzar la frontera ahora mismo!
Rivas terminó de tomar el mate antes de responderle. ¿Usted no es de acá, no es cierto? 
No. ¿Eso qué tiene que ver? 
Si están en Bahía Mansa, no tienen manera de llegar a la frontera. Tienen que pasar otra vez por el pueblo, sí o sí.
¿Qué dice?
Esa carretera muere ahí, le explicó el preso, después empiezan las puras montañas... ¡Usted cállese!, estalló el Subteniente, ¿Quién diablos le preguntó? Y encarándose nuevamente con el Sargento, que era una cabeza más alto que él, le dijo ¡Y tú, dame la llave en este mismo momento, o te vas a arrepentir!
Le ruego que no me tutee, dijo tranquilamente el Sargento. Estoy en la fuerza desde antes de que usted naciera y merezco que me trate con el debido respeto.
¡Soy su superior y se lo ordeno!, gritó Von Kreutzenberg, que parecía un nene que no quiere entrar en razón.
Sí, dijo Rivas, pero el Capitán manda más que usted, y me pidió que no se la dé. Dijo que ya estaba harto con este asunto. Dijo: Si quiere andar corriendo atrás de los travestis, que lo haga en su tiempo libre.
¡Ja, ja!, se rio el preso, pero al encontrarse con la mirada asesina de Von Kreutzenberg, se contuvo.
 
***   
 
Berni cerró la canilla de plástico y se dispuso a acometer la bajada, cuando se dio cuenta de que alguien estaba parado detrás de él.
¡Toti! Me hiciste asustar…
Era el hijo menor del Cacique, un chico de 19 años con síndrome de Down, tan escueto de palabras como su papá. E igual de fuerte. ¿Me ayudás a llevarlo?, le dijo Berni. Toti se lo quedó mirando, como si no lo hubiera escuchado, o no hubiera entendido lo que le acababa de decir.
¿Agua?, preguntó.
Sí, dijo Berni.
El chico levantó el balde como si fuera una pluma y emprendió la marcha, sin volcar una gota.
Bajaron por el camino de escalones y luego atravesaron una especie de patio, en la que los nietos del Cacique correteaban entre patos, gallinas y un par de gigantescos pavos de plumas negras y papada colgante. Bajaron el segundo tramo de la pendiente.
Está bien, indicó Berni, cuando llegaron al claro del bosque que servía de estacionamiento. Dejalo por acá, yo me arreglo.
No quería que el chico fuera testigo de nada comprometedor. Pero Toti siguió a paso firme, y recién bajó el balde al llegar donde estaba el baúl abierto del Chevrolet.
Qué raro, pensó Berni, ni la Polaca ni Yolanda estaban ahí. ¿Dónde se habrán metido?
Gracias Toti, dijo el Palomo, muchas gracias. Ahora andate. Andá con tu mamá.
Ni por esas. Toti quería ver qué había de interesante en ese lugar.
 
***   
 
Rojo de furia y resoplando de indignación, Von Kreutzenberg dio media vuelta y emprendió la retirada, jurando cobrarse esa afrenta.
Subteniente..., dijo el Sargento Rivas, más conciliador, cuando aquel ya estaba por llegar a la puerta.
¿Qué podía hacer? Lo comprendía. Él también había sido joven y atolondrado, alguna vez.
Espere, por favor...
Von Kreutzenberg se dio vuelta y se quedó ahí, mirándolo con odio. Rivas le pasó el termo y el mate a su amigo a traves de la reja y caminó hacia él. El jeep no se lo puedo dar, le dijo, pero hay una moto en el patio de atrás que le puede servir.
¿Una moto?
Caminaron por el pasillo y llegaron hasta el mostrador de entrada, en el que estaba acodado el Cabo de Guardia, con una cara de aburrimiento interminable. El Sargento Rivas pasó al otro lado y buscó en la cajonera.
Quedó secuestrada en un operativo hace un par de días y todavía no la pasan a buscar, explicó. No creo que vengan justo hoy. Mire, acá está.
Le pasó la llave.
Pero… ¿esto es legal?, preguntó el Subteniente. El Sargento Rivas levantó las cejas e hizo un gesto ambiguo. Dijo: 
Y…
El Cabo de Guardia bostezó.
 
***   
 
A Berni no le quedó otra que tomar el cepillo y seguir con su repugnante tarea, aún delante de Toti, que al ver la espuma teñida de rojo preguntó: ¿Gallina?
Sí, dijo Berni, Gallina.
Después de limpiar por segunda vez el piso del maletero, se tiró al suelo para pasar el cepillo del lado de abajo de la chapa. ¿Tanta sangre podía acumularse en un cuerpo humano? Mejor dicho en dos. La chorreadera había alcanzado el diferencial, formando un pegote con la grasa que había escapado de la junta. Berni echó un poco más de detergente al balde y volvió a cepillar.
Alguien se acercaba.
Vos, Gorda, te quedás acá en lo del Cacique, hasta mañana por lo menos, decía Pola. No tenés por qué seguir arriesgándote, ya demasiado hiciste.
Bueno, le respondió Yoli. Si vos lo decís…
¿Y? ¿Terminaste? 
Ahora Pola le hablaba a él. 
¿Qué? No. Todavía me falta...
Dale, pibe, dijo ella. Dale que no tenemos todo el día.
El Palomo emergió otra vez de abajo del auto, y vio que ella se había puesto ropas nuevas, un vestido floreado que le quedaba corto como una minifalda, y un abrigo de lana que ya le había visto a una de las hijas del Cacique. Así, con el pelo suelto, estaba tan hermosa como siempre. Absolutamente fascinante.
Pero… ¡mirá cómo te pusiste!, dijo Pola, al verlo todo manchado y con barro hasta las cejas. Andá a pegarte una lavada y a cambiarte, querés. Pedile a tu amigo que te preste la ropa de algún nene de seis años. ¡Movete che, que nos tenemos que ir!
 
*** 
 
La moto resultó ser una Triumph modelo 59, una reliquia que podría estar exhibida en un museo, de no encontrarse en un estado tan lastimoso: el tanque todo abollado, el asiento roto, el óxido asomando de todas y cada una de sus piezas... Sólo en Natales podían circular armatostes como este, pensó el Subteniente. En la Capital ya la hubieran llevado a una compactadora de chatarra.
¿Tú sabés conducir este adefesio?, le preguntó a Sepúlveda.
No sé, dijo el carabinero, nunca anduve en una de estas.
¡Súbete, pues!
Sin estar del todo seguro de lo que hacía, Sepúlveda se montó y tomó el manubrio. Comprobó que el acelerador y los pedales estaban más o menos en el mismo lugar que las otras motocicletas.
¿Y?, preguntó el Subteniente.
Sepúlveda puso la llave en contacto y apoyó el taco de su bota en el pedal de arranque. Praf-praf-praf-praf... hizo la moto cuando pegó la primera patada.
El viento soplaba un poco más fuerte, las primeras gotas empezaban a caer.
Vamos, insiste, ordenó el Subteniente, que ya se temía que Rivas le hubiera jugado una mala pasada.
Sepúlveda se puso de pie, para dar más fuerza a su tacazo y, bien agarrado al manubrio, probó otra vez. Praf-praf-praf…rezongó la vieja moto inglesa, hasta que finalmente arrancó en toda su gloria… Prrrrrrrrr...
¡Excelente!
El motor bicilíndrico de 500 centímetros cúbicos tosió, amagó a apagarse, hasta que Sepúlveda aceleró del manillar.
¡Bien, muy bien!, gritó el Subteniente, para hacerse oír sobre el ruido del motor.
Ahora, súbete tú, le ordenó a Aguayo.
¿Qué? ¡Súbete, carajjo!
Al carabinero no le quedó más remedio que obedecer.
¡Eh! ¿Qué hace?, protestó, cuando el Subteniente le puso las manos en la espalda y lo empujó hacia adelante, compactándolo contra su compañero, ¡No cabemos los tres aquí!, chilló. 
Vamos a ver si no, dijo el Subteniente, y usando de estribo el caño de escape (que estuvo a punto de desprenderse) se montó a horcajadas detrás.
¡Oiga, mi teniente, que ió estoy casáo!, protestó Aguayo, ante lo promiscuamente cercano del contacto.
¡A Bahía Mansa!, ordenó el Subteniente. ¡Vamos! ¡Arranca!
 
***  
 
También Berni se había cambiado. Le habían facilitado una muda de ropa de Toti que le colgaba por todos lados.
Bueno, por lo menos estás limpio.
El propio Toti y su papá vinieron a despedirlos.
Muchas gracias, Tyson, le dijo Pola, tomándole las dos manos, le debemos la vida. El Cacique hizo un gesto, como restándole importancia al asunto.
Dejá que manejo yo, Palomo, dijo la Polaca, no creo que vos llegues a los pedales. Subite de aquel lado.
Habían dejado el auto en la bajada, con la rueda trabada por una piedra. No te preocupes que arranca enseguida, le explicó Yolanda. Vos nomás poné segunda, y apenas agarre velocidad…
Sé como arrancar un auto, gordi, no te hagas problema.
Los nietos de Tyson también vinieron a verlos partir, e incluso se acercaron varias de las aves de corral: media docena de gallinas que daban vueltas alrededor del viejo Chevrolet, como sopesando las posibilidades de que pudieran llegar al pueblo sin que los enganchara la policía; los patos pasaban haciendo cua cua cua cua cuá, y también los pavos de enormes papadas escarlatas.
No pongas esa cara, Gorda, va a estar todo bien, dijo Pola.
Es que…, dijo Yoli, me preocupa que revisen el maletero y encuentren algún rastro… Por más bien que hayan limpiado, siempre algo queda.
¿Vos decís?
Aunque nadie le había preguntado su opinión, Berni el Palomo dijo: A lo mejor hay algo más que podemos hacer...

© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.
 
 
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