Capítulo 30. Los pescadores punks

La presencia de los uniformados causó un momento de inquietud en Le Cat Black, el cabaret de la zona del puerto. Coperas y clientes pensaron que se trataba de una redada, poco faltó para que corrieran en desbandada. 
¡No puede ser! ¡Debe tratarse de un error!
Todos respiraron aliviados al ver que sólo habían venido a llevarse al Dr. Salazar Rivero, abogado penalista de reconocida trayectoria en la ciudad, eximio bailarín de tango, putañero y borrachín. ¡No pueden hacerme esto!, gritaba el picapleitos, mientras los agentes lo conducían hacia la salida, uno de cada brazo. ¿Ustedes saben quién soy yo? El joven carabinero a cargo del operativo (un oficial bajito, de ojos azules, con una cara de nazi que no se podía creer) iba cerrando la marcha, tieso como una vara. Antes de salir se dio vuelta y paseó su mirada por la concurrencia, como diciendo: No se preocupen, más tarde vengo por ustedes también.

***

Era algo más de las diez de la noche y caía una nevisca muy fina que lastimaba la cara. A través de las vidrieras vieron como subían al Dr. Salazar Rivero al jeep verde y blanco con el escudo de Carabineros. No le pusieron las esposas, ni falta que hacía. ¡No! ¡Por favor! ¡Soy inocente!
Tres jóvenes con chaquetas de cuero y peinados punk que caminaban por la acera se detuvieron a mirar. Una vieja mendiga se largó una carcajada. El jeep se puso en marcha. Desde adentro el doctor echó una última mirada en dirección al cabaret, pero nadie parecía dispuesto a interceder por él. Ni el sabandija del dueño, ni ningún miembro de la distinguida clientela -compuesta esa noche en su mayoría por la tripulación del Mimosa-, ni mucho menos las chicas, muchas de las cuales estaban con el permiso de residencia vencido y arriesgaban como mínimo la deportación. ¡Alegría, alegría! dijo el dueño. ¡Aquí no ha pasado nada!
Se reanudó la música y el baile, de manera más bien tímida al principio. Jacqueline se levantó de las rodillas del marinero filipino sobre el que estaba sentada y caminó hasta la mesa en la que la Peru compartía un pisco-sour con los senegaleses y el polaco. ¿Lo viste?, preguntó. Sí, dijo la Peru. Era él.
Se referían al oficial que había dirigido el arresto, el mismo que había montado guardia esa mañana frente al Hotel Monrovia. ¿Vos creés que nos reconoció? ¡Desgraciado! ¿Es que no va a dejarnos en paz?
 
***
 
En la sala de interrogatorios de la Comisaría 22, el Dr. Salazar Rivero trataba de mantenerse muy digno, sentado bien derecho en su silla, como corresponde a ciudadano honesto que ha sido ultrajado en su dignidad. Por más que se rompía la cabeza, no podía adivinar por qué se encontraba allí. No es que su conciencia estuviera cien por ciento limpia, pero ¿acaso alguien podía decir que sí? Su reloj le indicaba que ya llevaba casi media hora de espera. El doctor tamborileó sus dedos regordetes sobre la mesa de madera, cubierta de muescas, rayones y manchas cuyo origen era mejor no imaginar. La luz de la única lámpara se reflejaba en su calva, que ya comenzaba a perlarse de su sudor. ¡Oiga! ¿Hay alguien aquí?, gritó el doctor. Había una pequeña ventana enrejada detrás de él, por la que el doctor sospechaba que lo estaban observando. Y así era.
Desde el pasillo, el joven y entusiasta Subteniente Von Kreutzenberg lo escrutaba detenidamente, tratando de formarse una opinión. Miraba su traje arrugado y grasiento, la corbata torcida y la panza prominente, el aspecto de crápula consumido por el vicio y la degradación... En algo tenían razón sus subalternos: ese fantoche jamás hubiera sido capaz de matar a dos hombres más jóvenes y fuertes que él, para luego meterlos en la cajuela de un auto y pasearlos por toda la ciudad.
Pero algo sabía del asunto.
 
***
 
En Le Cat Black, el show debía continuar. Las chicas pasaban por turno a hacer sus números de baile o canto al pequeño entablado que hacía las veces de escenario, entonando canciones de las divas del momento: Ana Gabriel, Rocío Jurado, Isabel Pantoja... Aprovechando que la Polaca no estaba, Marili la Bizca quiso hacerse la estrella del cabaret. Subió y se despachó con un tema de Ángela Carrasco, que por supuesto le salió horrible.
Quererte a ti, es querer ganar el cielo por amor,
es haber perdido el miedo al dolor…
Un desastre, meneaban la cabeza Jacky y la Peru. Igual los calentones de los marineros la aplaudieron a rabiar. El grupo más numeroso invitó a la Bizca a su mesa y la obsequió con una botella del pseudo-champán. No entendía una palabra de lo que decían, por supuesto. Aunque se trataba de un carguero de bandera panameña, muy pocos en la tripulación del Mimosa hablaban español. Había uno, sí, el cocinero, un flaco de rulos que hablaba igual que el galán de la novela Topacio. Se acercó a la mesa en la que estaban Jacky y la Peruana y les dijo: ¡Cónchale, chamas! ¿Y a ustedes qué les pasa, que están con esa cara?
 
***
 
Cerca de la medianoche, los tres jóvenes con chaqueta de cuero salieron de El Unicornio, el tugurio en el que se juntaban la docena escasa de amantes del punk-rock de Puerto Natales, a tomar cerveza y a saturar los baffles con música de los Ramones, Sex-Pistols y The Clash.
¿Cómo? ¿Ya se van tan temprano?
Con las manos en los bolsillos y un cigarrillo en la comisura de la boca, los tres caminaron hasta el muelle de los pescadores artesanales, que a pesar de la hora y el frío que hacía estaba en plena actividad. Era la hora en que zarpaban los barcos que iban a juntar mariscos y erizos a los canales, para llegar a la desembocadura del golfo en el momento en que la corriente era más favorable.
En las pequeñas embarcaciones amarradas al muelle, los tripulantes terminaban de cargar las provisiones para la travesía. Los mecánicos medían el nivel de aceite de los motores, los buzos revisaban sus equipos. Dueños de barcos y patrones de pesca regateaban adelantos y comisiones. ¿Cómo que quince, pues ñor? ¿Si había dicho veinte por ciento? Es todo lo que puedo ofrecerte. ¿Lo tomas o lo dejas?
Los tres jóvenes iban haciendo sonar sus borceguíes sobre las tablas de lenga del muelle. ¡Cómo andan, pos cabritos!, los saludó un viejo pescador, que esperaba el momento de la partida sentado sobre un barril de 200. Bien, don Fernando, le respondieron los muchachos.
Muchos de sus colegas se extrañaron de verlos, teniendo en cuenta que habían vuelto de una faena la mañana anterior. Aún así, nadie les dijo nada. No era raro que los pescadores hicieran algunos trabajitos extra, como navegar de noche hacia lugares determinados de la bahía y volver cargados de cajas de Marlboro o botellas de whisky escocés, por cuenta de importadores que deseaban ahorrarse los trámites de aduana. Los muchachos llegaron al final del muelle y saltaron a su barco, un lanchón de siete metros de eslora y motor Perkins de 54 caballos, con una pequeña cabina en el centro y un casco de madera con el nombre pintado en letras blancas: Caleuche II.
 
*** 
 
¡Esto es un atropello!, dijo el Dr. Salazar Rivero, al ver entrar al Subteniente. ¡Exijo hablar con el Capitán Quiñones!
Confiaba en poder entenderse mejor el veterano oficial, asiduo compañero de copas y partidas de póker. Le ruego que se tranquilice, dijo Von Kreutzenberg, mientras ocupaba la silla al otro lado de la mesa. El Capitán no se encuentra de servicio en este momento. ¡Exijo saber la causa por la que he sido detenido!, le espetó el iracundo picapleitos. Sin duda exageraba. No se había mostrado tan contrariado al ver a los carabineros llegar al cabaret, justo cuando estaba por recibir la paliza de su vida a manos del Otelo ucraniano.
¿Por qué dice que está detenido?, sonrió el Subteniente. Nadie le dijo que está detenido, que yo sepa. ¿Ah, no?, volvió a tomar asiento el doctor, intrigado. No por el momento, aclaró el Subteniente. Suponiendo que pueda explicarnos de manera satisfactoria lo que pasó con su auto. Con mi…
El Dr. Rivero comprendió que algo habían hecho la Polaca y la Gorda con su querido deportivo. Algo grave, desde luego. Los carabineros no iban a movilizarse de esa manera por una simple infracción de tránsito. ¿Qué podían haber inventado? Yolanda era una buena chica, desde luego, pero bajo la influencia de la Polaca…
Ejem, se aclaró la garganta el doctor, ¿Mi auto? Yo no tengo ningún auto. El Subteniente consultó sus papeles. ¿Está seguro? Desde luego. ¿Usted no tiene un Chevrolet cupé, modelo 46, color verde oscuro, matrícula CX-435… ¡Ah, ese auto!, dijo el doctor. Sí, dijo el Subteniente, ese auto.
 
 ***
 
Estarán por ahí, sus amigas, trató de consolarlas el cocinero del Mimosa, seguro no les pasó nada grave. Y sí, puede ser, admitió Jacqueline, no del todo convencida. Fíjense que nosotros también perdimos esta mañana a dos de nuestros compañeros, dijo el Cocinero, y tan tranquilos que estamos. ¿Ah, sí?, preguntó la Peru. Sí, respondió el Venezolano. Dos franceses que vinieron anoche, a este mismo cabaret, y por la mañana no regresaron. ¿De verdad?, dijo la Jacky. ¿Y avisaron a la policía?
Ya era algo más de la una de la mañana, y el trabajo en Le Cat Black había retomado su actividad habitual. Las chicas trataban de hacerle pagar el mayor número posible de tragos a los marineros, antes de llevarlos de la mano al Arco Iris, el hotelucho de al lado. No podían hacer sus servicios personales ahí mismo, claro. No estaban en un prostíbulo. Eso no impedía que arreglaran un encuentro en privado, previo pago de una tarifa establecida en pesos, australes, dólares, pesetas o marcos. Incluso las chicas que no sabían leer ni escribir estaban al tanto de las últimas cotizaciones, y eran una luz para hacer las conversiones, aun sin la calculadora a mano. Las sesiones en el Arco Iris rara vez duraban más de veinte minutos, al cabo de los cuales las chicas volvían al cabaret, acomodándose los billetes dentro del corpiño. Pocos de los clientes regresaban con ellas. Esa era la razón por la que la población masculina de Le Cat Black iba en el trascurso de la noche disminuyendo en porcentaje. Sólo quedaban unos pocos mineros del carbón, para esas horas, y algunos de los marineros más resistentes. Entre ellos el gigante Ucraniano, que bebía solo en una mesa, sin aceptar compañía de ninguna clase, mirando hacia a la puerta con la esperanza de verla aparecer. Oh, Yolanda, suspiraba. Máia daragáia…
 
***
 
A pesar de su juventud y de su vestimenta estrafalaria, los pescadores miraban con respeto a los hermanos Robinson, unos chicos de los que casi podía decirse que habían nacido en el agua. Así era. Como auténticos descendientes de kawésqar, los milenarios pobladores de las islas del Pacífico Austral, los muchachos conocían el archipiélago con más detalle que los pelos de sus respectivas crestas. Sin necesidad de consultar las cartas marítimas sabían qué canales eran navegables y en cuáles era mejor no meterse, cómo esquivar las corrientes peligrosas y las rocas que podían impactar en el casco.
¡Ahoi! ¡Ya salimos!
Después de presentar sus licencias y permisos a la autoridad marítima, los capitanes fueron zarpando cada cual a su turno. Disimulado entre las demás embarcaciones iba el Caleuche II, que en verdad no formaba parte de la expedición, aunque a esa hora y con el frío que hacía nadie iba a venir a controlar si las lanchas que salían eran quince o dieciséis.
El convoy avanzó en la total oscuridad sobre las aguas del golfo Almirante Montt. Algunos pescadores fumaban, otros jugaban a las cartas a la luz de un farol a kerosén, otros trataban de dormir. Cualquier intento de conversación quedaba trunco, tapado por el ruido de los motores operando en toda su capacidad.
A unas cinco millas náuticas del puerto la primera embarcación comenzó a virar lentamente hacia el Oeste, y las demás la siguieron. Todas menos el Caleuche II, que dobló 30 grados a babor, en dirección al Cabo de los Lobos. La espesa capa de nubes se hizo más delgada, haciendo que las cumbres nevadas de las montañas circundantes refulgieran en todo su esplendor. A una velocidad promedio de seis nudos, el pequeño barco se fue acercando a la costa. Los muchachos conocían muy bien ese sector de Bahía Mansa, cercano a la propiedad de su tío Tyson, oficialmente el cacique de la tribu. En determinado momento el que conducía apagó el motor y dejó que la nave siguiera por su propio impulso a lo largo de la península. Asomado a la banda de estribor, el menor de los hermanos prendió un potente reflector y apuntó a una zona de arbustos. Parado junto a él, el hermano del medio se puso a escrutar el terreno. ¡Allá!
 
***
 
Ese auto no es mío, técnicamente hablando, aclaró el Dr. Salazar Rivero. Está a nombre de la Sociedad Lanar del Sur, la compañía fundada por mi abuelo en 1901, que en sus tiempos llegó a emplear a más de 600 operarios… El Subteniente Von Kreutzenberg asentía, como si creyera las patrañas que estaba escuchando. Por desgracia, ese vehículo fue robado esta misma mañana de mi domicilio, continúo el abogado. ¡No me diga!, se condolió el Subteniente, que a falta de compañero tenía que hacer de policía bueno él. Sí, dijo el doctor. Esta mañana, cuando terminé de hacer mis abluciones, miré por la ventana y comprobé que no estaba en el garage. ¡Miré usted!, dijo el policía. Supongo que habrá venido al tiro a hacer la denuncia. Bueno, no, admitió el leguleyo. Precisamente, por la imposibilidad de trasladarme, y por el problema de várices que acarreo desde hace tiempo… Claro, claro, asentía comprensivo el Subteniente. Amén de mis múltiples ocupaciones legales, se figura, los numerosos casos que debo atender… Desde luego, le siguió la corriente el policía, como ir a armar una gresca a ese antro de pervertidos. Sí, claro, entre otras… ¿Cómo dice?, se extrañó el doctor. Escúcheme bien, viejo payaso, estalló su puño contra la mesa el Subteniente, ¡deje de tomarme por idiota! ¡Más vale que desembuche todo lo que sabe! ¡Que diga quién estuvo conduciendo esa pieza de chatarra, y de quiénes son los dos cadáveres que encontramos en el maletero! ¿Dos qué? ¿Dos cadáv…?, se atragantó el doctor. ¡Y me lo va a decir ahora mismo, ¿me oyó?, si no quiere pasar el resto de su miserable vida en el Penal de Rancagua!
 
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¿A la policía?, se extrañó el Cocinero. No eche broma, mi chama. ¿Qué tiene que ver la policía en toda esta vaina? Además, si esos dos estaban en nuestro buque nomás de hacía una semana, subieron a bordo en Ushuaia. ¿Ah, sí?, se extrañó la Jacky. Un par de malandros de la verga, aseguró el Cocinero, se los digo así a lo criollito, pa que me entiendan. ¿Qué pasó?, preguntó Samantha, que volvía de su última incursión en el Arco Iris, y se incorporó a esa mesa para tomarse un descanso. ¿De qué hablan? De un par de franceses compañeros de él -la Peru señaló al Venezolano- que estuvieron aquí anoche y hoy no volvieron al barco. ¿Ah, sí?, dijo Sami. Pola anoche estuvo con dos que hablaban en francés, me parece. ¿Cómo eran? Uno era un moreno mamarrúo y bembón, dijo el Cocinero, y el otro un carajo catire con dientes de oro que se reía y te dejaba cegáo. ¡Eran ellos!, exclamó Samantha. ¡Naguara de bandidos!, dijo el Cocinero. Mejor perderlos que encontrarlos.
 
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Acomodaron uno a cada lado de la línea de crujía, para no desbalancear el pequeño barco. Sacaron de la bodega los implementos necesarios. El hermano menor, Ariel, hizo un doble nudo sueco alrededor de los tobillos del sujeto más alto, y lo ató a un palier de camión Mercedes Benz que ya tenía preparado. ¡Vamos con este!
Antes de tirarlo por la borda, el hermano del medio, Rafael, tomó la precaución de hacerle un tajo con la cuchilla de faenar salmones, para evitar que se acumularan gases que pudieran hacerlo subir a la superficie, en caso de que las sogas se cortaran. Estaba pesáo, el conshesumare. Tuvieron que balancearlo un par de veces antes de aventarlo a las negras aguas de la bahía, que en esa zona tenían una profundidad de unas cincuenta brazas.
El otro era más fácil, porque era más bajito. Ariel lo ató a la campana de un Bedford 350 que en otros tiempos les había servido de ancla, Rafael le hizo el tajo de rigor en la panza. El Caleuche II seguía a paso firme con proa al Nor-Noreste. Las luces de Puerto Natales se adivinaban a la distancia. Estaban por arrojarlo por la borda también, cuando Ariel vio algo que le llamó la atención. El rigor mortis había dibujado una especie de sonrisa en el rostro del rufián, dejando al descubierto un reflejo dorado. Rafael lo examinó con su linterna y luego le gritó a su hermano mayor, el que conducía: ¡Oye Miguel! ¡Pásame una pinza!

© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.


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