Capítulo 32. Una chica difícil

Una linda muchacha: morena, bajita, de rostro agradable. Lástima que fuera la sobrina de un gángster. Junto a ella venía una señora que parecía su mamá. El Subteniente se presentó: Subteniente Pedro Almonacid von Kreutzenberg, a su servicio. Mucho gusto, tendió su mano Javiera Ignacia, impresionada por los modales del joven oficial. La chica no dijo nada. 
Tomen asiento, si son tan amables, dijo Von Kreutzenberg, que había quedado a cargo de la comisaría en ausencia del Capitán. Le agradezco que me reciba, dijo Javiera. Yo sé que es muy pronto todavía para presentar una denuncia, pero estamos tan preocupadas por mi hermano... Él fue siempre un chico tan bueno, tan de su casa. En cincuenta años, jamás hizo algo parecido. Claro, claro, asentía el Subteniente, que trataba de prestarle atención, aunque no podía evitar que su mirada se desviara todo el tiempo hacia Ana Luisa.
Ya preguntamos a todos sus amigos y conocidos, y nadie sabe nada, decía Javiera. Del viernes a la noche que salió y nadie lo volvió a ver… ¿Tiene idea de dónde pudo haber ido?, preguntó Von Kreutzenberg. Sobrina y tía se miraron. Bueno, él… dudó Javiera…
No tenía sentido pedir a la policía que averiguara dónde estaba si ocultaban esa información.
...él va siempre a un lugar que está frente al muelle, no me acuerdo cómo se llama. Una especie de bar…
Le Cat Black, dijo la chica, hablando por primera vez.
¡Ah!, se hizo el sorprendido el Subteniente. Creo que pasé por ahí alguna vez. Aunque eso es más bien un cabaret, ¿no?
Javiera tragó saliva. Bueno, en realidad, yo nunca fui…
Sí, es un cabaret, dijo desafiante la muchacha, ¿adónde más puede ir alguien en este pueblo? No hay cines, no hay teatros, no hay librerías, no hay nada…
¡Ana Luisa, por favor!
El Subteniente sonrió, mordiéndose la lengua para no responder.
¿Gustan algo de tomar? ¿Té, café?
Sin esperar respuesta se puso de pie y caminó hasta la puerta. No estaban Aguayo y Sepúlveda, sus perros falderos habituales, pero sí el chueco Otero, un agente cincuentón, a punto de retirarse.
¡Eh, tú! ¡Ven aquí!

*** 

El cielo se había vuelto a nublar, presagiando lluvia. Una lancha a motor se deslizaba frente al espigón, cabalgando sobre las olas. En la cantina de Patricio, los agentes Aguayo y Sepúlveda rumiaban su descontento. ¡Otra noche que no pego un ojo! ¡Todo por andar corriendo de acá para allá atrás de ese gringo conshesú...! ¿Y ió, que la dejé sola dos días seguíos a mi mujer? ¡Cuando iégue y me lo viá‘ncontrarlo al patas negras!
Les resultaba humillante que ese mocoso diez años menor los tuviera al trote todo el día. ¡Y el Capitán que se lo permitía! Parecía que hasta él le tenía miedo.
La idea de un asesinato sobrevolaba la mente de los dos suboficiales. Hasta podían fantasear con los detalles.
Aquí tienen, musháshos…
Patricio dejó las dos tazas de café con leche y los dos sándwichs de queso y cecina sobre la mesa. Aguayo y Sepúlveda se lanzaron sobre ellos con un apetito voraz. Era algo más de las diez de la mañana y aparte de ellos sólo había otro parroquiano, un borrachín que miraba con expresión melancólica su vaso vacío.
Eso hasta que la puerta se abrió, y junto a una bocanada de aire frío entró el chueco Otero.
¡Oye, Pachicio, prepárame dos taza ‘e té y un café p’al alemán! Se lo pones tóo en la cuenta de él, ¿ah?.
Sin hacerse de rogar, Patricio acomodó las tazas y puso la máquina a funcionar.
Y ustedes, dijo el Chueco, dice el Surteniente que vayan al tiro p’allá.
¿Qué?, protestaron los dos al mismo tiempo, ¡Si acabamos de llegar!
 
***   
 
El Subteniente no podía creer que, después de buscar a ese maleante por cada antro y cada garito de la ciudad, cuando ya casi había perdido la esperanza de echarle el guante, fuera su propia familia la que viniera a deschavarlo.
¿Y ustedes están seguras de que ya agotaron todas las posibilidades?, preguntó el Subteniente. ¿No hay ningún otro lugar al que su hermano pueda haber ido?
Bueno, pensó Javiera, está la casa del Dr. Salazar Rivero, el abogado, pero no sé si son tan amigos…
No parecen malas mujeres, pensó Von Kreutzenberg. Incluso la muchacha impertinente, que hasta ahora se había mostrado impermeable a sus encantos, daba la impresión de ser una chica decente. Sin embargo… ¿podían ignorar en su casa qué clase de hampón era el tal “tío Berni”? ¿Nadie se los había dicho nunca?
Se escucharon unas pisadas en el pasillo. ¡Abramé la puerta, pos teniente!, pidió desde afuera el Chueco Otero, que sostenía de forma tintineante los platos con las tazas de té. Déjalos aquí, son para las damas, indicó Von Kreutzenberg.
¿Y mi café?
Ahí se lo cháe el Aguáio. ¡Si ió tengo dos manos nomá!
En efecto, detrás venía el mencionado carabinero, junto a su colega Supúlveda, con la taza del aromático café, al que le habían adicionado por el camino sendos escupitajos, a cual más viscoso y abundante. Aquí tiene, mi teniente.
 
***   
 
El señor esté con vosotros. Y con tu espíritu. Queridos hermanos y hermanas, dijo el cura de la Inmaculada Concepción, daos el Saludo de la Paz.
Los feligreses se dieron vuelta a un lado y a otro para saludarse entre sí. Los hombres con un apretón de mano, las mujeres con un beso en la mejilla, entre hombres y mujeres en cualquiera de las dos variantes. Lela Lola no se movió una pulgada de su sitio, y como una reina en su trono recibió los saludos de amigos y vecinos, de viejos y niños pequeños. La paz sea contigo, Lela Lola. Y con tu espíritu, pos m’hijito, devolvía el saludo la matriarca, sin perder de vista a las beatas del primer banco, sus acérrimas rivales. Le dio gusto comprobar que iba mucho menos gente a saludarlas a ellas. Entre las tres no lograban ni la mitad de su convocatoria. No las quieren ni los perros, viejas podridas, dijo la abuela de Berni. Le divertía ver cómo una de ellas salía por el pasillo a mendigar que alguien le llevara el apunte, mientras las otras se hacían las que rezaban. ¡Esas comen santos y cagan diablos!, dijo Lela Lola. ¡Mamá, por favor!, la reconvino Margarita Adela, estamos en la iglesia. ¿Y la Javiera Ignacia, que no la veo?, se extrañó Lela Lola, que a pesar de la penumbra y el tumulto no se perdía un detalle. ¡La Ana Luisa no vino tampoco!
Siempre se demoraban un poco más en llegar, pero no tanto.
¿Dónde se han metío esas cabras lesas?
 
***   
 
El Subteniente sacó la azucarera y las cucharitas del aparador. Se movía por el despacho del Capitán como pancho por su casa, como si ya intuyera un cercano ascenso. Algo que sin dudas iba a suceder cuando resolviera el doble crimen.
¿Una cucharadita? ¿Dos? Él mismo les sirvió el azúcar a sus invitadas, antes de echar dos cucharadas en su taza.
Sepúlveda y Aguayo se miraron.
Bueno, sí, tiene otro amigo más, recordó Javiera Ignacia, un compañero de trabajo... ¡Ah! ¿Su hermano trabaja?, levantó las cejas el subteniente. Claro que trabaja, dijo Ana Luisa. ¿Qué se piensa, que vive del aire? ¡Ana Luisa, por favor!, se escandalizó su tía. ¡No seas fresca!
El Subteniente sonrió, clavando una mirada prolongada en la jovencita que las iba de arisca.
Mi hermano trabaja en la mina de carbón de Río Turbio, explicó Javiera.
¡No me diga!, exclamó Von Kreutzenberg. ¿Es minero?
Era difícil imaginarse a ese enano contrahecho empujando una vagoneta por un túnel o empuñando un taladro neumático. Bueno, no, dijo Javiera, el Bernardo José trabaja en el sector administrativo.
Mire usted, dijo el Subteniente, que dejó la cucharita a un costado y arrimó la taza a sus labios.
Aguayo y Sepúlveda contuvieron la respiración.
Su amigo, Tyson, él sí trabaja en las galerías, dijo Javiera, pero vive lejos de la ciudad, en Bahía Mansa…
Von Kreutzenberg se enderezó en su asiento. ¿En Bahía Mansa?
Apoyó otra vez su taza de café sobre el escritorio, sin probarla. Sepúlveda y Aguayo suspiraron decepcionados.
Sí, cerca del Cabo de los Lobos, dijo Javiera. Pero no tiene teléfono, y como los buses no llegan hasta allá...
¿Y usted sabe -preguntó Von Kreutzenberg, ocultando su ansiedad- dónde queda exactamente la casa de este señor?
 
***  
 
Uf, uf, uf, trepaba por el sendero del bosque la Gorda Yolanda, deteniéndose cada tanto a recuperar el aliento. Ay, ay, ay... se agarraba el pecho, que parecía a punto de explotar. El viento encrespaba las olas de la bahía, allá abajo, frente a los cerros nevados, aunque ella no estaba para paisajes. La casa del Cacique se veía chiquita, allá arriba. Aún le faltaba un buen trecho para llegar. Quién me mandó a venir acá, exclamó Yolanda, la reputísima madre que me remilparió. Tan tranquila que estaba…
No fue necesario que subiera hasta arriba de todo, por suerte. En el claro del bosque que servía de estacionamiento, entre los autos y camionetas de los hijos del Cacique, se encontró a Berni y a la Polaca, borrando los rastros de sangre del baúl del Chevrolet.
Ahí, más al costado... Dale con más fuerza, ¿querés?
En realidad era Berni el que iba y venía con el balde, echaba detergente y cepillaba por todos los rincones, mientras la Polaca, cigarrillo en mano, lo dirigía. El agua con espuma teñida de rojo caía por los agujeros de la chapa oxidada, formando un charco que la tierra no tardaba en absorber. A duras penas podía Berni contener las arcadas. Jamás en su vida pensó que iba a estar haciendo algo así.
Limpiá de aquel costado también, Palomo, le decía Pola. ¿No ves que se nota todavía? Menos mal que no tenés que vivir de esto, porque te morís de hambre...
La Gorda se sentó sobre el paragolpes del auto de al lado, tan exhausta que no podía ni hablar. Tuvo que pedirle a su amiga con un gesto que le pasara un cigarrillo y el encendedor.
¿Qué están haciendo?, preguntó, después de largar la primera bocanada.
¿Qué te parece que estamos haciendo? Nos volvemos a la ciudad.
¿Tan pronto? Yo pensé que íbamos a quedarnos un par de días más por acá, hasta que todo se calmara.
Ah, no, dijo Pola, yo no aguanto más este lugar. Por mí todo bien la naturaleza, los pajaritos y las flores, pero yo para funcionar necesito humo, ruido, pisar firme sobre el asfalto...
¿Y, ya terminaste?, le preguntó al Palomo.
Sí, creo que sí.
¿Creo? Ahora seguí del lado de abajo, que algo se debe haber chorreado. Ponete las pilas, querés. Llegan a encontrar una sola gota pegoteada y vamos a parar todos a Alcatraz.
 
***   
 
No se preocupe, se puso de pie de un salto el Subteniente, vamos a hacer lo imposible por encontrar a su hermano. Salimos para allá ahora mismo. ¿De verdad?, preguntó Javiera, que jamás en su vida había visto a un policía tan amable y servicial. Ustedes dos, les dijo a Aguayo y Sepúlveda, preparen el jeep, vamos a buscar ya mismo este señor. ¡Apúrense, vamos!
¡Gracias! ¡Muchas gracias!, dijo Javiera, tomando de las manos al Subteniente. No tiene por qué, dijo el joven oficial, para eso estamos.
Las acompañó hasta la salida. ¿Ya le dejaron sus datos al Cabo de Guardia, verdad? Sí, sí. Nos comunicaremos con ustedes apenas tengamos noticias.
Señora, Señorita… Von Kreutzenberg hizo una pequeña reverencia frente a Ana Luisa, mirándola de un modo que parecía decir: Ya nos veremos de nuevo, tú y yo.
Afuera, Sepúlveda y Aguayo lo esperaban junto al jeep, sin ocultar su frustración. El Subteniente se acercó a paso firme, haciendo sonar sus botas sobre el sendero de ripio. Estaba por subirse al asiento de atrás cuando una ráfaga de viento le recordó que se había olvidado su gorra reglamentaria. ¡Pon en el marcha el motor!, le ordenó a Sepúlveda. ¡Tú, súbete de una vez! Se metió a la carrera en la comisaría, entró a la oficina del Capitán y descolgó su gorra del gancho. Sobre el escritorio había quedado la taza de café, humeante todavía. De pie, así como estaba, el Subteniente Almonacid von Kreutzenberg tomó la taza por la manilla y se la bajó de un trago.
¡Ah…!, exclamó. Excelente...
 
***   
 
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, dijo el cura español. Podéis ir en paz.
Demos gracias al Señor.
Las guitarras sonaron, el coro arrancó con el último cántico, la concurrencia se empezó a desbandar. Margarita Adela y Pabla Francisca ayudaron a ponerse de pie a Lela Lola, que antes de irse cruzó un último vistazo con el trío de beatas, cada una deseando que la otra se muriera primero.
Cuidado, cuidado…, decía la Augusta Dama mientras la asistían hacia la salida. ¡Más despacio!
Los cuatro escalones de la entrada eran los más complicados. Dos señoras se acercaron a ayudar. Llegaba a pegar una rodada Lela Lola y quién la paraba. ¿Dónde está el Samuel?, dijo Lela Lola, buscando con la mirada el Renault Dauphine. ¿No vino a buscarme? Peor para él. No le compro nunca más en su mugrosa despensa. ¡Ni una lata de sardinas! Allá está, abuela, dijo Pabla Francisca, ¿no lo ve?
¿Y ustedes, dónde se habían metido, par de herejes?, les dijo a Javiera y Ana Luisa, que llegaban apuradas. ¿No se habrán ido a la Iglesia Luterana? ¡Las echo de la casa hoy mismo!
Pero no, Lela Lola, le dijeron su nieta y su biznieta.
A todos les llamó la atención ver frente a la iglesia, sombrero en mano, al Dr. Salazar Rivero.
Pero… ¿Ese no es el Felipe?, se asombró Lela Lola. Te equivocaste, muchacho, el burdel es en la otra cuadra.
Cómo le va, Lela Lola, sonrió tímidamente el abogado.
Mejor que a ti, seguro. ¡Estás hecho una ruina! También, con la vida que llevas…
Yo nomás vine a avisarles que..., trató de explicar el leguleyo, pero Lela Lola no lo dejaba meter bocado.
¡Si te viera tu fináo abuelo! ¡Ese sí que era un hombre! Aunque bueno, un flor de degenerado también…
Yo, yo... balbuceó el doctor, Yo nomás quería avisarles que a su nieto…
¡Bernardo José!, se llevó las manos al corazón Margarita Adela. ¡Mi niño! ¿Qué le pasó? Bueno, él, él… dijo el doctor.
¡Habla de una vez, monigote!, se impacientó Lela Lola, y poco le faltó para encajarle un bastonazo.
Lo están buscando los carabineros, dijo al fin del Dr. Salazar Rivero.
¿Qué?, exclamó Lela Lola. ¿Qué hizo ahora, ese abombáo? Mejor dicho, un policía jovencito, dijo en voz baja el doctor, un nazi desquiciado…
A Ana Luisa los pelitos de la nuca se le erizaron.
¡Hijo mío!, dijo Margarita Adela, a punto de desmayarse.
Tranquilas, tranquilas, dijo el doctor Salazar Rivero. Igual no se preocupen, que no tiene ni idea de dónde están.
¡Ay!, dijo Javiera, y todos se dieron vuelta a mirarla.

© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.
 

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