Capítulo 31. Conduciendo a Lela Lola

El domingo, día de la resurrección de Nuestro Señor, era el único día de la semana en el que Lela Lola salía de la casa, para asistir a misa en la Parroquia de la Inmaculada Concepción. A las siete y media exactamente, la campanilla de su viejo reloj ferroviario estremecía hasta los cimientos la casa. ¡¡¡RRRRIIIINNNNGGG!!! Ahí nomás se escuchaban los primeros gritos. ¡Javiera Ignacia! ¡Pabla Francisca! Sus nietas corrían a asistirla. Entre las dos la ayudaban a incorporarse en la enorme cama de fierro. Una le colocaba las pantuflas, otra le alcanzaba el vaso con los dientes. ¡Más despacio! ¡Más despacio!, protestaba la matriarca mientras la ayudaban a llegar al cuarto de baño. ¡Tengan cuidáo, niñas tontas!, les decía, a pesar de que ya habían pasado las dos la cincuentena.
La ceremonia de preparación de Lela Lola para la misa llevaba dos horas por lo menos. Tres generaciones se afanaban por vestirla y acicalarla: su hija Margarita Adela, sus ya mencionadas nietas Javiera Ignacia y Pabla Francisca, y su bisnieta Ana Luisa, por lejos la menos colaborativa. La anciana pataleaba, daba instrucciones contradictorias y protestaba vivamente mientras le colocaban las pantimedias, le acomodaban las horquillas en el pelo, le aplicaban lápiz labial y le pintaban las uñas con esmalte color carmín. ¡Presta atención, Ana Luisa! ¿No ves que me estás pintando el dedo? ¡Si usted mueve la mano todo el tiempo, Lela Lola!, le respondió la muchacha. ¿Qué dijiste?, explotó la enérgica señora. ¿Qué fue lo que dijiste? Ana Luisa, ve a poner la mesa que yo sigo, salvó la situación su tía Javiera.
No era un domingo cualquiera. Aunque nadie lo mencionaba, todos pensaban en Bernardo José, el nieto menor de Lela Lola, que no había vuelto a casa después de su última escapada nocturna. Ya habían averiguado por todas partes, habían preguntado a vecinos y conocidos, y nadie sabía nada. Su mamá y sus hermanas estaban con el ojo blanco. ¿Y si vamos a averiguar al hospital?, cuchicheaban en la cocina. Si llegó a tener un accidente, Dios no permita… ¡Mejor vayan a fijarse al cabaré!, gritó desde el comedor Lela Lola, que pese a su edad tenía un oído privilegiado. ¡Donde están esos degeneráos que se disfrazan de mujer! ¡Ahí deben saber!

***

Una idea que también se le había ocurrido al Subteniente Almonacid von Kreutzenberg, el joven oficial recién llegado de la Capital, que había puesto a los carabineros Aguayo y Sepúlveda a vigilar por turnos la entrada a Le Cat Black, el antro en el que habían visto a Berni y a sus amigas por última vez.
¿Y? Nada, mi teniente, dijo Sepúlveda, que volvía con las orejas congeladas y una tos que presagiaba una pulmonía como mínimo. El Subteniente no se dejó conmover. Él también llevaba 48 horas sin dormir y no se quejaba. Una buena lavada de cara con agua fría, un par de flexiones y ya estaba listo para seguir. Bien, ¿qué sabemos hasta ahora?, preguntó en voz alta el Subteniente, delante del plano de Puerto Natales y zona circundante. Sus subalternos no le contestaron. Muertos de sueño y con el estómago vacío, apenas si podían mantenerse en pie.
Acá es donde los leñadores encontraron el Chevrolet con los dos cadáveres y lo trajeron a remolque (el Subteniente puso una tachuela sobre el camino a Bahía Mansa). Acá es donde levantaron al tipo que hacía que hacía dedo, el gordo de sobretodo (puso otra tachuela, cerca de la entrada a la ciudad). Luego, llevaron el auto donde el borracho del mecánico (otra chinche). ¡Eh, no se duerman!

***

Era día de ayuno para las mujeres de la casa, que se preparaban para recibir la Sagrada Comunión. Apenas una taza de té, sin leche ni azúcar, era todo lo que se permitían ingerir. Todas menos Lela Lola, que se había otorgado ella misma una dispensa, y arrasaba con los croissants, los chapaleles y los bocaditos de queso y jamón.
La anciana señora no parecía en lo más mínimo preocupada por la ausencia de su nieto Bernardo José, el único hombre en la familia desde hacía medio siglo, luego de la temprana muerte de su abuelo, Bernardo Augusto, y de la temprana fuga de su padre. ¡Muchacho casquivano!, decía la Vieja, sin dejar de masticar. ¡Una buena tunda, eso es lo que le hace falta!
Sabía de lo que hablaba. Ella misma le había dado a Berni los correctivos necesarios durante su infancia, adolescencia y adultez, expresados en tirones de orejas, bofetadas y cinturonazos. ¡No los suficientes, por lo visto!
Deja que le ponga la mano encima, murmuraba su abuela. Que cruce nomás esa puerta nomás...

***

El Subteniente von Kreutzenberg podría haber sido un buen jugador de póker, porque con un par de manos bastante flojas había ganado dos partidas consecutivas: primero a los malandrines de los leñadores, a los que les hizo confesar el robo del Chevrolet del abogado, y luego al propio abogado, que entre lágrimas terminó reconociendo que al auto se lo habían llevado los travestis y ese enano pervertido de bigotes. ¿Adónde se fueron?, le gritaba Von Kreutzenberg, dando puñetazos sobre la mesa de la sala de interrogatorios. ¡Va a ser cómplice de un doble homicidio si no me lo dice ahora mismo! ¡No sé!, repetía el Dr. Salazar Rivero, hecho un guiñapo. ¡Le juro que no lo sé!
Pobre imbécil. Resultó más fácil de intimidar que un ladronzuelo principiante. Que un tipo como ese tuviera un título de abogado era algo que el Subteniente no podía comprender.
Está bien, le dijo finalmente. Puede retirarse.
Si fuera por él lo metía en una celda y tiraba la llave, pero el picapleitos era compañero de copas del Capitán Quiñones, y cuando se le pasara el susto seguro iba a venir a quejarse.
Sí, se había extralimitado en sus funciones, él mismo lo sabía. Había abusado de su autoridad, aunque todo había sido para resolver un crimen aberrante. ¿Y ahora? El Subteniente miró su reloj. Tenía algo más de dos horas antes de que el Capitán se reincorporase al servicio. Si no encontraban el auto con los dos fiambres en el maletero, o al menos un indicio de que habían estado allí (una prenda ensangrentada, lo que fuera) iba a verse metido en un apuro más que mediano.

***

No la soporto más, dijo Ana Luisa, que se había apartado al rincón más alejado de la cocina para no presenciar semejante espectáculo. Pero niña, ten un poco de paciencia, le decía su tía Pabla Francisca. Es una mujer mayor, tiene sus mañas…
¡Es una tirana!
Era una mañana soleada, a pesar del frío. Las nubes se arremolinaban sobre las montañas al otro lado del canal. Por la calle pasaban los vecinos que también iban al servicio de las diez en la Inmaculada Concepción, en su mayor parte mujeres. Un auto se estacionó frente a la casa. Pabla Francisca gritó: ¡Abuela, ya llegó el Samuel!
Samuel era el almacenero del barrio, proveedor casi exclusivo de los alimentos envasados, enlatados o a granel que se consumían en la casa. En agradecimiento a sus fieles clientas de tantos años (en tiempos en que casi todos preferían gastarse el sueldo en los supermercados), Samuel llevaba todos los domingos a Lela Lola hasta la capilla, y a la salida la pasaba a buscar.
¿Qué? ¿Qué fue lo que dijo? ¡Que el Samuel está ahí con el auto, mamá!, le gritó al oído Margarita Adela. ¡Que espere!, dijo la Vieja.
No era sólo por eso. Samuel había sido durante años pretendiente de Javiera Ignacia, la nieta mayor de Lela Lola. Un noviazgo que terminó de manera abrupta, un par de décadas atrás, sin que nadie más que ellos dos supiera por qué.
Buen día, Lela Lola, le dijo el almacenero, cuando la Gran Dama al fin se dignó a salir. ¿Cómo le va en este bello día?
¿Cómo quieres que me vaya? ¡Otra vez llegaste tarde!
Pe-pero, tartamudeó Samuel, si hace rato que estoy aquí…
Entre todos ayudaron a Lela Lola a embutirse en el asiento trasero del Renault Dauphine que el Almacenero tenía de los tiempos que pololeaba con Javiera.
¡Cuidáo, animal! ¿Quieres arrancarme el brazo? ¡Tú, empújame de este láo!
Todos colaboraban menos Ana Luisa, que se mantenía apartada, de brazos cruzados, meneando la cabeza de forma desaprobatoria. Ella se iba caminando hasta la parroquia, porque todas no cabían en el auto. También se iba a pie su tía Javiera, para no dar pasto a las habladurías. Al Almacenero lo saludaba apenas con un movimiento de cabeza a la distancia. Buenos días, don Samuel. Buen día, señorita Javiera…
Algo le llamó la atención a Ana Luisa: un carabinero pasaba por la acera de enfrente, por segunda vez. Parecía que estuviera haciendo su ronda, aunque miraba todo el tiempo hacia su casa. Oiga, tía, dijo la muchacha, pero el carabinero siguió su camino, mirando para otro lado. ¿Qué pasó? Nada, nada...

***

Margarita Adela iba en el asiento del frente, con su eterna cara de sufrimiento, y Pabla Francisca en el de atrás, en el estrecho espacio que dejaba el corpachón de su abuela. ¡Cuidáo con ese camión, Samuel! ¿Quieres que nos matemos? Ya lo vi, Lela Lola, ya lo vi... Cada día conduces peor, no sé cómo no te quitan la licencia. ¿Acaso puedes ver algo, con esos culos de botella que tienes en la cara? Sí, Lela Lola, veo lo más bien... ¡Apura esta cafetera, entonces, que quiero llegar a la iglesia hoy día!
Una prisa innecesaria, ya que el padre cura no se atrevía a empezar la misa antes de que Lela Lola llegara. No si no quería que la anciana lo boicoteara durante todo el servicio con sus interjecciones, toses y murmullos, y lamentarlo más todavía a la hora de pasar el plato de la colecta.
“Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar...”
El coro ya iba por el tercer cántico del cancionero. El sacerdote miraba su reloj. Las beatas del primer banco (enemigas mortales de Lela Lola) protestaban de manera cada vez más manifiesta.
“...y la Virgen concebida sin pecado original”.
Se escuchó el sonido de un auto que se detenía. ¡Gloria a Dios en las alturas! Las puertas se abrieron y la anciana y robusta señora entró, apoyada en su bastón, agitando los codos para desprenderse de su hija y de su nieta, como para demostrar que no necesitaba la ayuda de nadie.
El cura se ubicó al otro lado del altar. Los monaguillos dejaron de jugar a las escondidas entre los confesionarios y corrieron a ocupar su lugar.
A paso firme, como si el Espíritu Santo le hubiera devuelto de golpe y porrazo su vitalidad, Lela Lola caminó hasta el banco que ya le tenían reservado, del lado contrario a las beatas. De un vistazo comprobó que había una menos que el domingo anterior, y alzó sus ojos al cielo en un gesto de agradecimiento. ¡Ja!, dijo Lela Lola, en voz perfectamente audible. ¡La justicia del Señor tarda, pero llega!

***

Sobrina y tía bajaban tomadas del brazo por la calle en pendiente. A unas cuadras sonaban las campanas de la iglesia, indicando el comienzo de la misa. Ana Luisa miraba con el rabillo del ojo a su tía, que parecía conmovida por el encuentro con su antiguo prometido, mucho más que otros domingos. Es que estoy preocupada por tu tío, se justificó Javiera. No sé si voy a poder quedarme ahí sentada, mientras él, quién sabe dónde… ¿Por qué no lo dejan tranquilo, pobre tío?, dijo Ana Luisa.
Al igual que su bisabuela, ella tampoco pensaba que le hubiera pasado nada malo. Ya es mayor de edad, ¿no es cierto? Déjenlo, andará en sus cosas… ¡Sus cosas!, dijo Javiera. En fin, yo no lo juzgo... Sí que lo juzga, tía, dijo Ana Luisa. Todos lo juzgan, al tío Berni. Él es el único que se preocupa por todas nosotras, todo lo que gana es para mantenernos, y encima lo tratan como a un crío. Pero niña, qué estás diciendo... Si yo estuviera en su lugar, dijo la chica, hace rato que me hubiera ido.

***

No, no está ahí, informó el agente Sepúlveda, cuando llegó otra vez a la comisaría y se reportó a su superior inmediato. Había puras mujeres que se iban pa la iglesia, pero ningún auto. Sentado detrás del escritorio del Capitán Quiñones, el Subteniente Von Kreutzenberg hacía girar una lapicera entre los dedos. ¿Cómo sabes que iban a la iglesia? Por que las jui siguiendo de lejos, pues. ¿Estás seguro de que no te vieron?
El agente Aguayo entró en el despacho, saludó con una venia y dijo: El conserje del Monrovia dice que no hay noticias todavía. Los travestis llamados Yolanda y la Polaca salieron ayer temprano y no volvieron. Las otras locas están tóas preocupáas.
Tirado hacia atrás en el sillón, sin atreverse todavía a poner un pie sobre el escritorio, el Subteniente trataba de atar cabos. ¿Qué tenía hasta ahora? Dos cadáveres en el maletero de un auto que nadie sabía dónde estaba ni quiénes diablos eran. Dos prostitutas transexuales que se habían dado a la fuga, junto a ese enano de bigotes que sin dudas era su proxeneta. Fuera de eso…
¿Podemos retirarnos ya, mi teniente?, se animó a decir Sepúlveda. ¿Adónde? Están de servicio. Sí, pero como venimos sin dormir desde ayer, y nos quedamos fuera de turno… Vayan a tomarse un café a la cantina de al lado, dijo el Subteniente. Yo pago. ¿Y un sandwich también? Sí, sí...
Los carabineros salieron, el Subteniente miró otra vez su reloj. Por la ventana de la oficina se veía un fragmento de cielo y de mar, y un pequeño pesquero que bordeaba el espigón. La puerta se volvió a abrir, asomó el hocico el agente Sepúlveda. Mi teniente, venga a ver.
Von Kreutzenberg se levantó y caminó hasta la puerta. Escuchó al Cabo de Guardia que decía: Es que no se puede presentar una denuncia por desaparición de persona hasta que no pasen 48 horas, señora. El Subteniente se asomó. En el hall de la comisaría había una mujer de unos cincuenta años, a punto de largarse a llorar, junto a una joven bastante bonita, que no parecía muy a gusto de estar ahí.
Son las dos que salieron hace un rato de la casa del sospechoso, dijo en voz baja Sepúlveda. ¿Ah, sí?
Es que él nunca hizo nada parecido, decía la mujer. Estamos desesperadas. Mi mamá, que sufre del corazón...
Buenos días, señora, se adelantó Von Kreutzenberg, galante y correcto como un aristócrata prusiano. Señorita... agregó, haciendo una pequeña reverencia a Ana Luisa.
La señora está buscando a su hermano, explicó el Cabo de Guardia, pero yo le decía que por reglamento... Bueno, seguramente podrá hacerse una excepción al reglamento, si la situación lo requiere, dijo el joven y apuesto oficial. Pasen a mi despacho, por favor.
¡Gracias, muchas gracias!, dijo Javiera Ignacia, al borde de las lágrimas.

© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.

A continuación...
CAPÍTULO 32: UNA CHICA DIFÍCIL

Puede dejarnos su comentario en Facebook
https://www.facebook.com/ditataroitberg